San Agustín: LAS RETRACTACIONES
LAS RETRACTACIONES
Hipona — Antes de 42
Prólogo
1. Hace ya tiempo que vengo pensando y queriendo hacer lo que ahora comienzo
con la ayuda del Señor. Creo que no debo retrasar por más tiempo hacer la
recensión de mis opúsculos en libros, cartas y tratados, corrigiendo con
rigor de juez lo que no me agrada en ellos. Y que nadie, si no es un
imprudente, se atreva a reprenderme porque corrijo mis errores. Si dice que
no debí haber escrito lo que después me desagrada también a mí, dice la
verdad y está de acuerdo conmigo, porque reprueba lo mismo que yo; pero no
debería corregirme por ello, cuando yo tuviese el deber de decirlo.
2. Que cada cual tome como quiera lo que hago; a mí en este caso me ha
convenido tener presente aquella sentencia del Apóstol donde dice: Si nos
juzgamos a nosotros mismos, no seremos juzgados por el Señor1. Y también lo
que está escrito: En mucho hablar no faltará pecado2, me aterra muchísimo,
no porque haya escrito mucho, o porque muchas cosas que yo no he dictado,
sin embargo, también han sido escritas como dichas por mí. Y lejos de mí
llamar palabrería a las palabras necesarias, cualquiera que sea su multitud
y prolijidad. Sino que temo precisamente esta sentencia de la Escritura
Santa porque de tantas discusiones mías, sin duda que se pueden recoger
muchas frases, que, aunque no sean falsas, sí pueden parecerlo o ser tenidas
como inútiles. Pues ¿a quién de sus fieles no ha aterrado el Señor cuando
dice: De toda palabra ociosa que dijere el hombre dará cuenta en el día del
juicio?3 De donde también su apóstol Santiago dice: que todo hombre sea
pronto para escuchar y tardo para hablar4. Y en otro lugar añade: No queráis
haceros muchos los maestros, hermanos míos, sabiendo que seréis juzgados más
severamente. Porque todos faltamos muchas veces. Si alguno no falta al
hablar, ése es un hombre perfecto5. Yo no me atribuyo tanta perfección, ni
siquiera ahora que ya soy viejo, mucho menos cuando de joven comencé a
escribir o a hablar al pueblo. Y tanta responsabilidad me echaban que,
cuando había que hablar al pueblo en cualquier parte, estando yo presente,
rarísima era la vez que se me permitía callar y escuchar a los demás, y ser
pronto para oír y tardo para hablar. Me queda, por lo tanto, juzgarme a mí
mismo a los pies del único Maestro6, cuyo juicio sobre mis faltas quiero
evitar. Porque entiendo que entonces llegan a ser muchos los maestros,
cuando existen pareceres diversos y opuestos entre sí. Mas cuando todos
coinciden7 y dicen la verdad, entonces no se apartan del magisterio del
único Maestro verdadero. En cambio, faltan, no cuando hablan mucho de Él,
sino cuando añaden algo de su cosecha8. Sin duda que, de este modo, de la
palabrería pasan también a la falsedad.
3. Por otra parte, además he querido escribir esta obra para ponerla en
manos de los hombres, a quienes no puedo reclamar los libros que he
publicado para corregirlos. Tampoco omito las obras que escribí cuando,
siendo aún catecúmeno y, dejada toda esperanza terrena que ambicionaba,
todavía estaba hinchado con los gustos literarios del siglo, porque aquellos
escritos llegaron también a conocimiento de copistas y lectores, y son
leídos con provecho, si se les disculpa algunas faltas, o con tal de no
adherirse a ellas cuando no se las disculpa. Por todo lo cual, quienquiera
que los lea, que no me imite en mis errores, sino en mi progreso hacia lo
mejor. Porque quien lea mis opúsculos por el orden en que los escribí,
encontrará tal vez cómo he ido progresando al escribirlos. Y para que lo
pueda comprobar, en lo posible procuraré que llegue a conocer ese mismo
orden en esta obra.
Dos libros
Libro Primero
1. Contra los académicos, tres libros (1)
1. Después de haber abandonado cuanto había conseguido o ambicionaba
conseguir en las vanidades de este mundo, y haberme retirado al ocio de la
vida cristiana, escribí en primer lugar Contra los Académicos o De los
Académicos, cuando aún no estaba bautizado, para disipar de mi espíritu con
cuantas razones pudiese, porque todavía me preocupaban sus argumentos, que
llevan a muchos la desesperación de poder encontrar la verdad, e impiden
asentir a cosa alguna, y que el sabio apruebe lo más mínimo como evidente y
cierto, con el pretexto de que todo les parece oscuro e incierto. Esto lo
hice con la misericordia y la gracia del Señor.
2. Pero en estos tres libros míos no me agrada haber nombrado tantas veces
la fortuna; aunque haya querido designar con este nombre no a una diosa,
sino los acontecimientos fortuitos, tanto para los bienes y males de nuestro
cuerpo como para los de fuera. De ahí las diversas palabras que ninguna
religión prohíbe decir, como: tal vez, quizás, por casualidad, por fortuna,
fortuitamente, que deben ser referidas a la Providencia divina. Esto no lo
he omitido aquí cuando digo: «Por cierto, tal vez lo que vulgarmente se
llama fortuna (suerte) está regido por un orden secreto, y lo que nosotros
llamamos casualidad en los acontecimientos, no es otra cosa que su causa y
razón desconocidas». Esto es lo que dije; sin embargo, me arrepiento de
haber hablado así en ellos de la fortuna, sabiendo que los hombres tienen la
pésima costumbre de decir: ha sido una suerte, la fortuna lo ha querido, en
vez de Dios lo ha querido.
En cuanto a lo que he dicho en otro lugar: «Así está determinado, bien por
nuestros méritos, bien por exigencias de la naturaleza, que un alma divina
apegada a las cosas mortales nunca alcanza el puerto de la filosofía, etc.»,
no debí decir ninguna de las dos expresiones, porque aun así el sentido
podría estar completo y bastaría con decir: «por nuestros propios méritos»,
porque, en verdad, lo heredamos de la miseria de Adán; sin añadir «por
exigencia de la naturaleza», ya que la triste condición de nuestra
naturaleza vino, con razón, del pecado original. He dicho también: «no debe
ser objeto de culto y sí completamente rechazado todo lo que ven los ojos
mortales, todo lo que perciben los sentidos», y debería decir: «todo lo que
perciben los sentidos del cuerpo mortal», porque también está el sentido del
alma1; pero entonces hablaba según la costumbre de aquellos que llaman
sentidos solamente a los del cuerpo, y sensibles sólo a las cosas
corporales. Y al hablar de este modo sólo resulta algo claro para los que
emplean esa frase.
También dije: «¿qué te parece que es vivir felizmente sino vivir conforme a
lo más noble que hay en el hombre?» Y poco más adelante, al explicar lo de
«qué hay más noble en el hombre», añado: «¿quién dudará de que nada hay
mejor en el hombre que aquella parte del alma a cuyo señorío debe obedecer
todo lo demás que hay en el hombre?» Pues, para que no me pidas otra
definición, esta parte puede llamarse «sentido del alma o razón». Esto es
verdad: que en la naturaleza humana nada hay mejor que el sentido del alma o
la razón. Pero no ha de vivir según su natural el que quiera vivir
felizmente; de lo contrario, vive según el hombre, cuando debe vivir según
Dios2 para poder llegar a ser feliz. Para alcanzar la felicidad, nuestro
espíritu no debe sentirse satisfecho de sí mismo, sino sometido a Dios.
Respondiendo a mi interlocutor he dicho también: «ciertamente no está
equivocado; y desearía de corazón que el pronóstico te sirva para el
futuro». Aunque esto no lo dije en serio, sino de broma, sin embargo no
quisiera emplear más esa palabra, puesto que no recuerdo haber leído
pronóstico ni en nuestras Sagradas Escrituras3 ni en los escritos de
comentarista eclesiástico alguno, aunque se llame abominación la que se
encuentra con frecuencia en los libros divinos.
3. En el libro segundo es completamente inútil y estúpida «la fabulilla
sobre la Filocalia y la Filosofía como hermanas gemelas, engendradas de un
mismo padre». Porque o la llamada Filocalia es una broma y, por tanto, de
ningún modo gemela de la Filosofía; o, si hay que respetar este nombre,
porque en latín significa el amor de la belleza, y designa la verdadera y
suma belleza de la sabiduría, Filocalia es en las cosas incorpóreas y
supremas lo mismo que Filosofía; y en manera alguna son como dos hermanas.
En otro pasaje, tratando del alma, dije: «regresará más segura al cielo».
Debería haber dicho con más propiedad «irá», en vez de «regresará», porque
hay quienes piensan que las almas humanas caídas o arrojadas del cielo por
sus pecados están encerradas en los cuerpos mortales. Pero no he dudado en
decirlo, porque puse expresamente «al cielo», como si dijera «a Dios», que
es su autor y creador. Del mismo modo que el bienaventurado Cipriano no dudó
en afirmar: «porque tenemos el cuerpo de la tierra y el alma del cielo,
nosotros mismos somos tierra y cielo». Y en el libro del Eclesiastés está
escrito: el espíritu se vuelva a Dios que lo hizo4, lo cual evidentemente
hay que entender para no contradecir al Apóstol cuando dice: los que aún no
han nacido no han hecho nada bueno ni malo5. Porque está fuera de toda
discusión que la patria original del alma es el mismo Dios, que no la ha
engendrado de Sí mismo, sino que la creó de la nada, como creó el cuerpo de
la tierra6. En cuanto a su origen, como sucede que está en el cuerpo, no
sabía entonces, ni todavía lo sé, si procede de aquel primer hombre que fue
creado, cuando fue hecho ser animado7, o si cada una es creada del mismo
modo para cada uno.
4. En el libro tercero dije: «Si preguntas qué me parece, yo pienso que el
sumo bien del hombre está en el sentido del alma». En verdad, debería haber
dicho «en Dios», porque el sentido del alma goza de Él, como el sumo bien
suyo, para ser feliz. Tampoco me agrada lo que dije: «es lícito jurar por
todo lo divino»8. Lo mismo cuando dije de los Académicos que conocían la
verdad, cuyo parecido ellos llamaban «verosímil». Y a esto mismo o
«verosímil» que ellos aprobaban, yo lo llamé falso; pero está mal dicho por
dos razones, o porque sería falso lo que parece de algún modo como
verdadero, y esto de suyo ya es verdadero; o porque aprobaban estas
falsedades que ellos llamaban «verosímiles», cuando no aprobaban nada, y
afirmaban que el sabio no aceptaba nada. Pero, porque a lo «verosímil»
llamaban también «probable», por eso hablo así de ellos.
También me desagrada, y no sin razón, «la alabanza con que ensalcé a Platón,
a los Platónicos y a los filósofos Académicos» más de lo que es lícito a
hombres impíos, principalmente por sus grandes errores de los que hay que
defender la doctrina cristiana. Asimismo dije que «en comparación con los
argumentos que emplea Cicerón en sus libros Académicos, las mías eran
bagatelas», con las cuales yo había refutado esos argumentos de manera
contundente. Y aunque lo dije en broma y con ironía, sin embargo, no debí
decirlo.
Esta obra comienza así: O utinam, Romaniane, hominem sibi aptum.
2. La vida feliz, un libro (2)
El libro de La vida feliz lo escribí no después de los libros Contra los
Académicos, sino a la vez que ellos, porque nació con ocasión de mi día
natalicio y quedó completo después de tres días de discusión, como se indica
allí suficientemente. En este libro hubo acuerdo entre nosotros que
investigábamos de consuno sobre que la vida feliz no es otra cosa sino el
conocimiento perfecto de Dios.
Pero me desagrada allí que «alabé más de lo justo a Manlio Teodoro», varón
docto y cristiano, a quien se lo dediqué; y «que también allí he nombrado
muchas veces a la fortuna». Y haber dicho: «que durante esta vida la vida
feliz está en el alma del sabio, cualquiera que sea el estado de su cuerpo»,
cuando el Apóstol espera el conocimiento perfecto de Dios, es decir, el
mayor que el hombre pueda tener, en la vida futura, la única que debe
llamarse vida feliz, donde el cuerpo incorruptible e inmortal9 se somete a
su espíritu sin molestia alguna ni contradicción.
Por cierto que he encontrado este libro incompleto en mi manuscrito, y que
tiene muchas lagunas. Y aunque ha sido copiado por algunos hermanos, no he
hallado todavía un ejemplar completo por el que poder corregirlo, cuando lo
he retractado.
Este libro comienza así: Si ad philosophiae portum.
3. El orden, dos libros (3)
1. Por el mismo tiempo en que escribí los libros de Los Académicos, escribí
también los libros sobre El orden, donde se trata una gran cuestión: si el
orden de la divina Providencia abarca todos los bienes y los males. Pero
como viese que esta cuestión era difícil de entender, y más penosamente aún
conseguir que la comprendiesen, disputando, aquellos con quienes la trataba,
preferí hablar del orden en el saber cómo se puede progresar desde las cosas
corporales hacia las incorporales.
2. En estos libros me desagrada también «haber empleado muchas veces la
palabra fortuna», y que no añadí «del cuerpo», «cuando he nombrado los
sentidos del cuerpo». Y que «he dado mucha importancia a las disciplinas
liberales», que ignoran muchas personas santas, y algunas que las conocen no
son santas. Y que «he recordado a las Musas, como unas diosas», aunque
bromeando. Y que «a la admiración la he llamado vicio»10. Y que «filósofos
sin verdadera piedad han brillado en la virtud». Y que «he recomendado la
doctrina de los dos mundos, el uno sensible y el otro inteligible», no por
la autoridad de Platón o de los Platónicos, sino de propia cosecha, «como si
el Señor lo hubiese querido indicar ya, porque no dice: Mi reino no es del
mundo, sino: Mi reino no es de este mundo»11, pudiendo tener también algún
otro sentido, y si Cristo, el Señor, indicó otro mundo, puede entenderse con
más propiedad aquel en el cual habrá un cielo nuevo y una tierra nueva,
cuando se cumpla lo que pedimos, al decir: venga a nosotros tu reino12. En
verdad que Platón no se equivocó al decir que existe un mundo inteligible,
si queremos atender al mismo significado y no a la palabra, que en esta
materia no se ha usado en el lenguaje eclesiástico. Porque él llamó mundo
inteligible a la razón sempiterna e inconmovible por la cual Dios hizo el
mundo. Quien niega que existía, admite en consecuencia que Dios hizo
irracionalmente lo que hizo, o que, cuando lo hacía y aún antes de hacerlo,
no supo lo que se hacía, si no había en El una razón de hacerlo. Pero si la
había, como así era, parece que Platón la llamó mundo inteligible. Sin
embargo, no habría utilizado esta palabra, de haber estado más ducho en la
literatura eclesiástica.
3. Tampoco me agrada que cuando dije: «hay que consagrarse con el mayor
tesón a las mejores costumbres», añadí después: «porque de ese modo nuestro
Dios no podrá menos de escucharnos; en efecto, escuchará facilísimamente a
los que viven bien». Pues lo dije así, como si Dios no escuchase a los
pecadores, que lo dijo en el Evangelio uno que aún no había conocido a
Cristo, aquel a quien Cristo le había iluminado antes en el cuerpo13.
Tampoco me agrada «el que alabé tan exageradamente al filósofo Pitágoras»,
que quien lo oiga o lea puede pensar que yo estaba creído que no había
ningún error en la doctrina de Pitágoras, habiendo muchos, y éstos
capitales.
Esta obra comienza así: Ordinem rerum, Zenobi.
4. Soliloquios, dos libros (4)
1. Escribí también entonces dos volúmenes, siguiendo mi interés y el amor
que tenía por indagar la verdad sobre lo que más deseaba saber,
interrogándome y respondiéndome, como si fuésemos dos, la razón y yo, siendo
uno solo. Por eso llamé a esta obra Soliloquios. Pero quedó sin acabar, con
todo, de manera que en el primer libro se indagase y apareciese siempre cómo
debe ser el que quiera percibir la sabiduría, que ciertamente no la perciben
los sentidos del cuerpo, sino el sentido del alma (razón); y al final se
deduce con un razonamiento que las cosas que son verdaderamente son las
inmortales. En el segundo se trata ampliamente de la inmortalidad del alma,
y no se termina.
Por cierto que no apruebo en estos libros lo que dije en la oración: «Oh
Dios, que quisiste que sólo los limpios conozcan la verdad». Porque se puede
responder que muchos que no son puros conocen también muchas cosas
verdaderas, pues no está aquí definido qué es la verdad, que solamente
pueden conocer los puros, y qué sea conocer. También lo que puse: «Oh Dios,
cuyo reino es todo el mundo, a quien el sentido desconoce», si se entiende
de Dios, debería haber completado: «a quien el sentido del cuerpo mortal
desconoce». Y si es el mundo al que el sentido desconoce, propiamente se
entiende del mundo futuro con un cielo nuevo y una tierra nueva14, aunque
aquí habría que añadir las palabras: el sentido del cuerpo mortal. Pero yo
hablaba todavía con aquel lenguaje en el que se entiende por sentido
propiamente el del cuerpo. Y no hay necesidad de repetir lo dicho más arriba
a este propósito. En todo caso habrá que tenerlo en cuenta siempre que esta
expresión se encuentre en mis libros.
3. Y donde he dicho del Padre y del Hijo: «el que engendra y Aquel a quien
engendra es una cosa»; debí decir: son una cosa, como claramente habla la
misma Verdad, al decir: Yo y el Padre somos una cosa15.
Tampoco me agrada lo que dije, que «en conociendo a Dios en esta vida, el
alma ya es feliz», a no ser tal vez por la esperanza. Lo mismo aquello: «no
hay un solo camino para alcanzar la sabiduría», no suena bien, como si
hubiese algún otro camino además de Cristo, que dijo: Yo soy el camino16. Ha
de evitarse, pues, ofender a los oídos piadosos, aunque uno sea aquel camino
universal, y otros los caminos de los cuales cantamos en el salmo: Hazme
conocer tus caminos, Señor, y enséñame tus senderos17.
También en aquello que dije: «hay que huir completamente de estas cosas
sensibles», debí tener cuidado para no hacer creer que sostengo aquella
sentencia del falso filósofo Porfirio, en la que afirma que se debe huir de
todo cuerpo. Porque yo no dije todas las cosas sensibles, sino éstas, esto
es, las cosas corruptibles. De todas formas debí decir más bien que tales
cosas sensibles no son las cosas futuras en el cielo nuevo y tierra nueva18
del siglo futuro.
4. Asimismo en otro lugar dije que «los instruidos en las disciplinas
liberales las extraen, aprendiendo, sin duda sepultadas en sí mismos por el
olvido y de algún modo las descubren». Pero repruebo también esa frase, pues
es más creíble que hasta los ignorantes respondan cosas verdaderas sobre
algunas disciplinas, cuando son bien interrogados, precisamente porque, en
cuanto pueden comprenderlo, tienen presente la luz de la razón eterna19, en
la cual ven estas verdades inmutables; no porque alguna vez las hayan
conocido, y se han olvidado, como creyeron Platón y compañía. Contra esta
opinión traté en el libro duodécimo de La Trinidad, y siempre que se me ha
ofrecido la ocasión.
Esta obra comienza así: Volventi mihi multa ac varia mecum.
