ACOGED LA PALABRA SEMBRADA EN VOSOTROS
Una reflexión sobre la Constitución dogmática Dei Verbum. Segunda
predicación de Cuaresma del P. Cantalamessa, Viernes 26 de febrero de 2016
Continuamos nuestra reflexión sobre los principales documentos del Vaticano
II. De las cuatro “constituciones” aprobadas, la de la Palabra de Dios, la
Dei verbum, es la única, junto con la de la Iglesia, la Lumen gentium, en
tener la calificación de “dogmática”. Esto se explica con el hecho de que
con este texto el Concilio pretendía reafirmar el dogma de la inspiración
divina de la Escritura y precisar, al mismo tiempo, su relación con la
tradición. Fiel al intento de dar luz a las implicaciones más estrechamente
espirituales y edificantes de los textos conciliares, me limitaré, también
aquí, a algunas reflexiones dirigidas a la práctica y a la meditación
personal.
1. Un Dios que habla
El Dios bíblico es un Dios que habla. “Habla el Señor, … no está en
silencio”, dice el salmo (Sal 50, 1-3). Dios mismo repite infinidad de veces
en la Biblia: “Escucha, pueblo mío, quiero hablar” (Sal 50, 7). En esto, la
Biblia ve la diferencia más clara con los ídolos que “tienen boca, pero no
hablan” (Sal 115, 5). Dios se ha servido de la palabra para comunicarse con
las criaturas humanas.
Pero ¿qué significado debemos dar a expresiones tan antropomórficas como:
“Dios dijo a Adán”, “así habla el Señor”, “dice el Señor”, “oráculo del
Señor”, y otras similares? Se trata evidentemente de un hablar diferente al
humano, un hablar a los oídos del corazón. ¡Dios habla como escribe! “Pondré
mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus corazones”, dice en el profeta
Jeremías (Jer 31, 33).
Dios no tiene boca ni respiración humana: su boca es el profeta, su
respiración es el Espíritu Santo. “Tú serás mi boca”, dice él mismo a sus
profetas, o también “pondré mi palabra en tus labios”. Es el sentido de la
célebre frase: “los hombres han hablado de parte de Dios, impulsados por el
Espíritu Santo” (2 Pe 1, 21). La expresión “locuciones interiores”, con la
que se expresa el hablar directo de Dios a ciertas almas místicas, se
aplica, en un sentido cualitativamente diferente y superior, también al
hablar de Dios a los profetas en la Biblia. Sin embargo, no se puede excluir
que en algunos casos, como en el bautismo y la transfiguración de Jesús, se
trataba de una voz que resonaba milagrosamente también a lo exterior.
De todos modos se trata de un hablar en sentido verdadero; la criatura
recibe un mensaje que puede traducir en palabras humanas. Así vívido y real
es el hablar de Dios que el profeta recuerda con precisión el lugar y el
tiempo en el que una cierta palabra “viene” sobre él: “El año de la muerte
del rey Ozías” (Is 6, 1), “El año treinta, el día quinto del cuarto mes,
mientras me encontraba en medio de los deportados, a orillas del río Queba”
(Ez 1, 1), “En el segundo año del rey Darío, el primer día del sexto mes”
(Ag 1, 1). Así de concreta es la palabra de Dios que de ella se dice que
“cae” sobre Israel, como si fuera una piedra: “El Señor ha enviado una
palabra a Jacob. Ella caerá sobre Israel” (Is 9, 7). Otra veces la misma
concreción se expresa con el símbolo no de la piedra que golpea, sino del
pan que se come con gusto: “Cuando se presentaban tus palabras, yo las
devoraba, tus palabras eran mi gozo y la alegría de mi corazón” (Jer 15, 16;
cf Ez 3, 1-3).
Ninguna voz humana alcanza al hombre en la profundidad en la que lo hace la
palabra de Dios. Esta “penetra hasta la raíz del alma y del espíritu, de las
articulaciones y de la médula, y discierne los pensamientos y las
intenciones del corazón” (Hb 4, 12). A veces el hablar de Dios es una voz
que “ parte los cedros del Líbano” (Sal 29, 5), otras veces se parece al
“rumor de una brisa suave” (1 Re 19, 12). Conoce todas las tonalidades del
hablar humano.
El discurso sobre la naturaleza del hablar de Dios cambia radicalmente en el
momento en el que se lee en la Escritura la frase: “La palabra se hizo
carne” (Jn 1, 14). Con la venida de Cristo, Dios habla también con voz
humana, audible con los oídos también del cuerpo. “Lo que existía desde el
principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que
hemos contemplado y lo que hemos tocado con nuestras manos acerca de la
Palabra de Vida, es lo que les anunciamos” (1 Jn 1, 1).
