Benedicto XVI: San Máximo el Confesor
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 25 de junio de 2008
San Máximo el Confesor
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy quiero presentar la figura de uno de los grandes Padres de la Iglesia de
Oriente del período tardío. Se trata de un monje, san Máximo, al que la
tradición cristiana le otorgó el título de Confesor por la intrépida
valentía con que supo testimoniar —"confesar"—, incluso con el sufrimiento,
la integridad de su fe en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre,
Salvador del mundo.
San Máximo nació en Palestina, la tierra del Señor, en torno al año 580.
Desde su adolescencia se orientó a la vida monástica y al estudio de las
Escrituras, en parte a través de las obras de Orígenes, el gran maestro que
ya en el siglo III había "consolidado" la tradición exegética alejandrina.
De Jerusalén se trasladó a Constantinopla y de allí, a causa de las
invasiones bárbaras, se refugió en África, donde se distinguió por su gran
valentía en la defensa de la ortodoxia. San Máximo no aceptaba ninguna
disminución de la humanidad de Cristo. Había surgido la teoría según la cual
Cristo sólo tenía una voluntad, la divina. Para defender la unicidad de su
persona, negaban que tuviera una auténtica voluntad humana. Y, a primera
vista, podía parecer algo bueno que Cristo tuviera una sola voluntad. Pero
san Máximo comprendió inmediatamente que esto destruía el misterio de la
salvación, pues una humanidad sin voluntad, un hombre sin voluntad no es
verdadero hombre, es un hombre amputado.
Por tanto, según esa teoría, el hombre Jesucristo no habría sido verdadero
hombre, no habría vivido el drama del ser humano, que consiste precisamente
en la dificultad para conformar nuestra voluntad con la verdad del ser. Así,
san Máximo afirma con gran decisión: la sagrada Escritura no nos muestra a
un hombre amputado, sin voluntad, sino a un verdadero hombre, a un hombre
completo: Dios, en Jesucristo, asumió realmente la totalidad del ser humano
—obviamente, excepto el pecado—; por tanto, también una voluntad humana.
Dicho de esta forma resulta claro: Cristo, o es hombre o no lo es. Si es
hombre, también tiene voluntad. Pero entonces surge el problema: ¿no se cae
así en una especie de dualismo? ¿No se acaba afirmando dos personalidades
completas: razón, voluntad y sentimiento? ¿Cómo superar el dualismo,
conservar la integridad del ser humano y, sin embargo, defender la unidad de
la persona de Cristo, que no era esquizofrénico? San Máximo demuestra que el
hombre no encuentra su unidad, su integración, su totalidad en sí mismo,
sino superándose a sí mismo, saliendo de sí mismo. De este modo, también en
Cristo, saliendo de sí mismo, el hombre se encuentra a sí mismo en Dios, en
el Hijo de Dios.
No se debe amputar al hombre para explicar la Encarnación; basta comprender
el dinamismo del ser humano, que sólo se realiza saliendo de sí mismo. Sólo
en Dios nos encontramos a nosotros mismos; sólo en él encontramos nuestra
totalidad e integridad. Así se ve que el hombre que se encierra en sí mismo
no está completo; por el contrario, el hombre que se abre, que sale de sí
mismo, es un hombre completo y precisamente en el Hijo de Dios se encuentra
a sí mismo, encuentra su verdadera humanidad.
Para san Máximo esta concepción no es una especulación filosófica; la ve
realizada en la vida concreta de Jesús, sobre todo en el drama de Getsemaní.
En este drama de la agonía de Jesús, en la angustia de la muerte, de la
oposición entre la voluntad humana de no morir y la voluntad divina, que se
ofrece a la muerte, en este drama de Getsemaní se realiza todo el drama
humano, el drama de nuestra redención. San Máximo nos dice, y sabemos que es
verdad: Adán —y Adán somos nosotros— creía que el "no" era el culmen de la
libertad. Sólo sería realmente libre quien puede decir "no"; para realizar
realmente su libertad, el hombre debe decir "no" a Dios; sólo así cree que
es él mismo, que ha llegado al culmen de la libertad. La naturaleza humana
de Cristo también llevaba en sí esta tendencia, pero la superó, pues Jesús
comprendió que el "no" no es el grado máximo de la libertad humana.
El grado máximo de la libertad es el "sí", la conformidad con la voluntad de
Dios. El hombre sólo llega a ser realmente él mismo en el "sí"; el hombre
sólo llega a estar inmensamente abierto, sólo llega a ser "divino" en la
gran apertura del "sí", en la unificación de su voluntad con la voluntad
divina. Adán deseaba ser como Dios, es decir, ser completamente libre. Pero
el hombre que se encierra en sí mismo no es divino, no es completamente
libre; lo es si sale de sí; en el "sí" llega a ser libre. Este es el drama
de Getsemaní: no se haga mi voluntad, sino la tuya. Cambiando la voluntad
humana por la voluntad divina nace el verdadero hombre; así somos redimidos.
Este era, en síntesis, el punto principal del pensamiento de san Máximo y
vemos que en él está en juego todo el ser humano; está en juego toda nuestra
vida.