5. La inmortalidad del alma, un libro (5)
1. Después de Los Soliloquios, de vuelta ya del campo a Milán, escribí un
libro, La inmortalidad del alma, para que me sirviera de recordatorio para
terminar Los Soliloquios, que estaban incompletos. Y no sé cómo, contra mí
voluntad, cayó en manos de los hombres, y viene enumerada entre mis
opúsculos. Es tan oscuro por la complicación del razonamiento y por su
brevedad que, cuando lo leo, fatiga hasta mi atención, y apenas lo entiendo
yo mismo.
2. Pensando solamente en las almas de los hombres, dije después en una
argumentación del libro: «No puede tener disciplina quien nada sabe». Y en
otro pasaje: «tampoco la ciencia comprende cosa alguna que no pertenezca a
un conocimiento adquirido», sin haber caído en la cuenta de que Dios no
adquiere conocimientos, y tiene la ciencia de todo, en la cual está también
la presciencia de las cosas futuras. Igualmente aquello que dije allí: «que
no hay vida racional, sino en un alma», porque ni Dios tiene una vida sin
razón, pues en Él está la vida suma y la razón suprema. Y algo más arriba:
«que lo que se entiende es siempre del mismo modo», porque también el alma
es entendida, y ciertamente no es siempre del mismo modo. En cambio, lo que
dije que «el alma por eso no puede separarse de la razón eterna, porque no
está unida a ella localmente», no lo hubiese dicho si entonces estuviera ya
tan instruido en las Sagradas Letras que llegara a recordar lo que está
escrito: Vuestros pecados ponen separación entre vosotros y Dios20. De donde
cabe pensar que también puede hablarse de la separación de aquellas cosas
que están unidas no local sino incorpóreamente.
3. No he podido recordar qué es lo que dije: «el alma, cuando carece del
cuerpo, no está en este mundo». Porque, ¿es que las almas de los muertos no
carecen del cuerpo o no están en este mundo, como si los infiernos no
estuviesen en este mundo? Pero, puesto que carecer del cuerpo lo tomé en el
buen sentido, quizás entendí con el nombre de cuerpo los males corporales.
Si es así, he abusado de esa palabra con demasiada insolencia.
También dije temerariamente aquello: «La esencia suprema da al cuerpo la
forma exterior (imagen) por medio del alma, por la cual es en cuanto que es.
Luego el cuerpo subsiste por el alma, y existe en el mismo momento en que es
animado, ya sea universalmente como el mundo, ya particularmente como
cualquier animal dentro del mundo»58. Todo esto es completamente temerario.
Este libro comienza así: Si alicubi est disciplina.
6. Las disciplinas, siete libros (5,6)
Por el mismo tiempo en que estuve en Milán para recibir el bautismo, intenté
escribir también los libros de Las Disciplinas, preguntando a aquellos que
estaban conmigo, y a quienes no disgustaban estos estudios, deseando llegar
o proseguir con paso seguro por las cosas corporales a las incorporales.
Pero de estas Disciplinas, únicamente pude acabar el libro de La Gramática,
que después perdí en la biblioteca, y los seis libros de La Música,
relativos a esa parte que se llama ritmo. Estos seis libros los escribí ya
bautizado, y de vuelta de Italia al África, puesto que en Milán únicamente
me había comenzado a ocupar de esta disciplina.
En cuanto a las otras cinco disciplinas, comenzadas igualmente allí: La
Dialéctica, La Retórica, La Geometría, La Aritmética, La Filosofía, sólo
quedaron los principios que, con todo, también perdí; pero creo que los
tiene alguno.
7. Las costumbres de la Iglesia católica, y de los maniqueos, dos libros (6)
1. Estando en Roma ya bautizado, y no pudiendo soportar en silencio la
jactancia de los maniqueos sobre la continencia o abstinencia falsa y falaz,
con la cual, para cazar a los incautos, se tenían en más que los verdaderos
cristianos, a los cuales no pueden compararse, escribí dos libros: uno sobre
Las costumbres de la Iglesia católica y otro sobre Las costumbres de los
maniqueos.
2. En el libro sobre Las costumbres de la Iglesia católica, donde cito el
texto: Por ti nos tratan de muerte todo el día, nos tienen por ovejas de
matanza21, la inexactitud de mi códice me indujo a error, como poco
conocedor de las Escrituras, a las que aún no estaba acostumbrado. Pues
otros códices de la misma interpretación no traen «por ti nos tratan», sino
por ti nos tratan de muerte, lo cual expresan otros con una sola palabra:
«nos mortifican». Los libros griegos indican que esta lectura es más exacta;
y del griego, según los setenta intérpretes del Antiguo Testamento, fue
hecha la traslación a la lengua latina. Sin embargo, conforme a esas
palabras «por ti nos tratan», en las disputas he dicho muchas cosas que no
las repruebo en sí mismas como falsas, pero que, sin embargo, tampoco
demostré con acierto, al menos por esas palabras, la concordancia del
Antiguo Testamento y del Nuevo, como quería demostrar. He dicho, pues, dónde
me equivoqué; en cambio, por otros testimonios he demostrado suficientemente
la misma concordancia.
3. Y poco después puse un testimonio del libro de la Sabiduría, según el
códice mío, en el que estaba escrito: La sabiduría, en efecto, enseña la
sobriedad, la justicia y la virtud22, y según estas palabras yo he tratado
cosas verdaderas ciertamente, pero traídas a causa de una incorrección.
Porque ¿qué más verdadero que la sabiduría enseñe la verdad de la
contemplación, que creí designada con el nombre de sobriedad, y la honradez
de la acción, que quise se entendiese por las otras dos, por la justicia y
la virtud, cuando los manuscritos mejores de la misma interpretación traen:
en efecto, enseña la sobriedad, la sabiduría, la justicia y la virtud? Con
estos nombres el intérprete latino ha expresado aquellas cuatro virtudes que
principalmente suelen estar en boca de los filósofos, llamando sobriedad a
la templanza, sabiduría a la prudencia, virtud a la fortaleza, y únicamente
interpretó a la justicia por su nombre. Ahora bien, estas cuatro virtudes,
llamadas así en el mismo libro de la Sabiduría como las llaman los griegos,
las encontramos después en los manuscritos griegos.
Igualmente lo que puse sobre el libro de Salomón: Vanidad de los que se
envanecen, dijo el Eclesiastés23, lo he leído ciertamente en muchos códices,
pero esto no lo tiene el griego; tiene, más bien, vanidad de vanidades, que
después he visto y encontrado más exactos a los latinos, que tienen «de
vanidades», y no «de los que se envanecen». Sin embargo, lo que he tratado
con ocasión de esta incorrección se ve que está de acuerdo con la misma
realidad.
4. Lo que dije: «Amemos primero con caridad plena al mismo a quien queremos
conocer, es decir, a Dios, diría mejor sincera que «plena»; a no ser que se
piense quizás que la caridad de Dios no ha de ser mayor cuando lo veamos
cara a cara24. Entiéndase, por tanto, así: se dice tan plena que no pueda
existir mayor, mientras caminamos por la fe; será más plena, aún más,
plenísima, pero por la visión25.
Del mismo modo lo que dije sobre los que socorren a los necesitados, que «se
les llama misericordiosos, aun cuando sean tan sabios que ya no son turbados
por ningún dolor del alma», no se ha de tomar como si hubiese enseñado que
existen tales sabios en esta vida, porque no dije «mientras que son», sino
«aun cuando sean».
5. En otro lugar, donde dije: «Ahora bien, cuando este amor humano haya
nutrido y robustecido al alma que se adhiere a tus ubres, capaz de seguir a
Dios, cuando su majestad comenzare a manifestarse en tal medida cuanta sea
suficiente al hombre mientras es habitante en esta tierra, empieza a nacer
un ardor tan grande de caridad, y surge un incendio tal de amor divino que
quemados todos los vicios, y santificado y purificado el hombre, se ve con
claridad cuan divinamente dijo: Yo soy un fuego consumidor»26, los
pelagianos pueden pensar que yo he creído posible tal perfección en esta
vida mortal. Que no piensen esto, pues puede nacer y crecer en esta vida un
ardor de caridad capaz de seguir a Dios, y tan grande que consuma todos los
vicios; pero no le es posible al hombre alcanzar aquí la perfección, para la
que nace, sin vicio alguno; aunque tan alta cosa se perfeccione con el mismo
ardor de caridad, donde y cuando puede ser perfeccionada, que así como el
baño de la regeneración purifica al hombre del reato de todos los pecados27
que trajo el nacimiento humano y contrajo la iniquidad, así aquella
perfección del amor lo purifica de toda mancha de los vicios, sin los cuales
la debilidad humana no puede existir en este siglo; como debe entenderse
también lo que dice el Apóstol: Cristo amó a la Iglesia, y se entregó a Sí
mismo por ella, purificándola con el baño del agua en la palabra, para que
Él se mostrase a Sí mismo una ni arruga alguna o algo semejante28. Aquí
existe, pues, un baño de agua en la palabra que purifica a la Iglesia. Pero,
como toda la Iglesia repite, mientras existe aquí: Perdónanos nuestras
deudas29, aquí no está ciertamente sin mancha ni arruga o algo semejante;
por eso, sin embargo, que ha recibido aquí, es llevada a aquella gloria y
perfección que aquí no hay.
6. En el otro libro titulado Las costumbres de los maniqueos dije: «la
bondad de Dios ordena todas las cosas defectuosas de tal modo que están allí
donde pueden ser más convenientes hasta que por movimientos ordenados
vuelvan a aquello de donde se apartaron»; no debe entenderse como que «todas
las cosas vuelven a aquello de donde se apartaron», según le pareció a
Orígenes, sino todas aquellas cosas que vuelven. Porque no vuelven a Dios,
de quien se apartaron, aquellos que serán castigados con el fuego
sempiterno. Aunque «todas las cosas defectuosas» sean ordenadas a que estén
en donde puedan estar lo más convenientemente, porque también los que no
vuelven están lo más convenientemente en el castigo.
En otro pasaje digo: «Casi nadie duda de que los escarabajos se alimentan de
la tierra embolada y recubierta por ellos», pues muchos dudan de si esto
será verdad, y otros ciertamente ni lo habrán oído.
Esta obra comienza así: In aliis libris satis opinor egisse nos.
8. La dimensión del alma, un libro (7)
1. En la misma ciudad (Roma) escribí un diálogo, en el cual son tratadas y
discutidas muchas cuestiones sobre el alma, a saber: «de dónde es, qué es,
cuan grande es, por qué se le da al cuerpo, qué le sucede cuando viene al
cuerpo, y qué cuando se va». Pero, porque cuan grande es (su dimensión) la
he tratado tan diligente y sutilísimamente que, en cuanto cabe, demuestro
que no se trata de una cantidad corporal, y que sin embargo hay en ella algo
grande, por esta sola investigación titulo el libro La dimensión del alma.
2. Lo que dije en este libro: «que me parece que el alma ha traído consigo
todas las artes, y que lo que se dice aprender no es otra cosa que evocar y
recordar», no se ha de entender como si admitiese por eso que el alma
hubiera vivido alguna vez, o aquí en otro cuerpo, o en otro lugar, ya en el
cuerpo, ya fuera del cuerpo; y que aprendió antes, en una vida anterior, las
cuestiones que, preguntada, responde ahora, cuando aquí no ha aprendido
nada. Aun puede suceder, en efecto, que eso sea posible, como ya he dicho
antes en esta obra, porque es capaz de entender por naturaleza, y conecta no
sólo con las cosas inteligibles, sino también con las inmutables, hecha con
tal orden que cuando atiende a aquello con que ha conectado o a sí misma, en
tanto se asegura respuestas verdaderas en cuanto las ve. No ha traído
exactamente consigo todas las artes del mismo modo que las posee consigo,
porque nada puede decir de las artes que pertenecen a los sentidos
corporales, a no ser que haya aprendido aquí, como muchas cosas de medicina,
todo lo de la astrología. Pero ella, cuando fuere bien interrogada y
recordada o por sí misma o por otro, responde a todo aquello que capta la
inteligencia sola.
3. Digo en otro pasaje: «quisiera decir aquí muchas cosas, y ajustarme a mí
mismo, mientras casi te ordeno no hacer otra cosa que rendirme a mí mismo a
quien me debo sobre todo». Donde advierto que debí decir más bien: «rendirme
a Dios a quien me debo sobre todo». Mas porque el mismo hombre debe rendirse
primero a sí mismo, para que entonces, como cuando se pone la base, se
levante de allí y se eleve hacia Dios, como aquel hijo menor se volvió
primero a sí mismo, y entonces dice: Me levantaré e iré a mi padre30, por
eso lo dije así. Finalmente añadí luego: «Y así llegar a ser amigo esclavo
del Señor». En conclusión, lo que dije: «a quien me debo sobre todo», lo
referí a los hombres, porque yo me debo a mí mismo más que a los hombres,
aunque más que a mí me debo a Dios.
Este libro comienza así: Quoniam video te abundare otio.
9. El libre albedrío, tres libros (8)
1. Cuando vivíamos todavía en Roma, quisimos investigar, disputando, de
dónde viene el mal. Y disputamos de tal modo que, si pudiésemos, la razón
reflexiva y dialéctica traería también a nuestra inteligencia aquello que
como sumisos a la autoridad divina creíamos sobre este asunto, hasta donde
pudiésemos, disputando, con la ayuda de Dios. Y porque, después de discutir
las razones con diligencia, quedó claro entre nosotros que el mal no nació
sino del libre albedrío de la voluntad, los tres libros que produjo esa
discusión se llamaron El libre albedrío. El segundo y el tercero los
terminé, como pude entonces, en África, ya en Hipona, ordenado sacerdote.
2. En estos libros los temas tratados son tantos que muchas cuestiones
incidentales, que, o no pude resolver o requerían entonces una larga
explicación, serían pospuestas, para que, de una y otra parte, o desde todos
los aspectos de aquellas cuestiones en las que no aparecía lo que era más
conforme a la verdad, nuestro raciocinio se concluyese con esto: que,
cualquiera que fuese la verdad, se debía creer y proclamar también que Dios
es digno de alabanza. Ciertamente que fue suscitada esta discusión por
aquellos que niegan que el mal tiene su origen en el libre albedrío de la
voluntad; y, si es así, pretenden culpar a Dios, como autor de todas las
naturalezas, queriendo de este modo, según el error impío de los maniqueos,
introducir una naturaleza del mal inmutable y coeterna con Dios. Pero en
cuanto a la gracia de Dios, con la que ha predestinado a sus elegidos de tal
manera que El mismo prepara la voluntad de aquellos que usan en sí mismos ya
del libre albedrío31, nada se ha disputado en estos libros al lado de esta
cuestión propuesta. Mas cuando da lugar a que se haga mención de esta
gracia, se menciona, no como si se tratase de defenderla con un raciocinio
bien trabajado. Porque una cosa es indagar de dónde viene el mal, y otra
cómo se vuelve al bien primero o se llega a un bien mayor.
3. Por tanto, los nuevos herejes pelagianos, que exponen el libre albedrío
de la voluntad de manera que no dejan lugar a la gracia de Dios, cuando
afirman a veces que ésta se nos da según nuestros méritos, no se gloríen
como si yo hubiese defendido su causa, porque en estos libros y a favor del
libre albedrío he dicho muchas cosas que exigía el tema de aquella
discusión. Dije, en efecto, en el libro primero: «los crímenes son vengados
por la justicia de Dios», y añadí: «y no serían castigados con justicia si
no fueran hechos por la voluntad». Lo mismo, cuando demuestro que la buena
voluntad es un bien tan grande que se debería anteponer con razón a todos
los bienes corpóreos y externos, he dicho: «por tanto, ves ya, según creo,
que está determinado en nuestra voluntad que gocemos o carezcamos de este
bien tan grande y verdadero. Porque ¿qué hay tan en la voluntad como la
misma voluntad?»
Y en otro lugar: «¿qué razón hay para dudar, aun cuando nunca hayamos sido
sabios, de que nosotros merecemos y vivimos por la voluntad o una vida
honrosa y bienaventurada o una vida desdichada y miserable?» También digo:
«De lo cual se deduce que todo el que quiere vivir recta y honestamente, si
él quiere quererlo sobre las cosas fugaces, que consiga tan gran fortuna con
tanta facilidad que, para él, poseer lo que quiso no sea otra cosa que el
mismo querer».
Dije igualmente en otra parte: «porque aquella ley eterna, a cuya
consideración ya es tiempo de volver, ha establecido de una manera inmutable
esto, que el mérito está en la voluntad, y el premio y el castigo en la
bienaventuranza y en la desdicha». Y en otro pasaje digo: «Es seguro que
está en la voluntad que para elegir o abrazar elige cada uno».
Y en el libro segundo digo: «Pues el hombre mismo, en cuanto que es hombre,
es algo bueno, porque, si quiere, puede vivir rectamente». Y en otro lugar
dije: «que nada puede hacerse bien sino por el libre albedrío de la
voluntad».
Y en el libro tercero: «Qué necesidad hay de indagar de dónde nace ese
movimiento por el que la voluntad se aparta del bien inmutable hacia un bien
mudable, cuando confesamos que éste no es sino del alma y voluntario, y por
eso culpable; y que toda disciplina sobre este asunto pueda ser útil para
eso, para que, reprobado y cohibido este movimiento, convirtamos nuestra
voluntad de la caída de las cosas temporales a gozar del bien sempiterno».
Y en otro pasaje digo: «Muy bien, la verdad habla de ti. Pues no podrías
sentir que está en nuestro poder otra cosa sino aquello que hacemos cuando
queremos. Por lo cual nada hay tan en nuestro poder como la misma voluntad.
Porque ella, por completo, sin intervalo alguno, está presta luego que
queremos». También en otro sitio digo: «Pues si tú eres alabado, viendo qué
debes hacer, cuando no lo ves sino en Aquel que es la verdad inmutable,
¿cuánto más el que mandó también el querer, y dio el poder, y no permitió
impunemente no querer?» Después añadí: «Si, pues, cada cual debe esto que ha
recibido, y el hombre fue hecho de tal manera que peca necesariamente, esto
debe el que peque. Luego cuando peca, hace lo que debe. Y si es criminal
decirlo, la naturaleza no obliga a nadie a que peque». Y de nuevo: «¿Qué
causa de la voluntad, finalmente, puede ser anterior a la voluntad? Porque o
es también la misma voluntad, y entonces no se aparta de esa raíz de la
voluntad; o no es la voluntad, y entonces no tiene pecado alguno. Insisto: o
la voluntad es la causa primera del pecado, o ningún pecado es causa primera
del pecado; no hay otro a quien se impute justamente el pecado sino al que
peca. Luego no hay otro a quien se impute justamente sino a la voluntad». Y
poco después digo: «¿Quién peca en lo que no puede ser evitado en modo
alguno? Ahora bien, se peca; luego puede ser evitado». Pelagio se ha servido
de este argumento mío en un libro suyo. Cuando respondía a ese libro, quise
que fuese el título del mío La naturaleza y la gracia.
4. Porque no he recordado la gracia de Dios, de la cual no se trataba
entonces, los pelagianos piensan o pueden pensar, por estas y otras palabras
mías, que sostengo su opinión. Pero en vano piensan eso. Puesto que está la
voluntad, por la que se peca, y también se vive rectamente, como lo he
tratado con esos mismos términos. Luego, a no ser que la gracia de Dios
libre a la voluntad misma de la servidumbre que la hace sierva del pecado32,
y la ayude a vencer los vicios, los mortales no pueden vivir recta y
piadosamente. Y si ese divino beneficio, que libera a la voluntad, no la
previniese, entonces sería mérito suyo, y ya no sería gracia, que se da
ciertamente de balde. Esto lo he tratado suficientemente en otras obras
mías, al refutar a esos enemigos de esta gracia, los nuevos herejes; aunque
en los libros de El libre albedrío, que en absoluto fueron escritos contra
ellos, puesto que aún no existían, tampoco callé del todo esta gracia de
Dios, que ellos intentan suprimir con nefanda impiedad.
