Del Tratado de san Cipriano, obispo y mártir, Sobre la Oración del Señor
ÍNDICE
LA ORACIÓN HA DE SALIR DE UN CORAZÓN HUMILDE
NUESTRA ORACIÓN ES PÚBLICA Y COMÚN
SANTIFICADO SEA TU NOMBRE
VENGA TU REINO, HÁGASE TU VOLUNTAD
DESPUÉS DEL ALIMENTO, PEDIMOS EL PERDÓN DE LOS PECADOS
QUE LOS QUE SOMOS HIJOS DE DIOS PERMANEZCAMOS EN LA PAZ DE DIOS
HAY QUE ORAR NO SÓLO CON PALABRAS, SINO TAMBIÉN CON HECHOS
LA ORACIÓN HA DE
SALIR DE UN CORAZÓN HUMILDE (Cap.
4-6: CSEL 3, 268-270)
Las palabras del que ora han de ser mesuradas y llenas de sosiego y respeto.
Pensemos que estamos en la presencia de Dios. Debemos agradar a Dios con la
actitud corporal y con la moderación de nuestra voz. Porque así como es
propio del falto de educación hablar a gritos, así, por el contrario, es
propio del hombre respetuoso orar con un tono de voz moderado. El Señor
cuando nos adoctrina acerca de la oración, nos manda hacerla en secreto, en
lugares escondidos y apartados en nuestro mismo aposento, lo cual concuerda
con nuestra fe, cuando nos enseña que Dios está presente en todas partes,
que nos oye y nos ve a todos y que, con la plenitud de su majestad, penetra
incluso los lugares más ocultos tal como está escrito: ¿Soy yo Dios sólo de
cerca, y no soy Dios también de lejos? Si alguno se esconda en su
.escondrijo, ¿acaso no lo veo yo? ¿Acaso no lleno yo el cielo y la tierra? Y
también: En todo lugar los ojos de Dios observan a malos y buenos.
Y, cuando nos reunimos con los hermanos para celebrar los sagrados
misterios, presididos por el sacerdote de. Dios, no debemos olvidar este
respeto y moderación ni ponemos a ventilar continuamente sin ton ni son
nuestras peticiones, deshaciéndonos en un torrente de palabras, sino
encomendarlas humildemente a Dios, ya que él escucha no las palabras, sino
el corazón, ni hay eñe convencer a gritos a aquel que penetra nuestros
pensamientos, como lo demuestran aquellas palabras suyas: ¿Por qué pensáis
tan mal? Y en otro lugar: Así conocerán todas las Iglesias que yo soy quien
escudriña las entrañas y los corazones.
De este modo oraba Ana, como leemos en el primer libro de Samuel, ya que
ella no rogaba a Dios a gritos, de un modo silencioso y respetuoso, en lo
escondido de su corazón. Su oración era oculta, pero manifiesta su fe;
hablaba no con la boca, sino con el corazón, porque sabía que así el Señor
la escuchaba, y, de este modo consiguió lo que pedía, porque lo pedía con
fe. Esto nos recuerda la Escritura, cuando dice: Hablaba interiormente, y no
se oía su voz aunque movía los labios, y el Señor la escuchó. Leemos también
en los salmos: Reflexionad en el silencio de vuestro lecho. Lo mismo nos
sugiere y enseña el Espíritu Santo por boca de Jeremías, con aquellas
palabras: Hay que adorarte en lo interior, Señor.
El que ora, hermanos muy amados, no debe ignorar cómo oraron el fariseo y el
publicano en el templo. Este último, sin atreverse a levantar sus ojos al
cielo, sin osar levantar sus manos, tanta era su humildad, se daba golpes de
pecho y confesaba los pecados ocultos en su interior, implorando el auxilio
de la divina misericordia, mientras que el fariseo oraba satisfecho de sí
mismo; y fue justificado el publicano. Porque, al orar, -no puso la
esperanza de la salvación en la convicción de su propia inocencia, ya que
nadie es inocente, sino que oró confesando humildemente sus pecados, y aquel
que perdona a los humildes escuchó su oración.
