San Antonio el grande, Santo Abad, 17 de enero
Vea también: San Antonio Abad vida y cartas
Por: Jesús Martí Ballester | Fuente: Catholic.net
Martirologio Romano: Memoria de san Antonio, abad, quien, habiendo perdido a
sus padres, distribuyó todos sus bienes entre los pobres, siguiendo la
indicación evangélica, y se retiró a la soledad de la región de Tebaida, en
Egipto, donde llevó vida ascética. Trabajó para reforzar la acción de la
Iglesia, sostuvo a los confesores de la fe durante la persecución
desencadenada bajo el emperador Diocleciano, apoyó a san Atanasio contra los
arrianos y reunió a tantos discípulos que mereció ser considerado padre de
los monjes († 356).
Breve Biografía
El 17 de enero es la fiesta de San Antón Abad fundador de la vida monástica
que tanto atrajo a los jóvenes de la época
Nació el año 251, en una aldea del sur de Menfis, del Alto Egipto, de
familia cristiana, pero iletrada, como lo fue él. A los veinte años heredó
una gran fortuna a la muerte de sus padres y tuvo que cuidarse de una
hermana, menor que él. Un día, en la iglesia, oyó leer al diácono, las
palabras del evangelio: “Ve, vende cuanto tienes, dáselo a los pobres y
tendrás un tesoro en los cielos” (Mt. 19,21) y, lo que no aceptó aquel
joven a quien Jesús las dirigió, las puso en práctica Antonio, reservándose
lo necesario para vivir. Lo que nos confirma que las palabras de Cristo no
quedan estériles, aunque el primer destinatario invitado se vaya triste por
no querer seguirlas. Bien decía, con espíritu de fe, el padre Segundo
Llorente, jesuita: Salgo a sembrar vocaciones en Alaska, aunque se que allí
no germinarán, pero con seguridad de fe, se que darán fruto en otro lugar
del mundo. En Antonio fructificaron al ciento por uno. Poco después volvió a
oír: “No os preocupéis por el mañana” (Mt 6,34), y terminó de vender lo que
aún poseía. colocó a su hermana en una especie de monasterio femenino, y se
retiró a vivir en un paraje, cercano a su pueblo, para vivir al estilo de
otro anciano eremita. San Antón, como se le llama en España, ha sido y es
santo de devoción extendida, que hoy perdura en los pueblos. Durante la
Edad Media su culto se difundió por Oriente y Occidente. San Atanasio,
escribió su vida de autenticidad indudable, con la que hoy contamos para
nuestra información. Encontró San Pablo, primer ermitaño a San Atanasio
escribiendo y no le quiso molestar diciendo: “Sinamus Sanctum pro Sancto
laborare”, “dejemos trabajar a un santo por otro santo” San Atanasio
describe sus tentaciones famosas. El demonio le atacó primero con
imaginaciones obscenas, y se le apareció él mismo en forma de mujer
seductora y de negro amenazador. La oración, la mortificación y la
vigilancia exquisita de los sentidos dieron al Santo la victoria. Conseguida
ésta, se retiró todavía más al interior del desierto, donde un amigo le
llevaba pan de vez en cuando. El demonio tornó de nuevo al ataque, ahora con
gran aparato de ruidos, recurriendo también a su presencia visible y una vez
le dio una paliza tan enorme, que su amigo lo encontró sin sentido. Al
recobrarse, clamó al Señor: "¡Dios mío!, ¿dónde has estado este tiempo?" El
Señor le contestó: "Siempre junto a ti"
VIDA PENITENTE
Desde el año 272 hasta el 285, observó una vida penitente y retirada,
aunque no del todo solitaria, en las proximidades de la ciudad y aun dentro
de ella. Sin embargo, en ese año San Antonio inaugura la vida completa de
soledad, cruzando el Nilo y refugiándose, no en las cercanías de Koman, sino
en lo alto de un monte, en el que pasó cerca de treinta años, sin ver más
que a un hombre que le llevaba pan una vez cada seis meses. Comía seis onzas
de pan mojadas en agua y algunos dátiles, una vez al día, al ponerse el sol.
y fueron frecuentes las veces en que pasó tres y cuatro dias sin probar
bocado y a pesar de su austeridad, se mantenía tan fuerte y saludable que
más de un extranjero le reconoció entre sus discípulos por la alegría del
rostro.