Dije, efectivamente, en el segundo libro: «que no pueden existir no sólo los
bienes grandes, pero ni los más pequeños, si no viene de Aquel de quien
desciende todo bien, esto es: de Dios». Y un poco después: «Las virtudes por
las que se vive rectamente son grandes bienes; en cambio, las hermosuras de
los cuerpos, cualesquiera que ellas sean, y sin las cuales se puede vivir
rectamente, son bienes mínimos; pero las potencias del alma, sin las cuales
no se puede vivir rectamente, son bienes intermedios. Nadie usa mal de las
virtudes; en cambio, de los demás bienes, intermedios y mínimos, no sólo
puede usar bien cualquiera, sino también mal. Y por eso nadie usa mal de la
virtud, puesto que la obra de la virtud es el buen uso de esos bienes, de
los cuales también podemos usar mal; pero nadie usando bien usa mal. Por lo
cual la abundancia y la grandeza de la bondad de Dios estableció que
existieran no sólo bienes grandes, sino también intermedios y mínimos. Más
digna de alabanza es la bondad de Dios en los bienes grandes que en los
intermedios, y más en los intermedios que en los mínimos; pero en todos más
que si no los hubiese dado todos».
Y en otro lugar dije: «Tú procura tanto una piedad inquebrantable que no te
traiga para ti, sintiendo, entendiendo o pensando de cualquier modo, bien
alguno que no sea de Dios». Igualmente dije en otro pasaje: «Mas porque el
hombre no puede levantarse tan espontáneamente como ha caído por su culpa,
dirijámonos con fe firme a la diestra de Dios33 tendida hacia nosotros desde
el cielo, es decir, Jesucristo nuestro Señor».
5. Y en el libro tercero, cuando dije y también recordé que Pelagio se
sirvió de mis opúsculos: «¿Quién peca, pues, en lo que de ningún modo puede
ser evitado? Ahora bien, se peca; luego puede ser evitado», añadiendo a
continuación: «Y, sin embargo, algunos hechos cometidos por ignorancia son
reprobados y se juzgan dignos de corrección, como leemos en las autoridades
divinas. Porque dice el Apóstol: He conseguido misericordia porque obré por
ignorancia34. Dice también el Profeta: No te acuerdes de los delitos de mi
juventud y de mi ignorancia35. Porque hay hechos dignos de reprobación por
necesidad, cuando el hombre quiere obrar rectamente y no puede. ¿Qué
significan aquellas palabras: Porque no hago el bien que yo quiero, sino el
mal que detesto, eso hago. Y aquello: El querer lo bueno lo tengo a mano, el
realizarlo no36. Y: La carne combate contra el espíritu, y el espíritu
contra la carne. Porque mutuamente se contradicen de manera que no hacéis
aquello que queréis37. Pero todo esto es de los hombres que proceden de
aquella condena de muerte. Pues si esto no es la pena del hombre, sino su
naturaleza, nada de esto es pecado. Porque si no se aparta de aquel modo
como fue hecho naturalmente de suerte que no puede ser mejor, hace lo que
debe cuando hace eso. Pero si el hombre fuese bueno, sería de otro modo.
Ahora, como es así, no es bueno ni tiene en su poder el ser bueno, sea al no
ver como debe ser, sea al ver y no poder ser como ve que debe ser. ¿Quién
duda de que ésa es la pena? Pero toda pena, si es justa, es pena del pecado,
y se llama suplicio. En cambio, si la pena es injusta, nadie duda de que es
una pena, porque es impuesta a un hombre por algún tirano injusto. Y porque
es de locos dudar de la omnipotencia y de la justicia de Dios, esa pena es
justa, y se impone por algún pecado. Ciertamente que ningún tirano injusto
pudo ni siquiera engañar subrepticiamente al hombre, como si Dios no se
enterara, al obligarle contra su voluntad, como más débil, ya atemorizando,
ya castigando, para atormentar al hombre con una pena injusta. Queda, por
tanto, que esa pena justa procede de la condenación del hombre».
Y en otro pasaje dije: «Aprobar lo falso como verdadero para engañarse, a
pesar suyo, y, resistiendo y atormentando el dolor de la concupiscencia
carnal, no poder abstenerse de obrar pasionalmente, no es la naturaleza del
hombre creado, sino la pena del condenado. En cambio, cuando hablamos de la
libre voluntad de obrar rectamente, hablamos sin duda de aquella en la que
el hombre fue creado».
6. Mucho antes de que existiese la herejía pelagiana ya traté como si fuese
contra ella. Porque, al decir que «todos los bienes proceden de Dios: los
grandes, los medianos y los mínimos, entre los medianos, al menos, se
encuentra el libre albedrío de la voluntad, porque podemos también usar mal
de él; y, sin embargo, es tal que, sin él, no podemos vivir bien. Pero su
buen uso es ya la virtud, que está entre los grandes bienes, de los cuales
nadie puede usar mal. Y, puesto que todos los bienes, como queda dicho, los
grandes y medianos y mínimos, vienen de Dios, se sigue que también viene de
Dios el buen uso de la libre voluntad, que es la virtud, contada entre los
grandes bienes». Dije también: «De qué miseria, justísimamente infligida a
los que pecan, libera la gracia de Dios38, porque el hombre puede caer
voluntariamente, esto es, por su libre albedrío, pero no así puede
levantarse. A la miseria de esa justa condenación pertenecen la ignorancia y
la dificultad que sufre todo hombre desde el comienzo de su existencia; ni
se libera de ese mal sin la gracia de Dios»". Los pelagianos no quieren que
esa miseria proceda de una justa condenación, al negar el pecado original.
«Y por más que la ignorancia y la dificultad, por supuesto, fuesen
naturaleza primitiva del hombre, tampoco debe ser acusado Dios de ese modo,
sino alabado», como he tratado en el mismo libro tercero.
Esta discusión se ha de tener en cuenta contra los maniqueos, que no aceptan
las Escrituras Santas del Antiguo Testamento, en las cuales se narra el
pecado original; y que aseguran con detestable desvergüenza que cuanto se
lee en las Epístolas de los Apóstoles fue interpolado por corruptores de las
Escrituras, como si los Apóstoles no lo hubieran dicho. No obstante, se ha
de defender contra los pelagianos lo que ambas Escrituras enseñan, y que
ellos confiesan que las aceptan.
Esta obra comienza así: Dic mihi, quaeso te, utrum Deus non sit auctor malí.
10. Comentario al Génesis en réplica a los maniqueos, dos libros (9)
1. Una vez establecido ya en África, escribí dos libros sobre El Génesis
contra los maniqueos. Aunque ciertamente he tratado todo esto en libros
anteriores, en donde demuestro que Dios, sumamente bueno e inmutable, es el
Creador de todas las naturalezas mudables, y que no hay naturaleza o
sustancia alguna mala, en cuanto que es naturaleza o sustancia, mi intención
se dirigía contra los maniqueos. Al fin esos dos libros fueron publicados
contra ellos en defensa de la ley antigua, a la que atacan con el empeño
vehemente de su loco error. El primero comienza: Al principio hizo Dios el
cielo y la tierra39, hasta que se acaban los siete días, cuando se lee que
Dios descansó el día séptimo40. El segundo: Este es el libro de la creación
del cielo y de la tierra, hasta que Adán y su mujer son echados del paraíso,
y custodiado el árbol de la vida41. Al final del libro opuse la fe de la
verdad católica al error de los maniqueos, resumiendo breve y claramente qué
es lo que dicen ellos y qué es lo que decimos nosotros.
2. En cuanto a lo que dije: «Aquella luz recrea no la vista de las aves
irracionales, sino los corazones puros de aquellos que creen en Dios, y que
se apartan del amor de las cosas visibles y temporales para cumplir sus
preceptos; lo cual, si quieren, pueden todos los hombres»; que no crean los
nuevos herejes pelagianos que lo he dicho según ellos. Porque es
completamente verdadero que todos los hombres, si lo quieren, pueden eso;
pero el Señor prepara la voluntad42, y tanto la fortalece con el don de la
caridad que llegan a poder. Por eso no lo he dicho aquí, porque no era
necesario a la cuestión presente.
Lo que en verdad se lee allí: «que la bendición de Dios, cuando se dice:
Creced y multiplicaos43, se ha de creer referida a la fecundidad carnal
después del pecado», si no puede entenderse de otro modo que de no haber
pecado aquellos hombres no habrían tenido hijos, no lo acepto en absoluto.
Tampoco es consecuente «interpretar como una pura alegoría el que las
hierbas verdes y los árboles frutales en el libro del Génesis son el
alimento de todas las especies de animales terrestres44, de pájaros y de
serpientes, porque hay también cuadrúpedos y volátiles que al parecer se
alimentan de carne solamente». Por cierto que habría sido posible que los
animales fueran alimentados por los hombres también con los frutos de la
tierra, si, por la obediencia con que los mismos hombres sirviesen a Dios,
sin iniquidad alguna, hubiesen merecido que todas las bestias y aves
estuviesen del todo a su servicio. Lo mismo cabe decir del pueblo de Israel:
«Aquel pueblo como envuelto en el océano de las naciones servía a la ley
gracias a la circuncisión corporal y a los sacrificios»; puesto que no
podían sacrificar en medio de los paganos, como vemos también ahora que
permanecen sin sacrificios, a no ser que se considere sacrificio el cordero
que inmolan por la Pascua45.
3. En el libro segundo escribí también que «con la palabra pábulo se puede
significar la vida». Pero como los códices de mejor traducción no tienen
pábulo, sino heno46, no parece satisfactoria mi explicación. Porque la
palabra heno no conviene para significar la vida como la palabra pábulo. Lo
mismo me parece que no he llamado correctamente «palabras proféticas a
aquella escritura: ¿Por qué se ensoberbece la tierra y ceniza?47, porque no
se leen en el libro de aquel a quien ciertamente se le debe llamar profeta.
«Ni lo del Apóstol, cuando trae el testimonio del Génesis, diciendo: El
primer hombre Adán fue hecho alma viviente48, lo entendí como él quiso
exponerlo cuando explico esta escritura: Dios sopló en su rostro un soplo de
vida, y el hombre fue hecho alma viva o alma viviente49. Porque el Apóstol
aduce este testimonio para probar que el cuerpo es animado; en cambio, yo
creí que aquí se podía probar que desde un principio el hombre fue hecho
animal, antes que hombre, y no sólo el cuerpo del hombre».
Lo que dije: «a ninguna naturaleza hacen daño los pecados, sino los suyos
propios», lo dije porque quien hace daño a un justo, en verdad no le hace
daño a él, puesto que más bien le aumenta su recompensa en el cielo50; por
el contrario, al pecar verdaderamente se hace daño uno a sí mismo, porque, a
causa de su misma voluntad de hacer daño, él mismo recibirá el daño que
hizo. Los pelagianos, de hecho, pueden traer a su favor esta frase, y
afirmar por ello que a los párvulos no les han hecho daño los pecados
ajenos, porque dije «a ninguna naturaleza hacen daño los pecados, sino los
suyos propios» (los pecados no perjudican sino al que los comete), sin
fijarse que los párvulos, que ciertamente pertenecen a la naturaleza humana,
traen consigo el pecado original, porque la naturaleza humana pecó en los
primeros hombres, y así ningún otro pecado ha dañado a la naturaleza humana
sino los suyos propios. Sin duda que el pecado entró en el mundo por un solo
hombre, en el cual todos pecaron51; pues no he dicho que a ningún hombre,
sino «a ninguna naturaleza hacen daño los pecados, sino los suyos propios».
Igualmente en lo que dije un poco después: «que no existe un mal natural» m,
pueden buscar una excusa semejante, a no ser que se refiera a la naturaleza
tal cual fue creada al principio sin vicio alguno, porque ésa es verdadera y
propiamente la naturaleza del hombre. Por el contrario, utilizamos esta
palabra trasladada (en sentido metafórico) para designar también la
naturaleza como nace el hombre (congénita), según la expresión del Apóstol:
Porque fuimos también nosotros alguna vez por naturaleza hijos de ira igual
que los demás52.
Esta obra comienza así: Si eligerent Manichaei quos deciperent.
11. La música, seis libros (10)
1. Después, como he recordado antes, escribí seis libros sobre La Música, de
los cuales el libro sexto ha tenido más éxito, porque en él se discurre
dignamente cómo desde los números corporales y espirituales, pero mutables,
se llega a los números inmutables, que están en la misma verdad inmutable, y
así las perfecciones invisibles de Dios llegan a ser conocidas por medio de
las criaturas53. Quienes no pueden conseguirlo, y sin embargo viven de la fe
de Cristo54, llegan después de esta vida a contemplarlas con mayor seguridad
y felicidad. En cambio, quienes pueden, pero carecen de la fe de Cristo,
único Mediador de Dios y de los hombres55, perecen con toda su sabiduría.
2. En este libro dije: «Por cierto, los cuerpos son tanto mejores cuanto más
armoniosos con tales números; el alma, en cambio, se hace tanto mejor,
careciendo de ellos, que recibe por el cuerpo, cuando se aparta de los
sentidos carnales, y se reforma según los números divinos de la
sabiduría»56; no debe entenderse esto como si no ha de haber números
corporales en los cuerpos incorruptibles y espirituales, cuando han de ser
mucho más hermosos y armoniosos; o que el alma no los ha de sentir cuando
llegue a ser perfectísima, así como aquí, careciendo de ellos, se hace
mejor. De hecho, aquí necesita abstraerse de los sentidos carnales para
captar las cosas inteligibles, porque es débil y menos capaz para atender a
la vez a los dos; y en estas cosas corporales ha de evitar ahora los halagos
engañosos, mientras el alma puede ser arrastrada al deleite torpe. En
cambio, entonces será tan firme y perfecta que los números corporales no
llegan a apartarla de la contemplación de la sabiduría, y así los siente que
no es seducida por ellos, ni se hace mejor por carecer de ellos, sino que de
tal modo es buena y recta que ni pueden desconocerla ni poseerla.
3. Asimismo: «Ahora bien, esta salud será entonces tan firme y segurísima en
el momento en que este cuerpo, en su tiempo y orden determinado, haya sido
restituido a su antiguo estado de firmeza», no se tome como si los cuerpos,
después de la resurrección, no vayan a ser mejores que lo fueron los de los
primeros hombres en el paraíso, puesto que aquéllos ya no tienen que ser
alimentados con alimentos corporales, con los que se alimentaban éstos; sino
que el antiguo estado de firmeza hay que entenderlo en cuanto que aquellos
cuerpos no padecerán ninguna enfermedad, como tampoco la podrían padecer
éstos antes del pecado.
4. En otro lugar digo: «Mucho más penoso es el amor de este mundo. Porque lo
que el alma busca en él, a saber: la estabilidad y la eternidad, no lo
encuentra, porque su baja belleza culmina con el paso cambiante de las
cosas; y lo que en tal belleza imita el trasunto de la estabilidad, le viene
dado de Dios sumo a través del alma, porque esa belleza, únicamente
cambiable en el tiempo, es superior a aquella que cambia en el tiempo y en
el espacio». La razón evidente defiende estas palabras, si pueden tomarse de
modo que no se entienda la baja hermosura sino en los cuerpos de los hombres
y de todos los animales que viven con el sentido del cuerpo. Esto, en
realidad, es en aquella belleza trasunto de la estabilidad, porque los
mismos cuerpos permanecen en su trabazón, en cuanto permanecen, aunque esto
les viene a ellos de Dios sumo a través del alma. Cierto que el alma sujeta
esa trabazón para que no se disuelva ni disipe, como vemos que sucede en los
cuerpos de los animales cuando mueren. En cambio, si la baja belleza se
entiende en todos los cuerpos, esta opinión obliga a creer también en el
mismo mundo como un animal, para que también le venga a él de Dios sumo a
través del alma lo que en él es trasunto de la estabilidad. Pero, así como
Platón y no pocos filósofos han pensado que este mundo es un animal, yo ni
lo he podido averiguar ciertamente con la razón, ni he visto que pueda
probarse con la autoridad de las divinas Escrituras. Por lo tanto, he
advertido en mi libro La inmortalidad del alma que es temerario lo que he
dicho, como puede entenderse. No porque confirmo que esto es falso, sino
porque no comprendo que sea verdadero que el mundo sea un animal. Y no tengo
la menor duda en afirmar que este mundo no es Dios para nadie, tenga alma o
no la tenga; porque si tiene alma, el que la ha hecho, él es nuestro Dios; y
si no la tiene, ese tal no puede ser dios de nada, mucho menos nuestro. Sin
embargo, se puede creer correctísimamente, aunque el mundo no sea un animal,
que tenga una cualidad espiritual y vital que sirve a Dios en los santos
ángeles para embellecer y administrar el mundo, sin que ellos mismos la
comprendan. Con el nombre de santos ángeles quisiera designar ahora a toda
criatura espiritual santa dispuesta por Dios para su ministerio secreto y
oculto. La Escritura Santa no suele significar con el nombre de almas a los
espíritus angélicos.
Por consiguiente, en lo que dije al final de este libro: «Los números
racionales e intelectuales de las almas bienaventuradas y santas que, sin
ninguna otra naturaleza interpuesta, recogen la ley misma de Dios, sin la
cual no cae la hoja del árbol, y para quien todos nuestros cabellos están
contados57 transmitiéndola hasta los dominios terrenos e infernales», no veo
cómo pueda demostrarse que la palabra «de las almas» pueda presentarse según
las Escrituras Santas; puesto que aquí quise entender únicamente a los
santos ángeles, de quienes no recuerdo haber leído nunca en las divinas
palabras canónicas que tengan almas.
Este libro comienza así: Satis diu paene.
12. El maestro, un libro (11)
Por el mismo tiempo escribí un libro titulado El Maestro. En él se disputa e
investiga, y se concluye que no hay otro Maestro que enseñe la ciencia a los
hombres sino Dios, según está escrito en el Evangelio: Uno es vuestro
Maestro, Cristo58.
Este libro comienza así: Quid tibí videmur efficere velle cum loquimur?
13. La verdadera religión, un libro (12)
1. También escribí por entonces un libro sobre La verdadera religión. En él
se discute de muchas formas y copiosísimamente que sólo ha de ser adorado
con religión verdadera el único Dios verdadero, esto es: la Trinidad, Padre,
Hijo y Espíritu Santo; y con cuánta misericordia suya ha concedido a los
hombres, durante la presente economía temporal, la religión cristiana, que
es la religión verdadera; y cómo el hombre debe ser preparado con dulzura
para el mismo culto de Dios. En fin, este libro va principalmente contra las
dos naturalezas de los maniqueos.
2. En este libro digo en algún sitio: «Que te conste clara y evidentemente
que no habría podido haber error alguno en religión, si el alma, en vez de a
su Dios, no hubiera dado culto al alma, o al cuerpo, o a sus propias
invenciones». Aquí entiendo por alma a toda criatura incorpórea, no en el
sentido de las Escrituras, que, cuando no hablan en sentido metafórico, no
sé si quieren entender por alma aquella por la cual viven los animales
mortales59, entre los cuales están también los hombres, mientras que son
mortales. En cambio, poco después comprendí mejor y más brevemente el mismo
sentido, cuando dije: «No sirvamos, pues, a la criatura, sino más bien al
Creador, ni nos perdamos en nuestros vanos pensamientos60; y ésa es la
religión perfecta». Por supuesto que con una sola palabra he designado a una
y a otra criatura, esto es, a la espiritual y a la corporal. Finalmente, lo
que dije allí: «o a sus propias imaginaciones», lo dije aquí por esto: «ni
nos perdamos en nuestros vanos pensamientos».
