COMMONITORIO[1]
de SAN VICENTE DE LERINS[2]
INTRODUCCIÓN.
1.
Dado que la Escritura nos aconseja: Pregunta a tus padres y te explicarán, a
tus ancianos y te enseñarán[3];
Presta oídos a las palabras de los sabios[4];
y también: Hijo mío, no olvides estas enseñanzas, conserva mis preceptos
en tu corazón[5],
a mí, Peregrino, último entre todos los siervos de Dios, me parece que es cosa
de no poca utilidad poner por" escrito las enseñanzas que he recibido
fielmente de los Santos Padres.
Para
mí esto es absolutamente imprescindible, a causa de mi debilidad, para tener
así al alcance de la mano una ayuda que, con una lectura asidua, supla las
deficiencias de mi memoria. Me inducen a emprender este trabajo, además, no
sólo la utilidad de esta obra, sino también la consideración del tiempo y la
oportunidad del lugar. En cuanto al tiempo, ya que él nos arrebata todo lo que
hay de humano, también nosotros debemos, en compensación, robarle algo que nos
sea gozoso para la vida eterna, tanto más cuanto que ver acercarse el terrible
juicio divino nos invita a poner mayor empeño en el estudio de nuestra fe; por
otra parte, la astucia de los nuevos herejes reclama de nosotros una vigilancia
y una atención cada vez mayores. En cuanto al lugar, porque alejados de la
muchedumbre y del tráfago de la ciudad, habitamos un lugar muy apartado en el
que, en la celda tranquila de un monasterio, se puede poner en práctica, sin
temor de ser distraídos, lo que canta el salmista: Descansad y ved que soy
el Señor[6].
Aquí,
todo se armoniza para alcanzar mis aspiraciones. Durante mucho tiempo he sido
perturbado por las diferentes y tristes peripecias de la vida secular. Gracias a
la inspiración de Jesucristo, conseguí por fin refugiarme en el puerto de la
religión, siempre segurísimo para todos. Dejados atrás los vientos de la
vanidad y del orgullo, ahora me esfuerzo en aplacar a Dios mediante el
sacrificio de la humildad cristiana, para poder así evitar no sólo los
naufragios de la vida presente, sino también las llamas de ]a futura.
Puesta
mi confianza en el Señor, deseo, pues, dar comienzo a la obra que me apremia,
cuya finalidad es poner por escrito todo lo que nos ha sido transmitido por
nuestros padres y que hemos recibido en depósito.
Mi
intento es exponer cada cosa más con la fidelidad de un relator, que no con la
presunción de querer hacer una obra original. No obstante, me atendré a esta
ley al escribir: no decirlo todo, sino resumir lo esencial con estilo fácil y
accesible, prescindiendo de la elegancia y del amaneramiento, de manera que la
mayor parte de las ideas parezcan más bien enunciadas que explicadas.
Que
escriban brillantemente y con finura quienes se sienten llevados a ello por
profesión o por confianza en su propio talento. En lo que a mí respecta, ya
tengo bastante con preparar estas anotaciones para ayudar a mi memoria, o mejor
dicho, a mi falta de memoria.
No
obstante, no dejaré de poner empeño, con la ayuda de Dios, en corregirlas y
completarlas cada día, meditando en lo que he aprendido. Así, pues, en el caso
de que estos apuntes se pierdan y vayan a acabar en manos de personas santas,
ruego a éstas que no se apresuren a echarme en cara que algo de lo que en estas
notas se contiene espera todavía ser rectificado y corregido, según mi
promesa.
REGLA
PARA DISTINGUIR LA VERDAD CATÓLICA DEL ERROR
2.
Habiendo interrogado con frecuencia y con el mayor cuidado y atención a
numerosísimas personas, sobresalientes en santidad y en doctrina, sobre cómo
poder distinguir por medio de una regla segura, general y normativa, la verdad
de la fe católica de la falsedad perversa de la herejía, casi todas me han
dado la misma respuesta: «Todo cristiano que quiera desenmascarar las intrigas
de los herejes que brotan a nuestro alrededor, evitar sus trampas y mantenerse
íntegro e incólume en una fe incontaminada, debe, con la ayuda de Dios,
pertrechar su fe de dos maneras: con la autoridad de la ley divina ante todo, y
con la tradición de la Iglesia Católica».
Sin
embargo, alguno podría objetar: Puesto que el Canon[7]
de las Escrituras es de por sí más que suficientemente perfecto para todo,
¿qué necesidad hay de que se le añada la autoridad de la interpretación de
la Iglesia?
Precisamente
porque la Escritura, a causa de su misma sublimidad, no es entendida por todos
de modo idéntico y universal. De hecho, las mismas palabras son interpretadas
de manera diferente por unos y por otros. Se podría decir que tantas son las
interpretaciones como los lectores. Vemos, por ejemplo, que Novaciano explica la
Escritura de un modo, Sabelio[8]
de otro, Donato[9], Eunomio[10],
Macedonio[11], de otro; y de manera
diversa la interpretan Fotino[12],
Apolinar[13],
Prisciliano[14], Joviniano[15],
Pelagio[16],
Celestino[17] y, en nuestros días,
Nestorio[18].
Es
pues, sumamente necesario, ante las múltiples y enrevesadas tortuosidades del
error, que la interpretación de los Profetas y de los Apóstoles se haga
siguiendo la pauta del sentir católico.
En
la Iglesia Católica hay que poner el mayor cuidado para mantener lo que ha sido
creído en todas partes, siempre y por todos. Esto es lo verdadera y propiamente
católico, según la idea de universalidad que se encierra en la misma
etimología de la palabra. Pero esto se conseguirá si nosotros seguimos la
universalidad, la antigüedad, el consenso general. Seguiremos la universalidad,
si confesamos como verdadera y única fe la que la Iglesia entera profesa en
todo el mundo; la antigüedad, si no nos separamos de ninguna forma de los
sentimientos que notoriamente proclamaron nuestros santos predecesores y padres;
el consenso general, por último, si, en esta misma antigüedad, abrazamos las
definiciones y las doctrinas de todos, o de casi todos, los Obispos y
Maestros.
EJEMPLO
DE CÓMO APLICAR LA REGLA
3.
¿Cuál deberá ser la conducta de un cristiano católico, si alguna pequeña
parte de la Iglesia se separa de la comunión en la fe universal?
-No
cabe duda de que deberán anteponer la salud del cuerpo entero a un miembro
podrido y contagioso.
-
Pero, ¿y si se trata de una novedad herética que no está limitada a un
pequeño grupo, sino que amenaza con contagiar a la Iglesia entera?
-En
tal caso, el cristiano deberá hacer todo lo posible para adherirse a la
antigüedad, la cual no puede evidentemente ser alterada por ninguna nueva
mentira.
¿Y
si en la antigüedad se descubre que un error ha sido compartido por muchas
personas, o incluso por toda una ciudad, o por una región entera?
-En
este caso pondrá el máximo cuidado en preferir los decretos -si los hay- de un
antiguo Concilio Universal, a la temeridad y a la ignorancia de todos aquellos.
¿Y
si surge una nueva opinión, acerca de la cual nada haya sido todavía definido?
-Entonces
indagará y confrontará las opiniones De nuestros mayores, pero solamente de
aquellos que, siempre permanecieron en la comunión y en la fe de la única
Iglesia Católica y vinieron a ser maestros probados de la misma. Todo lo que
halle que, no por uno o dos solamente, sino por todos juntos de pleno acuerdo,
haya sido mantenido, escrito y enseñado abiertamente, frecuente y
constantemente, sepa que él también lo puede creer sin vacilación alguna.
EJEMPLOS
HISTÓRICOS DE RECURSO A LA UNIVERSALIDAD Y A LA ANTIGÜEDAD CONTRA EL ERROR
4.
Para poner más de relieve cuanto he dicho, documentaré con ejemplos mis
aserciones, tratando de ello con un poco de mayor detenimiento, para que no
suceda que el deseo de ser breve a toda costa, me haga dejar atrás cosas
importantes.
En
el tiempo de Donato[19],
de quien han tomado el nombre los donatistas, una parte considerable de África
siguió las delirantes aberraciones de este hombre. Olvidándose de su nombre,
de su religión de su profesión de fe, antepusieron a la Iglesia de Cristo la
sacrílega temeridad de un solo individuo.
Quienes
se opusieron entonces al impío cisma permanecieron unidos a las Iglesias del
mundo entero y sólo ellos entre todos los africanos pudieron permanecer a salvo
en el santuario de la fe católica. Obrando así, dejaron a quienes habrían de
venir el ejemplo egregio de cómo se debe preferir siempre el equilibrio de
todos los demás a la locura de unos de pocos.
Un
caso análogo sucedió cuando el veneno de herejía arriana contaminó no ya una
pequeña región, sino el mundo entero, hasta el punto de que casi todos los
obispos latinos cedieron ante la herejía, algunos obligados con violencia,
otros sacerdotes reducidos y engañados.
Una
especie de neblina ofuscó entonces sus mentes, y ya no podían distinguir, en
medio de tanta confusión de ideas, cuál era el camino seguro que debían
seguir. Solamente el verdadero y fiel discípulo de Cristo que prefirió la
antigua fe a la nueva perfidia no fue contaminado por aquélla peste contagiosa.
Lo
que por entonces sucedió muestra suficientemente los graves males a que puede
dar lugar un dogma inventado.
Todo
se revolucionó: no sólo relaciones, parentescos, amistades, familias, sino
también ciudades, pueblos, regiones. El mismo Imperio Romano fue sacudido hasta
sus fundamentos y trastornado de, arriba abajo cuando la sacrílega innovación
arriana, como nueva Bellona o Furia, sedujo incluso al Emperador, el primero de
todos los hombres.
Después
de haber sometido a sus nuevas leyes incluso a los más insignes dignatarios de
la corte, la herejía empezó a perturbar, trastornar, ultrajar toda cosa,
privada y pública, profana y religiosa. Sin hacer ya distinción entre lo bueno
y lo malo, entre lo verdadero y lo falso, atacaba a mansalva a todo el que se
ponía por delante. Las esposas fueron deshonradas, las viudas ultrajadas, las
vírgenes profanadas. Se demolieron monasterios, se dispersaron los clérigos;
los diáconos fueron azotados con varas y los sacerdotes fueron enviados al
exilio. Cárceles y minas se colmaron de santos. Muchísimos, arrojados de las
ciudades, anduvieron errantes sin posada hasta que en los desiertos, en las
cuevas, entre las rocas abruptas perecieron miserablemente, víctimas de las
bestias salvajes y de la desnudez, del hambre y de la sed[20].
¿Y
cuál fue la causa de todo esto? Una sola: la introducción de creencias humanas
en el lugar del dogma venido del cielo. Esto ocurre cuando, por la introducción
de una innovación vacía, la antigüedad fundamentada en los más seguros
basamentos es demolida, viejas doctrinas son pisoteadas, los decretos de los
Padres[21]
son desgarrados, las definiciones de nuestros mayores son anuladas; y esto, sin
que la desenfrenada concupiscencia de novedades profanas consiga mantenerse en
los nítidos límites de una tradición sagrada e incontaminada.
TESTIMONIO
DE SAN AMBROSIO
5.
Es posible que alguno piense que yo invento o exagero por amor a la antigüedad
y odio a las novedades.