DISCÍPULOS Y MONASTERIOS
En efecto, le llovían muchas solicitudes, que le obligaron el año 305 a
fundar varios monasterios, casi todos constituidos por celdas
independientes, que visitaba de vez en cuando, lo que le ocasionó escrúpulos
de conciencia por romper la soledad. Para visitarlos tenía que atravesar, y
lo hacía tranquilamente, un río, infestado de cocodrilos: Podemos
imaginarnos cuál sería la formación ascética y mortificada que daría a sus
monjes. Sin embargo, insistía en que la perfección no consiste en la
penitencia, sino en el amor. Les recalcaba el pensamiento de la muerte,
haciéndoles imaginar que no terminarían el día o la noche. Santa Teresa
escribe que parece que algunas monjas parece que han venido al convento para
no morirse. Hoy se puede decir que la gente cree que no hay más vida que
ésta, en consecuencia hay que disfrutarla y procurar no morirse nunca, tal
es la valoración que hacen de sus propios cuerpos. Antonio educaba a sus
discípulos en el mayor desprecio al demonio. "Es un ser -les decía- que
teme la oración, el ayuno y las buenas obras. No es capaz ni siquiera de
detenerme cuando hablo mal de él. En el año 311 Antonio se presentó en la
ciudad de Alejandría. Maximiano había recrudecido su persecución, y el
Santo, con su túnica de pieles blancas, bajó a consolar a los posibles
mártires. En cuanto renació la paz, volvió él a su monasterio, de donde
salió para fundar otro monasterio, cerca del Nilo, aunque él siguió
viviendo en su montaña. Allí continuó alternando el trabajo manual con la
oración, hasta que el arrianismo le sacó otra vez de su Tebaida y le llevó a
Alejandría, donde sus sermones y milagros convirtieron a muchos.
SAN JÉRONIMO Y DIDIMO EL CIEGO
Cuenta San Jerónimo que durante su estancia se encontró con el famoso
filósofo cristiano Didimo el Ciego, al que consoló diciendo que debía
apreciar más la luz de Dios y de su amor que la de los ojos, que nos es
común hasta con los gusanos. Lo mismo San Jerónimo que San Atanasio nos
refieren sus disputas con los filósofos paganos, a algunos respondió que no
necesitaba de libros en su retiro, contemplando el de la naturaleza, frase
que Juan Pablo II repetía en sus cortas vacaciones entre montañas. A
algunos, que intentaban reírse de su falta de letras, les preguntó qué era
más interesante, si los libros o el buen sentido que los inspiraba. "El
buen sentido", le dijeron. "Pues ése lo tengo yo.
San Jerónimo cita varias cartas del Santo dirigidas a sus monjes. En ellas
les recomienda como necesario para cada escalón de la santidad el
conocimiento de sí mismo. San Atanasio nos ha conservado la que contestó a
Constantino el Grande y sus dos hijos recomendándoles que no se olvidaran
del juicio. "No os maraville --decía a sus monjes-- que el emperador haya
escrito a un hombre como yo. Maravillaos de que Dios nos haya hablado por
medio de su Hijo: Cuando los suyos se asombraron del número de vocaciones
religiosas, él les anunció con lágrimas en los ojos que llegaría el día en
que los monjes habitarían en buenos edificios en las ciudades, comerían en
abastecidas mesas, y no se diferenciarían de los seglares más que en el
vestido. Hoy ni siquiera en eso.
COMO JUAN BAUTISTA EN EL DESIERTO
Si refiriéndose a Juan Bautista Jesús hizo el elogio mayor que brotó de sus
labios, hoy, tomándolo del evangelio, la Iglesia puede decir lo mismo de
Antonio. Aquel egipcio analfabeto y tosco con sus cien años de historia
casi en su totalidad pasados en soledad y silencio, es uno de los hombres
de Dios que más han influido en la construcción del Reino de Dios. Pedro
está a la cabeza de los papas y obispos, Pablo al frente de doctores y
misioneros, Esteban el primero de los mártires, Antonio el fundador de
doctores de la santidad. Tras él monjes, frailes, religiosos todos le siguen
como a pastor y padre. He aquí su obra que ni él mismo pudo nunca medir y
agradecer debidamente a Dios. La vida humana como una búsqueda absoluta de
santidad, la vida humana resuelta según este único afán y propósito, ese
fue su invento, su hallazgo genial, su sistematización del evangelio para
ofrecer un género de vida original y extraño. pero tan profundo y definitivo
que todos los demás fundadores han aplicado su invención a cada tiempo. Su
vida pues, obtiene todo el valor de una voz que se alza en el desierto,
invitando desde allí a los elegidos del Señor, a seguir su senda.