3. He dicho también: «En el tiempo presente la religión cristiana es aquella
cuyo conocimiento y práctica trae con toda seguridad y certeza la
salvación»; esto lo dije según el nombre, no según la realidad misma que ese
nombre significa. Porque la misma realidad, que se llama ahora religión
cristiana, existía ya en los antiguos ni ha faltado nunca desde el origen
del género humano hasta que vino el mismo Cristo en la carne, por quien la
verdadera religión, que ya existía, comenzó a llamarse cristiana. En efecto,
cuando los Apóstoles comenzaron a predicar, después de la resurrección y
ascensión al cielo, y muchísimos creyeron en El, los discípulos fueron
llamados cristianos por primera vez en Antioquía61, como está escrito. Por
eso dije: «En el tiempo presente la religión cristiana es aquélla», no
porque no existiese antes, sino porque se llamó así después.
4. En otro lugar digo: «Atiende, pues, diligente y piadosamente a lo que
sigue, cuanto puedas, porque a esos tales ayuda Dios». No se ha de entender
como si Dios ayudase únicamente a esos tales, piadosos y diligentes, cuando
ayuda también a los que no son tales para que lo sean, esto es, para que lo
busquen diligente y piadosamente; y a estos tales los ayuda para que lo
encuentren.
Igualmente en otro sitio digo: «que se puede concluir ya, por lo tanto, que,
después de la muerte corporal que debemos al primer pecado, este cuerpo será
restituido, a su tiempo y en su orden, a su primitivo estado de
estabilidad». Lo cual ha de entenderse así: que también la original
estabilidad del cuerpo, que perdimos al pecar, tenía tanta felicidad que no
se deterioraba por la vejez. A ese estado original, pues, será restituido el
cuerpo actual en la resurrección de los muertos. Pero tendrá aún más, de
manera que no necesitará alimentos corporales, sino que será vivificado para
subsistir por solo el espíritu, cuando haya resucitado en espíritu
vivificante, por cuya causa será también espiritual. En cambio, aquel cuerpo
que fue el primero, aunque no habría muerto si el hombre hubiese pecado, sin
embargo fue hecho animal, esto es, en alma viviente62.
5. Y en otra parte digo: «El pecado es un mal de tal manera voluntario, que
de ningún modo es pecado cuando no es voluntario». Esta definición puede
parecer falsa; pero, si se considera con atención, se verá que es muy
verdadera. En efecto, se ha de considerar como pecado aquello que solamente
es pecado, y no lo que es pena del pecado, como he demostrado más arriba, al
recordar un pasaje del libro tercero de El libre albedrío. Aunque también
aquellos pecados que no sin razón se llaman involuntarios, porque se hacen
por ignorancia o por coacción, no pueden ser cometidos completamente sin la
voluntad, puesto que hasta aquel que peca por ignorancia hace ciertamente
con la voluntad aquello que, sin tener que hacerlo, cree que debe hacerlo, y
aquel que no hace lo que quiere, porque la carne lucha contra el espíritu,
lo desea por cierto sin quererlo, y en eso no hace lo que quiere63; pero, si
es vencido, consiente en su concupiscencia voluntariamente, y en eso no hace
sino lo que quiere, a saber, libre de la justicia y esclavo del pecado64. Y
el llamado pecado original en los niños, cuando todavía no tienen el uso del
libre albedrío de la voluntad, tampoco es absurdo llamarlo voluntario,
porque, contraído por la mala voluntad del primer hombre, se hizo en cierto
modo hereditario. Así pues, no es falso lo que dije: «Hasta tal punto el
pecado es un mal voluntario, que de ningún modo es pecado si no es
voluntario». Por esto la gracia de Dios no solamente perdona el reato de
todos los pecados pasados en los que se bautizan en Cristo65, que lo hace el
espíritu de regeneración, sino que también el Señor sana y prepara en los
adultos66 la voluntad misma mediante el espíritu de fe y de caridad.
6. En otro pasaje lo que dije de nuestro Señor Jesucristo: «El no hizo nada
por la fuerza, sino todas las cosas persuadiendo y aconsejando», no se me
había ocurrido que arrojó del templo a los vendedores y compradores67 con un
látigo. Pero ¿qué significa esto y qué importancia tiene? Aunque también
arrojó de los hombres a los demonios recalcitrantes no con la persuasión,
sino con la fuerza de su poder68.
También digo en otro lugar: «ante todo hemos de preferir a los que afirman
el culto de Dios, soberano, único y verdadero. Si entre ellos no alumbra la
evidencia de la verdad, entonces habrá que buscarla en otra parte». Al
hablar así puede parecer que he dudado de la verdad de la religión. Sin
embargo, lo dije de un modo conveniente a quien lo escribía. Efectivamente
dije: «si entre ellos no alumbra la evidencia de la verdad», sin dudar de
que alumbrase entre ellos, del mismo modo que el Apóstol dice: Si Cristo no
ha resucitado69, sin que dudase en absoluto de que resucitó.
7. Igualmente lo que he dicho: «no quiso Dios que se prolongasen aquellos
milagros hasta nuestro tiempo para que el alma no se aferrase siempre a las
cosas visibles, y el género humano no se entibiase por la costumbre de ver
aquello que por su novedad despertó tanto su entusiasmo», esto es verdad,
porque hasta ahora, cuando se imponen las manos a los bautizados, no reciben
el Espíritu Santo de manera que hablen las lenguas de todos los pueblos70,
ni, hasta ahora, los enfermos se curan al pasar la sombra de los
predicadores de Cristo71; y está claro que entonces se hicieron aquellos
prodigios que han cesado después. Pero no ha de entenderse lo que he dicho
de tal manera que ahora se crea que ya no se hacen más milagros en el nombre
de Cristo. Pues yo mismo conocí que un ciego fue curado en la misma ciudad
de Milán ante los cuerpos de los Mártires Mediolanenses. Y otros muchos en
calidad y número son realizados en nuestros días, tales, que ni podemos
conocer todos ni contar los que conocemos.
8. Lo que dije en otro pasaje: «Como dice el Apóstol: Todo orden viene de
Dios», no lo dijo el Apóstol con las mismas palabras, aunque parezca que es
su misma sentencia. En efecto, él dice: Pues las cosas que son han sido
ordenadas por Dios72.
Y en otra parte digo: «Que nadie os engañe en adelante. Todo lo que se
vitupera con razón, se menosprecia en comparación de lo que es mejor».
Dije esto a propósito de las sustancias y de las naturalezas, de las cuales
era la cuestión, no de las acciones buenas y de los pecados.
Asimismo en otro lugar digo: «Ni tampoco el hombre ha de amar a otro hombre,
así como se aman los hermanos carnales, o los hijos, o los cónyuges o
cualesquiera parientes, bien afines, bien ciudadanos. Porque ese amor
también es temporal. Y no tendríamos necesidad de tales parentelas, que se
originan de los nacimientos y las muertes, si nuestra naturaleza, guardando
los preceptos y la imagen de Dios, no estuviera relegada a la corrupción
presente». Desapruebo totalmente esta opinión, que ya reprobé más arriba en
el libro primero del Comentario al Génesis en réplica a los maniqueos.
Porque lleva a creer que aquellos primeros esposos no llegarían a engendrar
a los hombres posteriores, si no hubiesen pecado, como si fuese necesario
engendrar mortales, cuando se engendra de la unión del varón y la mujer: Aún
no había entendido que hubiera podido suceder que los inmortales naciesen de
los inmortales, si aquel gran pecado no hubiera deteriorado la naturaleza
humana, y, por lo tanto, habrían nacido los hombres no para suceder a los
padres que mueren, sino para reinar con los que viven, si tanto en los
padres como en los hijos hubiese permanecido la felicidad y la fecundidad
hasta el número completo de los santos73, que Dios ha predestinado74.
Habría, pues, también tales parentescos y afinidades, aunque ninguno hubiese
pecado y ninguno hubiese muerto.
9. Además digo en otro lugar: «elevando al único Dios y religando a Él solo
nuestras almas, de donde se cree que se llama religión, carezcamos de toda
superstición». La explicación que doy con estas palabras mías, de donde se
llama religión, me ha gustado más. Tampoco se me pasa que otros autores
latinos han propuesto otro origen de esta palabra, que de ahí se llama
religión lo que se religa. Palabra que se compone de ligando, esto es,
eligiendo, de modo que en latín aparece religo así como eligo.
Este libro comienza así: Cum omnis vitae bonae ac beatae via.
14. Utilidad de la fe, un libro (13)
1. Ya era sacerdote en Hipona cuando escribí un libro sobre La utilidad de
la fe a un amigo mío que, engañado por los maniqueos, sabía que aún
continuaba con aquel error, y se burlaba de la disciplina de la fe católica,
porque exigía a los hombres creer, antes de enseñarles con argumentos muy
seguros qué es la verdad.
En ese libro dije: «Pero en aquellos preceptos y mandatos de la Ley, que a
los cristianos ya no les es lícito guardar, como son el sábado, la
circuncisión, los sacrificios y otras prescripciones semejantes, se
contienen, sin embargo, misterios tan grandes que todo hombre piadoso
entiende que nada hay tan peligroso como interpretar aquello a la letra, es
decir, palabra por palabra, y, en cambio, nada tan saludable como descubrir
el espíritu. De ahí: La letra mata y el espíritu da vida»75. Ahora bien,
esas palabras del apóstol Pablo las expuse en un sentido diferente, y, según
creo, o mejor, según aparece en realidad, mucho más apropiadamente en el
libro que se titula El espíritu y la letra, aunque tampoco este sentido sea
desdeñable.
2. Dije también: «Hay en la religión dos clases de personas dignas de
alabanza: una es la de aquellos que ya la han encontrado, y a quienes es
necesario proclamar dichosísimos; otra la de aquellos que la buscan con todo
empeño y rectitud. Los primeros están ya en su posesión; los segundos, en el
camino por el cual se llega con toda certeza». Si en estas palabras mías se
entiende que aquellos que ya la han encontrado y decimos que ya en su
posesión son tenidos por muy dichosos, de manera que lo sean no en esta
vida, sino en aquella que esperamos y a la cual nos dirigimos por el camino
de la fe, esa interpretación no tiene error alguno. En efecto, hay que
juzgar que han encontrado lo que se debe buscar aquellos que ya están allí
adonde nosotros deseamos llegar, buscando y creyendo, es decir,
manteniéndonos en el camino de la fe. Por el contrario, si se piensa que
ésos son o fueron dichosos en esta vida, eso me parece falso, no porque en
esta vida sea imposible llegar a encontrar alguna verdad que se vea con la
razón y no se crea por la fe, sino porque tanto es todo lo que es que no nos
hace completamente dichosos. En realidad lo que dice el Apóstol: Vemos ahora
confusamente por un espejo, y: Ahora lo conozco en parte, se ve con la
mente; se ve ciertamente, pero todavía no nos hace felices del todo. Porque
dichosos plenamente nos hace aquello que dice: y entonces lo veremos cara a
cara, y: Entonces conoceré como yo soy conocido76. Quienes han encontrado
eso, hay que decir que están firmes en posesión de la felicidad, a la cual
lleva el camino de la fe que mantenemos, y adonde, creyendo, deseamos
llegar. Pero ¿quiénes son esos plenamente dichosos, que ya están en la
posesión adonde conduce ese camino?, he ahí una gran cuestión. Por lo menos,
que los ángeles santos están allí, es incuestionable. Pero se pregunta con
razón por los hombres santos ya difuntos, ¿si se debe decir que éstos al
menos están firmes ya en esa posesión? De hecho ya están despojados del
cuerpo corruptible que agrava el alma77; pero todavía esperan ellos la
redención de su cuerpo78, y su carne descansa en la esperanza79, no clarea
aún en la incorrupción futura. Con todo, no es éste el lugar de entablar
discusión para inquirir si no les falta nada para que puedan contemplar la
verdad con los ojos del corazón, como se ha dicho, cara a cara. Asimismo lo
que dije: «En verdad, conocer las cosas grandes, y honestas, incluso las
divinas, es la suma dicha», debemos referirlo a la misma bienaventuranza.
Porque, en esta vida, por amplio que sea nuestro conocimiento de ello, no es
todavía plenamente dichoso porque está incomparablemente más lejos lo que de
ello se desconoce.
3. Y lo que he dicho: «Interesa mucho distinguir entre lo que se conoce con
la seguridad de la razón, que es lo que llamamos saber, y lo que se
transmite por tradición oral o por escrito a los sucesores, que es objeto de
la fe»; y un poco después: «Por tanto, lo que sabemos se debe a la razón; lo
que creemos, a la autoridad», no se debe entender de manera que en el
lenguaje corriente tengamos reparo en decir que sabemos lo que creemos por
testigos idóneos. Puesto que cuando hablamos con propiedad, decimos saber
solamente aquello que comprendemos con las razones sólidas de la mente. En
cambio, cuando hablamos según el uso corriente, como lo hace también la
divina Escritura, no dudamos en decir que sabemos tanto lo que percibimos
con los sentidos de nuestro cuerpo como lo que creemos por testigos dignos
de crédito, aunque, sin embargo, entendemos la gran diferencia que hay entre
lo uno y lo otro.
4. Igualmente lo de que «no hay duda de que todos los hombres son necios o
sabios» puede parecer que contradice a lo que se lee en el libro tercero de
El libre albedrío: «Como si en la naturaleza humana no hubiese término medio
entre la necedad y la sabiduría». Hablé así cuando investigaba sobre el
primer hombre si fue creado sabio o necio, o ni lo uno ni lo otro; porque,
siendo la necedad un gran defecto, en modo alguno se le puede llamar necio a
quien fue creado sin defecto alguno, y tampoco aparece claro cómo le podemos
llamar sabio a aquel que fue víctima de la seducción. Por eso quise decir en
síntesis: «como si en la naturaleza humana no hubiese término medio entre la
necedad y la sabiduría». Pensaba entonces también en los niños, a los
cuales, aunque confesamos que contraen el pecado original, sin embargo no
los podemos llamar propiamente ni sabios ni necios, porque todavía no usan
el libre albedrío ni bien ni mal. Ahora, pues, he dicho que todos los
hombres son o sabios o necios, queriendo que se entendiese a aquellos que
tienen uso de razón, por la cual se distinguen de los animales, de modo que
sean hombres; así como decimos que todos los hombres quieren ser felices.
¿Acaso en esta sentencia tan verdadera y clara hemos recelado de que se
entiendan también los párvulos que todavía no son capaces de desearlo?
5. Al recordar en otro lugar los milagros que el Señor Jesús hizo cuando
vivía aquí en la carne, añadí la frase: «¿Por qué, preguntarás, no se hacen
ahora esos milagros?», y he respondido: «Porque no impresionarían si no
fuesen algo extraordinario; y no serían algo extraordinario si fuesen
ordinarios». Con ello quise decir que ahora no se hacen ni tan grandes ni
todos, pero no que ahora tampoco se haga ningún milagro.
6. Pero al final del libro digo: «Porque este discurso se alarga más de lo
que pensaba, pongo punto final. Recuerda, sin embargo, que aún no pretendo
comenzar a refutar a los maniqueos ni he examinado aún sus imposturas, así
como tampoco he pretendido exponer elevados conceptos de la fe católica,
sino que he querido únicamente, cuanto podía, desvanecer en ti la falsa
opinión sobre los verdaderos cristianos insinuada en nosotros con menos
torpeza que malicia, y a la vez despertar en ti la inquietud por el estudio
de las grandes verdades divinas. Por lo cual este volumen queda así
concluido; y cuando sea mayor la serenidad de tu espíritu, tal vez sea más
expedito en lo demás». No he dicho esto como si aún no hubiese escrito nada
contra los maniqueos, o no hubiese publicado nada sobre la doctrina
católica, cuando tantos volúmenes publicados atestiguan que no me he callado
sobre ambos asuntos. Lo que quise expresar en este libro, dedicado al amigo
Honorato, es que no había empezado aún a refutar a los maniqueos ni había
penetrado aún en aquellas simplezas, ni había expuesto nada importante sobre
la fe católica, porque esperaba, después de este primer contacto, que habría
de escribirle a él mismo las cosas que aquí aún no había escrito.
Este libro comienza así: Si mihi, Honorate, unum atque idem videretur esse.
15. Las dos almas del hombre, un libro (14)
1. Después de este libro, todavía presbítero, escribí contra los maniqueos
sobre Las dos almas; una de las cuales dicen que es una parte de Dios; la
otra procede de la región de las tinieblas, que no ha creado Dios y que es
coeterna con Dios. Ellos deliran en sus locuras que esas dos almas existen
en un mismo hombre, la una buena, la otra mala, a saber: que esa mala es
propia de la carne, la que dicen proceder del linaje de las tinieblas; en
cambio, la buena es de la parte adventicia de Dios, que ha combatido con el
linaje de las tinieblas, y que están mezcladas una y otra. En consecuencia,
atribuyen todos los bienes del hombre al alma buena, y todos los males al
alma mala. En este libro lo que dije: «No hay vida alguna, de cualquier
clase que sea, por lo mismo que es vida y en cuanto que lo es completamente,
que no pertenezca a la fuente y principio soberano de la vida», lo he dicho
así para que se entienda que como criatura pertenece al Creador, pero que no
se crea que procede de Dios como parte suya.
2. Del mismo modo lo que dije: «A saber: en ninguna parte, a no ser en la
voluntad, existe el pecado», los pelagianos pueden pensar que lo he dicho en
su favor a causa de los párvulos, a quienes ellos niegan que tienen el
pecado que se les perdona en el bautismo por eso, porque todavía no tienen
el uso del libre albedrío de la voluntad. Como si el pecado, que nosotros
decimos que contraen originalmente desde Adán, es decir, implicados en su
culpabilidad, y por ello sujetos a la pena, ha podido existir en parte
alguna más que en la voluntad con la que fue cometido cuando fue quebrantado
el precepto de Dios. También puede creerse que es falsa la sentencia que he
referido: «En ninguna parte, a no ser en la voluntad, existe el pecado»,
porque dijo el Apóstol: Ahora, si hago lo que yo no quiero, ya no soy yo el
que lo realiza, sino que es el pecado que habita en mí80. Pues qué, ese
pecado no está en la voluntad hasta decir: Eso que no quiero, hago. Luego
¿cómo en ninguna parte, a no ser en la voluntad, existe el pecado? Es que
ese pecado, del que habla así el Apóstol, por eso se llama pecado, porque ha
sido cometido a causa de un pecado, y es castigo de un pecado, puesto que
está hablando de la concupiscencia de la carne, como lo declara a
continuación diciendo: Sé que no habita en mí, es decir, en mi carne, el
bien; porque está en mí querer el bien, pero no realizarlo81. La realización
perfecta consiste en que en el hombre no exista ni siquiera la misma
concupiscencia del pecado, a la cual ciertamente no consiente la voluntad,
cuando la vida es buena. Sin embargo, no realiza perfectamente el bien,
porque anida dentro todavía la concupiscencia a la que se opone la voluntad.
