Benedicto XVI: La 'Escala del paraíso' de san Juan Clímaco
Audiencia General
Miércoles 11 de febrero de 200
La Santa Escala doc
Queridos hermanos y hermanas:
Después de veinte catequesis dedicadas al apóstol san Pablo, quiero retomar
hoy la presentación de los grandes escritores de la Iglesia de Oriente y
Occidente en la Edad Media. Y propongo la figura de san Juan, llamado
Clímaco, transliteración latina del término griego klímakos, que significa
de la escala (klímax). Se trata del título de su obra principal, en la que
describe la ascensión de la vida humana hacia Dios. Nació hacia el año 575;
así pues, su vida se desarrolló en los años en que Bizancio, capital del
Imperio romano de Oriente, sufrió la mayor crisis de su historia. De repente
cambió el marco geográfico del Imperio y el torrente de las invasiones
bárbaras hizo que se desplomaran todas sus estructuras. Sólo quedó la
estructura de la Iglesia, que en esos tiempos difíciles continuó su acción
misionera, humana y sociocultural, especialmente a través de la red de los
monasterios, en los que actuaban grandes personalidades religiosas, como san
Juan Clímaco.
Entre las montañas del Sinaí, donde Moisés se encontró con Dios y Elías oyó
su voz, san Juan vivió y narró sus experiencias espirituales. Se han
conservado noticias sobre él en una breve Vida (PG 88, 596-608), escrita por
el monje Daniel de Raithu: a los dieciséis años, Juan, monje en el monte
Sinaí, se hizo discípulo del abad Martirio, un "anciano", es decir, un
"sabio". Cuando tenía alrededor de veinte años, eligió vivir como eremita en
una gruta al pie de un monte, en la localidad de Tola, a ocho kilómetros del
actual monasterio de Santa Catalina. La soledad no le impidió encontrarse
con personas deseosas de recibir dirección espiritual, ni visitar algunos
monasterios cerca de Alejandría. De hecho, su retiro eremítico, lejos de ser
una huida del mundo y de la realidad humana, lo impulsó a un amor ardiente a
los demás (Vida 5) y a Dios (Vida 7).
Después de cuarenta años de vida eremítica vivida en el amor a Dios y al
prójimo, durante los cuales lloró, oró, luchó contra los demonios, fue
nombrado abad (egúmeno) del gran monasterio del monte Sinaí. Así volvió a la
vida cenobítica, en el monasterio. Pero algunos años antes de su muerte,
sintiendo la nostalgia de la vida eremítica, pasó a su hermano, monje en el
mismo monasterio, el gobierno de la comunidad. Murió después del año 650. La
vida de san Juan se desarrolla entre dos montes, el Sinaí y el Tabor, y
verdaderamente se puede decir que de él irradió la luz que vio Moisés en el
Sinaí y que contemplaron los tres apóstoles en el Tabor.
Como he dicho, se hizo famoso por su obra la Escala (klímax), llamada en
Occidente Escala del Paraíso (PG 88, 632-1164). Compuesta por las
insistentes peticiones del abad del cercano monasterio de Raithu, en el
Sinaí, la Escala es un tratado completo de vida espiritual, en el que san
Juan describe el camino del monje desde la renuncia al mundo hasta la
perfección del amor. Es un camino que —según este libro— se desarrolla a
través de treinta peldaños, cada uno de los cuales está unido al siguiente.
El camino se puede sintetizar en tres fases sucesivas: la primera consiste
en la ruptura con el mundo con el fin de volver al estado de infancia
evangélica. Lo esencial, por tanto, no es la ruptura, sino el nexo con lo
que Jesús dijo, o sea, volver a la verdadera infancia en sentido espiritual,
llegar a ser como niños.
San Juan comenta: "Un buen fundamento es el formado por tres bases y tres
columnas: inocencia, ayuno y castidad. Todos los recién nacidos en Cristo
(cf. 1 Co 3, 1) deben comenzar por estas cosas, tomando ejemplo de los
recién nacidos físicamente" (1, 20; 636). Apartarse voluntariamente de las
personas y los lugares queridos permite al alma entrar en comunión más
profunda con Dios. Esta renuncia desemboca en la obediencia, un camino que
lleva a la humildad a través de las humillaciones —que no faltarán nunca—
por parte de los hermanos. San Juan comenta: "Dichoso aquel que ha
mortificado su propia voluntad hasta el final y que ha confiado el cuidado
de su persona a su maestro en el Señor, pues será colocado a la derecha del
Crucificado" (4, 37; 704).