Quienquiera
que así piense, preste por lo menos audiencia a San Ambrosio[22], el cual, en el segundo
libro dedicado al Emperador Graciano, deplorando la perversidad de los tiempos,
exclamaba: «Dios Todopoderoso, nuestros sufrimientos y nuestra sangre ya han
rescatado suficientemente las matanzas de confesores[23],
el exilio de obispos y tantas otras cosas impías y nefandas. Ha quedado más
que claro que quienes han violado la fe no pueden estar seguros»[24].
Y
en el tercer libro de la misma obra dice: «Observamos fielmente los preceptos
de nuestros Padres, y no rompemos con insolente temeridad el sello de la
herencia. Porque ni los señores, ni las Potestades, ni los Ángeles, ni los
Arcángeles han osado abrir aquel profético libro sellado: sólo a Cristo
compete el derecho de desplegarlo».
«¿Quién
de nosotros se atrevería a romper el sello del libro sacerdotal, sellado por
los confesores y consagrado por tantos mártires? Incluso aquellos mismos que,
constreñidos por la violencia, lo habían violado, inmediatamente rechazaron el
engaño en que habían caído y tornaron a la fe antigua. Quienes no osaron
violarlo, vinieron a ser confesores y mártires. ¿Cómo podríamos renegar de
su fe, si celebramos precisamente su victoria?»[25].
A
todos ellos vaya, oh venerable Ambrosio, nuestra alabanza, nuestro encomio,
nuestra admiración.
¿Quién
sería tan estulto que, no pudiendo igualarlos, no desee al menos imitar a estos
hombres, a quienes ninguna violencia consiguió desviar de la fe de los Padres?
Amenazas,
lisonjas, esperanza de vida, temor a la muerte, guardias, corte, emperador,
autoridades, no sirvieron de nada: hombres y demonios fueron impotentes ante
ellos.
Su
tenaz apegamiento a la fe antigua los hizo dignos, a los ojos del Señor, de una
gran recompensa. Por medio de ellos, Él quiso levantar las Iglesias postradas,
volver a infundir nueva vida a las comunidades cristianas agotadas, restituir a
los sacerdotes las coronas caídas.
Con
las lágrimas de los obispos que permanecieron fieles, Dios ha limpiado, como
con una fuente celestial, no ya las fórmulas materiales, sino la mancha moral
de la impiedad nueva. Por medio de ellos, en fin, ha reconducido al mundo entero
-todavía sacudido por la violenta y repentina tempestad de la herejía- de la
nueva perfidia a la fe antigua, de la reciente insana a la primitiva salud, de
la ceguera nueva a la luz de antes.
Mas
lo que debemos destacar principalmente en este valor casi divino de los
confesores es que han defendido la fe antigua de la Iglesia universal y no la
creencia de ninguna fracción de ella.
Nunca
habría sido posible que tan grandes hombres se prodigasen en un esfuerzo
sobrehumano para sostener las conjeturas erróneas y contradictorias de uno o
dos individuos, o que se empleasen a fondo en favor de la irreflexiva opinión
de una pequeña provincia.
En
los decretos y en las definiciones de todos los obispos de la Santa Iglesia,
herederos de la verdad apostólica y católica, es en lo que han creído,
prefiriendo exponerse a sí mismos a la muerte antes que traicionar la antigua
fe universal.
Así
merecieron alcanzar una gloria tan grande, que fueron considerados no sólo
confesores, sino, con todo derecho, príncipes de los confesores.
TESTIMONIO
DEL PAPA ESTEBAN
6.
El ejemplo verdaderamente grande y divino de estos Bienaventurados debería ser
objeto constante de meditación para todo verdadero católico.
Ellos,
irradiando como un candelabro de siete brazos la luz septiforme del Espíritu
Santo[26],
han mostrado, de manera clarísima, a los que vendrían detrás, cómo en un
futuro, ante cualquier verborrea jactanciosa del error, se puede aniquilar la
audacia de innovaciones impías con la autoridad de la antigüedad consagrada.
Por
lo demás, esta manera de actuar no es novedad en la Iglesia; efectivamente, en
ella siempre se observó que cuanto más ha crecido el fervor de la piedad, con
tanta mayor presteza se ha puesto barrera a las nuevas invenciones.
Hay
una gran cantidad de ejemplos, pero para no alargarme demasiado, sólo me
referiré a uno, adecuadísimo para nuestra finalidad, tomándolo de la historia
de la Sede Apostólica. Todos podrán ver, con más claridad que la propia luz,
con cuánta fortaleza, diligencia y celo los venerables sucesores de los santos
Apóstoles han defendido siempre la integridad de la doctrina recibida una vez
para siempre.
Sucedió
que el Obispo de Cartago, Agripino[27],
de piadosa memoria, tuvo la idea de hacer que los herejes se volvieran a
bautizar; y esto contra la Escritura, contra la norma de la Iglesia universal,
contra la opinión de sus colegas, contra las costumbres y los usos de los
Padres.
Esto
dio origen a grandes males, porque no sólo ofrecía a todos los herejes un
ejemplo de sacrilegio, sino que también fue ocasión de error para no pocos
católicos.
Dado
que en todas partes se protestaba contra esta novedad, y en cada sitio los
obispos tomaban diferentes posturas con respecto a ella, según les dictaba su
propio celo, el Papa Esteban, de santa memoria, Obispo de la Sede Apostólica,
se sumó con mayor fuerza que nadie a la oposición de sus colegas, pues
entendía -acertadamente, a mi parecer- que debía sobrepasar a todos en la
devoción a la fe tanto cuanto los sobrepasaba por la autoridad de su Sede[28].
Escribió
entonces una carta a África y decretó en estos términos: «Ninguna novedad,
sino sólo lo que ha sido transmitido».
Sabía
aquel hombre santo y prudente que la misma naturaleza de la religión exige que
todo sea transmitido a los hijos con la misma fidelidad con la cual ha sido
recibido de los padres, y que, además, no nos es lícito llevar y traer la
religión por donde nos parezca, sino que más bien somos nosotros los que
tenemos que seguirla por donde ella nos conduzca.
Y
es propio de la humildad y de la responsabilidad cristiana no transmitir a
quienes nos sucedan nuestras propias opiniones, sino conservar lo que ha sido
recibido de nuestros mayores.
¿Cómo
acabó, pues, la cosa? ¿Cómo había de acabar sino de la manera acostumbrada y
normal? Se atuvieron a la antigüedad y se rechazó la novedad.
¿Es
que acaso no hubo defensores de la innovación? Al contrario, hubo un tal
despliegue de ingenios, una tal profusión de elocuencia, un número tan grande
de partidarios, tanta verosimilitud en las tesis, tal cúmulo de citas de la
Sagrada Escritura, aun que interpretada en un sentido totalmente nuevo y errado,
que de ninguna manera, creo yo, se habría podido superar toda aquella
concentración de fuerzas, si la innovación tan acérrimamente abrazada,
defendida, alabada, no se hubiera venido abajo por sí misma, precisamente a
causa de su novedad.
¿Qué
ocurrió con los decretos de aquel concilio africano y cuáles fueron sus
consecuencias?[29].
Gracias
a Dios no sirvieron para nada. Todo se esfumó como un sueño y una fábula y
fue abolido como cosa inútil, rechazado, no tenido en cuenta.
Pero
he aquí que se produjo una situación paradójica.
Los
autores de aquella opinión son considerados católicos, y en cambio sus
seguidores son herejes; los maestros fueron perdonados y los discípulos
condenados. Quienes escribieron los libros erróneos serán llamados hijos del
reino, mientras que el infierno acogerá a quienes se hacen sus defensores[30].
¿Quién
puede ser tan loco hasta el punto de poner en duda que el beato Cipriano, luz
esplendorosa entre todos los santos obispos y mártires, reina junto con sus
colegas eternamente con Cristo?
Y al contrario, ¿quién podría ser tan sacrílego que negase que los
donatistas y las otras pestes, que presuntuosamente quieren rebautizar
apoyándose en la autoridad de aquel concilio, arderán eternamente con el
diablo?
ASTUCIA
TÁCTICA DE LOS HEREJES
7.
A mi modo de ver, un juicio tan severo fue pronunciado por el Cielo a causa de
la malicia de estos mixtificadores, que no dudaban en encubrir con otro nombre
las herejías que fabricaban.
Con
frecuencia se apropiaban de pasajes complicados y poco claros de algún autor
antiguo, los cuales, por su misma falta de claridad parecía que concordaban con
sus teorías; así simulaban que no eran los primeros ni los únicos que
pensaban de esa manera.
Esta
falta de honradez yo la califico de doblemente odiosa, porque no tienen
escrúpulo alguno en hacer que otros beban el veneno de la herejía, y por que
mancillan la memoria de personas santas, como si esparcieran al viento, con mano
sacrílega, sus cenizas dormidas.
Haciendo
revivir determinadas opiniones, que mejor era dejar enterradas en el silencio,
llevan a cabo una difamación. En esto siguen a la perfección las huellas de su
primer modelo Cam, que no sólo no se preocupó de cubrir la desnudez de Noé,
sino que la hizo notar a los demás para burlarse[31].
A
causa de una ofensa tan grave a la piedad filial, hasta sus descendientes
estuvieron incursos en la maldición que mereció su pecado. Su comportamiento
fue totalmente contrario al de sus hermanos, los cuales se negaron a profanar
con su mirada la venerable desnudez de su padre y a exponerle a las miradas de
otros, sino que, como está escrito, lo cubrieron acercándose de espaldas. No
aprobaron ni censuraron el error de aquel hombre santo, y por eso merecieron una
espléndida bendición, que se extendió a sus hijos de generación en
generación.
Pero
volvamos a nuestro tema. Debemos tener horror, como si de un delito se tratara,
a alterar la fe y corromper el dogma; no sólo la disciplina de la constitución
de la Iglesia nos impide hacer una cosa así, sino también la censura de la
autoridad apostólica.
Todos
conocemos con cuánta firmeza, severidad y vehemencia San Pablo se lanza contra
algunos que, con increíble frivolidad, se habían alejado en poquísimo tiempo
de aquel que los había llamado a la gracia de Cristo, para pasarse a otro
Evangelio, aun que la verdad es que no existe otro Evangelio[32]; además, se habían
rodeado de una turba de maestros que secundaban sus caprichos propios, y
apartaban los oídos de la verdad para darlos a las fábulas[33],
incurriendo así en la condenación de haber violado la fe primera[34].
Se
habían dejado engañar por aquellos de quienes escribe el mismo Apóstol en su
carta a los hermanos de Roma: Os ruego, hermanos, que os guardéis de
aquellos que originan entre vosotros disensiones y escándalos, enseñando
contra la doctrina que vosotros habéis aprendido; evitad su compañía. Estos
tales no sirven a Cristo Señor nuestro, sino a su propia sensualidad; y con
palabras dulces y con adulaciones seducen los corazones de los sencillos[35].
Se
introducen en las casas y hacen esclavas a las mujerzuelas cargadas de pecados y
movidas por toda clase de deseos, las cuales, aunque siempre dispuestas a
instruirse, no consiguen llegar nunca al conocimiento de la verdad[36]. Charlatanes y seductores,
revolucionan familias enteras, enseñando lo que no conviene, con el fin de
adquirir una vil ganancia[37].
Hombres
de mente corrompida y descalificados en materia de fe[38],
presuntuosos e ignorantes, que se enzarzan en discusioncillas y en diatribas
estériles; privados de la verdad, piensan que la piedad es algo lucrativo[39].