La culpabilidad de esa concupiscencia es destruida en el bautismo, pero
queda la debilidad, contra la cual lucha celosísimamente todo fiel que
progresa en el bien, hasta que sea curada. En cuanto al pecado, «que en
ninguna parte existe sino en la voluntad», ha de entenderse precisamente de
la justa condena subsiguiente. Porque el pecado entró en el mundo por un
solo hombre82. Aunque también ese pecado, por el que se consiente en la
concupiscencia del pecado, no es cometido sino por la voluntad. Por esto
dije en otro lugar: «Que no se peca sino voluntariamente».
3. También he definido en otro lugar a la misma voluntad diciendo: «La
voluntad es un movimiento del alma para no perder o para conseguir algún
bien sin coacción alguna». Lo dije así para distinguir con esa definición al
que quiere del que no quiere, y de ese modo la intención va referida a
aquellos primeros que en el paraíso fueron el origen del mal para el género
humano, sin que nadie les obligara a pecar, esto es, a pecar por su libre
voluntad, porque obraron también a sabiendas contra el precepto; y además
aquel tentador los persuadió para hacerlo, pero no los obligó83. En
realidad, el que ha pecado por ignorancia puede decirse también sin ningún
inconveniente que ha pecado sin querer, aunque quien ha obrado por
ignorancia, sin embargo, ha obrado, también, voluntariamente; de este modo
tampoco aquel pecado pudo existir sin la voluntad. «Voluntad que, según la
definición, fue un movimiento del alma para no perder o para conseguir algún
bien sin coacción alguna». Pues si no lo hubiese querido no lo hubiese
hecho, ni fue coaccionado para hacerlo. Luego lo hizo porque quiso, aunque
no pecó porque quiso, al ignorar que era un pecado lo que hizo. Así tampoco
ese pecado pudo existir sin la voluntad, pero no la voluntad del pecado,
sino la voluntad del hecho, que, sin embargo, fue un pecado, porque ese
hecho es lo que no debió hacerse. En cuanto a todo el que peca a sabiendas,
cuando puede resistir sin pecar al que le coacciona al pecado y sin embargo
no lo hace, de cierto que peca voluntariamente, porque el que puede resistir
no está obligado a ceder. En cambio, quien no puede resistir de buena
voluntad a la pasión que lo arrastra, y por eso obra contra los preceptos de
la justicia, ya comete el pecado, de tal manera que tiene también la pena
del pecado. En consecuencia, es verdad clarísima que el pecado no puede
existir sin la voluntad.
4. Igualmente la definición del pecado cuando dije: «El pecado es la
voluntad de retener o conseguir lo que prohíbe la justicia, y de lo cual se
puede abstener libremente»153, es verdadera precisamente porque define lo
que solamente es pecado, no lo que también es pena del pecado. En efecto,
cuando el pecado es tal que el mismo es también pena del pecado, ¿qué es lo
que puede la voluntad dominada por la pasión si no es quizás, siendo
piadosa, rezar pidiendo ayuda? Porque en tanto es libre en cuanto que está
liberada84, y en tanto es liberada en cuanto tiene libertad; de lo contrario
habría que llamarla pasión, más que voluntad propiamente. La cual no es,
como sueñan los maniqueos, una añadidura a una naturaleza extraña, sino un
vicio a la naturaleza nuestra, del que no nos sana más que la gracia del
Salvador. Y si alguno dice que hasta la misma pasión no es otra cosa que la
voluntad viciada y servidora del pecado, no me opondría ni habría que
discutir sobre las palabras, siendo la cosa cierta y clara. Porque también
así se demuestra que sin voluntad no hay pecado alguno, sea actual sea
original.
5. Dije también que «comencé a investigar si aquel linaje perverso de almas,
antes de mezclarse con el bien, tuvo alguna voluntad. Porque si no la tenía,
era sin pecado e inocente, y en consecuencia de ningún modo era un mal».
¿Por qué, pues, nos dicen, habláis del pecado de los niños, cuya voluntad
sostenéis que no es culpable? Respondo que son tenidos por reos no a causa
de su propia voluntad personal, sino a causa de su origen. Porque ¿qué es
todo hombre terreno en cuanto a su origen sino Adán? Pero, además, Adán
tenía ciertamente voluntad, por la cual, cuando pecó voluntariamente, por él
entró el pecado en el mundo85.
6. Lo mismo en aquello: «Las almas no pueden de ningún modo ser malas por
naturaleza», si se me pregunta cómo entiendo lo del Apóstol: Éramos también
nosotros por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás86, respondo que
en esas palabras mías yo he querido entender por naturaleza aquella que se
llama propiamente naturaleza, en la que fuimos creados sin defecto. Pues
ésta se llama naturaleza por el origen, que ciertamente tiene un vicio, que
es contra la naturaleza.
Y en aquello: «Considerar reo de pecado a cualquiera, porque no ha hecho lo
que no ha podido hacer, es el colmo de la injusticia y de la insensatez»;
¿por qué, pues, dicen que los niños son considerados reos? Respondo: porque
son considerados por origen de aquel que no hizo lo que pudo hacer, sin
duda, guardar el precepto divino. En cuanto a que «aquellas almas que hacen
lo que sea, si por naturaleza no lo hacen voluntariamente, es decir, si
carecen del libre movimiento del alma para obrar y para no obrar si, en fin,
no se les concede potestad alguna para abstenerse de su propia obra, no
podemos considerarlas pecadoras», no inquieta, por eso la cuestión de los
niños, puesto que son considerados reos por su origen de aquel que pecó
voluntariamente, cuando no carecía del «libre movimiento del alma para obrar
o no obrar», y tenía el soberano poder de abstenerse de toda obra mala. Esto
los maniqueos no lo dicen de la estirpe de las tinieblas, que inventan de
una manera fabulosa, y afirman que esta naturaleza fue una naturaleza
siempre mala, y jamás buena.
7. En cambio se puede indagar en qué sentido dije esto: «Supuesto que hay
almas entregadas a oficios corporales no por causa del pecado, sino por
naturaleza, lo cual sin embargo es incierto, y que esas almas, aunque sean
inferiores, nos llegan a tocar siquiera por cierta vecindad interior, por
eso no conviene considerarlas como malas, porque, cuando nosotros las
seguimos, y cuando amamos las cosas corporales, nosotros somos malos»,
siquiera cuando he dicho eso de aquellas almas de las que comencé a tratar
más arriba: «Aun en el supuesto de que se les conceda a los mismos
(maniqueos) que una especie inferior de almas nos incita a las cosas torpes,
no concluyen por ello ni que aquéllas sean malas por naturaleza ni que ésas
sean el sumo bien». Y como continué la discusión hasta el pasaje: «Supuesto
que hay almas entregadas a oficios corporales no por causa del pecado, sino
por naturaleza», etc., se puede preguntar por qué aquello: «lo cual sin
embargo es incierto», cuando no debí dudar en absoluto de que tales almas no
existen. Sin embargo lo dije porque he conocido por experiencia a quienes
dicen que el diablo y sus ángeles son buenos en su género y en aquella
naturaleza en la que Dios los creó tales cuales son en su propio rango; pero
que para nosotros son un mal, cuando nos incitan y seducen, y, en cambio,
cuando los evitamos y los vencemos, son honor y gloria. Y a quienes dicen
eso les parece que pueden aducir testimonios idóneos de las Escrituras para
probarlo: por ejemplo, lo que está escrito en el libro de Job, cuando
describe al diablo: Ese es el principio de la obra del Señor, que la hizo
para ser divertido por sus ángeles87, y lo del salmo 103: Ese dragón que
modelaste para jugar con él88. Para no hacer el libro mucho mayor de lo que
quería, no quise tratar y resolver entonces esta cuestión, que no debe ser
tratada y resuelta contra los maniqueos, que no piensan eso, sino contra
aquellos que opinan así; además, al ver que, si hacía esa concesión, los
maniqueos debían y también podían ser convencidos, cuando explican con un
error demencial que la naturaleza del mal es coeterna con el bien eterno.
Por eso, pues, dije: «lo cual sin embargo es incierto», no porque yo dude,
sino porque esta cuestión no quedaba aún resuelta entre mí y aquellos a
quienes descubrí que opinaban así. Finalmente, esa cuestión la resolví con
la mayor claridad que pude, según las Escrituras Santas, en otros libros
míos muy posteriores sobre Comentario literal al Génesis («El Génesis a la
letra»).
8. En otro pasaje digo: «Por eso pecamos al amar las cosas corporales,
porque se nos manda, y con justicia, amar las cosas espirituales, y somos
capaces por naturaleza, y entonces somos en nuestro rango óptimos y
felicísimos», donde puede preguntarse por qué dije «por naturaleza». Pero la
cuestión trataba de la naturaleza contra los maniqueos. Y, ciertamente, la
gracia actúa de tal manera que la naturaleza sanada pueda hacer lo que la
naturaleza viciada no puede, por Aquel que vino a buscar y a salvar lo que
había perecido89. Recordando esta gracia también entonces le pedí por mis
familiares íntimos que aún estaban detenidos por aquel error mortífero, y
dije: «Oh Dios grande, Dios omnipotente, Dios de bondad infinita, a quien es
lícito creer y entender inviolable e incorruptible; oh Unidad trina, a quien
venera la Iglesia católica, te ruego suplicante, habiendo experimentado en
mí tu misericordia que los hombres con quienes desde mi niñez tuve en toda
la convivencia suma armonía, no permitas que disientan de mí en tu culto».
Al orar así, ciertamente creía que la gracia no sólo ayuda a los convertidos
a Dios para que adelanten y se perfeccionen, toda vez que puede decirse
además que esa gracia se da según el mérito de su conversión, sino que
también pertenece a la misma gracia de Dios el que se conviertan a Dios.
Finalmente, cuando rogué por aquellos que están demasiado alejados de Él,
rogué también para que se conviertan a Él
Este libro comienza así: Opitulante Dei misericordia.
16. Actas del debate contra el maniqueo Fortunato, un libro (15)
1. Por el mismo tiempo de mi sacerdocio disputé contra cierto Fortunato,
presbítero de los maniqueos, el cual había vivido mucho tiempo en Hipona, y
había seducido a tantos que por ellos le agradaba vivir aquí. Esta disputa
entre los dos fue recogida por los notarios para que fuese registrada como
Actas públicas, porque efectivamente llevan el día y el consulado. He
procurado recoger la discusión en un libro para recuerdo. La cuestión
tratada allí es sobre el origen del mal, afirmando yo que el mal del hombre
nació del libre albedrío de la voluntad; intentando, en cambio, él persuadir
que la naturaleza del mal es coeterna con Dios. Al día siguiente confesó,
por fin, que él no tenía nada que responder contra mí. Por cierto que no se
hizo católico, aunque sí salió de Hipona.
2. Lo dicho por mí en este libro: «Afirmo que el alma fue creada por Dios,
como todas las demás cosas que fueron creadas por Dios; y que entre esas que
creó Dios omnipotente, el primer lugar ha sido dado al alma», lo dije así
porque quería que eso se entendiese en general de toda criatura racional,
aunque en las Escrituras Santas o no se encuentra en absoluto o no puede
encontrarse fácilmente que sean llamadas almas las de los ángeles, como ya
dijimos más arriba. Lo mismo en otro pasaje: «Yo digo que no hay pecado si
no se peca por propia voluntad». Donde he querido que se entienda por pecado
lo que no es también pena del pecado; en efecto, de esa pena he dicho en
otro sitio de la misma discusión lo que se debía decir.
También dije: «Para que esta misma carne, que nos aflige mientras estamos en
el pecado, se nos someta después en la resurrección, y no nos aflija con
ninguna adversidad, de modo que observemos la ley y los preceptos divinos»,
no ha de entenderse esto como si también en aquel reino de Dios, en donde
tendremos un cuerpo incorruptible e inmortal, deberemos tomar la ley y los
preceptos de las Escrituras divinas; sino que como la ley divina será
observada allí perfectísimamente, guardaremos también aquellos dos preceptos
del amor a Dios y al prójimo90, no a la letra, sino con el mismo amor
perfecto y sempiterno.
Esta obra comienza así: Quinto calendas Septembris, Arcadio Augusto bis et
Rufino viris clarissimis consulibus.
17. La fe y el símbolo, un libro (16)
Por ese mismo tiempo, siendo presbítero, diserté sobre La fe y el símbolo en
presencia y por encargo de los obispos que celebraban un Concilio plenario
de toda África en Hipona. Este sermón lo puse en un libro a instancias de
algunos obispos que me estimaban afectuosísimamente. En él trato del mismo
asunto, aunque no tiene la misma estructura de palabras que se confía a los
competentes, cuando se aprenden de memoria.
En ese libro, cuando trato de la resurrección de la carne, digo: «El cuerpo
resucitará, según la fe cristiana que no puede engañar. Esto parece
increíble a quien piensa en la carne cual es ahora, pero que no considera
cómo será, porque en aquel tiempo de la transformación angelical no habrá
más carne y sangre, sino solamente el cuerpo», y lo demás que traté allí
sobre la mutación de los cuerpos terrestres en cuerpos celestiales, porque
el Apóstol ha dicho, hablando de esto: la carne y la sangre no poseerán el
reino de Dios91. Pero quien entienda esto de tal manera que crea que el
cuerpo terreno, tal como lo tenemos ahora, será mudado en cuerpo celestial
en la resurrección, de modo que no tendrá ni estos miembros ni la verdadera
sustancia de la carne, debe corregirse sin lugar a dudas, advertido por el
cuerpo del Señor, quien, después de la Resurrección, se apareció con los
mismos miembros, no solamente para ser contemplado con los ojos, sino
también para ser palpado con las manos, afirmando también que Él tenía carne
diciendo verbalmente: Palpad y ved, porque un espíritu no tiene carne y
huesos, como veis que yo tengo92. Donde está claro que el Apóstol no ha
negado que la sustancia de la carne existirá en el reino de los cielos, sino
que ha llamado con el nombre de carne y sangre: bien a los hombres que viven
según la carne93, bien a la misma corrupción de la carne, que ciertamente no
habrá entonces. En verdad, como hubiese dicho que la carne y la sangre no
poseerán el reino de Dios, se comprende perfectamente que hubiese añadido a
continuación, como manifestando qué es lo que iba a decir: Ni la corrupción
poseerá la incorrupción94. Quienquiera que haya leído el último libro de La
Ciudad de Dios encontrará cuanto he podido tratar con diligencia sobre esta
verdad difícil de persuadir a los infieles.
Este libro comienza así: Quoniam scriptum est.
18. Comentario literal al Génesis, un libro (inacabado) (17)
Aun cuando escribí dos libros sobre Comentario al Génesis en réplica a los
maniqueos, porque había tratado las palabras de la Escritura según el
sentido alegórico, no me atrevía a exponer tantos misterios de las cosas
naturales al pie de la letra, es decir, cómo pueden ser entendidas las cosas
que allí se dicen según la propiedad histórica, he querido probar mis
fuerzas en esta obra tan laboriosa y dificilísima. Pero mi inexperiencia en
la exposición de las Escrituras sucumbió bajo el peso de carga semejante; y
antes de acabar un solo libro desistí de aquella empresa que no podía
realizar. Sin embargo, cuando estaba en este trabajo de retractar mis
opúsculos, cayó en mis manos este libro imperfecto y todo como era, que ni
siquiera había publicado yo, y que estaba decidido a destruir, porque
escribí después doce libros con el título Comentario literal al Génesis, en
los cuales, aunque muchas cosas parecen cuestionadas más que solucionadas,
sin embargo éste no se puede comparar con ellos en modo alguno. Es verdad
que, después de retractar este libro, también quise conservarlo para que
fuese un testimonio, según creo, no inútil de mis esfuerzos por explicar y
comentar las divinas Escrituras, y quise que se titulase Comentario literal
al Génesis incompleto.
En efecto, me encontré con que lo había dictado hasta estas palabras: «El
Padre sólo es Padre, y el Hijo no es otra cosa que Hijo, porque cuando se
dice también semejanza del Padre, sin embargo, aunque demuestre que no hay
ninguna desemejanza, el Padre no es solo, si tiene una semejanza». Después
de esto repetí que deben ser estudiadas y explicadas nuevamente las palabras
de la Escritura: Y dijo Dios: Hagamos al hombre a imagen y semejanza
nuestra95. Hasta aquí dejé dictado el libro incompleto. En cuanto a lo que
sigue allí, creí que debía añadirlo cuando lo retractaba; sin embargo,
tampoco lo terminé, sino que, añadiéndole eso, lo dejé incompleto. Porque,
de haberlo terminado, tendría que tratar de todas las obras y palabras de
Dios, al menos, que pertenecen al día sexto96. Me ha parecido superfluo
hacer notar en este libro lo que me desagrada o defender lo que, sin
entenderlo debidamente, puede desagradar a otros. En una palabra, yo
aconsejo más bien que lean los doce libros que escribí mucho después, siendo
obispo, y por aquéllos se juzgue de éste.
Este libro, pues, comienza así: De obscuris naturalium rerum, quae
omnipotente Deo artífice facta sentimus, non adfirmando, sed quaerendo
tractandum est.
19. El sermón del Señor en la montaña, dos libros (18)
1. Por el mismo tiempo escribí dos volúmenes sobre El Sermón del Señor en la
montaña según Mateo. En el primero de ellos, a propósito de aquello:
Bienaventurados los pacíficos porque serán llamados hijos de Dios97, digo:
«La sabiduría conviene a los pacíficos, en quienes ya todo está ordenado, y
no hay movimiento alguno rebelde contra la razón, sino que todo obedece al
espíritu del hombre, que a su vez él mismo obedece a Dios». Que con razón
impresiona cómo lo dije. Porque no puede ocurrirle a cualquiera en esta vida
que la ley opuesta a la ley del espíritu no esté en general en los
miembros98, puesto que, de hecho, aun cuando el espíritu del hombre le
resistiese de tal manera que jamás consintiese en nada, por eso ella no
dejaría de fastidiar. Luego eso que he dicho: «que no hay movimiento alguno
rebelde contra la razón», puede entenderse rectamente de los pacíficos que
obran dominando las concupiscencias de la carne hasta llegar a la más
completa paz.
2. Igualmente, a lo que he dicho en otro pasaje, repitiendo la misma
sentencia evangélica: Bienaventurados los pacíficos porque ellos serán
llamados hijos de Dios99, he añadido: «Y eso, por cierto, puede darse en
esta vida, como creemos que se dio en los Apóstoles», ha de entenderse no
que en los Apóstoles durante esta vida ningún movimiento de la carne
resistió al espíritu100, sino que creemos que puede darse en esta vida, como
creemos que se dio en los Apóstoles, es decir, esa medida de perfección
humana, cuanta perfección sea posible en esta vida. Porque no dije: eso
puede darse en esta vida, porque creemos que se dio en los Apóstoles, sino
que dije: «como creemos que se dio en los Apóstoles», para que pueda darse
así como se dio en ellos, es decir, con aquella perfección de que se es
capaz en esta vida, no como se ha de dar en aquella paz plenísima que
esperamos, cuando se dice: ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?101
3. En otro pasaje intercalé este testimonio: Pues Dios no da el espíritu con
medida102, cuando aún no había entendido que se trataba propiamente con toda
verdad de Cristo. Ya que, si no se diese el Espíritu con medida a los demás
hombres, Elíseo no hubiese pedido el doble del que tuvo Elías103. Del mismo
modo, cuando expuse lo que está escrito: Ni una sola jota o tilde de la Ley
pasará hasta que todo se cumpla104, dije: «que no podía entenderse otra cosa
que la viva expresión de la perfección». Donde se pregunta justamente si esa
perfección pueda entenderse de manera que, con todo, sea verdad que nadie
usando del arbitrio de la voluntad viva aquí sin pecado. Porque ¿quién puede
cumplir la ley hasta una tilde sino aquel que cumple todos los mandamientos
de Dios? Pero entre los mismos mandamientos está también el que estamos
obligados a decir: Perdónanos nuestras deudas como también nosotros
perdonamos a nuestros deudores105, oración que dice toda la Iglesia hasta el
fin del siglo. Por tanto, todos los mandamientos se creen cumplidos cuando
es perdonado todo lo que no se hace.
