TEXTOS DE SAN CIPRIANO
ÍNDICE
I. El hombre nuevo. De Dios viene la fuerza para vivir santamente.
La
persecución es una purificación de la vida cristiana.
Sólo
con una verdadera penitencia se alcanza el perdón del Señor.
II. La Iglesia. La unidad de la Iglesia
La
Iglesia, constituida sobre los obispos.
El
Espíritu Santo en la Iglesia.
Hay
que guardar las tradiciones apostólicas.
Sobre
la legitimidad de la apelación a Roma.
Cipriano
y el papa Esteban.
III. La eucaristía.
IV. El sentido de nuestra oración.
Las maravillas del Bautismo
Una sola Iglesia
Frutos de la paciencia
Sin miedo a la muerte
I. El hombre nuevo. De Dios viene la fuerza para vivir santamente.
Cuando yo me encontraba sumido en las tinieblas y en la noche cerrada
bamboleándome y fluctuando en el mar agitado del mundo, lleno de dudas en
pos de señales perdedoras, ignorante de mi propia vida, extraño a la verdad
y a la luz, me parecía que según era en aquel momento mi modo de vida había
de serme sumamente difícil y duro lo que la misericordia divina me prometía
para mi salvación, a saber, poder renacer de nuevo y con el lavatorio del
agua salvadora comenzar una nueva vida, deshaciéndome de todo lo de antes y
cambiar el modo de sentir y de entender del hombre, aunque el cuerpo
permaneciera el mismo. ¿Cómo puede ser posible, me decía, una conversión tan
grande, por la que de repente y en un momento se despoje uno de aquellas
cosas congénitas que han adquirido la solidez de la misma naturaleza, o de
aquellas cosas adquiridas desde largo tiempo y que han arraigado y
envejecido con los años? Estas cosas están sólidamente arraigadas, con
raíces sólidas y profundas. ¿Cuándo aprenderá la templanza el que ya está
acostumbrado a las buenas cenas y a los grandes banquetes? El que solía
brillar por su elegancia, vestido ricamente de oro y púrpura, ¿cuándo podrá
ponerse el vestido sencillo del pueblo? El que tenía sus delicias en los
honores y dignidades, no puede permanecer como simple privado y sin gloria.
El que iba siempre rodeado de una piña de clientes y se sentía honrado con
su numeroso séquito y su escuadrón de servidores, piensa ser un castigo el
tener que andar solo. Se han hecho imprescindibles los tenaces estímulos a
que uno se había acostumbrado: el animarse con el vino, hincharse con la
soberbia, inflamarse de ira, preocuparse por la rapacidad, excitarse con la
crueldad, deleitarse en la ambición, entregarse al placer.
Esto pensaba yo muchas veces dentro de mi, pues yo mismo me encontraba
enredado en los muchos errores de mi vida anterior, y no pensaba que pudiera
llegar a despojarme de ellos... Pero cuando la suciedad de mi vida anterior
fue lavada por medio del agua regeneradora, una luz de arriba se derramó en
mi pecho ya limpio y puro. Después que hube bebido del Espíritu celeste, me
encontré rejuvenecido con un segundo nacimiento y hecho un hombre nuevo: de
manera milagrosa desaparecieron de repente las dudas, se abrió la cerrazón,
se iluminaron las tinieblas, se hizo posible lo que antes parecía
imposible... Reconocí que mi anterior vida carnal y entregada al pecado era
cosa de la tierra, mientras que la que ya había empezado a vivir del
Espíritu Santo era cosa de Dios... El alabarse a si mismo es odiosa
soberbia, pero no es soberbia, sino agradecimiento, el proclamar lo que se
atribuye, no al esfuerzo del hombre, sino al don de Dios. El dejar de pecar
es cosa de Dios, mientras que el anterior pecado era cosa del error humano.
Nuestro poder, repito, todo nuestro poder, es cosa de Dios. De él es nuestra
vida, de él nuestra fuerza, de éI tomamos y asimilamos nuestra vitalidad por
la que, estando todavía en este mundo, reconocemos los signos de las cosas
futuras.
La
persecución es una purificación de la vida cristiana.
El Señor ha querido poner a prueba a sus hijos. Una larga paz había
corrompido en nosotros las enseñanzas que el mismo Dios nos había dado, y
tuvo que venir la reprensión del cielo para levantar la fe que se encontraba
decaída y casi diría aletargada; y aunque nuestros pecados merecían mayor
severidad, el Dios piadosisimo ha ordenado de tal manera todas las cosas,
que todo lo que ha acontecido parece ser más una prueba que una persecución.
Cada uno se preocupaba de aumentar su hacienda, y olvidándose de su fe y de
lo que antes se solía practicar en tiempo de los apóstoles y que siempre
deberían seguir practicando, se entregaban con codicia insaciable y
abrasadora a aumentar sus posesiones. En los sacerdotes ya no había
religiosa piedad, no había aquella fe íntegra en el desempeño de su
ministerio, aquellas obras de misecordia, aquella disciplina en las
costumbres. Los hombres se corrompían cuidando de su barba, las mujeres
preocupadas por su belleza y sus maquillajes: se adulteraba la forma de los
ojos, obra de las manos de Dios; los cabellos se teñían con colores falsos.
Con astutos fraudes se engañaba a los sencillos, y con intenciones torcidas
se abusaba de los hermanos. Se concertaban matrimonios con los infieles, y
se prostituían a los gentiles los miembros de Cristo. No sólo se juraba
temerariamente, sino que se perjuraba; se despreciaba a los superiores con
hinchada soberbia, se blasfemaba con lengua venenosa, se desgarraban unos a
otros con odios pertinaces. Muchos obispos, que debían ser ejemplo y
exhortación para los demás, se olvidaban de su divino ministerio, y se
hacían ministros de los poderosos del siglo: abandonaban su sede. dejaban
destituido a su pueblo, recorriendo las provincias extranjeras siguiendo los
mercados en busca de negocios lucrativos, con ansia de poseer abundancia de
dinero mientras los hermanos de sus iglesias padecían hambre; se apoderaban
de haciendas con fraudes y ardides, y aumentaban sus intereses con crecida
usura... Nosotros, al olvidarnos de la ley que se nos había dado, hemos dado
con nuestros pecados motivo para lo que ocurre: ya que hemos despreciado los
mandamientos de Dios, somos llamados con remedios severos a que nos
enmendemos de nuestros delitos y demos muestra de nuestra fe. Por lo menos,
aunque sea tarde, nos hemos convertido al temor de Dios, dispuestos a sufrir
con paciencia y fortaleza esta amonestación y prueba que de Dios nos
viene...
Sólo con una verdadera penitencia se alcanza el perdón del Señor.
Ha brotado, hermanos amadísimos, un nuevo género de estrago. Como si hubiera
sido poco cruel la tormenta de la persecución, se ha añadido como colmo de
males una blandura engañosa y destructora que se presenta bajo el titulo de
misericordia. Contra el vigor del evangelio, contra la ley de Dios y del
Señor, la audacia de algunos concede laxamente la comunión a los incautos,
como una paz nula y falsa, llena de peligros para los que la otorgan, y de
ningún provecho para los que la reciben. No buscan la penitencia que
restablece la salud, ni la verdadera medicina que está en la satisfacción.