Como
no tienen nada en que ocuparse, se dedican al correteo; y no sólo están
ociosos, sino que son parlanchines e indiscretos, hablando de lo que no deben[40]. Han despreciado una buena
conciencia y han naufragado en la fe[41].
Sus
palabrerías fútiles y profanas hacen que cada vez vayan más adelante en la
impiedad, y esas palabras suyas corroen como la gangrena[42].
Con razón se ha escrito de ellos: no lograrán sus intentos, por que su
necedad se hará patente a todos, como se hizo la de aquellos (Jannes y
Mambres)[43].
ADVERTENCIA
DE SAN PABLO A LOS GALATAS
8.
Individuos de esa ralea, que recorrían las provincias y las ciudades
mercadeando con sus errores, llegaron hasta los Gálatas. Estos, al escucharlos,
experimentaron como una cierta repugnancia hacia la verdad; rechazaron el maná
celestial de la doctrina católica y apostólica y se deleitaron con la sórdida
novedad de la herejía.
La
autoridad del Apóstol se manifestó entonces con su más grande severidad: aun
cuando nosotros mismos, o un ángel del cielo os predicase un Evangelio
diferente del que nosotros os hemos anunciado, sea anatema[44].
¿Y
por qué dice San Pablo aun cuando nosotros mismos, y no dice ¿aunque
yo mismo?
Porque
quiere decir que incluso si Pedro, o Andrés, o Juan, o el Colegio entero de los
Apóstoles anunciasen un Evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea
anatema.
Tremendo
rigor, con el que, para afirmar la fidelidad a la fe primitiva, no se excluye ni
así mismo ni a los otros Apóstoles.
Pero
esto no es todo: aunque un ángel del cielo os predicase un Evangelio
diferente del que nosotros os hemos anunciado, sea anatema.
Para
salvaguardar la fe entregada una vez para siempre, no le bastó recordar la
naturaleza humana, sino que quiso incluir también la excelencia angélica: aunque
nosotros -dice- o un ángel del cielo.
No
es que los santos o los ángeles del cielo puedan pecar, sino que es para decir:
incluso si sucediese eso que no puede suceder, cualquiera que fuese el que
intentase modificar la fe recibida, este tal sea anatema.
¡Pero
quizá el Apóstol escribió estas palabras a la ligera, movido más por un
ímpetu pasional humano que por inspiración divina! Continúa, sin embargo, y
repite con insistencia y con fuerza la misma idea, para hacer que penetre: cualquiera
que os anuncie un Evangelio diferente del que habéis recibido, sea anatema[45].
No
dice: si uno os predicara un Evangelio diferente del nuestro, sea bendito,
alabado, acogido; sino que dice: sea anatema, es decir, separado, alejado,
excluido, con el fin de que el contagio funesto de una oveja infectada no se
extienda, con su presencia mortífera, a todo el rebaño inocente de Cristo.
VALOR
UNIVERSAL DE LA ADVERTENCIA PAULINA
9.
Podría pensarse que estas cosas fueron dichas sólo para los Gálatas. En ese
caso, también las demás recomendaciones que se hacen en el resto de la carta
serían válidas solamente para los Gálatas. Por ejemplo: si vivimos por el
Espíritu, procedamos también según el Espíritu. No seamos ambiciosos de
vanagloria, provocándonos los unos a los otros y envidiándonos recíprocamente[46].
Pues
si esto nos parece absurdo, ello quiere decir que esas recomendaciones se
dirigen a todos los hombres y no sólo a los Gálatas; tanto los preceptos que
se refieren al dogma, como las obligaciones morales, valen para todos
indistintamente. Así, pues, igual que a nadie es lícito provocar o envidiar a
otro, tampoco a nadie es lícito aceptar un Evangelio diferente del que la
Iglesia Católica enseña en todas partes.
¿Quizá
el anatema de Pablo contra quien anuncia se un Evangelio diferente del que
había sido predicado sólo valía para aquellos tiempos y no para ahora?
En
este caso, también lo que se prescribe en el resto de la carta: Os digo:
proceded según el Espíritu y no satisfaréis los apetitos de la carne[47],
ya no obligaría hoy.
Si
pensar una cosa así es impío y pernicioso, necesariamente hay que concluir
que, puesto que los preceptos de orden moral han de ser observados en todos los
tiempos, también los que tienen por objeto la inmutabilidad de la fe obligan
igualmente en todo tiempo.
Por
consiguiente, anunciar a los cristianos alguna cosa diferente de la doctrina
tradicional no era, no es, no será nunca lícito; y siempre fue obligatorio y
necesario, como lo es todavía ahora y lo será siempre en el futuro, reprobar a
quienes hacen bandera de una doctrina diferente de la recibida.
Así
las cosas, ¿habrá alguien tan osado que anuncie una doctrina diferente de la
que es anunciada por la Iglesia, o será tan frívolo que abrace otra fe
diferente de la que ha recibido de la Iglesia?
Para
todos, siempre, y en todas partes, por medio de sus cartas, se levanta con
fuerza y con insistencia el grito de aquel instrumento elegido, de aquel Doctor
de Gentes, de aquélla campana apostólica, de aquel heraldo del universo, de
aquel experto de los cielos: «si alguien anuncia un nuevo dogma, sea
excomulgado».
Pero
vemos cómo se eleva el croar de algunas ranas, el zumbido de esos mosquitos y
esas moscas moribundas que son los pelagianos. Estos dicen a los católicos:
«Tomadnos por maestros vuestros, por vuestros jefes, por vuestros exégetas;
condenad lo que hasta ahora habéis creído y creed lo que hasta ahora habéis
condenado. Rechazad la fe antigua, los decretos de los Padres, el depósito de
vuestros mayores, y recibid...» ¿Recibid, qué? Me produce horror decirlo,
pues sus palabras están tan llenas de soberbia que me parece cometer un delito
no ya el decirlas, sino incluso refutarlas.
POR
QUÉ PERMITE DIOS QUE HAYA HEREJÍAS EN LA IGLESIA
10.
Pero alguien dirá: ¿Por qué Dios permite que con tanta frecuencia
personalidades insignes de la Iglesia se pongan a defender doctrinas nuevas
entre los católicos?
La
pregunta es legítima y merece una respuesta amplia y detallada.
Pero
responderé fundándome no en mi capacidad personal, sino en la autoridad de la
Ley divina y en la enseñanza del Magisterio eclesiástico.
Oigamos,
pues, a Moisés: que él nos diga por qué de tanto en cuando Dios permite que
hombres doctos, incluso llamados profetas por el Apóstol a causa de su ciencia[48],
se pongan a enseñar nuevos dogmas que el Antiguo Testamento llama, en su estilo
alegó rico divinidades extranjeras[49].
(Realmente los herejes veneran sus propias opiniones tanto como los paganos
veneran sus dioses).
Moisés
escribe: Si en medio de ti se levanta un profeta o un soñador -es decir,
un maestro confirmado en la Iglesia, cuya enseñanza sus discípulos y auditores
estiman que proviene de alguna revelación-, que te anuncia una señal o un
prodigio, aun que se cumpla la señal o el prodigio...[50].
Ciertamente,
con estas palabras se quiere señalar un gran maestro, de tanta ciencia que
pueda hacer creer a sus seguidores, que no solamente conoce las cosas humanas,
sino que también tiene la presciencia de las cosas que sobrepasan al hombre.
Poco más o menos esto es lo que de Valentín[51],
Donato, Fotino, Apolinar y otros de la misma calaña creían sus respectivos
discípulos[52].
¿Y
cómo sigue Moisés? y te dice: vamos detrás de otros dioses, que tú no
conoces, y sirvámoslos. ¿Qué son estos otros dioses sino las doctrinas
erróneas y extrañas? Que tú no conoces, es decir, nuevas e inauditas.
Y sirvámoslas, o sea, creámoslas y sigámoslas.
Pues
bien, ¿qué es lo que dice Moisés en este caso?: No escuches las palabras
de ese profeta o ese soñador.
Pero
yo planteo la cuestión: ¿Por qué Dios no impide que se enseñe lo que El
prohíbe que se escuche?
Y
Moisés responde: Porque te está probando Yahvé, tu Dios, para ver si amas
a Yahvé con todo tu corazón y con toda tu alma.
Así,
pues, está más claro que la luz del sol el motivo por el que de tanto en
cuando la Providencia de Dios permite maestros en la Iglesia que prediquen
nuevos dogmas: porque te está probando Yahvé.
Y
ciertamente que es una gran prueba ver a un hombre tenido por profeta, por
discípulo de los profetas, por doctor y testigo de la verdad, un hombre
sumamente amado y respetado, que de repente se pone a introducir a escondidas
errores perniciosos. Tanto más cuanto que no hay posibilidad de descubrir
inmediatamente ese error, puesto que le coge a uno de sorpresa, ya que se tiene
de tal hombre un juicio favorable a causa de su enseñanza anterior, y se
resiste uno a condenar al antiguo maestro al que nos sentimos ligados por el
afecto.
EJEMPLOS
DE NESTORIO, FOTINO, APOLINAR
11.
Llegados a este punto, alguno podrá pedirme que contraste las palabras de
Moisés con ejemplos tomados de la historia de la Iglesia. La petición es justa
y respondo a continuación.
Partiendo,
en primer lugar, de hechos recientes y bien conocidos, ¿podríamos alguno de
nosotros imaginar la prueba por la que atravesó la Iglesia, cuando el infeliz
Nestorio se convirtió repentinamente de oveja en lobo, comenzó a desgarrar el
rebaño de Cristo, al mismo tiempo que aquellos a quienes él mordía,
teniéndolo aún por oveja, estaban así más expuestos a sus mordiscos?
En
verdad que difícilmente podía pasarle por la cabeza a nadie que pudiese estar
en el error quien había sido elegido por la alta judicatura de la corte
imperial y era tenido en la mayor estima por los Obispos.
Rodeado
del afecto profundo de las personas piadosas y del fervor de una grandísima
popularidad, todos los días explicaba en público la Sagrada Escritura, y
refutaba los errores perniciosos de judíos y paganos. ¿ Quién no habría
estado convencido de que un hombre de esta clase enseñaba la fe ortodoxa, que
predicaba y profesaba la más pura y sana doctrina?
Pero
sin duda para abrir camino a una sola herejía, la suya, era por lo que
perseguía todas las demás mentiras y herejías. A esto precisamente es a lo
que se refería Moisés, cuando decía: Te está pro bando Yahvé, tu Dios,
para ver si lo amas.
Mas
dejemos de lado a Nestorio, en el que siempre hubo más brillo de palabras que
verdadera sustancia, relumbrón más que efectiva valentía, y al cual el favor
de los hombres, y no la gracia de Dios, hacía aparecer grande ante la
estimación del vulgo.
Recordemos
mejor a quienes, dotados de habilidad y del atractivo de los grandes éxitos, se
convirtieron para los católicos en ocasión de tentaciones no sin importancia.
Así,
por ejemplo, sucedió en Pannonia en tiempos de nuestros Padres, cuando Potino
intentó engañar a la iglesia de Sirmio. Había sido elegido obispo con a mayor
estima por parte de todos, y durante un cierto tiempo cumplió con su oficio
como un verdadero católico. Pero llegó un momento en que, como el profeta o
visionario malvado del que habla Moisés, comenzó a persuadir al pueblo de Dios
que le había sido confiado de que debía seguir a otros dioses, es decir, a
novedades erróneas nunca antes conocidas.