4. En verdad, aquello del Señor: Quien quebrantare uno de estos mandamientos
más pequeños y lo enseñare así, y lo que sigue hasta donde dice: si vuestra
justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en
el reino de los cielos106, lo expuse mejor y más convenientemente en otros
sermones míos posteriores, que sería muy largo corregir aquí. En cuanto a
eso, el sentido allí dado se reduce a que la justicia de aquéllos sea mayor
que la de los escribas y fariseos, porque dicen y hacen. Como quiera que el
mismo Señor en otro lugar dice de los escribas y fariseos: que ellos dicen y
no hacen107.
También entendí mejor después lo que está escrito: el que se irrita contra
su hermano108. Pues los códices griegos no tienen sin causa, como aquí está
puesto, si bien el sentido es el mismo. Eso lo dije teniendo en cuenta qué
significa irritarse contra su hermano, porque no se irrita contra el hermano
quien se irrita contra el pecado del hermano. Así que quien se irrita contra
el hermano y no contra el pecado, se irrita sin motivo.
5. De igual modo lo que dije: «Se debe entender también del padre y de la
madre y de los demás vínculos de sangre, como odiamos en ellos lo que el
género humano ha heredado al nacer y al morir», suena como si no hubiesen
existido todos esos vínculos de sangre, si de no haber precedido pecado
alguno a la naturaleza humana, nadie hubiese muerto, sentido que ya reprobé
más arriba. Realmente habría parentescos y afinidades, aunque, no existiendo
pecado original alguno, el género humano creciese y se propagase sin morir.
Y por eso ha de resolverse de otro modo la cuestión de por qué el Señor
mandó amar a los enemigos109, habiendo mandado en otro lugar odiar a los
padres e hijos110, no como aquí se resuelve, sino como la he resuelto
después muchas veces, es decir, que amemos a los enemigos para ganarlos para
el reino de Dios, y que odiemos a los parientes cuando son impedimento para
el reino de Dios.
6. También «he disputado aquí con todo cuidado sobre el precepto que prohíbe
abandonar a su mujer, a no ser por fornicación»111. Pero hay que pensar y
examinar una y otra vez qué clase de fornicación, por la que sea lícito
abandonar a su mujer, quiso dar a entender el Señor, si a la que se condena
en los adulterios, o a aquella de la que se dice: Has perdido a todo el que
fornica lejos de ti112, en la cual también está la primera, porque, en
efecto, fornica lejos del Señor el que tomando los miembros de Cristo los
hace miembros de una meretriz113. Yo no quiero pensar que en una cuestión
tan importante y tan difícil de resolver sea suficiente para el lector esta
discusión nuestra; más bien debe leer otros escritos posteriores míos y de
otros mejor considerados y tratados; y, si puede, que investigue él mismo
con ánimo más vigilante e inteligente lo que aquí puede interesar
razonablemente. Porque no todo pecado es fornicación, pues Dios, que escucha
cada día a sus santos, cuando le piden: Perdónanos nuestras deudas114, no
condena a todo el que peca, mientras que condena a todo el que fornica lejos
de Él115; pero en qué medida hay que entender y limitar esa fornicación, y
si a causa de ella sea lícito abandonar a su mujer, es cuestión oscurísima.
Sin embargo, no hay cuestión de que es lícito abandonarla por causa de esa
que se comete en los adulterios. Y cuando dije que «eso que está permitido
no está mandado», no me fijé en otra escritura que dice: Quien guarda a una
adúltera es un necio y un impío116. En realidad, yo no dije que fuera tenida
como adúltera aquella mujer, aun después de que oyó del Señor: Yo tampoco te
condeno, vete, y en adelante ya no peques más117, si oyó eso obedientemente.
7. En otra parte, «el pecado mortal de un hermano del que dice el Apóstol:
No digo que se ruegue por él118, lo definí así para decir: Creo que el
pecado de un hermano es mortal cuando, después de conocer a Dios por la
gracia de nuestro Señor Jesucristo, ofende a la fraternidad, y se revuelve
por las sendas de la ceguera contra la misma gracia que le ha reconciliado
con Dios». Esto, por cierto, no lo he confirmado, porque para mí es sólo una
opinión; sin embargo, tuve que añadir: sí es que llega a acabar esta vida en
una perversidad de alma tan criminal, porque no hay que desesperar de
cualquier criminal que sea, mientras está en esta vida, ni es imprudente
rezar por él, mientras hay esperanza.
8. En el libro segundo digo también: «A nadie le es lícito ignorar que
existe el reino de Dios, cuando su Unigénito ha de venir del cielo, no
solamente de un modo inteligible, sino también visiblemente, como hombre del
Señor que ha de juzgar a vivos y muertos»119. Pero no tengo claro si es
exacto llamar hombre del Señor a quien es el Mediador entre Dios y los
hombres120, Jesucristo en cuanto hombre, siendo ciertamente Señor. Ahora
bien, ¿quién en su santa familia no puede ser llamado hombre del Señor? Y
para decir eso lo he leído en algunos comentaristas católicos de las
palabras divinas. Pero dondequiera que lo haya dicho, más quisiera no
haberlo dicho. En efecto, he visto después que no se debe hablar así, aunque
haya alguna razón para defenderlo. Igualmente lo que dije: «No hay casi
nadie cuya conciencia pueda odiar a Dios», no debí decirlo, porque son
muchos de quienes está escrito: La soberbia de aquellos que te odian121.
9. En otro pasaje en el que dije: «Por eso dijo el Señor: Le basta a cada
día su malicia122, porque la misma necesidad urgirá a tomar alimentos, creo
que es llamada así por eso, porque para nosotros es penal; efectivamente
pertenece a esa fragilidad que merecimos por el pecado», no tuve en cuenta
que a los primeros hombres también les fueron dados en el paraíso los
alimentos del cuerpo, antes de merecer por el pecado este castigo de la
muerte. Pues de tal modo eran inmortales en el cuerpo aún no espiritual,
sino animal, que no obstante se servían de alimentos corporales en semejante
inmortalidad.
Lo mismo al decir: «La Iglesia gloriosa que Dios se eligió sin arruga ni
mancha»123, lo dije no porque lo sea ahora totalmente, aunque no tengo duda
alguna de que ha sido elegida para eso, para que lo sea, cuando aparezca
Cristo vida suya; pues entonces también ella misma aparecerá con El en
gloria124, por la cual es llamada Iglesia gloriosa.
Igualmente «lo que dijo el Señor: Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis,
llamad y se os abrirá125, creí que exponer trabajosamente en qué se
diferencian entre sí esas tres fórmulas»; pero que se refieren todas ellas
mucho mejor a la petición más perseverante. Efectivamente, eso queda patente
cuando concluyó con una sola expresión al decir: ¿cuánto más vuestro Padre
que está en los cielos dará bienes a los que se lo piden?126, pues no dijo:
a los que piden, y a los que buscan, y a los que llaman.
Esta obra comienza así: Sermonem quem locutus est Dominus.
20. Salmo contra la secta de Donato (19)
Queriendo que la causa de los donatistas llegase también hasta el
conocimiento del pueblo más humilde, y sobre todo de los ignorantes y de los
incultos, y que se les grabase en la memoria por nuestro medio, en cuanto
fuera posible, compuse un salmo según el alfabeto latino hasta la letra V,
para que fuese cantado. De esos que llaman abecedarios. En cuanto a las tres
últimas letras las omití, y en su lugar añadí un final como epílogo, como si
les hablase a ellos la Madre Iglesia. Tampoco están en el orden de las
letras ni el estribillo o hipopsalmo que se responde ni el prólogo de la
causa, que debe ser cantado, puesto que el orden alfabético comienza después
del prólogo. Además, yo quise que no fuese en modo alguno lírico, para que
la exigencia del metro no me obligase a emplear algunas palabras que no son
usadas por el pueblo.
Este salmo comienza así: Omnes qui gaudetis de pace, modo verum iudicate,
que es su hipopsalmo o estribillo.
21. Réplica a la carta del hereje Donato, un libro (20)
1. Escribí también en esta época de mí sacerdocio contra una carta de
Donato, que fue en Cartago el segundo obispo de la secta de Donato después
de Mayo riño. En esta carta él manifiesta que hay que creer que el bautismo
de Cristo existe solamente en su comunión, a lo que yo me opongo en este
libro. Aquí dije en algún lugar, «a propósito del apóstol Pedro, que en él
como en la piedra está fundada la Iglesia», sentido que muchos cantan con
los versos del beatísimo Ambrosio, cuando dice del canto del gallo: «Al
cantar el gallo, / él, piedra de la Iglesia, / llora su pecado». Pero
recuerdo haber expuesto después muchísimas veces aquello que dijo el Señor:
Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, de manera que se
entendiese sobre ese a quien confesó Pedro cuando dijo: Tú eres el Cristo,
el Hijo de Dios vivo127, como si Pedro, así llamado por esa piedra,
representara la persona de la Iglesia, que es edificada sobre esa piedra, y
que recibió las llaves del reino de los cielos. Porque no se le dijo: Tú
eres la piedra, sino Tú eres Pedro. Puesto que la piedra era Cristo128, a
quien confesó Simón, así como lo confiesa toda la Iglesia, y fue llamado
Pedro. De entre esas dos sentencias, que el lector elija la más probable.
2. En otro lugar dije: «Dios no busca la muerte de nadie», que ha de
entenderse de suerte que el hombre al abandonar a Dios se acarrea la muerte,
y también se la acarrea quien no recurre a Dios, según lo escrito: Dios no
hizo la muerte129. Sin embargo, no es menos verdadero lo otro: La vida y la
muerte son del Señor Dios130, a saber: la vida del remunerador, la muerte
del vengador.
3. Dije también que «Donato, cuya carta refutada, pidió que el Emperador
nombrase como jueces entre él y Ceciliano a los obispos transmarinos», pero
es lo más probable que eso no lo hizo él, sino otro Donato también del mismo
cisma. Si bien aquél no era obispo donatista de Cartago, sino de Casas
Negras, que fue el primero que en el mismo Cartago comenzó el cisma
abominable. Y, sin duda, tampoco fue «Donato de Cartago quien instituyó que
los cristianos fuesen rebautizados», como yo creía que él lo había
instituido cuando respondí a su carta. Tampoco fue él quien eliminó de en
medio de una sentencia del libro del Eclesiástico las palabras que no le
convenían, «donde, como se escribió: Quien se lava (bautiza) después de
tocar a un muerto, y lo toca de nuevo, ¿de qué le sirve haberse lavado?131
Ese lo puso como si se hubiese escrito: Quien se lava (bautiza) después de
tocar a un muerto, ¿de qué le sirve haberse lavado?» Pero yo aprendí más
tarde que, también antes de que existiese la secta de Donato, muchos
códices, y por cierto africanos, habían tenido ese texto de tal modo que no
estaba en medio de la frase y lo toca de nuevo. Y si entonces lo hubiese
sabido, no habría acusado a ese tal Donato como de ladrón y corruptor de la
palabra divina.
Este libro comienza así: Abs te ipso praesente audieram.
22. Réplica a Adimanto, discípulo de Manes, un libro (21)
1. Por la misma época cayeron en mis manos ciertas discusiones de Adimanto,
que había sido discípulo de Manes, que las había escrito en contra de la Ley
y los Profetas, como intentando demostrar que los escritos evangélicos y
apostólicos les eran contrarios. Le respondí citando sus mismas palabras, y
añadiéndoles mi respuesta. Esta obra la concluí en un solo libro, y respondí
en él dos veces a algunas cuestiones, porque se había perdido mi primera
respuesta, y apareció entonces cuando ya había respondido por segunda vez.
En realidad, algunas de estas cuestiones las he resuelto en los sermones
populares de la Iglesia en cambio, otras no las he respondido aún; algunas
han quedado de lado ante otros asuntos más urgentes y también sepultadas en
el olvido.
2. En este libro, pues, he dicho: «Antes de la venida del Señor aquel
pueblo, que recibió el Antiguo Testamento, se conservaba por medio de
algunas sombras y figuras ciertas de los acontecimientos, según la
disposición admirable y ordenadísima de los tiempos; sin embargo, hay en él
tanta predicación y tal predicción del Nuevo Testamento, que no se encuentra
en la doctrina evangélica y apostólica precepto o promesa alguna, por
difícil y divina que sea, que no esté también en aquellos libros antiguos;
pero debí añadir «casi», y decir así: «que casi no se encuentra en la
doctrina evangélica y apostólica precepto o promesa alguna, por difícil y
divina que sea, que no esté también en aquellos libros antiguos». Porque
¿qué es lo que dice el Señor en el sermón evangélico de la montaña: Habéis
oído que se dijo a los antiguos esto, mas yo os digo esto132, si es que El
mismo no ha mandado nada más que lo que está mandado en aquellos libros
antiguos? Además, no leemos que el reino de los cielos fuese prometido a
aquel pueblo entre las promesas de la Ley dadas por Moisés en el monte
Sinaí133, que se llama propiamente Antiguo Testamento, y que dice el Apóstol
que está prefigurado por medio de la esclava de Sara y de su hijo; pero que
allí también está prefigurado el Nuevo por medio de la misma Sara y de su
hijo134. Por consiguiente, si se examinan esas figuras, se encuentra
profetizado allí todo lo que ha sido realizado o que se esperaba que había
de ser realizado por Cristo. Sin embargo, a causa de algunos preceptos, no
figurados sino propuestos en sentido propio, que no se encuentran en el
Antiguo Testamento, sino en el Nuevo, sería más cauto y moderado decir que
no se encuentra «casi ninguno», en vez de que «ninguno» se encuentra aquí
que no esté también allí; aunque se encuentren los dos grandes preceptos del
amor de Dios y del prójimo135, donde están referidos rectísimamente todos
los preceptos de la Ley, de los Profetas, del Evangelio y de los
Apóstoles136.
3. Asimismo lo que dije: «El nombre de hijos se entiende de tres modos en
las Escrituras Santas», lo dije sin mucha reflexión. Porque, en efecto, he
omitido algunos otros modos: así se dice hijo de condenación137 o hijo
adoptivo138, que ciertamente no se toman ni según la naturaleza, ni según la
ciencia, ni según la imitación. De estos tres modos, como si fuesen solos,
pongo algunos ejemplos: «según la naturaleza, como los judíos, hijos de
Abrahán139; según la ciencia, como cuando el Apóstol llama hijos suyos a los
que ha enseñado el Evangelio140; según la imitación, como nosotros somos
hijos de Abrahán, de quien imitamos la fe»141.
En cambio, lo que dije: «Cuando el hombre se vista de incorrupción e
inmortalidad ya no habrá carne y sangre142, se entiende de la carne según la
corrupción carnal, no según la sustancia, según la cual el cuerpo del Señor
es llamado carne aún después de la resurrección».
4. En otro pasaje: «A no ser cambiando la voluntad, no se puede obrar el
bien, que está en nuestra potestad, enseña el Señor en otro lugar, cuando
dice: Os hacéis el árbol bueno, y su fruto es bueno; o hacéis el árbol malo,
y su fruto es malo143. Lo cual no va contra la gracia que predicamos. Puesto
que está en la potestad del hombre el mejorar su voluntad, mas esta potestad
no es nada si no la da Dios, de quien se dice: Les dio la potestad de llegar
a ser hijos de Dios144. En efecto, cuando está en nuestra potestad eso que
hacemos cuando queremos, nada hay tan en nuestra potestad como la misma
voluntad, pero la voluntad es preparada por el Señor145. De ese modo, pues,
da la potestad.
También hay que entender así lo que dije después: «Que está en nuestra
potestad el merecer ser aceptados por la bondad de Dios o ser excluidos por
su justicia146, porque en nuestra potestad no está sino lo que sigue a
nuestra voluntad, la cual, cuando es preparada por el Señor fuerte y
poderosa, hace fácilmente la obra piadosa, y hasta lo que era difícil e
imposible.
Este libro comienza así: De eo quod scriptum est: In principio fecit Deus
caelum et terram.
23. Exposición de algunos textos de la carta a los romanos (22)
1. Siendo todavía presbítero, aconteció que se leía la Carta a los Romanos
entre nosotros que vivíamos en comunidad en Cartago; y los hermanos me
preguntaban algunas cuestiones, a las que yo respondí como pude, y quisieron
que se escribiese lo que yo decía, antes que se perdiesen sin escribirlas.
Como yo los complaciese, añadí un libro más a mis opúsculos anteriores. En
este libro digo: «En cuanto a lo del Apóstol: Sabemos que la ley es
espiritual; en cambio, yo soy carnal147, demuestra suficientemente que la
ley no puede ser cumplida sino por los espirituales, cuales los hace la
gracia de Dios». Por cierto que eso no quise que se tomara por la persona
del Apóstol, que ya era espiritual, sino por la del hombre puesto bajo la
ley, no todavía bajo la gracia148. En efecto, así es como entendía al
principio esas palabras, que después consideré con más atención, habiendo
leído algunos tratadistas de las divinas Escrituras, cuya autoridad era de
peso para mí, y he visto que también puede entenderse por el mismo Apóstol
lo que dice: Sabemos que la ley es espiritual; en cambio, yo soy carnal,
como lo he demostrado, con todo el cuidado que he podido, en los libros que
recientemente he escrito contra los pelagianos.
En ese libro, pues, también «eso que en cambio, yo soy carnal, y lo que
sigue hasta Yo, desgraciado de mí, ¿quién me librará de este cuerpo de
muerte? la gracia de Dios por Jesucristo nuestro Señor149, dije que se
describe al hombre todavía bajo la ley, y no constituido aún bajo la gracia,
que quiere hacer el bien, pero que hace el mal vencido por la concupiscencia
de la carne. De la tiranía de esa concupiscencia no libera sino la gracia de
Dios por Jesucristo nuestro Señor con el don del Espíritu Santo, por quien
la caridad derramada en nuestros corazones150 vence las concupiscencias de
la carne, de modo que no consintamos en ellas para hacer el mal, sino que
hagamos el bien. Donde ciertamente queda destruida la herejía pelagiana, que
quiere que la caridad, por la cual vivimos bien y piadosamente, no la
tenemos nosotros de Dios, sino de nosotros mismos. Pero en esos libros que
he publicado contra ellos, he demostrado que esas palabras se entienden
todavía mejor del hombre espiritual y constituido ya bajo la gracia a causa
del cuerpo de carne, que no es aún espiritual, pero que lo será en la
resurrección de los muertos, y a causa de la misma concupiscencia de la
carne, con la cual luchan los santos de tal manera sin consentir en ella
para el mal, que, sin embargo, no carecen en esta vida de sus movimientos, a
los que se oponen rechazándolos; pero no los tendrán en la otra vida, cuando
la muerte sea absorbida en la victoria151. Así pues, por esa concupiscencia
y por sus movimientos, a los que se resiste de tal manera que, sin embargo,
están en nosotros, cualquier santo, puesto ya bajo la gracia, puede decir
que todo eso que aquí he afirmado son palabras del hombre todavía puesto no
bajo la gracia, sino bajo la ley152. Lo cual es muy largo de probar aquí, y
he dicho dónde lo he demostrado.