NUESTRA ORACIÓN ES PÚBLICA Y COMÚN
(Cap. 8-9: CSEL 3, 271-272)
Ante todo, el Doctor de la paz y Maestro de la unidad no quiso que
hiciéramos una oración individual y privada, de modo que cada cual rogara
sólo por sí mismo. No decimos: "Padre mío, que estás en el cielo", ni: "Dame
hoy mi pan de cada día., ni pedimos el perdón de las ofensas sólo para cada
uno de nosotros, ni pedimos para cada uno en particular que no caigamos en
tentación y que nos libre del mal. Nuestra oración es pública y común, y
cuando oramos lo hacemos no por uno solo, sino por todo el pueblo, ya que
todo el pueblo somos como uno solo.
El Dios de la paz y el Maestro de la concordia, que nos enseñó la unidad,
quiso que orásemos cada uno por todos, del mismo modo que él incluyó a todos
los hombres en su persona. Aquellos tres jóvenes encerrados en el horno de
fuego observaron esta norma en su oración, pues oraron al unísono y en
unidad de espíritu y de corazón; así lo atestigua la sagrada Escritura que,
al enseñarnos cómo oraron ellos, nos los pone como ejemplo que debemos
imitar en nuestra oración: Entonces -dice- los tres, a una sola voz, se
pusieron a cantar, glorificando y bendiciendo a Dios. Oraban los tres a una
sola voz, y eso que Cristo aún no les había enseñado a orar
Por eso fue eficaz su oración, porque agradó al Señor aquella plegaria hecha
en paz y sencillez de espíritu. Del mismo modo vemos que oraron también los
apóstoles, junto con los discípulos, después de la ascensión del Señor.
Todos ellos -dice la Escritura- perseveraban en la oración, con un mismo
espíritu, en compañía de algunas mujeres y de María, la madre de Jesús, y de
los hermanos de éste. Perseveraban unánimes en la oración, manifestando con
esta asiduidad y concordia de su oración que Dios, que hace habitar unánimes
en la casa, sólo admite en la casa divina y eterna a los que oran unidos en
un mismo espíritu.
¡Cuán importantes, cuántos y cuán grandes son, hermanos muy amados, los
misterios que encierra la oración del Señor, tan breve en palabras y tan
rica en eficacia espiritual! Ella, a manera de compendio, nos ofrece una
enseñanza completa de todo lo que hemos de pedir en nuestras oraciones.
Vuestra oración -dice el Señor- ha de ser así: "Padre nuestro, que estás en
el cielo."
El hombre nuevo, nacido de nuevo y restituido a Dios por su gracia, dice en
primer lugar: Padre, porque ya ha empezado a ser hijo. La Palabra vino a los
suyos -dice el Evangelio- y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la
recibieron, a los que creen en su nombre, les dio poder de llegar a ser
hijos de Dios. Por esto, el que ha creído en su nombre y ha llegado a ser
hijo de 'Dios debe comenzar por hacer profesión, lleno de gratitud, de su
condición de hijo de Dios, llamando Padre suyo al Dios que está en el cielo.
SANTIFICADO SEA TU NOMBRE (Cap.
11-12: CSE.I. 3, 274-275)
Cuán grande es la benignidad del Señor, cuán abundante la riqueza de su
condescendencia y de su bondad para con nosotros, pues ha querido que,
cuando nos pongamos en su presencia para orar, lo llamemos con el nombre de
Padre y seamos nosotros llamados hijos de Dios, a imitación de Cristo, su
Hijo; ninguno de nosotros se hubiera nunca atrevido a pronunciar este nombre
en la oración, si él no nos lo hubiese permitido. Por tanto, hermanos muy
amados, debemos recordar y saber que, pues llamamos Padre a Dios, tenemos
que obrar como hijos suyos, a fin de que él se complazca en nosotros, como
nosotros nos complacemos de tenerlo por Padre.