La segunda fase del camino es el combate espiritual contra las pasiones.
Cada peldaño de la escala está unido a una pasión principal, que se define y
diagnostica, indicando además la terapia y proponiendo la virtud
correspondiente. El conjunto de estos peldaños constituye sin duda el más
importante tratado de estrategia espiritual que poseemos. Sin embargo, la
lucha contra las pasiones tiene un carácter positivo —no se ve como algo
negativo— gracias a la imagen del "fuego" del Espíritu Santo: "Todos
aquellos que emprenden esta hermosa lucha (cf. 1 Tm 6, 12), dura y ardua,
(...), deben saber que han venido a arrojarse a un fuego, si verdaderamente
desean que el fuego inmaterial habite en ellos" (1, 18; 636). El fuego del
Espíritu Santo, que es el fuego del amor y de la verdad. Sólo la fuerza del
Espíritu Santo garantiza la victoria. Pero, según san Juan Clímaco, es
importante tomar conciencia de que las pasiones no son malas en sí mismas;
lo llegan a ser por el mal uso que hace de ellas la libertad del hombre. Si
se las purifica, las pasiones abren al hombre el camino hacia Dios con
energías unificadas por la ascética y la gracia y, "si han recibido del
Creador un orden y un principio (...), el límite de la virtud no tiene fin"
(26/2, 37; 1068).
La última fase del camino es la perfección cristiana, que se desarrolla en
los últimos siete peldaños de la Escala. Estos son los estadios más altos de
la vida espiritual; los pueden alcanzar los "hesicastas", los solitarios,
los que han llegado a la quietud y a la paz interior; pero esos estadios
también son accesibles a los cenobitas más fervorosos. San Juan, siguiendo a
los padres del desierto, de los tres primeros —sencillez, humildad y
discernimiento— considera más importante el último, es decir, la capacidad
de discernir. Todo comportamiento debe someterse al discernimiento, pues
todo depende de las motivaciones profundas, que es necesario explorar. Aquí
se entra en lo profundo de la persona y se trata de despertar en el eremita,
en el cristiano, la sensibilidad espiritual y el "sentido del corazón",
dones de Dios: "Como guía y regla de todo, después de Dios, debemos seguir
nuestra conciencia" (26/1, 5; 1013). De esta forma se llega a la paz del
alma, la hesychia, gracias a la cual el alma puede asomarse al abismo de los
misterios divinos.
El estado de quietud, de paz interior, prepara al "hesicasta" a la oración,
que en san Juan es doble: la "oración corporal" y la "oración del corazón".
La primera es propia de quien necesita la ayuda de posturas del cuerpo:
tender las manos, emitir gemidos, golpearse el pecho, etc. (15, 26; 900); la
segunda es espontánea, porque es efecto del despertar de la sensibilidad
espiritual, don de Dios a quien se dedica a la oración corporal. En san Juan
toma el nombre de "oración de Jesús" (Iesoû euché), y está constituida
únicamente por la invocación del nombre de Jesús, una invocación continua
como la respiración: "El recuerdo de Jesús se debe fundir con tu
respiración; entonces descubrirás la utilidad de la hesychia", de la paz
interior (27/2, 26; 1112). Al final, la oración se hace algo muy sencillo:
la palabra "Jesús" se funde sencillamente con nuestra respiración.
El último peldaño de la escala (30), lleno de la "sobria embriaguez del
Espíritu" se dedica a la suprema "trinidad de las virtudes": la fe, la
esperanza y sobre todo la caridad. San Juan también habla de la caridad como
eros (amor humano), figura de la unión matrimonial del alma con Dios. Y
elige una vez más la imagen del fuego para expresar el ardor, la luz, la
purificación del amor a Dios. La fuerza del amor humano puede volver a ser
orientada hacia Dios, como sobre un olivo silvestre puede injertarse un
olivo bueno (cf. Rm 11, 24) (15, 66; 893).