2. Igualmente «cuando estoy disputando qué es lo que ha elegido Dios en el
que todavía no ha nacido, a quien dijo que le serviría el mayor, y qué es lo
que ha reprobado en ese mayor del mismo modo aún no nacido, de quienes se
recuerda por eso, aunque mucho después, el citado testimonio profético: He
amado a Jacob y odiado a Esaú153, ahí he llevado el raciocinio para decir:
Luego Dios no ha elegido en su presciencia las obras de cada uno que El
mismo habría de darle, sino que en su presciencia ha elegido la fe de tal
modo que a aquel al que conoció previamente que había de creer en El, habría
elegido al mismo al que daría el Espíritu Santo, para que obrando el bien
consiguiese también la vida eterna». Aún no había investigado con bastante
diligencia ni había encontrado todavía cuál es la elección de la gracia, de
la que dice el mismo Apóstol: «El resto (de Israel) ha sido salvado por la
elección de la gracia154, la cual ciertamente no es gracia si la preceden
algunos méritos, ni ya lo que se da según la deuda y no según la gracia se
devuelve por los méritos más bien que se regala.
Por tanto, lo que he dicho a continuación: «Porque dice el mismo Apóstol:
Dios mismo es quien obra todo en todos155; pero en ninguna parte se ha
dicho: que Dios es quien cree todo en todos», y después añadí: «Luego lo que
creemos es nuestro; en cambio, el bien que hacemos es de Aquel que da el
Espíritu Santo a los que creen», en realidad no lo hubiera dicho si hubiese
sabido entonces que la misma fe se encuentra también entre los dones de Dios
que son dados en el mismo Espíritu. Ambas cosas, pues, son nuestras por el
arbitrio de la voluntad, y, sin embargo, ambas cosas son dadas por el
Espíritu de fe y de caridad. Pues la caridad no va sola, sino que, como está
escrito: La caridad con la fe vienen de Dios Padre y de nuestro Señor
Jesucristo156.
3. Y poco después: «Porque es nuestro el creer y el querer, pero de Él es
dar a los que creen y a los que quieren la facultad de obrar bien por el
Espíritu Santo, por quien la caridad es derramada en nuestros corazones157.
Ciertamente esto es verdad, pero por la misma regla tanto lo uno como lo
otro es del mismo Dios, porque El prepara la voluntad158; y a la vez ambas
cosas son también nuestras, porque nada se hace sino queriéndolo nosotros.
De ahí lo que también dije después: «Pues no podemos querer si no somos
llamados; y cuando, después de la vocación, hayamos querido, no bastan
nuestra voluntad y nuestro concurso si Dios no da las fuerzas a los que
corren y los conduce adonde llama», y añadí: «Está claro que el que obremos
bien no es del que quiere ni del que corre, sino de Dios misericordioso159,
completamente exacto. Pero he tratado poco de la misma vocación que se hace
según el propósito de Dios160. Pues no es tal la de todos los que son
llamados, sino solamente la de los que son elegidos. De ahí lo que dije poco
después: «En efecto, así como en aquellos que Dios elige no son las obras,
sino la fe, quien da principio al mérito para obrar bien por la gracia de
Dios, del mismo modo en aquellos que condena, la infidelidad y la impiedad
son las que dan principio a merecer el castigo, para que obren mal hasta por
el mismo castigo», lo dije con toda verdad. Pero ni he cuestionado ni he
dicho que el mérito de la fe sea también el mismo un don de Dios.
4. En otro lugar también digo: «A aquel de quien Dios se compadece, le hace
obrar bien; y a quien endurece161, lo abandona para que obre mal. Pero tanto
aquella misericordia es atribuida al mérito que precede a la fe como este
endurecimiento se atribuye a la impiedad que le precede, lo cual es
rigurosamente verdadero. Aún cabría preguntar si el mérito de la fe procede
también de la misericordia de Dios, es decir, si esa misericordia se realiza
en el hombre por eso, porque es fiel, o le ha sido realizada para que sea
fiel. Leemos, efectivamente, que dice el Apóstol: He conseguido la
misericordia para que fuese fiel162; no dice: porque era fiel. Por tanto, la
misericordia es dada ciertamente al que es fiel, pero también le es dada
para que fuese fiel. He dicho, pues, rectísimamente en otro pasaje del mismo
libro: «Que si no somos llamados para creer por las obras, sino por la
misericordia de Dios, y si se da a los creyentes para que obremos bien, los
gentiles no han de envidiar esa misericordia», aunque haya tratado allí con
menos atención de la vocación que se hace según el designio de Dios.
Este libro comienza así: Sensus hi sunt in epistula Pauli ad Romanos.
24. Exposición de la carta a los gálatas, un libro (23)
1. Después de este libro expuse la Carta del mismo Apóstol a los Gálatas, no
separadamente, esto es, omitiendo algunos pasajes, sino de un modo continuo,
y toda completa. En cuanto a esa exposición la recogí de un solo libro. En
él aquello que dije: «Luego son veraces los primeros apóstoles que fueron
enviados no por hombres, sino por Dios a través del hombre, es decir, a
través de Jesucristo todavía mortal. También es veraz el último apóstol, que
fue enviado por Jesucristo enteramente Dios después de su resurrección»,
dije «ya enteramente Dios» a causa de la inmortalidad, que comenzó a tener
después de la resurrección, no a causa de la divinidad siempre inmortal, de
la que nunca se apartó y en la cual era enteramente Dios, aun cuando todavía
tenía que morir. Lo que sigue declara ese sentido, porque añadí diciendo:
«Los primeros son los otros apóstoles enviados por medio de Jesucristo
todavía hombre en una parte, esto es, mortal; el último es el apóstol Pablo,
enviado por Jesucristo ya enteramente Dios, esto es, completamente
inmortal». En efecto, dije eso exponiendo lo que dice el Apóstol: «No por
los hombres ni por medio del hombre, sino por Jesucristo y por Dios Padre»,
como si Jesucristo ya no fuese hombre, puesto que sigue: «Quien lo ha
resucitado de los muertos163, para que quedase bien claro por qué dijo: ni
por medio del hombre. En consecuencia, a causa de la inmortalidad, Cristo
Dios ya no es ahora un puro hombre; y a causa de la sustancia de la
naturaleza humana, en la cual subió al cielo, ahora es también el Mediador
de Dios y de los hombres, el hombre Cristo Jesús164, porque volverá así como
lo vieron quienes lo vieron subir al cielo»165.
2. También lo que dije: «La gracia de Dios por la cual se nos perdonan los
pecados para que nos reconciliemos con Dios; la paz, en cambio, por la que
nos reconciliamos con Dios», hay que entenderlo de manera que sepamos que
una y otra pertenecen también a la gracia general de Dios, como en el pueblo
de Dios una cosa es Israel en particular, otra Judas, y, sin embargo, uno y
otro son Israel en general.
También «cuando expongo: ¿Qué, pues?, la ley fue dada por la
transgresión166, juzgué que había que distinguir de tal modo que la
interrogación fuese: ¿Qué, pues?, y a continuación la respuesta: La ley fue
dada por la transgresión». Esta puntuación no va ciertamente contra la
verdad, pero me parece mejor la distinción siguiente, que la interrogación
sea: ¿Qué, pues, la ley?, y se deduzca la respuesta: fue dada por la
transgresión.
En cuanto a lo que dije: «Así pues, añadió ordenadísimamente: Que si os
conduce el Espíritu, no estáis más bajo la ley, para que entendamos que
están bajo la ley aquellos cuyo espíritu lucha de tal modo contra la carne
que no hacen lo que quieren, esto es, que no se consideran vencedores en la
caridad de la justicia, sino que son vencidos por la carne que lucha contra
sí», eso es por el sentido en que yo entendía lo dicho: Que la carne lucha
contra el espíritu y el espíritu contra la carne, en efecto, éstas se oponen
mutuamente para que no hagáis lo que queréis167, pertenece a los que están
bajo la ley, y aún no bajo la gracia168. Porque no había entendido todavía
que esas palabras convenían también a los que están bajo la gracia, no bajo
la ley, por eso, porque también ellos, si pudiesen, aunque no las
consientan, no querrían tener las concupiscencias de la carne, contra las
que luchan con el espíritu. Y por lo tanto no hacen lo que quieren, porque
quieren carecer de ellas y no pueden. Entonces, realmente, no las tendrán,
cuando no tengan la carne corruptible.
Este libro comienza así: Causa propter quam scribit Apostolus ad Galatas
haec est.
25 .Exposición incoada de la carta a los romanos, un libro (24)
Ya había comenzado la Exposición de la Carta a los Romanos, lo mismo que la
Exposición de la Carta a los Calatas. Pero serían muchos los libros de esa
obra si la hubiera acabado; de ellos solamente concluí uno, comentando el
saludo desde el principio hasta donde dice: La gracia a vosotros, y la paz
de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo169. Ocurrió realmente que me
detuve en resolver la cuestión dificilísima, incidental a nuestro pasaje,
sobre el pecado contra el Espíritu Santo, que no se perdona ni en este mundo
ni en el otro170. Pero después dejé de añadir otros volúmenes exponiendo la
Carta entera, asustado por la magnitud y la dificultad de la empresa, y me
desvié a otros trabajos más fáciles. Así resultó que el libro primero que
había acabado quedó solo, cuyo título quise que fuera Exposición incoada de
la Carta a los Romanos.
Donde lo que dije: que «la gracia está en la remisión de los pecados, y la
paz en la reconciliación de Dios», en dondequiera que he dicho eso, no ha de
entenderse como si la misma paz y la reconciliación no perteneciese a la
gracia general, sino que con el nombre de gracia estuviese significada
especialmente la remisión de los pecados, lo mismo que nos referimos a la
ley también de modo especial, según aquello que se dijo: la Ley y los
Profetas171, y de un modo general para comprender en ella también a los
profetas.
Este libro comienza así: En epistula, quam Paulus apostolus scripsit ad
Romanos.
26. Ochenta y tres cuestiones diversas, un libro (25)
Entre las obras que he escrito hay también una prolija, considerada un solo
libro, cuyo título es: Ochenta y tres cuestiones diversas. Como estas
cuestiones estuvieron dispersas en multitud de fichas, porque desde el
primerísimo tiempo de mi conversión, y después que volví a África, las fui
dictando sin guardar orden alguno, según los hermanos me preguntaban, cuando
me veían libre. Siendo ya obispo mandé recogerlas y, después de numerarlas,
hacer con ellas un libro, de modo que lo que quisiere leer cada uno lo
encuentre fácilmente.
La primera de estas cuestiones es: Si el alma existe.
La segunda: Sobre el libre albedrío.
La tercera: Es el hombre malvado, siendo Dios su autor.
La cuarta: Cuál es la causa de que el hombre sea malvado.
La quinta: Puede ser dichoso el animal irracional.
La sexta: Sobre el mal.
La séptima: Propiamente hablando, a qué se llama alma en el ser que anima.
La octava: Es capaz el alma de moverse por sí misma.
La novena: Los sentidos corporales pueden percibir la verdad, en esta
cuestión he dicho: «Todo lo que el sentido corporal alcanza, y que se llama
también sensible, está sujeto a cambios sin interrupción alguna». Por cierto
que esto no es verdadero en los cuerpos incorruptibles de la resurrección.
Además, actualmente ningún sentido de nuestro cuerpo alcanza la verdad
inmutable, a no ser que Dios revele algo semejante.
La décima: El cuerpo viene de Dios.
La undécima: Por qué Cristo nació de mujer.
La duodécima, cuyo título es: Opinión de un sabio, no es mía. Pero, porque
yo la di a conocer a algunos hermanos que iban recogiendo con toda
diligencia esas respuestas mías, y les gustó, ellos quisieron incluirla
entre mis respuestas. Su autor es un tal Fonteo de Cartago, quien, siendo
todavía pagano, escribió sobre la necesidad de purificar el espíritu para
ver a Dios, y que murió siendo cristiano bautizado.
La decimotercera: Con qué prueba se demuestra que los hombres son superiores
a las bestias.
La decimocuarta: Que el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo no fue un
fantasma.
La decimoquinta: Sobre el entendimiento.
La decimosexta: Sobre el Hijo.
La decimoséptima: Sobre la ciencia de Dios.
La decimoctava: Sobre la Trinidad.
La decimonovena: Sobre Dios y la criatura.
La vigésima: Sobre el lugar de Dios.
La vigésima primera: Si Dios no es el autor del mal. Aquí hay que tener
cuidado de que no se entienda mal lo que he dicho: «No es autor del mal el
que es autor de todas las cosas que son, porque en tanto son buenas en
cuanto que son». Y, en consecuencia, que no se piense que no procede de Él
el castigo de los malos que, ciertamente, es un mal para aquellos que son
castigados. Sino que yo lo he dicho así, del mismo modo que se dijo: Dios no
hizo la muerte172. Cuando en otro pasaje está escrito: La muerte y la vida
vienen del Señor Dios173. Por tanto, el castigo de los malos, que viene de
Dios, es ciertamente un mal para los malos, pero está entre las obras buenas
de Dios, porque es justo que los malos sean castigados y, ciertamente, es
bueno todo lo que es justo.
La vigésima segunda: Que Dios nada necesita.
La vigésima tercera: Sobre el Padre y el Hijo. Donde he dicho: «Que El mismo
engendró a la Sabiduría por la que se llama sabio174. Pero después he
estudiado mejor esta cuestión en el libro La Trinidad.
La vigésima cuarta: Si tanto el pecado como la obra buena están en el libre
albedrío de la voluntad. Es del todo verdadero que es así; pero la gracia
divina lo libera para que sea libre para obrar rectamente.
La vigésima quinta: Sobre la cruz de Cristo.
La vigésima sexta: Sobre la diferencia específica de los pecados.
La vigésima séptima: De la Providencia.
La vigésima octava: Por qué Dios ha querido crear el mundo.
La vigésima novena: Si existe algo arriba y abajo en el universo.
La trigésima: Si todas las cosas han sido creadas para la utilidad del
hombre.
La trigésima primera (Sentencia de uno—Cicerón). Tampoco es mía, sino de
Cicerón. Pero, porque fui yo quien la dio a conocer a los hermanos, ellos la
incluyeron entre las notas que recogían, deseando saber cómo él (Cicerón)
había dividido y definido las virtudes del alma.
La trigésima segunda: Si uno entiende una cosa más que otro, y si la
inteligencia de una misma cosa progresa indefinidamente.
La trigésima tercera: Sobre el miedo.
La trigésima cuarta: Si no se debe amar otra cosa que el no tener miedo.
La trigésima quinta: Qué es lo que se debe amar. Lo que he dicho que: «Debe
ser amado aquello que poseerlo no es otra cosa que conocerlo», no lo apruebo
en absoluto. Porque poseían a Dios aquellos a quienes se dijo: ¿No sabéis
que vosotros sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios habita en
vosotros?175 Y sin embargo no lo conocían, o no lo conocían como debe ser
conocido. Asimismo lo que dije: «Nadie conoce la vida feliz y es
desgraciado», he dicho «conoce», en el sentido de «como debe ser conocida».
Efectivamente, ¿quién la ignora por completo (al menos entre los que tienen
uso de razón), puesto que saben que ellos quieren ser felices?
La trigésima sexta: Sobre el deber de alimentar la caridad, donde he dicho:
«Dios y el alma por la que es amado, se dice propiamente caridad
completamente purificada y consumada cuando no se ama ninguna otra cosa». Si
esto es verdadero, ¿cómo dice el Apóstol: Nadie odia nunca su propia
carne176, y así exhorta a que los maridos amen a sus mujeres177. Por eso he
escrito «se dice propiamente caridad», porque la carne se ama de seguro,
pero no propiamente, sino por el alma a la que sirve. En efecto, aunque
parece que es amada por sí misma, cuando no queremos que sea deforme, su
belleza ha de referirse a otra cosa, a saber: a aquello de donde procede
todo lo bello.
La trigésima séptima: Del que es siempre nacido.
La trigésima octava: De la conformación del alma.
La trigésima novena: De los alimentos.
La cuadragésima: Puesto que la naturaleza de las almas es una, de dónde
preceden las diversas voluntades de los hombres.
La cuadragésima primera: Habiendo creado Dios todas las cosas, por qué no
las creó uniformemente.
La cuadragésima segunda: Cómo la Sabiduría de Dios, el Señor Jesucristo178,
estuvo a la vez en el seno de su Madre y en el cielo.
La cuadragésima tercera: Por qué el Hijo de Dios apareció como hombre179, y
el Espíritu Santo como paloma180.
La cuadragésima cuarta: Por qué el Señor Jesucristo vino tan tarde. Donde,
al recordar las edades del género humano como edades de un solo hombre, he
dicho: «No fue conveniente que viniese el Maestro divino, a cuya imitación
sería formado (el hombre) en las mejores costumbres, sino a la edad de la
juventud»; y añadí que: «A este propósito vale lo que dice el Apóstol:
custodiados bajo la ley como párvulos bajo el pedagogo181. Pero puede
preguntarse por qué en otra parte dije que «Cristo vino en la edad sexta del
género humano, como en la senectud». Es decir, que eso que dije de la
juventud se refiere al vigor y al fervor de la fe que obra por la
caridad182; en cambio, lo otro de la senectud se refiere a la división de
los tiempos. En realidad, ambas cosas se pueden entender en la totalidad de
los hombres, lo cual no es posible en las edades de cada uno, como en el
cuerpo no es posible que coexistan a la vez la juventud y la senectud; pero
sí es posible en el alma, aquella por la vivacidad, ésta por su gravedad.
La cuadragésima quinta: Réplica a los matemáticos.
La cuadragésima sexta: Sobre las ideas.
La cuadragésima séptima: Si alguna vez podemos llegar a ver nuestros
pensamientos. Donde dije que: «Los cuerpos angélicos, como nosotros
esperamos tener, debemos creer que son luminosos y etéreos», si esto se
entiende sin los miembros que ahora tenemos, y sin la sustancia, que, aunque
incorruptible, con todo será de carne, es un error. Mucho mejor he tratado
esta cuestión en la obra La Ciudad de Dios a propósito de si nosotros hemos
de ver nuestros pensamientos.
La cuadragésima octava: De las cosas creíbles.
La cuadragésima novena: Por qué los hijos de Israel sacrificaban
visiblemente las víctimas de animales.
La quincuagésima: La igualdad del Hijo.
La quincuagésima primera: El hombre creado a imagen y semejanza de Dios183.
¿Qué significa aquí lo que dije: «Un hombre sin vida no se llama hombre
rectamente hablando», puesto que se llama también hombre el cadáver del
hombre? Así que debí decir: no se llama con propiedad, donde dije: «no se
llama rectamente». Asimismo he dicho: «No sin razón se distingue que una
cosa es la imagen y semejanza de Dios, y otra a imagen y semejanza de
Dios184, tal como entendemos que fue creado el hombre185. Lo cual no hay que
entenderlo como si al hombre no se le pudiese llamar imagen de Dios,
diciendo el Apóstol: Es decir, el hombre no debe cubrirse la cabeza, siendo
como es imagen y reflejo de Dios186. Pero se le llama también a imagen de
Dios, porque el hombre no es llamado Unigénito, el cual es únicamente su
imagen, no a su imagen.
La quincuagésima segunda: Sobre lo que está escrito: Me arrepiento de haber
creado al hombre187.