La penitencia queda excluida de los corazones, borrándose la memoria de un
delito gravísimo y supremo. Se encubren las heridas de los moribundos y la
llaga mortal latente en lo más profuso de las entrañas se tapa con un falso
dolor. Los que vuelven de los altares del diablo, se acercan al santuario
del Señor con sus manos sucias e infectas de los olores, casi eructando
todavia los manjares mortíferos de los ídolos: sus fauces despiden todavía
ahora el aliento de un crimen, precipitándose sobre el cuerpo del Señor
cuando su respiración huele todavía a aquellos contagios funestos... Antes
de que hayan expiado sus delitos, antes de que hayan hecho confesión de su
pecado, antes de que su conciencia haya sido purificada con el sacrificio y
con la mano del sacerdote, antes de aplacar la ofensa del Dios indignado y
amenazante, se hace violencia a su cuerpo y a su sangre, cometiendo entonces
con sus manos y con su boca un crimen contra el Señor, mayor que el que
cometieron cuando le negaron. No es aquello paz, sino guerra: no se adhiere
al evangelio el que se separa de la Iglesia... Nadie se engañe, nadie se
deje sorprender. Sólo el Señor puede perdonar. Sólo él puede dar el perdón
de los pecados que se han cometido contra él: él, que cargó con nuestros
pecados, que padeció por nosotros, que fue entregado por Dios para nuestros
pecados. No puede estar el hombre por encima de Dios, ni puede el esclavo
perdonar o conceder indulgencia de los delitos graves cometidos contra su
Señor, no sea que al que ha caído se le añada el pecado de no entender lo
que está predicho: «Maldito el hombre que pone su esperanza en otro hombre»
(Jer 17, 5). Al Señor se ha de rogar, el Señor ha de ser aplacado con
nuestra satisfacción, pues él dijo que negaría al que le negase, y que sólo
él recibió del Padre el poder de juzgar a todos. Ciertamente creemos que los
méritos de los mártires y las obras de los justos tienen mucho poder ante
este juez: pero esto será cuando venga el día del juicio, cuando después del
ocaso de este mundo su pueblo se presente ante su tribunal.
II. La Iglesia. La unidad de la Iglesia.
Los manuscritos ofrecen dos versiones del pasaje siguiente: una de ellas
insiste más directamente sobre la unión con el primado de Pedro como
principio de unidad de la Iglesia, mientras que la otra parece recomendar la
unidad en sí misma sin tan directa relación con el primado. Por mucho tiempo
existió la sospecha de que el texto que favorecía más al primado de Pedro
era un texto manipulado por alguien interesado en la exaltación del primado
romano. Sin embargo, la crítica más reciente parece concluir que
probablemente ambas versiones pertenecen al mismo san Cipriano: la primera
sería la versión original de Cipriano tal como escribió su tratado
enviándolo a Roma para ayudar a combatir el cisma por el que Novaciano
intentaba oponerse al legitimo obispo de Roma: de ahí la insistencia en la
unión con la sede de Pedro. La otra versión sería la que el mismo Cipriano
puso en circulación por Africa después de sus disensiones con el papa
Esteban acerca del rebautismo de los herejes. Con todo, ni una ni otra
parecen apoyar la preeminencia del obispo de Roma sobre los demás, sino más
bien la autoridad apostólica de cada uno de los obispos en sus Iglesias en
cuanto que son participantes de la única autoridad que el Señor confirió a
Pedro sobre la única Iglesia.
Dice el Señor a Pedro: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia...» (/Mt/16/18). Sobre uno solo edifica el Señor su Iglesia, y
aunque a todos los apóstoles les atribuye una potestad igual, con todo
establece una única cátedra y un solo principio de unidad con la autoridad
de su palabra. Ciertamente los demás apóstoles eran lo que era Pedro, pero
el primado es dado a Pedro a fin de que quedase patente que hay una sola
Iglesia y una sola cátedra. Todos son pastores, pero queda patente que uno
solo es el rebaño, que es apacentado por todos los apóstoles con unanimidad
de sentimientos... El que abandona esta cátedra de Pedro, sobre la cual está
fundada la Iglesia, ¿puede creer que está todavía en la Iglesia? ¿El que se
rebela contra la Iglesia y se opone a ella, puede pensar que está en ella?
El mismo apóstol Pablo enseña idéntica doctrina declarando el misterio de la
unidad con estas palabras: «Un solo cuerpo y un solo espíritu, una sola
esperanza en vuestra vocación, un solo Señor, una fe, un bautismo, un solo
Dios» (ce Ef 4, 4). Esta unidad hemos de mantener y vindicar particularmente
aquellos que estamos al frente de la Iglesia como obispos, mostrando con
ello que el mismo episcopado es uno e indiviso.
Nadie engañe a los hermanos con falsedades; nadie corrompa la verdad de
nuestra fe con desleal prevaricación: el episcopado es uno, y cada uno de
los que lo ostentan tiene una parte de un todo sólido; la Iglesia es una,
aunque al crecer por su fecundidad se extienda hasta formar una pluralidad.
El sol tiene muchos rayos, pero su luz es una; muchas son las ramas de un
árbol, pero uno es el tronco, bien fundado sobre sólidas raíces; muchos son
los arroyos que fluyen de la fuente, pero aunque la abundancia del caudal
parezca difundirse en pluralidad, se mantiene la unidad en el origen. Si
separas un rayo del cuerpo del sol, la unidad no permitirá que se divida la
luz; si rompes una rama del árbol, ya no podrá brotar una vez rota; si
cortas el arroyo de la fuente, se seca al punto. De la misma manera la
Iglesia, compenetrada de la luz del Señor, lanza sus rayos por todo el
mundo: pero una misma es la luz que se esparce por todas partes, ni sufre
división la unidad del cuerpo total. Ella, con su fértil abundancia,
extiende sus ramas sobre toda la tierra, y generosamente derrama a lo lejos
los arroyos que de ella fluyen: sin embargo, una es su cabeza, uno es su
origen, una es la madre abundante en frutos de fertilidad: de su vientre
nacemos, de su leche nos alimentamos, su aliento es el que nos da la vida.
La que es esposa de Cristo, no puede cometer adulterio, sino que permanece
íntegra y casta. No conoce más que una casa, y guarda con casto pudor la
santidad de un solo tálamo. Ella nos guarda para Dios, ella nos inscribe en
el reino de los hijos que ella ha engendrado. Todo el que se separa de la
Iglesia, se une a una adúltera, se separa de las promesas de la Iglesia, es
un extraño, un excomulgado, un enemigo. No llegará a los premios de Cristo
el que abandona la Iglesia de Cristo. No puede tener a Dios por padre el que
no tiene a la Iglesia por madre. Tanto puede uno pretender salir a salvo
fuera de la Iglesia, cuanto podía uno salvarse fuera del arca de Noé. Así
nos lo avisa el Señor diciendo: «El que no está conmigo está contra mi, y el
que no recoge conmigo, desparrama» (Mt 12, 30). El que rompe la paz y la
concordia de Cristo, lucha contra Cristo... El que no guarda aquella unidad,
no guarda la ley de Dios, no guarda la fe del Padre y del Hijo, no conserva
la vida y la salvación.