¡El Verbo ha sido visto y oído! Y sin embargo lo que se escucha no es
palabra de hombre, sino palabra de Dios porque quien habla no es la
naturaleza si no la persona, y la persona de Cristo es la misma persona
divina del Hijo de Dios. En él Dios no nos habla más a través de un
intermediario, “por medio de los profetas”, sino en persona, porque Cristo
es “el resplandor de su gloria y la impronta de su ser” (cf Eb 1, 2). Al
discurso indirecto, en tercera persona, se sustituye el discurso directo, en
primera persona. Ya no “¡Así dice el Señor!”, u “¡Oráculo del Señor!”, sino
“¡Yo os digo!”
El hablar de Dios, sea aquel mediado por los profetas del Antiguo
Testamento, sea el nuevo y directo de Cristo, después de haber sido
transmitido oralmente, se ha puesto por escrito, y tenemos así las divinas
“Escrituras”.
San Agustín define el sacramento como “una palabra que se ve” (verbum
visibile) [1]; nosotros podemos definir la palabra como “un sacramento que
se oye”. En cada sacramento se distingue el signo visible y la realidad
invisible que es la gracia. La palabra que leemos en la Biblia, en sí misma,
no es más que un signo material, como el agua en el Bautismo y el pan en la
Eucaristía, una palabra del vocabulario humana, no distinta de las otras.
Pero al intervenir la fe y la iluminación del Espíritu Santo, a través de
tal signo, nosotros entramos misteriosamente en contacto con la viviente
verdad y voluntad de Dios y escuchamos la voz misma de Cristo.
“El cuerpo de Cristo -escribe Bossuet– no está más realmente presente en el
sacramento adorable, de cuanto la verdad de Cristo lo está en la predicación
evangélica. En el misterio de la Eucaristía las especies que veis son
signos, pero lo que está encerrado en ellas es el mismo cuerpo de Cristo; en
la Escritura, las palabras que escucháis son signos, pero el pensamiento que
os dirigen es la verdad misma del Hijo de Dios” [2].
La sacramentalidad de la palabra de Dios se revela en hecho de que a veces
ella misma obra manifiestamente más allá de la comprensión de la persona que
puede ser limitada e imperfecta; obra casi por sí misma, ex opere operato,
como se dice, precisamente, de los sacramentos. En la Iglesia ha habido y
habrá libros más edificantes que algunos libros de la Biblia (basta pensar
en La Imitación de Cristo); pero ninguno de ellos obra como obra el más
modesto de los libros inspirados.
He escuchado a una persona dar un testimonio en un programa televisivo en el
que yo también participaba. Era un alcohólico en fase terminal; no resistía
más de una hora sin beber; la familia estaba al borde de la desesperación.
Le invitaron con la mujer a un encuentro sobre la palabra de Dios. Allí
alguno leyó un pasaje de la Escritura. Una frase le atravesó como una llama
de fuego y le dio la certeza de ser sanado. Después de eso, cada vez que
tenía la tentación de beber, corría para abrir la Biblia en ese punto y solo
al releer las palabras sentía la fuerza que volvía a él, hasta el punto de
estar completamente sanado. Cuando quería decir cuál era esa famosa frase,
la voz se le rompía de la emoción. Era la palabra del Cantar de los
Cantares: “Porque tus amores son más deliciosos que el vino” (Ct 1, 2). Los
estudiosos habrían arrugado la nariz frente a esta aplicación, pero el
hombre podría decir: “Yo estaba muerto y ahora he vuelto a la vida”, como el
ciego de nacimiento decía a sus críticos: “Yo era ciego y ahora veo” (cf. Jn
9, 10 ss.).
Un hecho similar le sucedió también a san Agustín. En el culmen de su lucha
por la castidad, oyó una voz que repetía: “Tolle, lege!”, toma y lee.
Teniendo con él las cartas de san Pablo, abrió el libro decidido a tomar
como la voluntad de Dios el primer texto en el que hubiese caído. Era
Romanos 13, 13 s: “Vivamos con honestidad, como a la luz del día, y no
andemos en glotonerías ni en borracheras, ni en lujurias y lascivias, ni en
contiendas y envidias…”. “No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues
al punto que di fin a la sentencia, como si se hubiera infiltrado en mi
corazón una luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas de mis dudas”
[3].
2. La lectio divina
Después de estas observaciones sobre la palabra de Dios en general, quisiera
concentrarme en la palabra de Dios como un camino de santificación personal.