Otros escribirán tratados, otros recorrerán el mundo, otros derramarán su
sangre, Antonio sobre aquellos arenales junto a Menfis encenderá una hoguera
para orientar a los generosos tras las huellas del Señor. Empezó tomando a
la letra aquello de “ve y vende todo lo que tienes...” Tenía dieciocho años,
no sabía leer ni escribir, no era más que un pobre ignorante, que entendió a
Dios. Lo vendió todo y siguió a Cristo buscándole en la soledad. Primero
junto a su casa, después escondido en un sepulcro, al fin la inmensa soledad
de los desiertos. Allí se puso a hablar con Dios. Y surgió la fecundidad,
tenía que surgir, porque aquel hombre diminuto, como semilla sobre la
tierra, llevaba la vida y la verdad. A él acudían de todos lados los
buscadores de Dios. Arreciaba la última persecución; justo el año en que
Diocleciano subía a emperador de Roma.
EL FUNDADOR DE LA VIDA RELIGIOSA
Antonio bajaba al desierto. Las ciudades se despoblaban y rebosaban las
grutas y las ermitas. Surgió una nueva sociedad de hombres que seguían una
forma de vida, aparentemente vieja, pero auténticamente original, la
comunidad cristiana depurada, el programa del evangelio hecho carne.
Aquellos primeros monjes vivían cantando al Señor y meditando, trabajando
con sencillez y mortificando la carne, peleando con demonios y elevando a
profesión la más bella caridad. Cantaban. En aquellos desiertos se empezó a
sistematizar el canto de los salmos según las horas del día y a leer la
escritura distribuida en lecciones. Se estrenaba el oficio divino, y la
meditación del evangelio a determinadas horas. La vida era durísima. Pan,
agua y sal constituían la comida diaria; algunas verduras cocidas en agua la
comida de invitados. Al ponerse el sol era la hora del refrigerio único, el
pan se guardaba en agua más de seis meses, ¿aquello era comer? Se inventó la
interrupción del sueño levantándose a cantar, se instituyó el cilicio
perpetuo sobre la carne, se hizo de las pieles de animales el primer hábito
y se descubrió que había un modo de trabajar elemental y sencillo, que
consistía no en producir, como hoy decimos, sino en alabar al Señor tejiendo
mimbres para esteras y cestas que se daban a los pobres. Y todo en
fraternidad en que aprendieron por fin los hombres el arte de ser humildes y
de ser sinceros, en fraternidad y sumisión al superior que era abad, es
decir padre. Y todo batallando perpetuamente con demonios de toda especie,
que convertían el desierto y después los monasterios y los conventos en
auténticas palestras. Había nacido la vida religiosa. Sólo faltaba su
proyección social. Antonio se la dio y acudía a Alejandría cuando el obispo
le llamaba. Unas veces para exhortar al martirio -eran los tiempos de
Maximiano-, otras para discutir con los filósofos paganos, o para increpar a
los primeros arrianos y otros herejes, también para escribir a Constantino,
el primer emperador cristiano, y siempre para volverse a su “palacio” con
aquellos príncipes del amor. que iban con el tiempo a extender su invento
por Oriente y Occidente. Heráclides, Isidro, Pablo, Basilio, Gregorio,
Casiano. Antonio era iletrado, pero sapientísimo. Ya lo había dicho Jesús:
“Te alabo. Padre, porque ocultaste estas cosas a los sabios y se las has
revelado a los pequeños”. Antonio era pequeño, por ello supo tanto, que su
palabra todavía late en los escritos de los autores sobre la santidad.
MAESTRO DE SANTIDAD
Fue San Atanasio, su más glorioso biógrafo, quien nos dejó ordenada la
límpida corriente de su doctrina de abad, aquel pan de cielo que él partía
con cientos de hijos, allá cuando el sol se ponía en lontananza y aullaban
los chacales del desierto. Los temas elementales de aquella soberana
pedagogía se reducían a tres; modo fuerte de luchar contra los demonios, un
modo sencillísimo de hacer el servicio de Dios y una sólida interpretación
de esta vida como espera y palenque. Su arte de pelear, su estrategia divina
es extensa y escasa en normas, reglas y consejos. Afirma que los demonios
combaten a los monjes, cosa que no hacen con los mundanos. La oración y el
ayuno de que habló el Señor son las armas invencibles, pero él añade por su
cuenta otras dos ingenuas, encantadoras, infantiles, Antonio escupe al
demonio cuando éste se le presenta, Le ahuyenta con la señal de la cruz.