En cuanto a la persona de Novaciano, sobre el que me pediste que te escriba
cuál es la herejía que ha introducido, has de saber en primer lugar que
nosotros ni debemos tener curiosidad de saber qué es lo que él enseña, toda
vez que enseña fuera de la Iglesia. Quienquiera y comoquiera que sea, no es
cristiano el que no está en la Iglesia de Cristo. Aunque ande orgulloso y
predique con voces altaneras su filosofía o su retórica, el que no guarda la
caridad fraterna y la unidad eclesiástica ha perdido incluso lo que antes
era. A no ser que tengas por obispo al que por maquinación se esfuerza en
que los desertores le hagan obispo, habiendo en la Iglesia otro obispo
consagrado por dieciséis de sus colegas. Habiendo sido establecida por
Cristo una sola Iglesia por todo el mundo, dividida en muchos miembros,
también el episcopado es uno, extendido sobre muchos obispos en concorde
pluralidad (episcoporum multorum concordi numerositate diffusus). Pero él,
una vez que ya existe la tradición divina, una vez que se da la unidad de la
Iglesia católica bien trabada y aunada, que se esfuerce por hacer una
iglesia humana y por enviar a numerosas ciudades esos nuevos apóstoles
suyos, colocando así esta especie de fundamentos recientes de su
institución. Estando ya previamente consagrados obispos en todas las
provincias y ciudades, hombres de edad provecta, íntegros en la fe, probados
en la adversidad, perseguidos en la persecución, que tenga él la audacia de
crear por encima de ellos otros pseudo-obispos...
La Iglesia,
constituida sobre los obispos.
El Señor nuestro, cuyos mandatos debemos reverenciar y guardar, al regular
la posición del obispo y la estructura de la Iglesia habla en el Evangelio y
dice a Pedro: <<Tú eres Pedro...» (Mt 16, 18-19). En virtud de esto, a lo
largo de los tiempos va continuándose la sucesión de los obispos y la
administración de la Iglesia, de suerte que la Iglesia siempre esté
establecida sobre los obispos, y todo acto de la Iglesia sea dirigido por
estos prepósitos (ut ecclesia super episcopos constituatur et omnis actus
ecclesiae per eosdem praepositos gubernetur). Estando esto fundado en la ley
divina, me maravilla que algunos. con audacia temeraria, hayan intentado
escribirme presentando su carta en nombre de la Iglesia, siendo así que la
Iglesia está constituida por el obispo, el clero y todos los fieles (quando
ecclesia in episcopo et clero et in omnibus stantibus sit constituta). Lejos
de nosotros, y no lo permita la misericordia y el poder invencible de Dios,
que la Iglesia se diga ser el conjunto de los herejes, ya que está escrito:
«No es Dios de muertos, sino de vivos» (Lc 17, 10). Ciertamente queremos que
todos vuelvan a la vida, y con nuestras oraciones y gemidos rogamos que
vuelvan a su primer estado. Pero si algunos quieren ser la Iglesia, y si la
Iglesia está entre ellos y la forman ellos, ¿qué remedio nos queda sino que
nosotros les roguemos a ellos que se dignen admitirnos en la Iglesia?
Conviene pues que sean sumisos, pacíficos y modestos aquellos que,
conscientes de su pecado, han de hacer penitencia ante Dios. Y no han de
escribir cartas en nombre de la Iglesia, constándoles que son ellos más bien
los que escriben a la Iglesia.
El Espíritu Santo en la
Iglesia.
En la casa de Dios, en la Iglesia de Cristo, se habita por la unanimidad, se
persevera por la concordia y la simplicidad. Y por esta razón vino el
Espíritu Santo en forma de paloma: ésta es un animal sencillo y alegre, sin
amargor de hiel, que no muerde con malicia, ni araña violentamente con las
uñas, sino que ama la hospitalidad que le dan los hombres y se siente
vinculado a una sola morada; cuando engendra hijos, todos ven la luz a la
vez; cuando vuelan, lo hacen todas juntas; hacen su vida en convivencia
común y tienen el beso de la boca como señal de la concordia y la paz, de
suerte que en todos los detalles cumplen la ley de la unanimidad. Tal es la
simplicidad que hay que procurar sea patente en la Iglesia; tal es la
caridad que hay que conseguir: el amor fraterno ha de imitar al de las
palomas, y la mansedumbre y la suavidad han de ser semejantes a las de los
corderos y ovejas. ¿Qué sentido tiene en un pecho cristiano la ferocidad del
león, o la rabia del perro, o el veneno mortífero de la serpiente, o la
sangrienta crueldad de las fieras? Nos hemos de alegrar cuando los tales se
separan de la Iglesia, ya que así las ovejas de Cristo no recibirán el
contagio de su maligno veneno. Es imposible que coexistan y se confundan la
amargura y la dulzura, la tiniebla y la luz, la tormenta y el tiempo sereno,
la guerra y la paz, la fecundidad y la esterilidad, los manantiales y las
sequías, la tempestad y la calma. No piense nadie que los buenos puedan
salirse de la Iglesia: al trigo no se lo lleva el viento, y la tempestad no
arranca al árbol arraigado con sólida raíz. A éstos incrimina y ataca el
apóstol Juan cuando dice: «Se marcharon de nosotros, pero es que no eran de
los nuestros: porque si hubiesen sido de los nuestros, se habrían quedado
con nosotros» (/1Jn/02/19). De ahí nacieron y nacen a menudo las herejías:
de una mente retorcida, que no tiene paz; de una perfidiosa discordia que no
guarda la unidad...
Hay que guardar
las tradiciones apostólicas.
Con toda diligencia hay que guardar la tradición divina y las prácticas
apostólicas, y hay que atenerse a lo que se hace entre nosotros que es lo
que se hace casi en todas las provincias del mundo, a saber, que para hacer
una ordenación bien hecha, los obispos más próximos de la misma provincia se
reúnan con el pueblo al frente del cual ha de estar el obispo ordenando, y
éste se elija en presencia del pueblo, ya que éste conoce muy bien la vida
de cada uno y ha podido observar por la convivencia el proceder de sus
actos. Así vemos que se hizo también entre vosotros en la ordenación de
nuestro colega Sabino: se le confirió el episcopado y se le impusieron las
manos para que sustituyera a Basilides por el sufragio de toda la comunidad
de hermanos y el de los obispos que estuvieron presentes y el de los que os
enviaron su voto por carta. No puede invalidar esta ordenación jurídicamente
bien hecha el que Basilides, después que sus crímenes quedaron patentes y
que él mismo confesó su culpa, fuera a Roma y engañase a nuestro colega
Esteban —que reside lejos y no tenía conocimiento de los hechos ni de la
verdad—, a fin de conseguir que fuera injustamente repuesto en el episcopado
del que con justicia había sido desposeído. Esto sólo significa que los
crímenes de Basilides no sólo no han sido borrados, sino que se han
aumentado, puesto que a sus faltas anteriores se ha añadido el crimen de
engaño e impostura. No hay que culpar tanto a aquel que por descuido se dejó
sorprender cuanto hay que anatematizar a éste que lo sorprendió con sus
fraudes. Pero si Basilides pudo sorprender a los hombres, no puede
sorprender a Dios, pues está escrito que «de Dios nadie se burla» (Gál 6, 7)
.
Sobre la
legitimidad de la apelación a Roma.