Hasta
aquí nada de extraordinario. Mas lo que lo hacía particularmente peligroso era
el hecho de que, para esta empresa tan malvada, se servía de medios no comunes.
En
efecto, poseía un agudo ingenio, riqueza de doctrina y óptima elocuencia;
disputaba y escribía abundantemente y con profundidad tanto en griego como en
latín, como lo muestran las obras que compuso en una y otra lengua.
Por
fortuna, las ovejas de Cristo que le habían sido confiadas eran muy prudentes y
estaban vigilantes en lo que se refiere a la fe católica; inmediatamente se
acordaron de las advertencias de Moisés, y aunque admiraban la elocuencia de su
profeta y pastor, no se dejaron seducir por la tentación. Desde ese momento
empezaron a huir, como si fuera un lobo, de aquel a quien hasta poco antes
habían seguido como guía del rebaño.
Aparte
de Fotino, tenemos el ejemplo de Apolinar, que nos pone en guardia contra el
peligro de una tentación que puede surgir en el seno mismo de la Iglesia, y que
nos advierte de que hemos de vigilar muy diligentemente sobre la integridad de
nuestra fe.
Apolinar
introdujo en sus auditores la más dolorosa incertidumbre y angustia, pues por
una parte se sentían atraídos por la autoridad de la Iglesia, y por otra eran
retenidos por el maestro al que estaban habituados.
Vacilando
así entre uno y otro, no sabían qué es lo que convenía hacer.
¿Era,
quizá, aquél un hombre de poco o ningún relieve?
Al
contrario, reunía tales cualidades, que se sentían llevados a creerlo, incluso
demasiado rápida mente en gran número de cosas. ¿ Quién podía hacer frente
a su agudeza de ingenio, a su capacidad de reflexión y a su doctrina
teológica? Para hacerse una idea del gran número de herejías aplastadas, de
los errores nocivos a la fe desbaratados por él, basta recordar la obra insigne
e importantísima, de no menos de treinta libros, con la que refutó, con gran
número de pruebas, las locas calumnias de Porfiro[53].
Nos
alargaríamos demasiado si recordásemos aquí todas sus obras; merced a ellas
habría podido ser igual a los más grandes artífices de la Iglesia, si no
hubiese sido empujado por la insana pasión de la curiosidad a inventar no sé
qué nueva doctrina, la cual como una lepra, contagió y manchó todos sus
trabajos, hasta el punto de que su doctrina se convirtió en ocasión de
tentación para la Iglesia, más que de edificación.
DOCTRINA
DE ESTOS HEREJES
A
primera vista parece que distingue sencillamente dos sustancias en Cristo, pero
de repente introduce dos personas. Cometiendo un crimen inaudito, afirma que hay
dos Hijos de Dios, dos Cristos, uno es Dios y el otro es hombre, uno es
engendrado por el Padre, el otro es nacido de la Madre. Por eso concluye que
María Santísima no puede ser llamada Theotokos, Madre de Dios, sino
solamente Christotokos, Madre de Cristo, en cuanto que de ella nació no
el Cristo que es Dios, sino el Cristo que es hombre.
Solamente
alguien que no reflexione puede creer que Nestorio, en sus escritos, admite un
solo Cristo y predica una sola persona de Cristo. En realidad, se expresó de
una manera engañosa, para poder más fácilmente insinuar el mal a través del
bien, según nos dice el Apóstol: por medio de lo que es bueno me ha dado la
muerte[54].
Si
en alguna parte de sus escritos proclama que cree en un solo Cristo y en una
sola persona de Cristo, lo dice solamente para engañar. En realidad afirma que
después de haber nacido de la Virgen, las dos personas se reunieron en un solo
Cristo, manteniendo así que en el tiempo de la concepción o del parto virginal
-e incluso durante un cierto tiempo después- hubo dos Cristos. Según esto,
Cristo habría nacido primero como un simple hombre ordinario, sin estar
todavía asociado en la unidad de persona al Verbo de Dios; sólo después
habría descendido en Ella persona del Verbo que lo asumiría. y si ahora Cristo
sigue asumido en la gloria de Dios, hubo, no obstante, un tiempo durante el cual
no había ninguna diferencia entre El y los demás hombres.
LA
VERDADERA FE TRINITARIA Y CRISTOLÓGICA
12.
Antes de seguir adelante, quizá se espera que me detenga a exponer las
doctrinas heréticas de quienes acabo de mencionar: Nestorio, Apolinar y Fotino.
En
verdad esto se saldría de mi intento, porque no me he propuesto refutar los
errores uno a uno. Si he echado mano de algunos ejemplos: ha sido para demostrar
con claridad y evidencia que cuanto dice Moisés es verdad, o sea, para
demostrar que, si un doctor de la Iglesia -un profeta, podríamos decir- que
interpreta los misterios proféticos, intenta introducir alguna novedad en la
Iglesia de Dios, es la Providencia de Dios quien lo permite para probarnos.
No
obstante, no será inútil exponer, de pasada, las doctrinas de los herejes
antes citados.
En
cuanto a Fotino, dice que existe un Dios único y solo, que hay que entender
según la mentalidad judaica. Niega, por tanto, la plenitud de la Trinidad y
mantiene que ni el Verbo de Dios ni el Espíritu Santo son personas[55]
reales. Afirma, además, que Cristo fue solamente un hombre que tuvo su origen
en María. Reafirma, de todas las maneras posibles, que debemos honrar a la sola
persona de Dios Padre, y a Cristo como puramente hombre.
Apolinar
declara que está de acuerdo con nosotros sobre la unidad de la Trinidad, aunque
luego, sobre este mismo punto, su fe no es del todo íntegra. Acerca de la
Encarnación del Señor blasfema abiertamente. Dice que en la carne de Nuestro
Salvador no había realmente un alma humana, o si la había, no tenía
inteligencia ni razón humanas.
La
carne del Señor no fue tomada de la carne de la Santísima Virgen María
-afirma-, sino que descendió del cielo al seno de la Virgen. Siempre inconcreto
y vacilante, a veces afirmaba que esa carne es coeterna al Verbo de Dios, otras
veces que es creada por la divinidad del Verbo. No admitía que en Cristo hay
dos sustancias[56]
una divina y una humana, una proveniente del Padre y otra de la Madre.
Pensaba
realmente que la misma naturaleza[57]
del Verbo estaba dividida, como si una parte de El permaneciese eternamente en
Dios, mientras que otra parte se había encarnado.
Así,
mientras la verdad afirma que hay un solo Cristo, formado por dos sustancias,
él sostenía, al contrario, que dos sustancias se formaron de una sola
divinidad de Cristo.
Nestorio
está infectado por un morbo totalmente opuesto al de Apolinar.
13.
Estas son las cosas que Nestorio, Apolinar y Fotino, como perros rabiosos,
ladran contra la Iglesia Católica: Fotino no admite la Trinidad, Apolinar
afirma la convertibilidad de la naturaleza humana del Verbo y niega la
existencia de dos sustancias en Cristo, en cuanto que no admite en Cristo un
alma entera, o por lo menos no admite en ella la inteligencia y la razón,
pretendiendo que el lugar de la inteligencia lo ha ocupado el Verbo de Dios; por
último, Nestorio dice que ha habido siempre, o al menos durante un cierto
tiempo, dos Cristos.
En
cambio, la Iglesia Católica, que piensa rectamente acerca de Dios y acerca de
nuestro Salvador, no profiere blasfemias ni contra el misterio de la Trinidad ni
contra la Encarnación de Cristo.
La
Iglesia adora una sola divinidad en la plenitud de la Trinidad y la igualdad de
la Trinidad en una única y misma majestad; profesa un solo Cristo Jesús, no
dos; el cual es igualmente Dios y hombre. Cree que en El hay una sola persona,
pero dos sustancias; dos sustancias, pero una sola persona. Dos sustancias
porque el Verbo de Dios es inmutable, y por eso no puede transformarse en carne;
una sola persona, porque, admitiendo dos Hijos, podría parecer que la Iglesia
adora una cuaternidad y no una Trinidad.[58]
Pero
quizá sea necesario tratar más detenidamente y con mayor precisión este
punto. En Dios hay una sola sustancia y tres personas; en Cristo, dos
sustancias, pero una sola persona. En la Trinidad hay diversas personas, pero la
sustancia es una; en el Salvador hay más sustancias, pero es única la persona[59].
¿De
qué manera hay en la Trinidad diferentes personas y no diferentes sustancias?
Porque una es la persona del Padre, otra la del Hijo, otra la del Espíritu
Santo; y, sin embargo, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no tienen
diferentes naturalezas, sino una única y la misma naturaleza.
¿Y
cómo es que en el Salvador hay dos sustancias, pero no dos personas? Porque,
evidentemente, una cosa es la sustancia divina y otra la sustancia humana; sin
embargo, la divinidad y la humanidad no son dos Cristos, sino un único y el
mismo Hijo de Dios, una sola y misma persona, la de un único y mismo Cristo e
Hijo de Dios. Igual que en el hombre una cosa es la carne y otra es el alma, y
el alma y el cuerpo no forman sino un único y mismo hombre. En Pedro y en Pablo
una cosa es el alma y otra cosa es el cuerpo; pero el cuerpo y el alma de Pedro
no forman dos Pedros, ni existe un Pablo-alma y un Pablo-carne, subsistentes
cada uno por una doble y diferente naturaleza, la del alma y la del cuerpo[60]
Así,
en un único y mismo Cristo hay dos sustancias, pero una es divina y la otra
humana, una procede de Dios Padre, la otra de la Virgen Madre; la primera es
coeterna e igual al Padre, la segunda es temporal e inferior al Padre; una es
consustancial al Padre, la otra consustancial a la Madre, sin embargo, es un
único e idéntico Cristo en ambas sustancias[61]
No
tenemos, pues, un Cristo-Dios y un Cristo-hombre; el primero increado y el
segundo creado; uno impasible y el otro capaz de sufrir; uno igual al Padre y el
otro inferior a El; uno engendrado por el Padre y el otro por la Madre. Existe
un único y mismo Cristo que es Dios y hombre, increado y creado,
inmutable, impasible, pero que al mismo tiempo ha estado sujeto a cambios y a
sufrimientos; un único y mismo Cristo, el cual es juntamente igual e inferior
al Padre, generado por el Padre antes de todos los siglos y nacido de la Madre
en el tiempo, perfecto Dios y perfecto hombre. En cuanto Dios, posee la plenitud
de la divinidad; en cuanto hombre, una humanidad perfecta. Perfecta, repito, que
comprende alma y carne: una carne verdadera como la nuestra, tomada de la Madre;
un alma inteligente, dotada de pensamiento y de razón.
En
Cristo está, pues, el Verbo, el alma y el cuerpo, pero todo eso es un solo
Cristo, un único Hijo de Dios, un Único Salvador y Redentor nuestro.