San Máximo ya tenía problemas en África por defender esta concepción del
hombre y de Dios; y fue llamado a Roma. En el año 649 participó en el
concilio de Letrán, convocado por el Papa Martín I, para defender las dos
voluntades de Cristo contra el edicto del emperador, que por el bien de la
paz prohibía discutir esta cuestión. El Papa Martín I tuvo que pagar un
precio muy alto por su valentía: aunque estaba enfermo, fue arrestado y
llevado a Constantinopla. Procesado y condenado a muerte, se le conmutó la
pena por el destierro definitivo en Crimea, donde falleció el 16 de
septiembre del año 655, tras dos largos años de humillaciones y tormentos.
Poco tiempo después, en el año 662, le tocó el turno a san Máximo, el cual,
también oponiéndose al emperador, seguía repitiendo: "Es imposible afirmar
que Cristo tenía una sola voluntad" (cf. PG 91, cc. 268-269). Así, junto con
dos de sus discípulos, ambos llamados Anastasio, san Máximo fue sometido a
un proceso agotador, a pesar de que ya tenía más de ochenta años de edad. El
tribunal del emperador le condenó, con la acusación de herejía, a la cruel
mutilación de la lengua y de la mano derecha, los dos órganos mediante los
cuales, a través de la palabra y los escritos, san Máximo había combatido la
doctrina errónea de la voluntad única de Cristo. Por último, el santo monje,
así mutilado, fue desterrado a la Cólquida, en el mar Negro, donde murió,
agotado por los sufrimientos padecidos, a los 82 años, el 13 de agosto del
año 662.
Al hablar de la vida de san Máximo, hemos mencionado su obra literaria en
defensa de la ortodoxia. En particular, nos referimos a la Disputa con
Pirro, que había sido patriarca de Constantinopla; en ella logró persuadir a
su adversario de sus errores. En efecto, con gran honradez, Pirro concluyó
así la Disputa: "Pido perdón para mí y para quienes me han precedido: por
ignorancia llegamos a estos absurdos pensamientos y argumentaciones; y pido
que se encuentre la manera de cancelar estas absurdidades, salvando el
recuerdo de quienes se han equivocado" (PG 91, c. 352).
Además, nos han llegado varias decenas de obras importantes, entre las que
destaca la Mystagogia, uno de los escritos más significativos de san Máximo,
que recoge su pensamiento teológico con una síntesis bien estructurada.
El pensamiento de san Máximo nunca es sólo teológico, especulativo,
encerrado en sí mismo, pues siempre desemboca en la realidad concreta del
mundo y de la salvación. En este contexto, en el que tuvo que sufrir, no
podía evadirse con afirmaciones filosóficas sólo teóricas; debía buscar el
sentido de la vida, preguntándose: ¿quién soy?, ¿qué es el mundo? Al hombre,
creado a su imagen y semejanza, Dios le ha encomendado la misión de unificar
el cosmos. Y como Cristo unificó en sí mismo al ser humano, el Creador ha
unificado el cosmos en el hombre. Nos ha mostrado cómo unificar el cosmos en
la comunión de Cristo, llegando así realmente a un mundo redimido.
A esta profunda visión salvífica se refiere uno de los teólogos más
destacados del siglo XX, Hans Urs von Balthasar, quien, "relanzando" la
figura de san Máximo, define su pensamiento con la incisiva expresión
"liturgia cósmica" (Kosmische Liturgie). En el centro de esta solemne
"liturgia" siempre está Jesucristo, único Salvador del mundo. La eficacia de
su acción salvífica, que unificó definitivamente el cosmos, está garantizada
por el hecho de que él, aun siendo Dios en todo, también es íntegramente
hombre, incluyendo la "energía" y la voluntad del hombre.
La vida y el pensamiento de san Máximo quedan fuertemente iluminados por su
inmensa valentía para testimoniar la realidad íntegra de Cristo, sin
disminuciones ni componendas. Así queda claro quién es realmente el hombre y
cómo debemos vivir para responder a nuestra vocación. Debemos vivir unidos a
Dios, para estar así unidos a nosotros mismos y al cosmos, dando al cosmos
mismo y a la humanidad su justa forma. El "sí" universal de Cristo también
nos muestra claramente dónde situar adecuadamente todos los demás valores.
Pensemos en valores que justamente se defienden hoy, como la tolerancia, la
libertad y el diálogo. Pero una tolerancia que no sepa distinguir el bien
del mal sería caótica y auto-destructiva. Del mismo modo, una libertad que
no respete la libertad de los demás y no halle la medida común de nuestras
libertades respectivas, sería anárquica y destruiría la autoridad. El
diálogo que ya no sabe sobre qué dialogar resulta una palabrería vacía.
Todos estos valores son grandes y fundamentales, pero sólo pueden ser
verdaderos si tienen un punto de referencia que los une y les confiere la
verdadera autenticidad. Este punto de referencia es la síntesis entre Dios y
el cosmos, es la figura de Cristo en la que aprendemos la verdad sobre
nosotros mismos, así como el lugar donde se han de situar todos los demás
valores, por haber descubierto su auténtico significado. Jesucristo es el
punto de referencia que ilumina todos los demás valores. Este es el punto de
llegada del testimonio de este gran Confesor. Así, al final, Cristo nos
indica que el cosmos debe llegar a ser liturgia, gloria de Dios, y que la
adoración es el inicio de la verdadera transformación, de la verdadera
renovación del mundo.
Por eso, quiero concluir con un pasaje fundamental de las obras de san
Máximo: "Adoramos a un solo Hijo, en unión con el Padre y el Espíritu Santo,
como antes de los siglos, ahora y en todos los siglos, y por los siglos de
los siglos. ¡Amén!" (PG 91, c. 269).