“La palabra de Dios –dice la Dei Verbum–, es, en verdad, apoyo y vigor de la
Iglesia, y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura
y perenne de la vida espiritual” [4].
Desde el cartujo Guigo II [5], se han propuesto varios métodos y esquemas
para la lectio divina. Estos, sin embargo, tienen la desventaja de estar
diseñados casi siempre en función de la vida monástica y contemplativa, y
por lo tanto poco adecuados a nuestro tiempo, en el que se recomienda la
lectura personal de la Palabra de Dios a todos los creyentes, religiosos y
laicos.
Por fortuna, la Escritura nos propone, por sí misma, un método de lectura de
la Biblia al alcance de todos. En la carta de Santiago (Santiago 1, 18-25)
leemos un famoso texto sobre la palabra de Dios. Del mismo obtenemos un
esquema de la lectio divina que tiene tres etapas u operaciones sucesivas:
acoger la palabra, meditar la palabra, poner en práctica la palabra.
Reflexionemos sobre cada una ellas.
a. Acoger la Palabra
La primera etapa es la escucha de la Palabra: “Recibid con docilidad, dice
el apóstol, la Palabra sembrada en vosotros”. Esta primera etapa abarca
todas las formas y las maneras en que el cristiano entra en contacto con la
palabra de Dios: la escucha de la Palabra en la liturgia, las escuelas
bíblicas, los subsidios escritos y –insustituible– la lectura personal de la
Biblia.
“El Santo Concilio –se lee en la Dei Verbum– exhorta con vehemencia a todos
los cristianos en particular a los religiosos, a que aprendan “el sublime
conocimiento de Jesucristo” (Flp 3, 8), con la lectura frecuente de las
divinas Escrituras. […] Lléguense, pues, gustosamente, al mismo sagrado
texto, ya por la Sagrada Liturgia, llena del lenguaje de Dios, ya por la
lectura espiritual, ya por instituciones aptas para ello, y por otros
medios” [6].
En esta fase debemos tener cuidado con dos peligros. El primero es pararse
en la primera etapa y transformar la lectura personal de la Palabra de Dios
en una lectura impersonal. Este peligro es muy grande, sobre todo en los
lugares de formación académica. Si uno espera a ser desafiado personalmente
por la Palabra –observa Kierkegaard– hasta que no haya resuelto todos los
problemas asociados con el texto, las variaciones y las diferencias de
opinión de los expertos, nunca concluirá nada. La Palabra de Dios ha sido
dada para que la pongas en práctica y no para que te ejercites en la
exégesis de sus oscuridades [7]. No son los puntos oscuros de la Biblia,
decía el mismo filósofo, los que me dan miedo; ¡son sus puntos claros!
Santiago compara la lectura de la palabra de Dios con contemplarse en el
espejo; pero quien se limita a estudiar las fuentes, las variantes, los
géneros literarios de la Biblia, sin hacer nada más, se parece a quien se
pasa todo el tiempo mirando el espejo –examinando la forma, el material, el
estilo, la época–, sin mirarse jamás en el espejo. Para él el espejo no
cumple su función. El estudio crítico de la Palabra de Dios es indispensable
y jamás se darán bastantes gracias a quienes emplean su vida en allanar el
camino para una comprensión cada vez mejor del texto sagrado, pero esto no
agota por sí solo el sentido de las Escrituras; es necesario, pero no
suficiente.
El otro peligro es el fundamentalismo: tomar todo lo que se lee en la Biblia
a la letra, sin mediación hermenéutica alguna. Solo en apariencia los dos
excesos, hipercriticismo y fundamentalismo, se oponen: tienen en común el
hecho de quedarse en la letra, descuidando el Espíritu.
Con la parábola de la semilla y el sembrador (Lc 8, 5-15), Jesús nos ofrece
una ayuda para descubrir dónde estamos, cada uno de nosotros, en cuanto a la
recepción de la palabra de Dios. Él distingue cuatro tipos de suelo: el
camino, el terreno pedregoso, las espinas y el terreno bueno. Explica,
entonces, lo que simbolizan los diferentes terrenos: el camino a aquellos en
los que las palabras de Dios no tienen tiempo ni para detenerse; el terreno
pedregoso, a los superficiales e inconstantes que escuchan tal vez con
alegría, pero no dan a la palabra una oportunidad de echar raíces; el
terreno lleno de zarzas, a los que se dejan ahogar por las preocupaciones y
los placeres de la vida; el terreno bueno son los que escuchan y dan fruto
con perseverancia.