Ellos no tuvieron bastante con apartarse del Evangelio, con arrancar a los
herejes la esperanza del perdón y la penitencia, con apartar de todo
sentimiento y fruto de penitencia a los enredados en robos, o manchados con
adulterios, o contaminados con el funesto contagio de los sacrificios, de
suerte que éstos ya no ruegan a Dios ni confiesan sus pecados en la Iglesia;
no se contentaron con constituir fuera de la Iglesia y contra la Iglesia un
conventículo de facción corrompida, al que pudieran acogerse la caterva de
los que tienen mala conciencia y no quieren ni rogar a Dios ni hacer
penitencia. Después de todo esto, todavía, habiéndose dado un falso obispo,
creación de los herejes, han tenido la audacia de hacerse a la vela y de
llevar cartas de parte de los cismáticos y profanos a la cátedra de Pedro, a
la Iglesia principal de la que brotó la unidad del sacerdocio (ad ecclesiam
principalem unde unitas sacerdotalis exorta est); y nisiquiera pensaron que
aquellos son los mismos romanos cuya fe alabó el Apóstol cuando les predicó,
a los que no debería tener acceso la perfidia. ¿Por qué fueron allá a
anunciar que había sido creado un pseudo-obispo contra los obispos?
Porque, o se sienten satisfechos de lo que hicieron y con ello perseveran en
su crimen, o se arrepienten y se retractan y ya saben adónde han de volver.
Porque fue establecido por todos nosotros que es cosa a la vez razonable y
justa que la causa de cada uno se trate allí donde se cometió el crimen y
que cada uno de los pastores tenga adscrita una porción de la grey, que cada
uno ha de regir y gobernar dando cuenta de sus actos al Señor.
Por tanto, los que son nuestros súbditos, no han de andar de acá para allá,
ni han de lacerar la coherente concordia de los obispos con su audacia
astuta y engañosa, sino que han de defender su causa allí donde pueda haber
acusadores y testigos de su crimen. A no ser que se crea que la autoridad de
los obispos establecidos en África es demasiado pequeña para esos pocos
desesperados y pervertidos.
Aquellos ya los juzgaron, y ya condenaron poco ha su conciencia, enredada en
muchos criminales enredos.
Cipriano y el papa Esteban.
...Te envío una copia de la respuesta de Esteban, nuestro hermano. Con su
lectura te persuadirás cada vez más del error de aquel que se esfuerza por
defender la causa de los herejes contra los cristianos y contra la Iglesia
de Dios. Porque, entre otras expresiones soberbias, o que no tienen que ver
con la cuestión, o que son contradictorias entre si, que él escribió con
ignorancia e imprudencia, añade todavía lo siguiente: «En el caso de
cualesquiera que de cualquier herejia vengan a vosotros, no se introduzca
innovación, sino seguid la tradición. Imponedles las manos para recibir la
penitencia, ya que los mismos herejes, cuando se pasan de unos a otros entre
si, no se bautizan propiamente, sino que sólo se conceden la comunión.»
Prohibe que se bauticen «de cualquier herejía que vengan»: esto es, juzga
que los bautismos de todos los herejes son justos y legitimos.
Y puesto que cada herejía tiene su bautismo peculiar y sus pecados propios,
éste, al entrar en comunión con el bautismo de todos carga en bloque sobre
su espalda los pecados de todos. Manda además «que no se introduzca
innovación alguna, sino se siga la tradición»: como si introdujera
innovación el que, defendiendo la unidad, defiende el único bautismo en la
única Iglesia, y no más bien el que olvidando la unidad hace uso de la
mentira y la peste de la inmersión profana. «No se introduzca innovación
alguna —dice— sino se siga la tradición.» ¿De dónde viene tal tradición?
¿Acaso de la autoridad del Señor y del Evangelio, o de las ordenaciones y
cartas de los apóstoles? Dios declara y advierte a Jesús de Navé que lo que
hay que hacer es lo que está escrito, cuando dice (Jos 1, 8): «Que este
libro de la ley no se aparte de tu boca: meditarás sobre él de día y de
noche, para que tengas el cuidado de hacer todo lo que en él está escrito.»
Asimismo, el Señor, al enviar a sus apóstoles les encarga bautizar a las
gentes y enseñarles a observar todo lo que él ha mandado (cf. Mt 28, 20).
Asi pues, si se manda en el Evangelio, o se contiene en las cartas o Hechos
de los apóstoles que los que vengan de cualquier herejía no sean bautizados,
sino que se les impongan sólo las manos para recibir la penitencia, que se
observe esta tradición santa y divina. Pero si en todas partes los herejes
no se nombran sino como enemigos y anticristos, si son declarados vitandos
«perversos y condenados por boca propia» (Tit 3, 11), ¿por qué creen algunos
que nosotros no los hemos de condenar, teniendo claro testimonio apostólico
de que ellos mismos ya se han condenado? Nadie ha de infamar a los
apóstoles, como si ellos hubiesen aprobado el bautismo de los herejes, o
hubiesen entrado en comunión con ellos sin el bautismo de la Iglesia; porque
tales cosas escribieron los apóstoles acerca de los herejes, y esto cuando
todavía no habían surgido las pestes heréticas más agudas, ni el póntico
Marción había surgido de las aguas del Ponto...
...¡Magnifica realmente y legítima es la tradición que nos propone como
maestro nuestro hermano Esteban, avalada por una autoridad suficiente!
Porque en el mismo pasaje de su carta añade como complemento: «Ya que los
mismos herejes, cuando se pasan de unos a otros entre si, no se bautizan
propiamente, sino que sólo se conceden la comunión.» Tal es el colmo de
males en que ha caído la Iglesia de Dios y la Esposa de Cristo: ella se
acomoda a los ejemplos de los herejes; en la celebración de los sacramentos
celestes, la luz va a aprender de las tinieblas, y los cristianos hacen lo
que los anticristos. ¡Qué ceguera mental, qué perversión supone no querer
reconocer la unidad de la fe que viene de Dios Padre, y de nuestro Señor
Jesucristo, y de la tradición de nuestro Dios! Porque si precisamente no
está la Iglesia en los herejes por el hecho de que ella es una y no puede
dividirse, y si precisamente no está el Espiritu Santo con ellos, porque es
uno y no puede estar entre los profanos y extraños, tampoco el bautismo, que
tiene esencialmente la misma unidad, no puede estar entre los herejes, ya
que no puede separarse ni de la Iglesia ni del Espíritu Santo...
III. La eucaristía.
Algunos, por ignorancia o por inadvertencia, al consagrar el cáliz del Señor
y al administrarlo al pueblo no hacen lo que hizo y enseñó a hacer
Jesucristo Señor y Dios nuestro, autor y maestro de este sacrificio... Ahora
bien, cuando Dios inspira y manda alguna cosa, es necesario que el siervo
fiel obedezca al Señor, manteniéndose libre de culpa delante de todos en no
arrogarse nada por su cuenta, pues ha de temer no sea que ofenda al Señor si
no hace lo que está mandado... Al ofrecer el cáliz ha de guardarse la
tradición del Señor, ni hemos de hacer nosotros otra cosa más que la que el
Señor hizo primeramente por nosotros, a saber, que en el cáliz que se ofrece
en su conmemoración se ofrezca una mezcla de agua y vino... No puede creerse
que está en el cáliz la sangre de Cristo, con la cual hemos sido redimidos y
vivificados, si no hay en el cáliz el vino por el que se manifiesta la
sangre de Cristo...