Un
solo Cristo, no por una mezcolanza corruptible de la divinidad con la humanidad
-por lo de más, incomprensible-, sino por una total y singular unidad de
persona. Esta unión no modificó ni transformó ni una sustancia ni la otra
(que es el error propio de los arrianos[62],
sino que más bien con juntó en una sola cosa las dos naturalezas, de modo que
en Cristo permanecen eternamente tanto la unicidad de una sola y misma persona
como también las propiedades específicas de cada naturaleza. De aquí se sigue
que Dios no ha comenzado nunca a ser cuerpo, ni el cuerpo cesará en ningún
momento de ser tal. El ejemplo de la naturaleza humana puede damos alguna luz al
respecto. Cada hombre está compuesto de alma y cuerpo, y así será siempre, y
nunca sucederá que el cuerpo se cambie en alma o el alma en cuerpo. Puesto que
cada hombre vivirá para siempre en lo sucesivo, en cada uno permanecerá
necesariamente siempre la diferencia en las dos sustancias. Así también en
Cristo, la propiedad característica de cada sustancia persistirá por toda la
eternidad, quedando siempre a salvo la unidad de persona.
REALIDAD
DE LA NATURALEZA HUMANA DE CRISTO
14.
Puesto que estamos pronunciando con mucha frecuencia el término «persona», y
decimos que Dios se ha hecho hombre in persona, es preciso prestar
atención a que no parezca que afirmamos que el Verbo de Dios ha asumido sólo
externamente lo que es propio de la naturaleza humana, limitándose a imitar
nuestras acciones; y que no ha tomado parte en la actividad humana como un
verdadero hombre, sino sólo aparentemente, como se hace en el teatro, donde un
solo actor puede hacer el papel de varios personajes, sin ser realmente ninguno
de ellos.
Cada
vez que los actores imitan la conducta de otros, aunque reproduzcan a la
perfección su modo de actuar y de comportarse, ellos no son los personajes
representados. En realidad, sirviéndome de términos profanos, cuando un actor
hace el papel de un sacerdote o de un rey, él no es ni sacerdote ni rey;
terminada la representación teatral, cesa de existir también el personaje
representado.
Lejos
de nosotros este impío e ignominioso insulto hacia Cristo, propio de la
demencia maniquea[63].
Es tos predicadores de tonterías fantásticas afirman que el Hijo de Dios, Dios
mismo, no ha asumido realmente la naturaleza humana, sino sólo una apariencia
de hombre en sus actos y en todo su comportamiento. La fe católica, en cambio,
afirma que el Verbo de Dios se hizo hombre hasta el punto de asumir todo lo que
pertenece a nuestra naturaleza, y no por vía de ficción o de apariencia, sino
de una manera real y sustancial. Los actos humanos que llevaba a cabo eran actos
suyos propios, y no imitación de actos de otro; su actuar era expresión de su
ser. Como cuando nosotros hablamos, conocemos, vivimos, existimos, no imitamos a
los hombres, sino que somos realmente tales.
Pedro
y Juan, por ejemplo, eran hombres porque tal era su ser, no por imitación;
Pablo no fingía ser Apóstol o Pablo: él era Apóstol, él era Pablo.
Así, el Verbo de Dios, asumiendo y poseyendo la carne, predicando, actuando,
sufriendo en la carne -sin ningún menoscabo de la propia naturaleza divina- se
dignó mostrar que El no imitaba o fingía ser un hombre perfecto, sino que
realmente era lo que parecía: hombre verdadero y no apariencia humana.
Igual
que el alma uniéndose a la carne, sin transformarse en carne, no imita al
hombre, sino que lo constituye realmente, así también el Verbo de Dios,
uniéndose a la naturaleza humana, sin modificarse o confundirse con ella, se ha
hecho realmente hombre,
no una imitación o una apariencia de hombre.
Es
preciso, pues, evitar absolutamente dar al término «persona» un significado
que suponga una imitación, una diferencia entre el que finge y el personaje
objeto de la ficción, en la que quien actúa no es nunca aquel a quien
representa.
Por
eso, no suceda nunca que creamos que el Verbo Dios ha asumido de manera ficticia
semejante la naturaleza humana. Al contrario, nosotros debemos creer que,
permaneciendo inmutable su sustancia divina, ha asumido una naturaleza humana
completa en sí, que lo ha hecho ser carne, hombre, realidad humana no simulada,
sino verdadera; no imaginaria, sino entitiva; no destinada a cesar de existir
como al término de una acción escénica, sino a persistir para siempre de
manera sustancial
MARÍA
«MADRE DE DIOS»
15.
Esta unicidad de persona[64]
en Cristo se actuó y fue perfecta no después del parto virginal, sino en el
mismo seno de la Virgen. Por lo tanto, debemos atender con todo cuidado a
profesar no solamente que Cristo es uno, sino que siempre ha sido uno. Sería
una blasfemia intolerable sostener que ahora Cristo es uno, pero que durante un
determinado período de tiempo existieron dos: un Cristo después del bautismo;
dos, en cambio, en el momento de la natividad. Podremos evitar tan grande
sacrilegio sólo si creemos que el hombre se unió a Cristo en la unidad de
persona ya desde el seno materno, en el mismo instante de la concepción
virginal, y no en el momento de la ascensión o de la resurrección, o en el del
bautismo.
En
virtud de esta unidad de persona se atribuye indiferentemente y de manera
indistinta al hombre lo que es propio de Dios, y a Dios lo que es propio de la
carne[65].
Por inspiración divina fue escrito que el Hijo del hombre bajó del cielo[66]
y que el Señor de la majestad fue crucificado en la tierra[67].
Así nosotros decimos que el Verbo de Dios fue hecho[68],
que la Sabiduría misma de Dios fue perfeccionada, que su ciencia fue creada,
cuando es la carne del Señor la que ha sido hecha, creada, como fue
predicho que sus manos y sus pies serían traspasados[69].
A
causa de esta unidad de persona y en razón de este mismo misterio, es
perfectamente católico creer que cuando nació la carne del Verbo de una Madre
incontaminada, fue el mismo Dios Verbo quien nació de una Virgen. Negarlo
sería una impiedad grande. Nadie, pues, intente jamás privar a María
Santísima del privilegio de esta gracia divina y de una gloria tan especial.
Por
el querer determinado del Señor, Dios nuestro e Hijo suyo, debemos proclamarla
con toda verdad y acierto Theotokos, Madre de Dios.
No, ciertamente, entendiéndolo en el sentido de una herejía impía, la cual sostiene que María puede ser dicha Madre de Dios sólo de nombre, en cuanto que ha engendrado a un hombre que después se convirtió en Dios; al modo como usamos comúnmente la expresión: madre de un sacerdote o madre de un obispo, no porque estas mujeres hayan engendrado a un presbítero o a un obispo, sino porque han puesto en el mundo hombres que después se han hecho sacerdotes u obispos. No en este sentido, repito, María Santísima es Madre de Dios, sino, como se ha dicho antes, porque en su sagrado seno se realizó el misterio sacrosanto por el cual, en razón de una particular y única unidad de persona, el Verbo es carne en la carne, y el hombre es Dios en Dios.
[1]
a)
La doctrina sobre la Tradición. Ya en la introducción V. de L.
plantea su preocupación fundamental: «de qué forma -dice- podría yo
discernir la verdad de la fe católica de la falsedad de la malicia
herética por medio de una regla general y ordinaria» , y añade que en la
lectura de los Padres que le han antecedido encuentra una doble manera de
proteger la fe: «primero, por la autoridad de la ley divina (la S. E.), y
después, por la Tradición de la Iglesia católica» (Comm. 2).
¿Por qué a la S. E. debe añadirse la Tradición de la Iglesia? V. de L.
hace notar, presentando una larga lista de ejemplos, lo que en su tiempo era
ya experiencia cotidiana: que las palabras de la S. E. pueden ser vaciadas
de contenido al dárseles, generalmente con violencia, un sentido diverso
del que tienen. Por ello, ofrece la siguiente regla: «Por tanto, es
sumamente necesario a causa del error, que tiene tan variados repliegues,
que la línea de interpretación de los libros proféticos y apostólicos
sea dirigida según la norma del sentido eclesiástico y católico».
La
cuestión siguiente se impone por sí misma: pero, ¿cuál es el sentido
católico? V. de L. contesta con un largo capítulo en el que utiliza el
término católico -universal- en toda la riqueza de su contenido: universal
en el tiempo -siempre-, y universal en el espacio -en todas partes-: «Más
aún, en la misma Iglesia católica es necesario velar con gran esmero para
que profesemos como verdadero aquello que ha sido creído en todos los
lugares, siempre y por todos ( «quod ubique, quod semper, quod ob
omnibus creditum est»). Es verdadera y propiamente católico -como
indica la misma fuerza y sentido del nombre- aquello que comprende
universalmente todas las cosas. y esto será así si tomamos como criterio
la universalidad, la antigüedad y el acuerdo unánime»
Pero,
¿por qué esta importancia de la tarea de custodiar la integridad de la
doctrina de la fe que se ha recibido? Porque la Revelación (v.) no es obra
humana, sino de Dios, y la doctrina, un tesoro que Dios ha confiado a su
Iglesia. Por esto tiene esencialmente carácter de depósito que la
Iglesia debe transmitir íntegramente a todas las generaciones. A este
respecto, es de capital importancia lo que declara en el cap. 22, al
comentar Tim 6,20-21: «¿Quién es hoy Timoteo,
sino o generalmente la Iglesia universal, o, especialmente, todo el cuerpo
de los obispos, que deben poseer íntegra la ciencia del culto divino e
infundirla a otros? ¿Qué significa guarda el depósito? S. Pablo
dijo custódialo, a causa de los ladrones, a causa de los enemigos, no sea
que, durmiendo los hombres, siembren cizaña sobre aquella buena semilla de
trigo que había sembrado el Hijo del Hombre en su campo. Por eso dijo: guarda
el depósito. Pero, ¿qué es el depósito? Es aquello que debes
creer, no lo que has encontrado tú; lo que recibiste, no lo que tú
pensaste; lo que es fruto de la doctrina, no del ingenio; lo que procede de
la tradición pública, no de la rapiña privada. Algo que ha llegado hasta
ti, pero que tú no has producido; algo de lo que no eres autor, sino
custodio; no conductor, sino conducido. Guarda el depósito, dice el
Apóstol; conserva inviolado y sin mancha el talento de la fe católica. Lo
que has creído, en tu poder permanezca y por ti sea entregado a otro. Oro
has recibido, devuelve oro; no quiero que me cambies una cosa por otra; no
quiero que desvergonzada y fraudulentamente pongas plomo o bronces en lugar
del oro; no quiero apariencia de oro, sino oro puro» (Comm. 22).