Leyendo, podríamos tener la tentación de sobrevolar a toda prisa sobre las
tres primeras categorías, a la espera de llegar a la cuarta que, aun con
todas nuestras limitaciones, pensamos que es nuestro caso. En realidad –y
aquí está la sorpresa– el terreno bueno son los que, sin esfuerzo, ¡se
reconocen en cada una de las tres categorías anteriores! Los que
humildemente reconocen las veces que han escuchado distraídamente, las veces
que han sido inconstantes en las propósitos que ha despertado en ellos la
escucha de una palabra del Evangelio, las veces que se han dejado ganar por
el activismo y por las preocupaciones materiales. He aquí, sin darse cuenta,
que se están convirtiendo en el verdadero terreno bueno. ¡Que el Señor nos
conceda también a nosotros ser de los suyos!
Sobre el deber de aceptar la palabra de Dios y no dejar que ninguna caiga en
saco roto, escuchemos la exhortación que daba a los cristianos de su tiempo
uno de los más grandes estudiosos de la palabra de Dios, el escritor
Orígenes:
“Vosotros que estáis acostumbrados a tomar parte en los divinos misterios,
cuando recibís el cuerpo del Señor lo conserváis con todo cuidado y toda
veneración para que ni una partícula caiga al suelo, para que nada se pierda
del don consagrado. Estáis convencidos, justamente, de que es una culpa
dejar caer sus fragmentos por descuido. Si por conservar su cuerpo sois tan
cautos –y es justo que lo seáis–, sabed que descuidar la palabra de Dios no
es culpa menor que descuidar su cuerpo” [8].
b. Contemplar la Palabra
La segunda etapa sugerida por Santiago consiste en “fijar la mirada” en la
palabra, en el estar largo tiempo delante del espejo, vale a decir en la
meditación o contemplación de la Palabra. Los Padres usaban para esto las
imágenes del masticar o del rumear. “La lectura –escribía Giugo II– ofrece a
la boca un alimento sustancioso, la meditación, lo mastica y lo despedaza”
[9]. “Cuando uno recuerda las cosas oídas dulcemente las vuelve a pensar en
su corazón, se vuelve similar al rumiante”, dice san Agustín [10].
El alma que se mira en el espejo de la Palabra aprende a conocer “cómo es”,
aprende a conocerse a sí misma, descubre su deformidad de la imagen de Dios
y de la imagen de Cristo. “Yo no busco mi gloria”, dice Jesús (Jn 8, 50):
aquí el espejo delante de ti y en seguida ves lo lejos que estás de Jesús,
si buscas tu gloria; “bienaventurados los pobres de espíritu”: el espejo
está de nuevo delante de ti y en seguida te descubres lleno de apegos y
lleno de cosas superfluas, lleno sobre todo de ti mismo; “la caridad es
paciente…” y de das cuenta cuanto tú eres impaciente, envidioso, interesado.
Más que “escrutar la Escritura” (cf Jn 5, 39), se trata de “dejarse
escrutar” por la Escritura.
“La palabra de Dios –dice la Carta a los Hebreos– está viva, eficaz y más
cortante que la mejor espada; esa penetra hasta el punto de división del
alma y del espíritu, en las junturas y en la médula y escruta en los
sentimientos y en los pensamientos del corazón. No hay criatura que pueda
esconderse delante de él, pero todo está desnudo y descubierto a los ojos
suyos. (Heb 4, 12-13).
En el espejo de la Palabra, por suerte no vemos solamente a nosotros mismos
y nuestra deformidad; vemos antes de todo el rostro de Dios; mejor aún,
vemos el corazón de Dios.
La Escritura, dice san Gregorio Magno, es “una carta de Dios omnipotente a
su criatura; en ella se aprende a conocer el corazón de Dios en la palabra
de Dios” [11]. También para Dios vale el dicho de Jesús: “La boca habla de
la plenitud del corazón” (Mt 12, 34); Dios nos ha hablado en la Escritura,
de lo que llena siempre su corazón, o sea el amor. Todas las Escrituras han
sido escritas para esta finalidad: que el hombre pudiera entender lo mucho
que Dios lo ama, y lo entendiese para inflamarse de amor hacia él [12]. El
Año Jubilar de la Misericordia es una ocasión magnífica para volver a leer
toda la Escritura desde este ángulo, como la historia de las misericordias
de Dios.
c. Hacer la Palabra
Llegamos así a la tercera fase del camino, propuesto por el apóstol
Santiago: “Sean de aquellos que ponen en práctica la palabra…, quien la pone
el práctica encontrará su felicidad en el practicarla… Si uno escucha
solamente y no pone en práctica la palabra, se asemeja a un hombre que
observa el propio rostro en un espejo: apenas se siente observado se va, y
enseguida se olvida cómo era”.