Vemos el misterio (sacramenrum) del sacrificio del Señor prefigurado en el
sacerdote Melquisedec, según el testimonio de la Escritura cuando dice: “Y
Melquisedec, rey de Salem, ofreció pan y vino», siendo sacerdote del Dios
altísimo, y bendijo a Abraham (cf. Gén 14, 18). Ahora bien, que Melquisedec
fuera figura de Cristo lo declara el Espíritu Santo en los salmos, cuando el
Padre dice al Hijo: «Yo te engendré antes de la estrella de la mañana: tú
eres sacerdote según el orden de Melquisedec» (Sal 109, 3-4). Este orden
procede y desciende evidentemente de aquel sacrificio, por el hecho de que
Melquisedec fue sacerdote del Dios altísimo, y de que ofreció pan y vino y
bendijo a Abraham. En efecto, ¿qué sacerdote del Dios altísimo lo es más que
nuestro Señor Jesucristo, quien ofreció a Dios Padre un sacrificio, el mismo
sacrificio que había ofrecido Melquisedec, a saber, pan y vino, es decir, su
cuerpo y su sangre?...
Puesto que Cristo nos llevaba en sí a todos nosotros, ya que hasta llevaba
nuestros pecados, vemos que el agua representa al pueblo, mientras que el
vino representa la sangre de Cristo. Así pues, cuando en el cáliz se mezclan
el agua y el vino, el pueblo se une con Cristo, y la multitud de los
creyentes se une y se junta a aquel en quien cree. Esta unión y conjunción
de agua y vino en el cáliz del Señor hace una mezcla que ya no puede
deshacerse. Por esto la Iglesia, es decir la multitud que está constituida
en Iglesia y persevera fiel y firmemente en su fe no podrá por nada ser
separada de Cristo, ni nada podrá hacer que no permanezca adherida a él e
indivisa en el amor. Por esto al consagrar el cáliz del Señor no se puede
ofrecer ni agua sola ni vino solo: si uno ofrece solo vino, se hará presente
la sangre de Cristo sin nosotros; si sólo hay agua, se hará presente el
pueblo sin Cristo. En cambio, cuando se mezclan ambas cosas hasta formar un
todo sin distinción y perfectamente uno, entonces se consuma el misterio
(sacramentum) celestial y espiritual...
Dice el Señor: «El que quebrantare uno de estos mandamientos mínimos y
enseñare a hacerlo a los hombres, será llamado el más pequeño en el reino de
los cielos» (Mt 5, 19): ahora bien, si no se pueden quebrantar ni los
mínimos mandamientos del Señor, cuánto más esos que son tan grandes, tan
importantes, que tocan tan de cerca al misterio de la pasión del Señor y de
nuestra redención no podrán quebrantar ni cambiar lo que en ellos hay de
institución divina por institución humana alguna. Si Cristo Jesús, Dios y
Señor nuestro es él mismo el sumo sacerdote de Dios Padre, y se ofreció el
primero a sí mismo en sacrificio al Padre, y mandó que esto se hiciera en
memoria de él, tendrá realmente las veces de Cristo aquel sacerdote que
imita lo que Cristo hizo, y ofrecerá un sacrificio verdadero y pleno en la
Iglesia a Dios Padre cuando se ponga a hacer la oblación tal como vea que la
hizo Cristo...
IV. El sentido de nuestra
oración.
Decimos «hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo», no para que
Dios haga lo que él quiere, sino para que nosotros podamos hacer lo que él
quiere. Porque, ¿quién puede oponerse a que Dios haga lo que quiere? En
cambio el diablo se opone en nosotros a que nuestros deseos y nuestros actos
obedezcan en todo a Dios, y por esto rogamos y pedimos que se haga en
nosotros la voluntad de Dios. El que esta voluntad se haga en nosotros, es
obra de la misma voluntad de Dios, es decir, de su ayuda y protección, ya
que nadie es fuerte por sus propias fuerzas, sino que nuestra seguridad nos
viene de la benevolencia y misericordia de Dios... Los que queremos perdurar
para siempre debemos hacer la voluntad de Dios, que es eterno *
* * * *
Las maravillas del Bautismo
(A Donato, 3-5)
Cuando yacía postrado en las tinieblas de la noche, cuando zozobraba en
medio del mar borrascoso de este mundo y andaba vacilante en el camino del
error sin saber qué sería de mi vida, desviado de la luz de la verdad,
imaginaba que sería difícil y duro, en mi situación, lo que me prometia la
divina misericordia: que uno pudiera renacer y que—animado de una nueva vida
por el baño del agua de salvación—dejara lo que había sido y cambiara el
hombre viejo de espíritu y mente, aunque permaneciera en el mismo cuerpo
humano. ¿Cómo es posible, me decía, tal transformación? ¿Cómo es posible que
de la noche a la mañana, tan de repente, se despoje uno de lo que es
congénito a la misma naturaleza, o se ha endurecido por hábitos inveterados?
Estas disposiciones son inquebrantables, estan arraigadas con raíces muy
hondas. ¿Cuándo aprenderá a ser sobrio quien se ha acostumbrado a
espléndidas cenas y ricos banquetes? ¿Cuándo se va a contentar con corriente
y sencillo atuendo quien siempre destacó por el oro y la púrpura de sus
preciosos vestidos? Quien goza de dignidades y cargos no soporta verse
privado de ellos y vivir en la oscuridad. Aquel que suele ir rodeado de una
escolta de clientes, cortejado por una numerosa comitiva de aduladores,
considera como un tormento el verse solo. Quienes se han apegado a los
halagos de las pasiones es necesario que, como de costumbre, los arrastre la
embriaguez, los hinche la soberbia, los exalte la ira, los despedace la
codicia, los provoque la crueldad, los alucine la ambición, los precipite la
lujuria.
Esto me decía una y mil veces a mí mismo. Pues, como me hallaba retenido y
enredado en tantos errores de mi vida anterior, de los que no creía poder
desprenderme, yo mismo condescendía con mis vicios inveterados y,
desesperando de enmendarme, fomentaba mis males como hechos naturales en mí.
Pero después que quedaron borradas con el agua de regeneración las manchas
de la vida pasada y se infundió la luz en mi espíritu transformado y
purificado, después que me cambió en un hombre nuevo por un segundo
nacimiento la infusión del Espíritu celestial, al instante se aclararon las
dudas de modo maravilloso, se abrió lo que estaba cerrado, se disiparon las
tinieblas, se volvió fácil lo que antes me parecía difícil, se hizo posible
lo que creía imposible. De modo que pude reconocer que provenía de la tierra
mi anterior vida carnal sujeta a los pecados, y que era cosa de Dios lo que
ahora estaba animado por el Espíritu Santo.
Tú mismo puedes comprender y reconocer conmigo qué nos ha quitado y qué nos
ha traído esta muerte de los vicios y esta vida de las virtudes. Tú bien lo
sabes, sin que yo lo pregone. Siempre es odiosa la propia alabanza; si bien
no puede decirse en este caso que sea propia alabanza, sino gratitud, porque
se atribuye a don de Dios y no a las fuerzas del hombre, de manera que el no
pecar ahora es favor de la gracia, y el haber pecado antes fue efecto de la
miseria humana. Don de Dios es todo lo que ahora podemos. De Él vivimos, por
El tenemos fuerzas, de Él recibimos y sentimos aquel vigor por el cual, aun
en esta vida, gustamos los preludios de la futura. Solamente debemos tener
el temor de perder la inocencia, para que el Señor, que por su misericordia
infundió la gracia en nuestras almas, permanezca complacido por nuestras
buenas obras en nuestro espíritu, como en su morada, no sea que la seguridad
concedida nos haga descuidados y se introduzca de nuevo el antiguo enemigo.