La
exhortación a custodiar el depósito de la doctrina de la fe se prolonga en
v. de L. en unos párrafos destinados a mostrar cómo se ha de exponer y
predicar esa doctrina. En esa tarea, dice, debe cuidarse la entrega fiel y
completa de aquello que se ha recibido y, al mismo tiempo, una exposición
asequible y bella: «Oh, Timoteo! , oh, sacerdote! , oh, doctor! Si el
divino oficio te ha hecho idóneo, mantente con ingenio y con esfuerzo en la
doctrina del tabernáculo espiritual de Beseleel; esculpe las piedras
preciosas del dogma divino, ajústalas fielmente; adórnalo sabiamente,
aumenta su esplendor, su gracia y su hermosura. Cuando tú explicas, que se
entienda con más claridad lo que antes más oscuramente se creía; que la
posteridad se alegre por tu causa, al comprender mejor lo que antes veneraba
por su belleza, no por su comprensión. Enseña las mismas cosas que
aprendiste, de modo que aunque hables con palabras nuevas, no digas cosas
nuevas» (Comm. 22).
b)
El progreso dogmático. El continuo esfuerzo por trasmitir, predicar
y entender lo que ya ha sido dado lleva consigo una mayor profundización en
el dogma, y por consiguiente, un crecimiento en el acervo doctrinal en
verdades explícitas y una mayor conciencia de cuáles son las verdades que
están necesariamente conectadas con ellas. V. de L. trata de esta cuestión
y habla de un progreso, de un crecimiento doctrinal, para poner de
manifiesto su inserción en el proceso de la Tradición: «Quizá alguno
diga: ¿no puede haber ningún progreso en la doctrina de la Iglesia de
Cristo? Haya, sí, un profundo y grande progreso, porque ¿qué sería más
pernicioso para los hombres y más detestable a los ojos de Dios que
atreverse a prohibirlo? Mas sea de tal modo que haya progreso en lo que
es de fe, pero no cambio. Pertenece al progreso que cada cosa se amplíe
en sí misma; por el contrario, es propio del cambio que una cosa se
transforme en otra. Conviene, pues, que crezca la inteligencia, la ciencia,
la sabiduría de todos y cada uno, tanto de un solo hombre como de la
Iglesia entera, a través de las épocas y los siglos; pero permaneciendo
siempre en su género, es decir, en el mismo dogma, en el mismo sentido y
en la misma significaci6n». (Comm. 23). Esta frase de V. de L. fue
hecha suya por el Conc. Vaticano I (Denz. Sch. 3018) c) Criterio para
discernir la Tradici6n. Corresponde también a V. de L. el mérito de
haber formulado con precisión las condiciones necesarias para que una
determinada enseñanza pueda considerarse perteneciente a la Tradición.
«Sólo han de acogerse las sentencias de aquellos Padres que vivieron,
enseñaron y se mantuvieron santa, sabia y constantemente en la fe y en la
comunión católica; o las de aquellos que merecieron morir fielmente en
Cristo, o ser martirizados felizmente por su causa. A éstos se les ha de
creer de acuerdo con esta regla: aquella doctrina que todos o la mayor parte
de ellos hayan afirmado en el mismo sentido, de manera clara, frecuente y
constante, ésa ha de tenerse por indudable, cierta y confirmada,
considerándola como una opinión unánime de los maestros. Sin embargo, lo
que uno haya afirmado más allá de los demás o incluso contra todos los
demás, aunque fuese confesor y mártir, eso debe considerarse como una
opinión privada y personal, que nada tiene que ver con la doctrina común
ni con la autoridad de una sentencia general y pública» (Comm. 23).
Por
su importancia, el Commonitorio -y concreta- mente el párrafo que
antecede -ha sido a veces leído e interpretado con ardor polémico,
aislando algunas afirmaciones de todo el contexto con la intención de
presentar como incompatibles las notas de antigüedad -señalada por el
lirinense como característica de la Tradición- con toda nueva definición
dogmática. Tal fue, por ej., el caso de Dollinger, quien utilizó el Commonitorio
como argumento para oponerse a la definición dogmática de la
infalibilidad pontificia por el Conc. Vaticano I. A este respecto, el card.
Franzelin hacía notar algo que es obvio, si se toma en serio lo que el
mismo Commonitorio dice en el cap. 23 sobre el desarrollo del dogma:
que la expresión «quod ubique, quod semper, quod ab omnibus» no
debe tomarse en sentido exclusivo, sino afirmativo, ya que no puede
olvidarse que «algún capítulo de la doctrina puede estar contenido en la
revelación objetiva, y puede también con el paso del tiempo, hecha la
suficiente explicación y proposición, pertenecer a las verdades que deben
ser creídas necesa. riamente con fe católica, porque, aunque siempre
estuviese contenido en el depósito de la Revelación, sin embargo, no fue
creído explícitamente siempre, en todas partes y por todos» (De
divina Traditione et Scriptura, Roma 1875, 295-296).
d) El móvil del Commonitorio. V. de L. expresa en el comienzo del libro el fin que se ha propuesto: señalar el criterio que permita discernir la verdad del error en materias de la fe. A partir del s. XIX los autores se preguntan si v. de L. no tendría a la vista comb.atir una posición determinada, y más concretamente si bajo su intento no late una cierta polémica frente a la doctrina de S. Agustín sobre la gracia o al menos frente a alguno de sus aspectos. Como afirma G. Bardy (o. c. en bibl.) esta cuestión «es secundaria a pesar de su interés». La importancia del Commonitorio estriba en los criterios que recoge y formula sobre la Tradición y el progreso dogmático. Sin duda, V. de L. vive en un ambiente teñido de semipelagianismo (v .). Pero, como recuerda Benedicto XIV, en aquel momento aún no había sido sancionada la doctrina sobre este tema con el juicio definitivo de la Sede Apostólica (Litt. Apost. de nova martyrologii editione, 1 jul. 1748, n° 31). A esto debe añadirse que muy posiblemente v. de L. no está atacando a S. Agustín, sino a la exposición de su doctrina por unos remotos discí. pulos, cuyo rigor doctrinal sería muy difícil de probar. En cualquier caso, sus Excerpta muestran la veneración que V. de L. tiene hacia el Obispo de Hipona en materia trinitaria y cristológica. Estos Excerpta, al mismo tiempo que muestran a V. de L. como «uno de los autores que mejores títulos pueden alegar como precursores del Quicumque» llevan a concluir, como dice Griffé, que la afirmación según la cual el Commonitorio habría sido escrito para atacar más o menos veladamente a S. Agustín no ofrece verosimilitud (Pro Vicentio Lirinensi, «Bulletin de Littérature ecclésias. tique», 62, 1961, 30).
[2]
Padre de la Iglesia del s. V. Se poseen escasos datos sobre su vida; sólo
los de una breve noticia que le dedica Genadio (De viris illustribus, 64;
PL 58,1097-98) y los que se desprenden de su obra más importante: el Commonitorio.
Por Genadio sabemos que era de origen francés, sacerdote en el
monasterio de la isla de Leríns (llamada hoy de San Honorato), docto en la
S. E. y en el conocimiento de los dogmas, y que con el seudónimo de
Peregrino compuso un tratado contra los herejes. Genadio narra también que
compuso otra obra de tema análogo, cuyo manuscrito fue robado, por lo que
elaboró un breve resumen, que sí se conserva. Muere en el reinado de
Teodosio y Valentiniano, poco antes del 450. EJ Commonitorio está
escrito tres años después del Conc. de Efeso, es decir, el a. 434. Sólo
dos obras se le atribuyen con certeza: El Commonitorium primum, cuyo
título más antiguo es De Peregrino en favor de la antigüedad y universalidad
de la fe católica contra las profanas novedades de todos los herejes, y
el Commonitorium secundum, recapitulación del libro que fue robado.
Se le atribuye también una otra titulada Objectiones lerinianae, cuyo
contenido conserva Próspero de Aquitania (Pro Augustino responsiones al
capitula objectionum vincentianarum: PL 51,177-186), y un florilegio de
frases de S. Agustín concernientes a los misterios de la Santísima
Trinidad y de la Encarnación, que conserva el Cod. 151 de Ripoll bajo el
siguiente título: Excerpta sanctae memoriae Vincentii lirinensis insulae
presbyteri ex universo beatae recordationis Augustini in unum collecta.
[3
Dt 32, 7.
[4]
Prov
22,
17.
[5]
Prov
3,
l.
[6]
Salm 45,
11.
[7]
CANON DE LAS SAGRADAS ESCRITURAS:
La palabra canon, en griego significa regla. El cristianismo posee libros sagrados de origen divino
que contienen el relato de su historia, la exposición de su creencia y la
ley de su conducta práctica. Dios ha querido que su palabra permaneciese
entre nosotros según los modos ordinarios del pensamiento humano. Los
libros que la Iglesia reconoce como «canónicos», es decir, como
reguladores de su fe y de su práctica, se fue constituyendo lentamente en
el curso de catorce siglos, desde Moisés hasta el primer siglo de la era
cristiana. Estos libros sagrados constituyen dos grandes colecciones: el
Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento; entre las dos comprenden aquellos
textos que, según la tradición de las iglesias apostólicas, se
consideraron desde el principio como libros revelados. Así se formó el
«canon», de cuya precisa fijación antes de finalizarse el siglo II da fe
el fragmento de Muratori.
[8]
SABELIO:
La formulación del dogma de la Santísima Trinidad tuvo lugar en el siglo
IV, en el curso de una gran batalla teológica, en que la ortodoxia
católica tuvo como principal adversario la herejía que recibió el nombre
de Arrianismo. Los precedentes doctrina. les han de buscarse en determinadas
doctrinas que, desde el siglo III, ponían el acento con exagerada
insistencia sobre la perfecta unidad de Dios. Esa exaltación exclusiva de
la unidad divina podía llegar a destruir la distinción de Personas en la
Trinidad, que es la consecuencia a que había llegado el Sabelianismo, que
toma el nombre de Sabelio, su principal representante. Según esta doctrina,
existía tan sólo una Persona divina, en el sentido de que el Padre y el
Verbo constituían una misma Persona y eran únicamente diversas las formas,
los «modos» de manifestación -Modalismo-. Pero el excesivo hincapié
sobre la unidad divina podía también dar lugar -y lo había dado en
efecto- a errores de diverso signo: el Subordinacionismo en sus diversas
variedades, que tendía a supeditar, a «subordinar» al Hijo frente al
Padre haciéndole inferior a El, bien por negar al Hijo el atributo de
eternidad, bien por rebajar su naturaleza con respecto a la del Padre, o
bien por considerar a Cristo como simple hombre, aunque dotado de una dynamis,
de una singular fuerza divina. La doctrina de Sabelio y el
Subordinacionismo habían sido condenados en un sínodo romano del año 262,
celebrado bajo el pontificado del Papa Dionisio (259-268 ).
[9]
DONATO:
En el año 315 fue obispo de Cartago. Fue el jefe e instigador principal del
cisma africano, que tomó el nombre de él y perduró hasta la conquista
musulmana de África. Este cisma tuvo su origen en una división del
episcopado y del clero, a propósito de una elección del obispo de Cartago.
Pero la discordia que enfrentó al episcopado de Numidia con la Jerarquía
legítima se mezcló con la agitación social de los «circunceliones» y el
separatismo antirromano de las poblaciones númidas. Donato transformó el
simple cisma en herejía al formular una doctrina eclesiológica falsa, que
concebía a la Iglesia como una comunidad integrada tan sólo por los
justos. Una pretensión de rigorismo moral apareció en el Donatismo -junto
a una errónea teología sacramental- cuando exigió que los pecadores, los lapsi
que habían sido infieles en la última persecución de Diocleciano,
hubieran de rebautizarse para volver a la Iglesia, y cuando sostuvo la
invalidez del bautismo conferido por un sacerdote «caído».
[10]
EUNOMIO:
En el año 360 fue nombrado obispo, pero hubo de dimitir muy poco después,
porque se dio a conocer como hereje al admitir, con los arrianos, que no
había ninguna semejanza entre Dios-Padre y Dios- Hijo.