San Juan está convencido de que una experiencia intensa de este eros hace
avanzar al alma más que la dura lucha contra las pasiones, porque es grande
su poder. Por tanto, en nuestro camino prevalece lo positivo. Pero la
caridad se ve también en relación estrecha con la esperanza: "La fuerza de
la caridad es la esperanza: gracias a ella esperamos la recompensa de la
caridad. (...) La esperanza es la puerta de la caridad. (...) La ausencia de
la esperanza anula la caridad: a ella están vinculadas nuestras fatigas; por
ella nos sostenemos en nuestros problemas; y gracias a ella nos envuelve la
misericordia de Dios" (30, 16; 1157). La conclusión de la Escala contiene la
síntesis de la obra con palabras que el autor pone en boca de Dios mismo:
"Que esta escala te enseñe la disposición espiritual de las virtudes. Yo
estoy en la cima de esta escala, como dijo aquel gran iniciado mío (san
Pablo): "Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero
la mayor de todas ellas es la caridad" (1 Co 13, 13)" (30, 18; 1160).
En este punto, se impone una última pregunta: la Escala, obra escrita por un
monje eremita que vivió hace mil cuatrocientos años, ¿puede decirnos algo a
los hombres de hoy? El itinerario existencial de un hombre que vivió siempre
en el monte Sinaí en un tiempo tan lejano, ¿puede ser de actualidad para
nosotros? En un primer momento, parecería que la respuesta debiera ser "no",
porque san Juan Clímaco está muy lejos de nosotros. Pero, si observamos un
poco más de cerca, vemos que aquella vida monástica sólo es un gran símbolo
de la vida bautismal, de la vida del cristiano. Muestra, por decirlo así,
con letra grande lo que nosotros escribimos cada día con letra pequeña. Se
trata de un símbolo profético que revela lo que es la vida del bautizado, en
comunión con Cristo, con su muerte y su resurrección.
Para mí es particularmente importante el hecho de que el vértice de la
"escala", los últimos peldaños, sean al mismo tiempo las virtudes
fundamentales, iniciales, las más sencillas: la fe, la esperanza y la
caridad. Esas virtudes no sólo son accesibles a los héroes morales, sino que
son don de Dios para todos los bautizados: en ellas crece también nuestra
vida. El inicio es también el final, el punto de partida es también el punto
de llegada: todo el camino va hacia una realización cada vez más radical de
la fe, la esperanza y la caridad. En estas virtudes está presente la
ascensión. Fundamentalmente es la fe, porque esta virtud implica que yo
renuncie a mi arrogancia, a mi pensamiento, a la pretensión de juzgar sólo
por mí mismo, sin confiar en los demás.
Este camino hacia la humildad, hacia la infancia espiritual, es necesario:
hace falta superar la actitud de arrogancia que lleva a decir: en mi tiempo,
en el siglo XXI, yo sé mucho más de lo que sabían los que vivían entonces.
Al contrario, es preciso confiar solamente en la Sagrada Escritura, en la
Palabra del Señor, asomarse con humildad al horizonte de la fe, para entrar
así en la enorme vastedad del mundo universal, del mundo de Dios. De esta
forma crece nuestra alma, y crece la sensibilidad del corazón hacia Dios.
Con razón dice san Juan Clímaco que sólo la esperanza nos capacita para
vivir la caridad; la esperanza, por la que trascendemos las cosas de cada
día; no esperamos el éxito en nuestros días terrenos, sino que esperamos al
final la revelación de Dios mismo. Sólo en esta extensión de nuestra alma,
en esta autotrascendencia, nuestra vida se engrandece y podemos soportar los
cansancios y las desilusiones de cada día; sólo así podemos ser buenos con
los demás sin esperar recompensa. Sólo con Dios, la gran esperanza a la que
tiendo, puedo dar cada día los pequeños pasos de mi vida, aprendiendo así la
caridad. En la caridad se esconde el misterio de la oración, del
conocimiento personal de Jesús: una oración sencilla, que tiende sólo a
tocar el corazón del Maestro divino. Así se abre el propio corazón, se
aprende de él su misma bondad, su amor.
Por tanto, usemos esta "escala" de la fe, de la esperanza y de la caridad;
así llegaremos a la verdadera vida.