Por lo demás, si tú te asientas con pie firme en el camino de la inocencia,
de la justicia, si unido tan sólo a Dios con todas tus fuerzas y con toda tu
alma, no eres más que lo que has empezado a ser, cuanto mayor sea en ti el
aumento de gracia, mayores fuerzas tendrás. No hay medida alguna en las
mercedes que recibimos de Dios, como suele haberla en los beneficios
humanos. El Espíritu, que se derrama con abundancia, no se ve oprimido por
límites, ni encerrado en espacio estrecho que lo frene. Fluye sin cesar,
rebosa su abundancia, solamente tiene que abrirse nuestro corazón y estar
sediento. Cuanta fe seamos capaces de presentar, tanta abundancia de gracia
recogeremos.
Entonces ya podemos, mediante una castidad austera, un alma pura, unas
palabras limpias, remediar a los dolientes, destruir la ponzoña, purificar
las almas de los enfermos devolviéndoles la salud, imponer la paz a los
enemigos, la calma a los violentos, la mansedumbre a los iracundos. Ya
podemos obligar a los espíritus inmundos y vagabundos—que se introdujeron en
los hombres para atormentarlos—a que confiesen increpándolos con amenazas,
forzarlos con duros azotes a que salgan, aumentarles el castigo si se
resisten; si aúllan, si gimen, sacudirles con látigos, abrasarlos con el
fuego. Este combate se produce allí, pero no se ve. El mal está oculto,
aunque el castigo es manifiesto. Por eso, desde que empezamos a ser suyos,
el Espíritu que hemos recibido obra con toda libertad. Pero, como no hemos
cambiado de cuerpo ni de miembros, nuestros ojos carnales están todavía
oscurecidos con las nubes del siglo. ¡Qué gran dignidad tiene el alma! ¡Qué
grande su poder! No sólo ha quedado desprendida del pernicioso apego del
mundo, hasta estar libre por su expiación y pureza de la peste esparcida por
el enemigo, sino que ha adquirido mayor y más poderosa pujanza de fuerzas,
que se impone con imperio a todas las legiones del enemigo atacante.
* * * * *
Una sola Iglesia
(Sobre la unidad de la Iglesia Católica, 4-6)
Habló el Señor a Pedro de esta manera: Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre
esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno nada podrán
contra Ella. Y te daré a ti las llaves del reino de los cielos, y lo que
atares sobre la tierra será atado en el cielo, y lo que desatares sobre la
tierra será también desatado en el cielo (Mt 16, 18-19). Otra vez, después
de resucitado, le dijo: apacienta mis ovejas (Jn 21, 47). Edifica su Iglesia
sobre uno solo y le ordena apacentar a sus ovejas. Y aunque después de
resucitar otorga el mismo poder a todos los Apóstoles, cuando les dice: como
el Padre me envió, así os envío Yo a vosotros; recibid el Espíritu Santo, y
a quien perdonareis los pecados, le serán perdonados; mas a quienes se los
retuviereis, les serán retenidos (Jn 20, 21-23); sin embargo, para
manifestar la unidad estableció una sola cátedra, y con su autoridad decidió
que el origen de la unidad estuviese en uno solo.
Cierto que los demás Apóstoles eran lo mismo que Pedro, y estaban
dotados—como él—de la misma dignidad y poder; pero el principio nace de la
unidad, y se le otorga el primado a Pedro para manifestar que es una la
Iglesia y una la cátedra de Jesucristo. También son todos pastores y, a la
vez, uno solo es el rebaño, que debe ser apacentado por todos los Apóstoles
de común acuerdo, para mostrar que es única la Iglesia de Cristo.
Esta unidad de la Iglesia está prefigurada por la persona de Cristo en el
Cantar de los Cantares, cuando el Espíritu Santo dice: una sola es mi
paloma, mi hermosa, única es para su madre, la elegida de ella (Cant 6, 8).
Quien no guarda esta unidad de la Iglesia, ¿piensa acaso que conserva la fe?
Quien resiste obstinadamente a la Iglesia, quien abandona la cátedra de
Pedro, sobre la que está cimentada la Iglesia, ¿puede confiar que se halla
en la Iglesia? El santo Apóstol Pablo enseña esto mismo y declara el
misterio de la unidad con estas palabras: un solo cuerpo y un solo espíritu,
una sola esperanza de vuestra vocación, un solo Señor, una sola fe, un solo
bautismo, un solo Dios (Ef 4, 4-6).
Debemos mantener y defender con toda energía esta unidad, especialmente los
obispos, que hemos sido puestos al frente de la Iglesia, para probar que el
mismo episcopado es uno e indivisible. Nadie engañe con mentiras a los
hermanos, nadie corrompa la pureza de la fe con una pérfida prevaricación.
Como el episcopado es único, y cada uno participa de él por entero, así es
única la Iglesia, que se extiende sobre muchos por el crecimiento de su
fecundidad. Muchos son los rayos del sol, pero una sola es la luz; muchas
son las ramas del árbol, pero uno solo es el tronco clavado en la tierra con
fuerte raíz; y cuando de un solo manantial fluyen muchos arroyos, aunque
aparezcan muchas corrientes desparramadas por la abundancia de las aguas,
con todo una sola es la fuente en su origen. Si separas un rayo de la masa
del sol, no subsiste la luz a causa de la separación; si cortas la rama del
árbol, no podrá germinar la rama cortada; si atajas el arroyo aislándolo de
la fuente, se secará. Del mismo modo la Iglesia del Señor esparce sus rayos,
difundiendo la luz por todo el mundo; y esa luz que se esparce por todas
partes es, sin embargo, una, y no se divide la unidad de su masa. Extiende
sus ramos frondosamente por toda la tierra, y sus arroyos fluyen con
abundancia en todas direcciones. Con todo, uno solo es el principio y la
fuente, y una sola la madre exuberante de fecundidad. De su seno nacemos,
con su leche nos alimentamos, de su espíritu vivimos.
La Esposa de Cristo no puede ser adúltera, pues es incorruptible y pura.
Sólo una casa conoce, guarda la inviolabilidad de un solo tálamo con pudor
casto. Ella nos conserva para Dios y destina para el reino a los hijos que
ha engendrado. Todo el que se separa de la Iglesia se une a una adúltera, se
aleja de sus promesas y no conseguirá las recompensas de Cristo. El que
abandona la Iglesia de Cristo es un extraño, un profano, un enemigo. No
puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia como Madre.
Si alguien pudo salvarse fuera del arca de Noé, entonces lo podrá también
quien estuviere fuera de la Iglesia. Nos lo advierte el Señor cuando dice:
el que no está conmigo, está contra mi; y el que no recoge conmigo,
desparrama (Jn 10, 30). Quien rompe la paz y la concordia de Cristo está
contra Cristo. Quien recoge en otra parte, fuera de la Iglesia, disipa la
Iglesia de Cristo. Dice el Señor: Yo y el Padre somos una sola cosa (Jn 10,
30); y también está escrito del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo: estos
tres son una sola cosa (I Jn 5, 8). ¿Y piensa alguno que esta unidad que
procede del poder de Dios, que se halla firmemente asegurada por los
misterios celestiales, puede romperse en la Iglesia y escindirse por la
discusión y el choque de voluntades? Quien no mantiene esta unidad, no
cumple la ley de Dios, no guarda la fe en el Padre y en el Hijo, no obtiene
la vida y la salvación.