[11]
MACEDONIO:
Las controversias doctrinales suscitadas por el arrianismo se habían
centrado en torno al tema de la divinidad del Hijo. Mas, en buena lógica,
quienes negaban la consustancialidad del Verbo con el Padre y lo
consideraban sólo como la primera de las criaturas, con mayor razón aún
debían negar, si eran consecuentes con su doctrina subordinacionista, la
divinidad del Espíritu Santo, que sería criatura del Hijo, el creador de
todos los demás seres. La formulación expresa de esta doctrina de la no
divinidad del Paráclito fue hecha, avanzada ya la controversia arriana, por
el obispo Macedonio de Constantinopla, quien afirmó que el Espíritu Santo
era tan sólo una criatura, superior en dignidad a todos los Ángeles y
especial dispensador de las gracias. Esta doctrina fue llamada Macedonismo,
en atención al nombre de su principal representante, y sus seguidores se
denominaron macedonianos o «pseumatómacos», adversarios del
Espíritu. La doctrina macedoniana fue inmediatamente rechazada por San
Atanasio, el gran luchador de la batalla antiarriana, en un concilio
alejandrino del año 362, que profesó expresamente la dIvinidad de la
tercera Persona de la Trinidad.
[12]
FOTINO:
Obispo de Sirmio, se opuso a Arrio y a los arrianos, que subordinaban entre
sí las personas divinas. Pero vino a caer en el error opuesto: Dios es el
Único, y Jesús, nacido milagrosamente de María y de Espíritu Santo, no
es más que un hombre que por su santidad mereció ser el hijo adoptivo del
Único. Así, pues, a sus ojos, Jesús, ese hombre que conocemos por los
Evangelios, no es la persona eternamente consustancial al Padre: Cristo no
es Dios, sino criatura de Dios.
[13]
APOLINAR DE LAODICEA:
En su celo por salvaguardar la divinidad de Jesús y la unidad de las dos
naturalezas, Apolinar estimó que ello no era posible sin una reducción de
la humanidad de Cristo. Con este fin recurrió a la teoría platónica de
los tres elementos constitutivos del compuesto humano: cuerpo, alma
sensitiva y alma espiritual. En Jesucristo se darían los dos primeros
elementos, es decir, el cuerpo y un alma sensitiva; el lugar del alma
espiritual o racional lo ocuparía el mismo Logos divino, con lo que
vendría a resultar que el Señor poseería íntegra la divinidad, pero su
humanidad sería incompleta. La teoría de Apolinar contradecía
directamente la doctrina de la perfecta humanidad de Jesucristo, tan
esencial a los dogmas de la Encarnación y de la Redención. Apolinar no se
dio cuenta de que de esta manera Cristo, privado de la racionalidad humana,
no era libre y, por consiguiente, no podía merecer; además, el hombre no
habría sido redimido en el alma racional, porque, como los Santos Padres
han enseñado siempre, solamente ha sido redimido lo que el Verbo ha
asumido. El Concilio de Constantinopla I (año 381),condenó al
apolinarismo.
[14]
PRISCILIANO:
A finales del siglo IV, Prisciliano, un personaje de vida ascética y
enigmática doctrina, agitaba el mundo de la Península Ibérica, hasta su
juicio y muerte en Tréveris, en el año 385, condenado por un tribunal
romano. Después, durante varios siglos, el priscilianismo sigue proyectando
una sombra más o menos confusa sobre la vida de la Iglesia española. Pero,
en todo caso, el Priscilianismo fue siempre un fenómeno regional, de
proyección muy limitada.
[15]
JOVINIANO:
Se conocen pocos datos de su biografía. Pero después de haber vivido un
exagerado ascetismo, se dio a la vida alegre; para justificar este
comportamiento, escribió una serie de obras en las que, con diversos
pasajes de la Escritura, pretendía con firmar sus teorías. San Jerónimo
escribió contra él Adversus Jovinianum. Fue condenado
por un sínodo romano en el año 390.
[16]
PELAGIO:
La única cuestión teológica importante que se debatió en Occidente,
durante los siglos IV al VII, fue la cuestión de la Gracia, y ello sin que
el debate alcanzase nunca una resonancia popular, como ocurrió con las
controversias orientales. El punto de arranque de la cuestión fueron las
enseñanzas de un monje bretón, Pelagio, acerca de las relaciones entre
gracia divina y libertad humana, esto es, sobre cuál sea la parte que
corresponde a Dios y la parte del hombre en la salvación eterna de la
persona. El Pelagianismo, que así se llamó esta doctrina, tenía una
visión racionalista, que tendía a minimizar el papel de la gracia, y
profesaba en cambio un radical optimismo en la naturaleza humana y en la
capacidad de ésta para, por sus propias fuerzas, evitar el pecado y obrar
el bien. La doctrina de la Iglesia sobre el pecado original quedaba también
desvirtuada por Pelagio, ya que éste atribuía un carácter puramente
personal al pecado de Adán y negaba que ese pecado se hubiera transmitido a
su descendencia. Pelagio, obligado por los azares de los tiempos, abandonó
su Britania natal y residió en Roma, y Oriente; por esta razón, sus
doctrinas alcanzaron una difusión muy amplia. En África, el Pelagianismo
encontró a su gran adversario, San Agustín, que con su obra prestó una
decisiva contribución a la formulación de la doctrina sobre la Gracia.
[17]
CELESTINO:
Afirmaba que el pecado de Adán solamente le afectó a él y no a todo el
género humano.
[18]
NESTORIO:
El problema cristológico se planteó abierta mente cuando un teólogo
formado en la escuela de Antioquía, Nestorio, fue elevado a la Sede de
Constantinopla y predicó en contra de la Maternidad divina de María,
produciendo una profunda conmoción en el pueblo. Para Nestorio, dentro de
la tradición de su escuela, María no habría engendrado al Hijo de Dios,
sino al hombre Cristo en que habitaba el Verbo. No habría de ser llamada,
pues, Theotokos, Engen dradora de Dios, Madre de Dios,
sino solamente Christotokos, Madre de Cristo. La
predicación de Nestorio tuvo la virtud de popularizar una cuestión que
hasta entonces había sido solamente problema de teólogos, sin amplia
resonancia fuera de los cenáculos minoritarios donde se ventilaban las
disputas de escuela. El pueblo sintió herida su sensibilidad cristiana al
ver negar a la Viren María el título más honroso con que se había
acostumbrado a llamarla. En Alejandría, el patriarca San Cirilo denunció
la doctrina nestoriana, mientras que el patriarca Juan de Antioquía,
impulsado por la antigua rivalidad entre las dos escuelas, tomaba partido en
favor de Nestorio. Las dos partes se dirigieron al Papa Celestino I
solicitando su apoyo y el Pontífice romano dio la razón a Cirilo y le
comisionó para que obtuviese la retractación de Nestorio. Cirilo
redactó doce proposiciones -«anatematismos»- que Nestorio rehusó aceptar
y entonces, a instancia suya, el emperador Teodosio convocó a todos los
obispos del orbe para celebrar un concilio general en Efeso. (Ver Concilio
de Efeso.)
[19]
Comienzos del siglo IV
[20]
SAN ATANASIO: Encyclica
ad episcopos epistola y SAN HILARIO DE POITIERS:
Ad Constantium Augustum, Contra Constantium lmperatorem, son puntos
de apoyo para este cuadro, que parece exagerado, que nos describe San
Vicente de Lerins. Quizá en Occidente la persecución arriana no llegó a
revestir caracteres tan dramáticos.
[21]
PADRES DE LA IGLESIA:
Los siglos IV y V, durante los cuales la ciencia teológica realizó
inmensos progresos, constituyen la edad de oro de la Patrística.
Coincidiendo con la conquista de la libertad por la Iglesia, toda una
legión de personalidades excepcionales hizo irrupción en el horizonte
espiritual del mundo greco-latino, abriendo un profundo surco en la historia
cristiana: son los Padres de la Iglesia. Esta denominación, ampliamente
consagrada por el uso, sirve para designar concretamente a aquellos ilustres
personajes en los que se aunó la ciencia sagrada más eminente con la
santidad personal públicamente pro clamada por la Iglesia. Así se
distinguen de los llamados simplemente «escritores eclesiásticos», en los
cuales podía no darse, como en los Padres, el brillo de la santidad o la
plena ortodoxia de la doctrina. Los Padres de la Iglesia aparecen a lo largo
de un período histórico extenso, y el apelativo se aplica incluso a San
Bernardo, que ha sido llamado «el último de los Padres». Pero la edad
patrística por excelencia fue, sin duda, la comprendida en los siglos roma
no-cristianos, que registraron el florecimiento de una pléyade de Padres de
la Iglesia, tanto griegos como latinos, y lo mismo en el ámbito
helenístico que en el occidental. El esplendor de la Patrística que se
registra a partir del siglo IV no carecía, con todo, de una preparación y
de unos precedentes. En el siglo III existió una verdadera ciencia
teológica, y algunos grandes eclesiásticos del Oriente, sobre todo
Orígenes, hicieron ya no sólo Apologética o Catequesis, sino auténtica
Teología. En el siglo III tuvieron su origen algunas de las famosas
«escuelas», que continuaron marcando con su impronta peculiar a muchos
«Padres» de los tiempos posteriores. Es importante no perder de vista esta
idea de continuidad, que ilumina la evolución doctrinal y ayuda a
comprender las posturas teológicas adoptadas ante los problemas que se
irán planteando, al hilo de la formulación de las grandes verdades del
Dogma cristiano. Estos problemas, y el clima de libertad en que se movía
ahora la Iglesia, fue ron los principales acicates que promovieron el es
fuerzo creador y el consiguiente florecimiento de la ciencia sagrada.
[22]
AMBROSIO,
San: La serie de los grandes Padres occidentales se abre propiamente con San
Ambrosio, gobernador primero y luego obispo de Milán (333-397). San
Ambrosio fue, sin duda, uno de los hombres más influyentes de su época,
que vivió en el epicentro mismo de la historia de aquel tiempo y actuó
como protagonista en varios episodios trascendentales. Por eso su
importancia deriva, mucho más que de los escritos, de su personalidad y de
sus obras memorables. Ambrosio influyó poderosamente en la conversión de
San Agustín, y en las difíciles circunstancias por las que atravesaba el
Imperio Romano le tocó respaldar con su ayuda y su consejo a varios
emperadores; a Graciano, que le veneraba como a un padre; a Valentiniano II,
asesinado a los veinte años, cuyas exequias celebró en 392; a Teodosio, a
quien tuvo que excomulgar por un pecado de gobernante, la matanza de
Tesalónica, pero que fue su amigo y a cuya muerte pronunció la oración
fúnebre. El prestigio de San Ambrosio fue tanto que trascendió hasta
lejanas iglesias y se comunicó a su propia sede de Milán -la iglesia
ambrosiana-, que alcanzó una posición de preponderancia en toda la Italia
del norte.
[23]
CONFESORES DE LA FE:
En los siglos III y IV, a raíz de las grandes persecuciones, se generalizó
en la Iglesia un tipo de cristiano -igual podía ser clérigo que laico-, el
cual, sin integrarse en cuanto tal en la Jerarquía, gozaba de una destacada
posición dentro de su comunidad: se trata del «confesor de la fe». Los
«confesores» habían permanecido firmes en medio de las pruebas,
proclamando sin flaqueza su fidelidad a Jesucristo. Habían «confesado» su
fe como los mártires, pero, a diferencia de éstos, no habían muerto,
padecieron prisiones y destierros, mas cuando pasó el huracán de la
persecución recobraron la libertad y pudieron retornar a sus iglesias. Los
«confesores» fueron entonces mirados con singular admiración por los
demás cristianos y gozaron a sus ojos de gran prestigio. Los lapsi,
tan numerosos en la persecución de Decio y que por su pecado habían
quedado excluidos de la comunión eclesiástica, al volver tiempos más
tranquilos consideraron la intercesión de los «confesores» como la mejor
credencial para ser de nuevo reintegrados a la Iglesia. Se llamó «carta de
paz» al documento extendido por un «confesor» en favor de algún
cristiano «caído». Los «confesores» desaparecieron en el siglo IV, al
finalizar la era de las persecuciones.