Podemos creer que a él se debe desde entonces la costumbre de hacer la señal
de la cruz y creer en su eficacia. Buen invento que sólo pudo hacer un niño
o un ángel. Antonio inculca sin cesar a los monjes que ellos son los siervos
del Señor. Su vida monacal es su servicio, servicio pues el canto de los
salmos a hora prima y a hora tercia, servicio, la penitencia y la
abstinencia, servicio la lección y el trabajo humilde de los cestos.
Servicio y espera de la vida eterna. Aquí es donde Antonio trasciende y
explica lo que a nosotros se nos hace tan inexplicable: aquella manera de
vivir. Antonio no cesa de inculcar que la vida es breve y la eternidad es
sin fin, que las cosas de abajo son pequeñas si se las compara con las de
arriba y que la hora del paso, de la cita con Dios, de la hermosa muerte, es
incierta, lo que obliga a estar siempre en espera, en tensión siempre.
Apenas nada más encontramos en aquellas exhortaciones paternas de Antonio a
los suyos.
LA ALEGRIA DEL ESPIRITU
Su austeridad extrema puede inducirnos a creer en la doctrina y ejemplo de
un hombre pesimista que nos vino a amargar la existencia. Sin embargo no es
así. Una mina deliciosa de optimismo encontramos en la doctrina de Antonio.
El gran penitente habla poco de pecados y mucho de la bondad de nuestra
alma. “Su integridad principal, nos dice, no ha sido manchada nunca por
nada.” Dios no hace nada mal hecho, somos buenos y nuestro deber está en
guardar el alma buena que el Creador nos dio. Es tal el optimismo de este
santo tan duro, que al llegar a mencionar a sus enemigos más terribles, los
demonios, contra los que nunca cesó de luchar, insiste en que ellos no son
malos por naturaleza sino por su voluntad. ¿Habría leído Juan Jacobo Rouseau
estas animosas palabras del santo que no se fue a la Arcadia sino al
desierto a hacer penitencia? Antonio pide y enseña sin cesar, que es
menester conservar la santa “laetitia”, esa divina alegría sin la cual la
virtud y dureza de sus hombres no será ni buen servicio al Dios que nos hizo
buenos, ni buena espera de un cielo, que por ser también bueno, hay que
saber esperarlo alegremente. Frente a la angustia de los tiempos modernos,
que son los tiempos blandos, ¡cómo conforta encontrar en Antonio la armonía
y alianza de las dos posiciones contrarias a lo nuestro, la dureza y la
alegría!
SU MUERTE
A los ciento cinco años, conociendo su fin próximo, repartió su herencia,
enviando una túnica de piel de cordero a San Atanasio, como símbolo de la
unidad de su fe con el campeón de la Santísima Trinidad, y otra al obispo
Serapión. La historia de los símbolos con que es representado San Antón es
muy variada. Suele representársele con un báculo en forma de cruz, por su
dignidad abacial. o como recuerdo del signo que tanto usó para rechazar al
demonio, o con la campanilla, un cerdito o un libro, y algunas vez con unas
llamas. El simbolismo del libro se refiere al de la naturaleza que decía
leer, o a las reglas de los monjes, aunque no escribió ninguna. El cerdito
ha dado lugar a una evolución curiosa. Al principio, representaba al demonio
y las tentaciones impuras con las que le acometió, pero en el siglo XII se
consideró al cerdo animal relacionado con el Santo, por los cerdos que se
vendían para dar limosnas a los pobres. Se les ponía un cascabel en la nariz
y se los alimentaba gratuitamente por las casas donde se metían, y así se
llegó a la protección sobre los animales. A San Antonio Abad se le cita en
el canon de las liturgias bizantina, copta y armenia. Antonio tenía noventa
años, ya era hora para esperar al Señor. Huyendo de la fama se había
retirado con los dos predilectos, Amato y Macario, a lo más profundo del
desierto. Allí va a morir a los ciento cinco años y despidiéndose de sus
discípulos expiró dulcemente, el 17 de enero del año 356, dejando en
testamento que le entierren donde nadie pueda saberlo, “ya me verán, dijo
sonriendo, el día en que mi cuerpo resucite para siempre”.