Sea nuestra conducta cual conviene a nuestra condición de templos de Dios,
para que se vea de verdad que habita en nosotros. Que nuestras acciones no
desdigan del Espíritu: hemos comenzado a ser espirituales y celestiales y,
por consiguiente, hemos de pensar y obrar cosas espirituales y celestiales,
ya que el mismo Señor Dios ha dicho: Yo honro a los que me honran, y serán
humillados los que me desprecian. Asimismo el Apóstol dice en una de sus
cartas: No os pertenecéis a vosotros mismos; habéis sido comprados a precio;
en verdad glorificad y llevad a Dios en vuestro cuerpo.
A continuación añadimos: Santificado sea tu nombre, no en el sentido de que
Dios pueda ser santificado por nuestras oraciones, sino en el sentido de que
pedimos a Dios que su nombre sea santificado en nosotros. Por lo demás, ¿por
quién podría Dios ser santificado, si es él mismo quien santifica? Mas, como
sea que él ha dicho:
Sed santos, porque yo soy santo, por esto pedimos y rogamos que nosotros,
que fuimos santificados en el bautismo, perseveremos en esta santificación
inicial. Y esto lo pedimos cada día. Necesitamos, en efecto, de esta
santificación cotidiana, ya que todos los días delinquimos, y por esto
necesitamos ser purificados mediante esta continua y renovada santificación.
El Apóstol nos enseña en qué consiste esta santificación que Dios se digna
concedernos, cuando dice: Ni los impuros, ni los idólatras, ni los
adúlteros, ni los afemina dos, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los
avaros, ni los borrachos, ni los calumniadores, ni los rapaces poseerán el
reino de Dios. Y en verdad que eso erais algunos; pero fuisteis lavados,
fuisteis santificados, fuisteis justificados en el nombre de Jesucristo, el
Señor, por el Espíritu de nuestro Dios. Afirma que hemos sido santificados
en el nombre de Jesucristo, el Señor, por el Espíritu de nuestro Dios. Lo
que pedimos, pues, es que permanezca en nosotros esta santificación y
-asordándonos de que nuestro juez y Señor conminó a aquel hombre que él
había curado y vivificado a que no volviera a pecar más, no fuera que le
sucediese algo peor- no dejamos de pedir a Dios, de día y de noche, que la
santificación y vivificación que nos viene de su gracia sea conservada en
nosotros con ayuda de esta misma gracia.
VENGA TU REINO, HÁGASE TU
VOLUNTAD (Cap. 13-15: CSEL 3, 275-278)
Prosigue la oración que comentamos: Venga tu reino. Pedimos que se haga
presente en nosotros el reino de Dios, del mismo modo que suplicamos que su
nombre sea santificado en nosotros. Porque no hay un solo momento en que
Dios deje de reinar, ni puede empezar lo que siempre ha sido y nunca dejará
de ser. Pedimos a Dios que venga a nosotros nuestro reino que tenemos
prometido, el que Cristo nos ganó con su sangre y su pasión, para que
nosotros, que antes servimos al mundo, tengamos después parte en el reino de
Cristo, como él nos ha prometido, con aquellas palabras: Venid, benditos de
mi Padre, a tomar posesión del reino que está preparado para vosotros desde
la creación del mundo, ' También podemos entender, hermanos muy amados, este
reino de Dios, cuya venida deseamos cada día, en el sentido de la misma
persona de Cristo, cuyo próximo advenimiento es también objeto de nuestros
deseos. El es la resurrección, ya que en él resucitaremos, y por esto
podemos identificar el reino de Dios con su persona, ya que en él hemos de
reinar. Con razón, pues, pedimos el reino de Dios, esto es, el reino
celestial, porque existe también un reino terrestre. Pero el que ya ha
renunciado al mundo está por encima de los honores Y del reino de este
mundo.