[24]
De
Fide ad Gratianum Augustum, lib.
11, cap. 16, 141: ML 16, 613.
[25]De
Fide ad Gratianum Augustum, lib.
111, cap. 15, 128: ML 16, 639-640.
[26]
En los libros de Esdras (25.31-38;
37,17-23) y de Zacarías (4.2-3) se menciona el candelabro de los siete
brazos, que aún hoy día es un elemento en la liturgia judía. En la
Iglesia, el candelabro de siete brazos ha sido considerado con frecuencia
como símbolo del Espíritu Santo con sus siete dones; puede verse: SAN
JERÓNIMO: In Zazhariam, lib. 1, cap. 4: ML 25, 1442. BEDA EL VENERABLE: In
Pentateuchum, Ex 25: ML 91. 323. RABANO MAURO: In Exodum, lib. III,
cap. 12: ML 108, 154.
[27]
Agripino fue Obispo de Cartago en
los comienzos del siglo III. Se pensaba también que los herejes, en cuanto
que están fuera de la Iglesia, no poseían el Espíritu Santo y, por
consiguiente, no podían administrar válidamente los Sacramentos. San
Agustín demostró teológicamente que la validez de los Sacramentos no
depende de la santidad de los ministros, porque es Cristo quien actúa en
ellos.
[28]
El Papa San Esteban excomulgó a
San Cipriano y a todos los Obispos africanos que afirmaban que había que
volver a bautizar a los que provenían de la herejía. San Cipriano
defendía su postura de buena fe, creyendo que la tradición estaba de
su parte. Se levantó una dura polémica, hasta que prevaleció
la palabra del Papa. San Esteban y San Cipriano murieron már tires en los
años 257 y 258 respectivamente, en la persecución llevada a cabo por el
emperador Valeriano.
[29]
Se refiere San Vicente de Lerins al
concilio que Agripino convocó en Cartago, en el que tomaron parte setenta
obispos y en el que decidieron rebautizar a los herejes.
[30]
SAN AGUSTÍN, en De unico
baptismo contra Petilianum, capítulo 13; ML 43, 607, se expresa de esta
manera dura, contra los donatistas, que continuaron bautizando incluso a los
católicos que se les sumaban: «En lo que a mí respecta, diré con pocas
palabras lo que pienso de esta cuestión: que aquellos rebautizaran a los
herejes fue un error humano; pero que éstos continúen todavía hoy re
bautizando a los católicos es una presunción diabólica».
[31][xxxi]
Cfr. Gén 9, 20-27. SAN
GREGORIO MAGNO, en Moralium, libro 25, cap. 16, 37: ML 76, 345-345,
utiliza el mismo pasaje de la Biblia para advertir a los súbditos que no
pongan en evidencia las debilidades de los superiores, pues esto podría
llevar a que los más débiles acabasen faltando al respeto que la autor dad
siempre merece; hay formas de hacer ver los errores, incluso a los
superiores, teniendo en cuenta la delicadeza y la discreción. En el
Evangelio, el Señor nos habla de la delicada corrección fraterna: Mt 18,
15. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, las referencias a la
corrección fraterna son abundantes: Cfr. p. e., Salm 40, 5; Prov 19,
25; Ecli 11. 7; 19,13-17; 2 Tes 3, 15. -
[32]
Cr. Gal 1,6-7.
[33]
Cfr.
2 Tim 4, 3-4.
[34]
Cfr.
1 Tim 5, 12.
[35]
Rom
16,
17-18.
[36]
Cfr.
2 Tim 3,6-7.
[37]
Cfr. Tit 1, 10-11.
[38]
Cfr.
2 Tim 3,8.
[39]
Cfr.
1 Tim 6, 4-5.
[40]
Cfr.
1 Tim 5, 13.
[41]
Cfr.
1 Tim 1, 19.
[42]
Cfr.
2 Tim 2, 16-17.
[43]
2 Tim
3, 9. San Pablo compara
a estos frívolos y defensa dados hombres con los magos egipcios que se
opusieron a Moisés (Ex 7, 11), cuyos nombres nos ha legado la
tradición judía, aunque no constan en la Escritura
[44]
Gal, 8.
[45]
Gál 1,
9.
[46]
Gál 5,
25-26.
[47]
Gál 5, 16.
[48]
Cfr. 1 Cor 13, 2.
[49]
32
Cfr. Dt 13, 2.
[50]
Dt.
13,
1-3.
[51]
VALENTÍN: Valentín, nacido en Egipto, comenzó su Magisterio en
Alejandría hacia el año 135, pero luego marchó a Roma y allí pasó largo
tiempo haciendo propaganda gnóstica en la comunidad cristiana y logran do
reunir cierto número de prosélitos. Su doctrina afirmaba que Jesucristo no
era un hombre verdadero, sino un ser divino -un león procedente del Ple
roma- que al entrar en el mundo había tomado un cuerpo aparente
-docetismo-, como aparente fue su nacimiento, pasión y muerte. La
salvación individual consistiría en dejarse iluminar por la verdadera
gnosis que el Redentor había traído al mundo. Si el hombre se dejaba
vivificar por ella -afirmaba Valentín-, la parte espiritual que hay en él
-y todo lo pneumático existente en el mundo- se salvará en el último
día, uniéndose de nuevo con la luz en el Pleroma divino.
[52]
El autor habla de Patino y de
Apolinar en el apartado siguiente. Para Valentino y Donato, ver el «Breve
léxico de conceptos y nombres», al final de la presente edición.
[53]
PORFIRIO:
Filósofo neoplatónico (232-305), discípulo de Platino, escribió hacia el
año 270 quince libros titulados Contra los cristianos. San Metodio
fue el primero que refutó estos escritos con su obra Libros contra
Porfirio, que San Jerónimo cita con frecuencia alabándolos mucho, pero
esta obra se ha perdido.
[54]
Cfr. Rom. 7, 13.
[55]
PERSONA:
Ver Unión Hipostática.
[56]
SUSTANCIA:
Ver Unión hipostática.
[57]
NATURALEZA:
Ver Unión hipostática.
[58]
UNIÓN HIPOSTÁTICA:
El Magisterio de la Iglesia, al proponemos el dogma de la Santísima
Trinidad, emplea los conceptos filosóficos de esencia, naturaleza,
sustancia, hipóstasis y persona. Los conceptos de esencia, naturaleza y
sustancia designan la esencia física de Dios, común a las tres divinas
Personas, es decir, todo el conjunto de perfecciones de la esencia divina.
Hipóstasis es una sustancia individual, completa, totalmente subsistente en
sí. Persona es una hipóstasis racional. La hipóstasis y la naturaleza
están subordinadas recíprocamente, de forma que la hipóstasis es la
portadora de la naturaleza y el sujeto último de todo el ser y de todas sus
operaciones, y la naturaleza es aquello mediante lo cual la hipóstasis es y
obra. En virtud de la unión hipostática, Cristo participa de las
prerrogativas divinas y de las propiedades que pertenecen a la naturaleza
humana. En el plano lógico esta unión se traduce en una recíproca
predicación de las propiedades humanas y divinas, no en una atribución
directa de naturaleza a naturaleza, sino de las propiedades de cada
naturaleza a la única Persona del Verbo subsistente en Jesucristo como Dios
y como hombre.
[59]
El texto latino dice: In
Trinitate alius, non aliud atque aliud; in Salvatore aliud atque aliud, non
alius atque alius. Se comprende mejor esta frase si se advierte que
alius indica la persona, y aliud indica la naturaleza. En la Trinidad hay
dife rentes alius, es decir, .personas», y un único aliud, o
sea, una maturaleza»; en Cristo hay un solo alius, persona», la del
Verbo eterno de Dios, y dos aliud, naturalezas, la divina y la
humana. Por lo demás, se puede advertir cómo San Vicente de lerins sigue
en su exposición la pauta del Quicumque o Símbolo Atanasiano, hasta
el punto de que se ha afirmado que no sería San Atanasio el autor de este
Símbolo, sino el mismo San Vicente.
[60]
Cfr. Símbolo Atanasiano, 35;
esta comparación, aunque sir va para dar una idea de cómo en una sola
persona se unen dos sustancias distintas, no es totalmente correcta, porque
alma y cuerpo no son naturalezas completas, mientras que la naturaleza
humana y la naturaleza divina de Cristo sí lo son.
[61]
TERTULIANO ya había hablado
claramente de dos naturalezas en Cristo, unidas sin confusión en una sola
persona, Jesús, Dios y hombre: Adversus Praxeam, 27: ML 2, 213-216.
SAN LEÓN. MAGNO dice lo mismo en el Tomo a Flaviano, Epist. 28: ML
54, 755-781; el CONCILIO DE CALEDONIA (a. 451) formula dogmáticamente esta
verdad.
[62]
No es exacto que este error fuera
el propio de los arrianos; éstos afirmaban que el Hijo era inferior al
Padre. San Vicente de Lerins debería referirse aquí a los monofisitas, que
decían que la naturaleza humana de Cristo se había transformado o había
sido absorbida en la naturaleza divina.
[62]
MANIQUEA: Ver Maniqueismo. (MANIQUEÍSMO: Las doctrinas
gnósticas ejercieron una sensible influencia sobre otro movimiento
religioso, que adquirió notable importancia en la segunda mitad del siglo
III: el Maniqueísmo. Manes, su fundador, había nacido en Persia a
principios de ese siglo y llevó las teorías dualistas hasta su
formulación más extrema, inspirado en el dualismo radical de la religión
irania. La cosmognía de Manes es dualista desde el primer origen: dos
principios, el del bien y el del mal; dos reinos, el del Dios de la luz y el
del señor de las tinieblas, coexistirían desde toda la eternidad y se
opondrían entre sí perpetuamente. Hoy suele considerarse el Maniqueísmo
no como una herejía, sino como un movimiento religioso ajeno al
Cristianismo, pese a que Manes se titulaba a sí mismo «apóstol de
Jesucristo». Pero los antiguos historiadores eclesiásticos catalogaban a
Manes entre los heterodoxos cristianos. En cualquier caso, el Maniqueísmo
se hallaba en las lindes mismas del Cristianismo, y San Agustín fue durante
algún tiempo captado por su doctrina. Mas, sobre todo, conviene recordar
que elementos gnósticos y maniqueos alimentaron a la par una especie de
oculta corriente, que discurrió durante muchos siglos por el subsuelo de la
sociedad cristiana.
[64]
UNICIDAD DE PERSONA:
Ver Unión hipostática.
[65]
Ver en el .Breve léxico de
conceptos y nombres.: Unión hipostática.
[66]
Cfr.
In 3, 13.
[67]
Cf
1 Cor, 2, 8.
[68]
Cfr.
In 1, 14.
[69]
Cfr.
Salm 21, 17.