Frutos de la paciencia
(El bien de la paciencia, 13-16, 19-20)
Se es cristiano por la fe y la esperanza; mas para lograr el fruto de ellas,
se necesita la paciencia. En efecto, no vamos tras la gloria de acá, sino
tras la futura, conforme a lo que nos avisa el Apóstol Pablo cuando dice:
hemos sido salvados por la esperanza. La esperanza que se ve, ya no es
esperanza; si uno ya lo ve, ¿cómo va a esperar lo que está viendo ? Mas, si
esperamos lo que no vemos, nos sostenemos por la espera de ello (Rm 8,
24-25)
La espera y la paciencia nos son necesarias para completar lo que hemos
empezado a ser y para conseguir, por la bondad de Dios, lo que creemos y
esperamos. En otro lugar, el mismo Apóstol recomienda y enseña a los varones
justos y limosneros, y que guardan sus tesoros en el cielo con el ciento por
uno, que tengan paciencia, diciendo: no dejemos de hacer el bien, pues a su
tiempo recogeremos la cosecha. Así que, mientras tenemos tiempo, obremos el
bien a todos, principalmente a los de nuestra fe (Gal 6 9-10). Avisa que
nadie, por impaciencia, decaiga en el obrar bien; que nadie, solicitado o
vencido por la tentación, renuncie en medio de su gloriosa carrera y eche a
perder el fruto de lo ganado, por dejar incompleto lo comenzado, como está
escrito: la justicia del justo no le librará en cualquier día que se
desviare (Ez 33, 12); y en otro lugar: guarda lo que tienes, no vaya otro a
recibir tu corona (Ap 3, 11). Estas palabras exhortan a continuar con
paciencia y tenacidad, para que el que se encuentra próximo a alcanzar la
corona, la logre mediante la perseverancia.
Así que la paciencia, hermanos amadísimos, no sólo conserva el bien sino que
repele el mal. Quien sigue el impulso del Espíritu Santo y se adhiere a lo
divino y celestial, lucha ardorosamente embrazando el escudo de sus virtudes
contra las fuerzas de la carne, que asaltan y rinden al alma. Echemos una
mirada a algunos de los muchos vicios, para que lo dicho de pocos se
entienda de los demás. El adulterio, el fraude, el homicidio son delitos
mortales. Tenga la paciencia robustas y hondas raíces en el corazón, y nunca
se manchará con el adulterio el cuerpo consagrado como templo de Dios, ni un
alma dedicada a la justicia se corromperá con el espíritu de fraude, ni
jamás se teñirán de sangre las manos que han llevado la Eucaristía.
La caridad es el lazo que une a los hermanos, el cimiento de la paz, la
trabazón que da firmeza a la unidad; la que es superior a la esperanza y a
la fe, la que sobrepuja a la limosna y al martirio; la que quedará con
nosotros para siempre en el Cielo. Quítale, sin embargo, la paciencia, y
quedará devastada; quítale el jugo del sufrimiento y resignación, y perderá
las raíces y el vigor. Cuando el Apóstol habla de la caridad, le junta el
sufrimiento y la paciencia: la caridad, dice, es magnánima, es benigna, no
es envidiosa, no se hincha, no se encoleriza, no piensa el mal; todo lo ama,
todo lo cree, todo lo, espera, lo soporta todo (1 Cor 13, 4-7). Con esto nos
indica que la caridad puede permanecer, porque es capaz de sufrir todo. Y en
otro pasaje exclama: sobrellevándonos con caridad, poniendo interés en
conservar la unión del espíritu con el vínculo de la paz (Ef 4, 2). Enseña
que no puede conservarse ni la unidad ni la paz, si no se ayudan mutuamente
los hermanos y mantienen el vínculo de la unidad con el auxilio de la
paciencia.
¿Y qué decir de que no debes jurar, ni hablar mal, ni exigir lo que te han
quitado; lo de ofrecer la otra mejilla después de recibir la bofetada; que
debes perdonar a tu hermano que te ha ofendido no sólo setenta veces siete,
sino todas las ofensas; que debes amar a tus enemigos, que debes rogar por
los adversarios y perseguidores? ¿Podrías acaso sobrellevar todos estos
preceptos si no fuera por la fortaleza de la paciencia? Esto lo cumplió,
según sabemos, Esteban: siendo asesinado a pedradas por los judíos, no pedía
venganza para sus asesinos, sino perdón con estas palabras: Señor, no les
imputes esto como pecado (Hech 7, 60). Tal convenía que fuese el primer
mártir de Cristo, para que—por ser el modelo de los mártires venideros con
su gloriosa muerte—no sólo se hiciese el pregonero de la pasión del Señor,
sino su imitador en la inmensa mansedumbre y paciencia.
¿Qué diré de la ira, de la discordia, de las enemistades, que no deben tener
cabida en el cristiano? Haya paciencia en el corazón y estas pasiones no
entrarán en él, o, si intentaren forzar la entrada, enseguida serán
rechazadas y se retirarán, de modo que continúe el asiento de la paz en el
corazón, donde tiene Dios sus delicias en habitar (...).
Y para que resplandezcan mejor, hermanos amadísimos, los beneficios de la
paciencia, consideremos por contraposición los males que acarrea la
impaciencia.
Así como la paciencia es un don de Cristo, así la impaciencia, por el
contrario, es un don del diablo; y al modo como aquél en quien habita Cristo
es paciente, lo mismo siempre es impaciente aquél cuya mente está poseída
por la maldad del demonio.
En resumen, tomemos las cosas por sus principios. El diablo no pudo sufrir
con paciencia que el hombre fuese creado a imagen de Dios; por eso se perdió
a sí mismo primero, y luego perdió a los demás. Adán, impaciente por gustar
el mortal bocado, contra la prohibición de Dios, se precipitó en la muerte y
no guardó la gracia recibida del Cielo con la ayuda de la paciencia. Caín,
por no poder soportar la aceptación de los sacrificios y ofrendas, mató a su
hermano. Esaú bajó de su mayorazgo a segundón y perdió su primacía por su
impaciencia en comer un plato de lentejas.
¿Por qué el pueblo judío, infiel e ingrato con los favores de Dios, se
apartó del Señor, sino por la impaciencia? No pudiendo llevar con paciencia
la tardanza de Moisés, que estaba hablando con Dios, osó pedir dioses
sacrílegos, llamando guías de su peregrinación a una cabeza de toro y a un
simulacro de arcilla, y nunca desistió de mostrar su impaciencia, puesto que
no aguantaba nunca las amonestaciones y gobierno de Dios, llegando a matar a
sus profetas y justos y hasta llevar a la cruz y al martirio al Señor.
La impaciencia también es la madre de los herejes; ella, a semejanza de los
judíos, los hace rebelarse contra la paz y caridad de Cristo y los lanza a
funestos y rabiosos odios. Y para no ser prolijo: todo lo que la paciencia
edifica con su conformidad en orden a la gloria, lo destruye la impaciencia
por la ruina.
Por tanto, hermanos amadísimos, una vez vistas con atención las ventajas de
la paciencia y las consecuencias de la impaciencia, debemos mantener en todo
su vigor la paciencia, por la que estamos en Cristo y podemos llegar con
Cristo a Dios.