Esta es también la cosa que más le agrada a Jesús: “Mi madre y mis hermanos
son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8,
21). Sin este “hacer la Palabra” todo el resto acaba siendo una ilusión, una
construcción en la arena (Mt 7, 26). No se puede ni siquiera decir de haber
entendido la Palabra porque, como escribe san Gregorio Magno, la palabra de
Dios se entiende verdaderamente solamente cuando se comienza a practicarla
[13].
Esta tercera etapa consiste en obedecer a la Palabra. Las palabras de Dios,
bajo la acción actual del Espíritu, se vuelven expresión de la voluntad
viviente de Dios hacia mí, en un determinado momento. Si escuchamos con
atención, nos daremos cuenta con sorpresa que no hay un día en el que, en la
liturgia, en la recitación de un salmo, o en otros momentos, no descubramos
una palabra de la cual debemos decir: “¡Esto es para mi!, ¡esto es lo que
hoy tengo que hacer!”.
La obediencia a la palabra de Dios es la obediencia que podemos hacer
siempre. De tener que obedecer a órdenes y a autoridades visibles, solo pasa
a veces, tres o cuatro veces en la vida, se si trata de obediencias serias;
pero obediencia a la palabra de Dios puede haber una en cada momento. Y
también es la obediencia que podemos hacer todos, súbditos y superiores. San
Ignacio de Antioquía daba este maravilloso consejo a un colega suyo del
episcopado: “Nada se haga sin tu consenso, pero tú no hagas nada sin el
consenso de Dios” [14].
Obedecer a la palabra de Dios significa, en realidad, seguir las buenas
inspiraciones. Nuestro progreso espiritual depende en gran parte de nuestra
sensibilidad a las buenas inspiraciones y a la rapidez con la que
respondemos. Una palabra de Dios te ha sugerido un propósito, te ha puesto
en el corazón el deseo de una buena confesión, de una reconciliación, de un
acto de caridad; te invita a interrumpir un momento el trabajo y a dirigir a
Dios un acto de amor. No pongas excusas, no dejes que pase. “Timeo Iesum
transeuntem”, decía el mismo san Agustín [15]; o sea decir: “Tengo miedo de
la buena inspiración que pasa y que no vuelve”.
Terminamos con el pensamiento de un antiguo Padre del desierto [16]. Nuestra
mente decía, es como un molino, este continúa a moler durante todo el día el
primer grano que se pone en él. Apurémonos por lo tanto a poner en este
molino, desde la mañana temprano, el buen grano de la palabra de Dios; de no
hacerlo, viene el demonio y pone en él la cizaña.
La palabra particular que podemos poner hoy en el molino de nuestro espíritu
es el lema del año jubilar de la misericordia: “Sed misericordiosos como es
misericordioso el Padre vuestro celestial”.
Notas
[1] S. Agustín, Trattati sul Vangelo di Giovanni, 80, 3.
[2] J.B. Bossuet, Sur la parole de Dieu, en Œuvres oratoires de Bossuet,
III, Desclée de Brouwer, Paris 1927, p. 627.
[3] S. Agustín, Confesiones, VIII, 29.
[4] Dei Verbum, n. 21.
[5] Guigo II, Lettera sulla vita contemplativa (Scala claustralium), 3, en
Un itinerario di contemplazione. Antologia di autori certosini, Edizioni
Paoline, Milano 1986, p. 22.
[6] Dei Verbum, n. 25.
[7] S. Kierkegaard, Per l’esame di se stessi. La Lettera di Giacomo, 1, 22,
en Opere, a cura di C. Fabro, cit., pp. 909 ss.
[8] Orígenes, In Exod. hom. XIII, 3.
[9] Guigo II, Lettera sulla vita contemplativa (Scala claustralium), 3, en
Un itinerario di contemplazione. Antologia di autori certosini, Edizioni
Paoline, Milano 1986, p. 22.
[10] S. Agustín, Enarr. in Ps., 46, 1 (CCL 38, 529).
[11] S. Gregorio Magno, Registr. Epist., IV, 31 (PL 77, 706).
[12] S. Agustin, De catech. rud., I, 8.
[13] S. Gregorio Magno, Su Ezechiele, I, 10, 31 (CCL 142, p. 159).
[14] S. Ignacio de Antioquía, Lettera a Policarpo 4, 1.
[15] S. Agustín, Discorsi, 88, 14, 13.
[16] Cf. Giovanni Cassiano, Conferenze, I, 18