Pedimos a continuación: Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo, no
en el sentido de que Dios haga lo que quiera, sino de que nosotros seamos
capaces de hacer lo que Dios quiere. ¿Quién, en efecto, puede pedir que Dios
haga lo que quiere? Pero a nosotros sí que el diablo puede sentimientos
impedirnos nuestra total sumisión a Dios en y acciones; por esto pedimos que
se haga en nosotros la voluntad de Dios, y para ello necesitamos de la
voluntad de Dios, es decir, de su protección y ayuda, ya que nadie puede
confiar en sus propias fuerzas, sino que la seguridad nos viene de la
benignidad y misericordia divina. Además, el Señor, dan-do pruebas de la
debilidad humana, que él había asumido, dice: Padre mío, si es posible, que
pase este cáliz sin que yo lo beba, y, para dar ejemplo a sus discípulos de
que hay que anteponer la voluntad de Dios a la propia, añade: Sin embargo,
no se haga mi voluntad, sino la tuya.
La voluntad de Dios es la que Cristo cumplió y enseñó. La humildad en la
conducta, la firmeza en la fe, el res- peto en las palabras, la rectitud en
las acciones, la misericordia en las obras, la moderación en las costumbres;
el no hacer agravio a los demás y tolerar los que nos hacen a nosotros, el
conservar la paz con nuestros hermanos; el amar al Señór de todo corazón,
amarlo en cuanto Padre, temerlo en cuanto Dios; el no anteponer nada a
Cristo, ya que él nada antepuso a nosotros; el mantenernos inseparablemente
unidos a su amor, el estar junto a su cruz con fortaleza y confianza; y,
cuando está en juego su nombre y su honor, el mostrar en nuestras palabras
la constancia de la fe que profesamos, en los tormentos la confianza con que
luchamos y en la muerte la paciencia que nos obtiene la corona. Esto es
querer ser coherederos de Cristo, esto es cumplir el -precepto de Dios y la
voluntad del Padre.
DESPUES
DEL ALIMENTO, PEDIMOS EL PERDÓN DE LOS PECADOS (Cap.
18. 22: CSEL 3, 280-281. 283-284)
Continuamos la oración y decimos: Danos hoy nuestro pan de cada día. Esto
puede entenderse en sentido espiritual o literal, pues de ambas maneras
aprovecha a nuestra salvación. En efecto, el pan de vida es Cristo, y este
pan no es sólo de todos en general, sino también nuestro en particular.
Porque, del mismo modo que de. timos: Padre nuestro, en cuanto que es Padre
de los que lo conocen y creen en él, de la misma manera decimos: Nuestro
pan, ya que Cristo es el pan de los que entramos en contacto con su cuerpo.
Pedimos que se nos dé cada día este pan, a fin de que los que vivimos en
Cristo y recibimos cada día su eucaristía como alimento saludable no nos
veamos privados, por alguna falta grave, de la comunión del pan celestial y
quedemos separados del cuerpo de Cristo, ya que él mismo nos enseña: Yo soy
el pan vivo bajado del cielo; todo el que coma de este pan vivirá
eternamente; y el pan que yo voy a dar es mi carne ofrecida por la vida del
mundo.
Por lo tanto, si él afirma que los que coman de este pan vivirán
eternamente, es evidente que los que entran en contacto con su cuerpo y
participan rectamente de la eucaristía poseen la vida; por el contrario, es
de temer, y hay que rogar que no suceda así, que aquellos que se privan de
la unión con el cuerpo de Cristo queden también privados de la salvación,
pues el mismo Señor nos conmina con estas palabras: Si no coméis la carne
del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Por
eso pedimos que nos sea dado cada día nuestro pan, es decir, Cristo, para
que todos los cine vivimos y permanecemos en Cristo no nos apartemos de su
cuerpo que nos santifica.
Después de esto, pedimos también por nuestros Peca dos, diciendo: Perdona
nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.