Por ser tan rica y variada, la paciencia no se ciñe a estrechos límites ni
se encierra en breves términos. Esta virtud se difunde por todas partes, y
su exuberancia y profusión nacen de un solo manantial; pero al rebosar las
venas del agua se difunde por multitud de canales de méritos y ninguna de
nuestras acciones puede ser meritoria si no recibe de ella su estabilidad y
perfección. La paciencia es la que nos recomienda y guarda para Dios; modera
nuestra ira, frena la lengua, dirige nuestro pensar, conserva la paz,
endereza la conducta, doblega la rebeldía de las pasiones, reprime el tono
del orgullo, apaga el fuego de los enconos, contiene la prepotencia de los
ricos, alivia la necesidad de los pobres, protege la santa virginidad de las
doncellas, la trabajosa castidad de las viudas, la indivisible unión de los
casados.
La paciencia mantiene en la humildad a los que prosperan, hace fuertes en la
adversidad y mansos frente a las injusticias y afrentas. Enseña a perdonar
enseguida a quienes nos ofenden, y a rogar con ahinco e insistencia cuando
hemos ofendido. Nos hace vencer las tentaciones, tolerar las persecuciones,
consumar el martirio. Es la que fortifica sólidamente los cimientos de
nuestra fe, la que levanta en alto nuestra esperanza, la que encamina
nuestras acciones por la senda de Cristo, para seguir los pasos de sus
sufrimientos. La paciencia nos lleva a perseverar como hijos de Dios
imitando la paciencia del Padre.
Sin miedo a la muerte
(Tratado sobre la peste, 15-26)
Es verdad que perecen en esta [epidemia de] peste muchos de los nuestros;
esto quiere decir que muchos de los cristianos se libran de este mundo. Esta
mortandad es una pestilencia para los judíos, gentiles y enemigos de Cristo;
mas para los servidores de Dios es salvadora partida para la eternidad. Por
el hecho de que sin discriminación alguna de hombres mueran buenos y malos,
no hay que creer que es igual la muerte de unos y de otros. Los justos son
llevados al lugar del descanso, los malos son arrastrados al suplicio; a los
fieles se les otorga en seguida la seguridad; a los infieles, sin tardar el
castigo (...).
MU/LUTOS/CIPRIANO: Cuántas veces me fue revelado, cuántas y más claras veces
se me ordenó por la bondad de Dios que clamase sin cesar, que predicara en
público que no debía llorarse por nuestras hermanos llamados por el Señor y
libres de este mundo, sabiendo que no se pierden, sino que nos preceden;
que, como viajeros, como navegantes, van delante de los que quedamos atrás;
que se puede echarlos de menos, pero no llorarlos y cubrirnos de luto,
puesto que ellos ya se han vestido vestidos blancos; que no debe darse a los
gentiles ocasión de que nos censuren con toda razón, de que viven con Dios y
los lloremos como perdidos y aniquilados, y no demos pruebas con verdaderos
sentimientos de lo que predicamos con las palabras. Somos prevaricadores de
nuestra esperanza y fe si aparece como fingido y simulado lo que estamos
afirmando. De nada sirve mostrar en la boca la virtud y desacreditar su
verdad con la práctica.
Por último el Apóstol Pablo reprueba y recrimina, reprende a los que se
contristan desmesuradamente por la pérdida de los suyos. No queremos, dice,
que os olvidéis, hermanos, a propósito de los que fallecen, que no debéis
lamentaros como los demás que no tienen esperanza. Pues si creemos que Jesús
murió y resucitó, también Dios llevará con Él a los que han muerto con Jesús
(/1Ts/04/13-14). Dice que se entristecen en demasía de los suyos los que no
tienen esperanza. Pero los que vivimos con esperanza y creemos en Dios y que
Cristo padeció por nosotros y resucitó, y confiamos en permanecer con Cristo
y resucitar en Él y por Él, ¿por qué rehusamos salir de este mundo o
lloramos y nos dolemos de los nuestros que parten, como ya perdidos, cuando
el mismo Cristo y Señor y Dios nuestro nos avisa y dice: Yo soy la
resurrección; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y
cree en mi no morirá nunca? (/Jn/11/25-26). Si creemos en Cristo, tengamos
fe en sus palabras y promesas de modo que, no habiendo de morir nunca,
vayamos alegres y tranquilos a Cristo, con el cual hemos de triunfar y
reinar siempre
Si morimos, cuando nos toque, entonces pasamos por la muerte a la
inmortalidad, y no puede empezar la vida eterna hasta que no salgamos de
ésta. No es ciertamente una salida, sino un paso y traslado a la eternidad,
después de correr esta carrera temporal. ¿Quién hay que no vaya a lo mejor?
¿Quién no deseará transformarse y mudarse cuanto antes en la forma de Cristo
y merecer el don del cielo, predicando el Apóstol Pablo: nuestra vida, dice,
está en el cielo, de donde esperamos al Señor Jesucristo, que transformará
nuestro vil cuerpo en un cuerpo resplandeciente como el suyo? (Fil 3,
20-21). Para que estemos con Él y con Él nos gocemos en las moradas eternas
y en el reino del cielo, Cristo Señor promete que seremos tales cuando ruega
al Padre por nosotros, diciendo: Padre, quiero que los que me entregaste
estén conmigo donde estoy Yo y vean la gloria que me diste antes de crear al
mundo (Jn 17, 24). El que ha de llegar a la morada de Cristo, a la gloria
del reino celestial, no debe derramar llanto y plañir, sino más bien
regocijarse en esta partida y traslado, conforme a la promesa del Señor y a
la fe en su cumplimiento (...).
Hemos de pensar, hermanos amadísimos, y reflexionar sobre lo mismo: que
hemos renunciado al mundo y que vivimos aquí durante la vida como huéspedes
y viajeros. Abracemos el día que a cada uno señala su domicilio, que nos
restituye a nuestro reino y paraíso, una vez escapados de este mundo y
libres de sus lazos. ¿Quién, estando lejos, no se apresura a volver a su
patria? ¿Quién, a punto de embarcarse para ir a los suyos, no desea vientos
favorables para poder abrazarlos cuanto antes? Nosotros tenemos por patria
el paraíso, por padres a los patriarcas; ¿por qué, pues, no nos apresuramos
y volvemos para ver a nuestra patria para poder saludar a nuestros padres?
Nos esperan allí muchas de nuestras personas queridas, nos echa de menos la
numerosa turba de padres, hermanos, hijos, seguros de su salvación, pero
preocupados todavía por la nuestra. ¡Qué alegría tan grande para ellos y
nosotros llegar a su presencia y abrazarlos, qué placer disfrutar allá del
reino del cielo sin temor de morir y qué dicha tan soberana y perpetua con
una vida sin fin! Allí el coro giorioso de los apóstoles, allí el grupo de
los profetas gozosos, allí la multitud de innumerables mártires que están
coronados por los méritos de su lucha y sufrimientos, allí las vírgenes que
triunfaron de la concupiscencia de la carne con el vigor de la castidad,
allí los galardonados por su misericordia, que hicieron obras buenas,
socorriendo a los pobres con limosnas, que, por cumplir los preceptos del
Señor, transfirieron su patrimonio terreno a los tesoros del cielo.
Corramos, hermanos amadísimos, con insaciable anhelo tras éstos, para estar
enseguida con ellos; deseemos llegar pronto a Cristo. Vea Dios estos
pensamientos, y que Cristo contemple estos ardientes deseos de nuestro
espíritu y fe; Él otorgará mayores mercedes de su amor a los que tuvieren
mayores deseos de Él.
Cortesía: http://www.franciscanos.net/patristica/textos/cipriano.htm