Después del alimento, pedimos el perdón de los pecados.
Esta petición nos es muy conveniente y provechosa porque ella nos recuerda
que somos pecadores, ya que al exhortarnos el Señor a pedir el perdón de los
pecados: despierta con ello nuestra conciencia. Al mandarnos que pidamos
cada día el perdón de nuestros pecados nos, enseña que cada día pecamos, y
así nadie puede vanagloriarse de su inocencia ni sucumbir al orgullo.
Es lo mismo que nos advierte luan en su carta, cuando dice: Si decimos que
no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en
nosotros. Si confesamos nuestros pecados, fiel y bondadoso es el Señor para
perdonarnos y purificamos de toda iniquidad. Dos cosas nos enseña en esta
carta: que hemos de pedir el perdón de nuestros pecados, y que esta oración
nos alcanza el perdón. Por esto dice que el Señor es fiel, porque él nos ha
prometido el perdón de los peca-dos y no puede faltar a su palabra, ya que,
al enseñarnos pedir que sean perdonados nuestras ofensas y pecados, nos ha
prometido su misericordia paternal y, en consecuencia, su perdón.
QUE LOS QUE SOMOS HIJOS DE DIOS PERMANEZCAMOS EN LA PAZ DE DIOS (Cap.
23.24, GSEL 3, 284-285)
El Señor añade una condición necesaria e ineludible, que es a la vez un
mandato y una promesa, esto es, que pidamos el perdón de nuestras ofensas en
la medida en que nosotros perdonamos a los que nos ofenden, para que sepamos
que es imposible alcanzar el perdón que pedimos de nuestros pecados si
nosotros no actuamos de modo semejante con los que nos han hecho alguna
ofensa. Por ello dice también en otro lugar: Con la medida con que midáis se
os medirá a vosotros. Y aquel siervo del Evangelio, a quien su amo había
perdonado toda la deuda y que no quiso luego perdonarla a su compañero, fue
arrojado a la cárcel. Por no haber querido ser indulgente con su compañero,
perdió la indulgencia que había conseguido de su amo.
Y vuelve Cristo a inculcarnos esto mismo, todavía con más fuerza y energía,
cuando nos manda severamente: Cuando estéis rezando, si tenéis alguna cosa
contra alguien, perdonadle primero, para que vuestro Padre celestial os
perdone también vuestros pecados. Pero si vosotros no perdonáis, tampoco
vuestro Padre celestial perdonará vuestros pecados. Ninguna excusa tendrás
en el día del juicio, ya que serás juzgado según tu propia sentencia y serás
tratado conforme a lo que tú hayas hecho.
Dios quiere que seamos pacíficos y concordes y que habitemos unánimes en su
casa, y que perseveremos en nuestra condición de renacidos a una vida nueva,
de tal modo que los que somos hijos de Dios permanezcamos en la paz de Dios
y los que tenemos un solo espíritu tengamos también un solo pensar y sentir.
Por esto Dios tampoco acepta el sacrificio del que no está en concordia con
alguien, y le manda que se retire del altar y vaya primero a reconciliarse
con su hermano; una vez que se haya puesto en paz con él, podrá también
reconciliarse con Dios en sus plegarias. El sacrificio más importante a los
ojos de Dios es nuestra paz y concordia fraterna Y un pueblo cuya unión sea
un reflejo de la unidad que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo.
Además, en aquellos primeros sacrificios que ofrecieron Abel y Caín, lo que
miraba Dios no era la ofrenda en sí, sino la intención del oferente, y por
eso le agrado la ofrenda del que se la ofrecía con intención recta. Abel, el
pacífico y justo, con su sacrificio irreprochable, enseñó a los demás que,
cuando se acerquen al altar para hacer su ofrenda, deben hacerlo con temor
de Dios, con rectitud de corazón, con sinceridad, con paz y concordia. En
efecto, el justo Abel, cuyo sacrificio había reunido estas cualidades, se
convirtió más tarde él mismo en sacrificio y así, con su sangre gloriosa,
por haber obtenido la justicia y la paz del Señor, fue el primero en mostrar
lo que había de ser el martirio, que culminaría en la pasión del Señor.
Aquellos que lo imitan son los que serán coronados por el Señor, los que
serán reivindicados el día del juicio.
Por lo demás, los discordes, los disidentes, los que no están en paz con sus
hermanos no se librarán del pecado de su discordia, aunque sufran la muerte
por el nombre de Cristo, como atestiguan el Apóstol y otros lugares de la
sagrada Escritura, pues está escrito: Quien aborrece a su hermano es un
homicida, y el homicida no puede alcanzar el reino de los cielos y vivir con
Dios. No puede vivir con Cristo el que prefiere imitar a Judas y no a
Cristo.
HAY QUE
ORAR NO SÓLO CON PALABRAS, SINO TAMBIÉN CON HECHOS (Cap.
28-30: CSEL 3 287-229)
No es de extrañar, queridos hermanos, que la oración que nos enseñó Dios con
su magisterio resuma todas nuestras peticiones en tan breves y saludables
palabras. Esto ya había sido predicho anticipadamente por el profeta Isaías,
cuando, lleno de Espíritu Santo, habló de la piedad y la majestad de Dios,
diciendo: Palabra que acaba y abrevia en justicia, porque Dios abreviará su
palabra en todo el orbe de la tierra. Cuando vino aquel que es la Palabra de
Dios en persona, nuestro Señor Jesucristo, para reunir a todos, sabios e
ignorantes, y para enseñar a todos, sin distinción de sexo o edad, el camino
de salvación, quiso resumir en un sublime compendio todas sus enseñanzas,
para no sobrecargar la memoria de los que aprendían su doctrina celestial y
para, a que aprendiesen con facilidad lo elemental de la fe cristiana.
Y así, al enseñar en qué consiste la vida eterna, nos resumió el misterio de
esta vida en estas palabras tan breves y llenas de divina grandiosidad: Esta
es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu
enviado Jesucristo. Asimismo, al discernir los prime-os y más importantes
mandamientos de la ley y los profetas, dice: Escucha, Israel; el Señor, Dios
nuestro, es el único Señor; y: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Éste es el primero. El
segundo, parecido a éste, es:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos son el
fundamento de toda la ley y los profetas. Y también: Todo cuanto queréis que
os hagan los demás, hacédselo igualmente vosotros. A esto se reducen la ley
y los profetas.
Además, Dios nos enseñó a orar no sólo con palabras, sino también con
hechos, ya que él oraba con frecuencia, mostrando, con el testimonio de su
ejemplo, cuál ha de ser nuestra conducta en este aspecto; leemos, en efecto:
Jesús se retiraba a parajes solitarios, para entregarse a la oración; y
también: Se retiré' a la montarla para orar, y pasó toda la noche haciendo
oración a Dios, El Señor, cuando oraba, no pedía por sí mismo -¿qué podía
pedir por sí mismo, si él era inocente?-, sino por nuestros pecados, como lo
declara con aquellas palabras que dirige a Pedro: Satanás os busca para
zarandeareis como el trigo en la criba; pero yo he rogado por ti, para que
no se apague tu fe. Y luego ruega al Padre por todos, diciendo: Yo te ruego
no sólo por éstos, sino por todos los que, gracias a su palabra, han de
creer en mí, para que todos sean uno; para que, así como tú, Padre, estás en
mí y yo estoy en ti, sean ellos una cosa en nosotros. Gran benignidad y
bondad la de Dios para nuestra salvación: no contento con redimirnos con su
sangre, ruega también por nosotros. Pero atendamos cuál es el deseo de
Cristo, expresado en su oración: que así como el Padre y el Hijo son una
misma cosa, así también nosotros imitemos esta unidad.