La quincuagésima tercera: Sobre el oro y la plata que los israelitas
recibieron de los egipcios188.
La quincuagésima cuarta: Sobre lo que está escrito: Para mí lo bueno es
estar junto a Dios189. Allí dije: «Y a lo que es mejor que toda alma, a eso
lo llamamos Dios», más bien debí decir: «mejor que todo espíritu creado».
La quincuagésima quinta: Sobre lo escrito: Sesenta son las reinas, ochenta
las concubinas y sin número las doncellas190.
La quincuagésima sexta: De los cuarenta y seis años de la edificación del
templo191.
La quincuagésima séptima: De los ciento cincuenta y tres peces192.
La quincuagésima octava: Sobre Juan bautista.
La quincuagésima novena: Sobre las diez vírgenes193.
La sexagésima: Sobre el día y la hora nadie sabe nada, ni siquiera los
ángeles del cielo ni el Hijo del hombre, sólo y únicamente el Padre194.
La sexagésima primera: Sobre lo que está escrito en el Evangelio que el
Señor alimentó a la multitud en el monte con cinco panes195. Allí dije: «Que
los dos peces196 significan las dos personalidades, a saber, la personalidad
regia y la personalidad sacerdotal, a las que estaba reservada aquella
unción sacerdotal197. Y debí decir más bien: principalmente «estaba
reservada», porque a veces leemos que los profetas también eran ungidos198.
También dije: «Lucas199, que ha insinuado a Cristo sacerdote, como
ascendiendo después de la abolición de los pecados, sube por Natán hasta
David200, porque había sido enviado el profeta Natán para corregir a David,
quien, haciendo penitencia, alcanzó el perdón de su pecado201, lo cual no
debe entenderse como si el mismo profeta Natán fuese el hijo de David202,
porque yo no he dicho ahí que éste en persona era enviado como profeta, sino
que «había sido enviado el profeta Natán», para que se comprenda que el
misterio no está en el mismo hombre, sino en el mismo nombre.
La sexagésima segunda: Sobre lo del Evangelio: que Jesús bautizaba más que
Juan, aunque no bautizaba él personalmente, sino sus discípulos203. Lo que
ahí dije que: «El ladrón aquel a quien dijo: En verdad te digo, hoy estarás
conmigo en el paraíso204, no había recibido el bautismo.
Por cierto, he hablado que ya otros rectores de la santa Iglesia antes que
yo lo han expuesto en sus escritos; sin embargo, yo no sé con qué documentos
se puede demostrar suficientemente que el ladrón aquel no fue bautizado.
Sobre esta cuestión he disputado con más detenimiento en algunos de mis
opúsculos, sobre todo en el que escribí a Vicente Víctor, Sobre el origen
del alma.
La sexagésima tercera: Del Verbo.
La sexagésima cuarta: Sobre la mujer samaritana205.
La sexagésima quinta: Sobre la resurrección de Lázaro206.
La sexagésima sexta: Sobre lo escrito: ¿Acaso ignoráis, hermanos, y hablo a
gente entendida en leyes, que la Ley obliga al hombre sólo mientras
vive?207, hasta el pasaje en que dice: Vivificará también vuestros cuerpos
mortales por el Espíritu suyo que habita en vosotros208. Aquí, queriendo
explicar lo que dice el Apóstol: Y sabemos que la ley es espiritual, pero yo
soy carnal209, dije: «Es decir, yo consiento a la carne, cuando todavía no
estoy liberado por la gracia espiritual». Esto no ha de entenderse como si
el hombre espiritual, constituido ya bajo la gracia, no pudiera decir esto
también de sí mismo, y lo que sigue hasta aquel pasaje donde digo:
¡Desgraciado de mí!, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?210, lo cual
he aprendido después, como ya he confesado anteriormente. Más adelante,
exponiendo lo que dice el Apóstol: Aunque el cuerpo estuvo muerto por el
pecado211, yo repito: «Llama muerto al cuerpo, mientras es tal que molesta
al alma con la indigencia de las cosas temporales». Pero más tarde me ha
parecido mucho mejor entender que al cuerpo se le llama muerto precisamente
porque ahora tiene la necesidad de morir que no tuvo antes del pecado.
La sexagésima séptima: Sobre lo que está escrito: Sostengo además que los
sufrimientos del tiempo presente son cosa de nada comparados con la gloria
futura que va a revelarse en nosotros, hasta las palabras: Pues en la
esperanza hemos sido salvados212. Aquí, cuando explico lo que está escrito:
Y la misma criatura será liberada de la esclavitud de la muerte, dije: «Y la
misma criatura, es decir, el mismo hombre, que, habiendo perdido la huella
de la imagen por el pecado, ha permanecido únicamente criatura». Lo cual no
ha de entenderse como si el hombre hubiese perdido todo lo que tenía de la
imagen de Dios. Puesto que si del todo no lo hubiese perdido, no habría
razón para decir: Idos reformados en la novedad de vuestro espíritu213; y,
nosotros somos transformados en la misma imagen214. Por el contrario, si lo
hubiese perdido, no quedaría nada para poder decir: Aunque camine con la
imagen, sin embargo se turba en vano215. Asimismo lo que dije que «los
ángeles supremos viven espiritualmente, en cambio los ínfimos animalmente»,
lo he dicho de los ángeles inferiores con más audacia que el poder
demostrarlo, bien por las Escrituras Santas, bien por los mismos hechos;
porque, aunque tal vez pueda probarse mi afirmación, será muy difícil poder
hacerlo.
La sexagésima octava: Sobre lo escrito: ¡Vamos, hombre! ¿Quién eres tú para
responderle a Dios?216, donde dije: «Porque cualquiera, ya sea por pecados
más leves, ya hasta por los más graves y numerosos, sin embargo llega a
hacerse digno de la misericordia de Dios por el gran quejido y dolor del
arrepentimiento, no de él mismo que, si fuese abandonado, perecería, sino
del Dios misericordioso que atiende a sus ruegos y dolores. En efecto, es
poco querer, si Dios no se compadece. Pero Dios, que llama a la paz, no se
compadece si la voluntad no va por delante hacia la paz». Esto está dicho
después del arrepentimiento. Porque es la misericordia de Dios la que
previene también a la misma voluntad, y si no estuviese presente la voluntad
no sería preparada por el Señor217. A esta misericordia pertenece también la
misma llamada que precede también a la fe. Tratando poco después de este
asunto he dicho: «esta llamada que actúa, ya en los hombres singularmente,
ya en los pueblos, y en el mismo género humano, según las oportunidades y
circunstancias, es obra de una elevada y profunda providencia». Por esta
razón le pertenecen también estos pasajes: En el seno materno te
santifiqué218, y: Cuando estabas en los riñones de tu padre, te vi, y: Amé a
Jacob y odié a Esaú219, etc. Aunque este testimonio: Cuando estabas en los
riñones de tu padre, te vi, yo no caigo en la cuenta de dónde me ha venido
como de la Escritura.
La sexagésima novena: Sobre lo escrito: Entonces también el Hijo estará
sujeto al que se lo sometió todo220.
La septuagésima: Sobre lo que dice el Apóstol: Se aniquiló la muerte con la
victoria. Muerte, ¿dónde está tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?
El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado es la ley221.
La septuagésima primera: Sobre lo que está escrito: Arrimad todos el hombro
a las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo222.
La septuagésima segunda: Sobre los tiempos eternos.
La septuagésima tercera: Sobre lo escrito: Así por su porte tenido como un
hombre223.
La septuagésima cuarta: Sobre lo que está escrito en la Carta de Pablo a los
Colosenses En quien nosotros obtenemos la redención y el perdón de los
pecados, el cual es la imagen de Dios invisible224.
La septuagésima quinta: Sobre la heredad de Dios.
La septuagésima sexta: Sobre lo que dice el apóstol Santiago: ¿Quieres
enterarte, hombre estúpido, de que la fe sin obras es inútil?225
La septuagésima séptima: Sobre si el temor es pecado.
La septuagésima octava: Sobre la beldad de los ídolos.
La septuagésima novena: ¿Por qué los magos del Faraón realizaron algunos
milagros como Moisés, el servidor de Dios?226
La octogésima: Réplica a los Apolinaristas.
La octogésima primera: Sobre la Cuaresma y la Quincuagésima.
La octogésima segunda: Sobre lo escrito: Porque el Señor educa al que ama y
da azotes a todo hijo que él recibe por suyo227.
La octogésima tercera: Sobre el matrimonio, a propósito de lo que dice el
Señor: Si alguno repudia a su mujer, fuera del caso de fornicación228(unión
ilegal).
Esta obra comienza así: Utrum anima a se ipsa sit. «Si el alma existe por sí
sola».
27. La mentira, un libro (26)
También escribí un libro sobre La mentira, el cual, aunque se entiende con
alguna dificultad, sin embargo es útil para ejercitar el ingenio y la
inteligencia, y aprovecha aún más para amar la veracidad en las costumbres.
Ya estaba resuelto a excluir también este libro de mis opúsculos, porque me
parecía, además de oscuro y complicado, completamente molesto, por lo cual
no lo había publicado. Después, como escribí otro libro con el título Contra
la mentira, decidí y aun mandé que con más razón aquel se destruyese, pero
no se hizo. Es por lo que, al encontrarlo intacto, ordené que en esta
retractación de mis opúsculos se conservase también retractado,
principalmente porque en él hay algunas cosas necesarias que no están en el
otro libro. Por eso el título de aquél es Contra la mentira y el de éste
sobre La mentira, porque por todo él aparece clara la refutación de la
mentira, aunque una gran parte se dedica a su investigación. Sin embargo,
los dos persiguen el mismo fin.
Este libro comienza así: Magna quaestio est de mendacio.
Dos libros
Libro segundo
1. Cuestiones diversas a Simpliciano, dos libros (27)
1. De los libros que compuse siendo obispo, los dos primeros son para
Simpliciano, prelado de la Iglesia de Milán, que sucedió al beatísimo
Ambrosio. Tratan de Cuestiones diversas, dos de las cuales las tomé de la
Carta del apóstol Pablo a los Romanos para el libro primero.
La primera de éstas: «sobre lo que está escrito: ¿Qué diremos por tanto?,
¿que la Ley es pecado? No, hasta donde dice: ¿Quién me librará de este
cuerpo de muerte? La gracia de Dios por Jesucristo nuestro Señor1. Donde las
palabras del Apóstol: La ley es espiritual, pero yo soy carnal, y lo que
sigue, que demuestran que la carne lucha contra el espíritu2, lo expuse de
un modo «como que se describe al hombre constituido todavía bajo la ley y
aún no bajo la gracia»3. En efecto, mucho después reconocí que esas palabras
pueden entenderse también, y más probablemente, del hombre espiritual.
La segunda cuestión de este libro es: «sobre el lugar donde dice: Pero no
sólo (Sara), sino también Rebeca, que tuvo (gemelos) de una sola unión de
Isaac, nuestro padre, hasta donde dice: Si el Señor de los ejércitos no nos
hubiese dejado una semilla, seríamos como Sodoma, y semejantes a Gomorra»4.
Al solucionar esta cuestión he trabajado ciertamente en favor del libre
albedrío de la voluntad humana, pero ha vencido la gracia de Dios;
únicamente he podido llegar a eso para que se entienda que el Apóstol dijo
con verdad purísima: ¿Quién, en efecto, te conoce? Pero ¿qué tienes que no
has recibido? Y si lo has recibido, ¿de qué te glorías como si no lo
hubieras recibido?5 Queriendo demostrar eso mismo el mártir Cipriano, lo
definió todo con ese mismo título diciendo: «No debemos gloriarnos de nada,
cuando nada es nuestro».
2. En el segundo libro son tratadas las otras cuestiones, y las resuelvo
según mi humilde entender. Todas son de la Escritura que llaman Libro de los
Reyes. La primera de ellas trata «de lo que está escrito: Y el Espíritu del
Señor se arrojó sobre Saúl6, cuando se dice en otro sitio: Y el Espíritu
malo del Señor sobre Saúl»7. Cuando la expuse dije: «Aunque esté en la
potestad de cada uno el querer, sin embargo no está en la potestad de cada
uno el poder». Lo he dicho así porque no decimos que esté en nuestro poder
sino lo que se hace cuando queremos; donde lo primero, y sobre todo, es el
mismo querer.
Efectivamente, sin ningún intervalo de tiempo la voluntad misma está presta
cuando queremos; pero también recibimos de arriba esa potestad para vivir
bien cuando la voluntad es preparada por el Señor8.
La segunda cuestión es: «como se dijo: Estoy arrepentido de haber
constituido rey a Saúl»9.
La tercera: «si el espíritu inmundo, el que estaba en la pitonisa, pudo
hacer que Samuel fuese visto por Saúl y hablase con él»10.
La cuarta: «sobre lo escrito: Entró el rey David y se sentó ante el
Señor»11.
La quinta: «acerca de lo que dijo Elías: Señor, soy testigo de esta viuda,
en cuya casa estoy hospedado, de que tú obraste mal al morir su hijo»12.
Esta obra comienza así: Gratissimam sane atque suavissimam.
2. Réplica a la carta de Manes, llamada «del fundamento», un libro (28)
El libro Réplica a la carta de Manes, llamada «del Fundamento», refuta
solamente sus principios, pero en otras partes de la misma, donde me
parecía, he puesto anotaciones con las que se destruyen del todo, y me
recordarían a mí a escribir contra ella entera cuando hubiese tenido tiempo.
Este libro comienza así: Unum verum Deum omnipotentem.
3. El combate cristiano, un libro (29)
El libro El combate cristiano fue escrito con lenguaje vulgar para los
hermanos poco instruidos en la lengua latina, y contiene la regla de fe y
los mandamientos de vida. En él aquello que pongo: «No escuchemos a los que
niegan la futura resurrección de la carne, y recuerdan lo que dice el
apóstol Pablo: La carne y la sangre no poseerán el reino de Dios, sin
comprender que el mismo Apóstol dice: Conviene que esto corruptible se vista
de incorrupción, y esto mortal se viste de inmortalidad13; porque, cuando
eso sucediere, ya no habrá carne y sangre, sino cuerpo celestial», no hay
que entenderlo como si la sustancia de la carne no va a existir, sino que el
Apóstol llamó con el nombre de carne y sangre a la corrupción de la carne y
sangre; la cual ciertamente no existirá en aquel reino, donde la carne será
incorruptible. Aunque también se puede entender de otro modo, y decir que el
Apóstol llamó carne y sangre a las obras de la carne y de la sangre, y que
no han de poseer el reino de Dios los que hayan amado esas obras
obstinadamente.
Ese libro comienza así: Corona victoriae.
4. La doctrina cristiana, cuatro libros (30)
1. Como encontrase que estaban sin terminar los libros de La doctrina
cristiana, preferí terminarlos antes que dejarlos así, y pasar a retractar
otros tratados. Así pues, terminé el libro tercero, que estaba escrito hasta
aquel pasaje «donde se recuerda el testimonio del Evangelio sobre la mujer
que esconde el fermento en tres medidas de harina hasta que fermenta
todo»14. Añadí también un libro nuevo, y completé toda la obra con cuatro
libros. Los tres primeros ayudan a entender las Escrituras, el cuarto cómo
debemos exponer lo que entendemos.
2. Por cierto que en el libro segundo, «a propósito del autor del libro que
muchos llaman la Sabiduría de Salomón, que lo hubiese escrito también Jesús
Sirac como el Eclesiástico», no hay constancia de haber dicho yo que lo
aprendí después, y que he encontrado con más probabilidad que ése no es el
autor del libro. En cambio, donde dije: «En esos cuarenta y cuatro libros se
contiene la autoridad del Antiguo Testamento», llamé Antiguo Testamento
según la costumbre con que ahora habla la Iglesia; pero el Apóstol no parece
llamar Antiguo Testamento sino a la Ley dada en el monte Sinaí15.
También en lo que dije: «Que San Ambrosio resolvió la cuestión sobre la
historia de los tiempos, como si Platón y Jeremías hubiesen sido coetáneos»,
la memoria me engañó. Pues lo que aquel gran obispo dijo sobre este asunto
se lee en el libro que él escribió De los sacramentos o De la filosofía.
Esta obra comienza así: Sunt praecepta quaedam.
5. Réplica a la secta de Donato, dos libros (31)
Hay dos libros míos, cuyo título es Réplica a la secta de Donato. En el
primero dije: «que no me agradaba que los cismáticos sean obligados
violentamente a la comunión por la fuerza de un poder secular». Y en verdad
que entonces no me agradaba, porque no había experimentado aún a cuánta
maldad se atrevía su impunidad y cuánto bien podría acarrearles la
vigilancia de la autoridad para convertirlos.
Esta obra comienza así: Quoniam Donatistae nobis.
6. Las confesiones, trece libros (32)
1. Los trece libros de mis Confesiones alaban la justicia y la bondad de
Dios tanto por mis obras malas como por las buenas, y mueven hacia El el
espíritu y el corazón humano. Al menos en cuanto a mí, eso hicieron en mí
cuando las escribí, y continúan haciendo cuando se leen. Qué piensan otros
de ellas, ¡allá ellos!; sin embargo, sé que a muchos hermanos les han
gustado mucho, y continúan gustando. Tratan de mí desde el libro primero
hasta el décimo; en los tres restantes tratan de las Sagradas Escrituras
desde aquello: En el principio Dios creó el cielo y la tierra16, hasta el
descanso sabático.
2. En el libro cuarto, al confesar la miseria de mi alma a propósito de la
muerte de un amigo, hablando de que en alguna manera nuestras dos almas se
habían hecho una sola alma, digo: «y por eso tal vez temía morir yo para que
no muriese todo entero aquel a quien amaba mucho». Lo cual me parece como
una declaración ligera más que una confesión seria, aunque esa tontería esté
suavizada algún tanto, porque añadí: «tal vez».
También lo que dije en el libro decimotercero: «el firmamento fue creado
entre las aguas espirituales superiores y las corporales inferiores»17, lo
dije sin la suficiente reflexión; pues la cuestión es muy oscura.
Esta obra comienza así: Magnus es, Domine18.
7. Réplica a Fausto, el maniqueo, treinta y tres libros (33)
1. He escrito una obra extensa, Réplica a Fausto, el Maniqueo, que blasfema
contra la Ley y los Profetas, y su Dios, y contra la encarnación de Cristo,
y además porque dice que las Escrituras del Nuevo Testamento con que yo le
refuto están falseadas, replicando a sus palabras propuestas con mis
respuestas. En realidad son treinta y tres discusiones, ¿y por qué no las
voy a llamar libros? Pues aunque algunas de ellas son muy breves, sin
embargo son libros. Si bien uno de ellos, el que defiende la vida de los
patriarcas de sus acusaciones, es de tanta extensión como casi ningún otro
de mis libros.
2. Así pues, en el libro tercero, al resolver la cuestión de cómo José pudo
tener dos padres19, dije en realidad «que nació de uno y que fue adoptado
por otro»; pero debí decir también el modo de adopción, porque lo que he
dicho suena así como que estando vivo el primero lo hubiese adoptado un
segundo padre. En cambio, la ley adoptaba a los hijos también para los
muertos ordenando que a la mujer del hermano muerto sin hijos la tomara por
esposa el hermano, y diese descendencia de ella al hermano difunto20. Lo
cual hace allí más clara la razón sobre los dos padres de un solo hombre.
Pues hubo hermanos uterinos en quienes sucede eso, que el segundo, esto es:
Jacob, que, según Mateo, engendró a José21, tomó la mujer del primer
difunto, que se llamaba Helí. Pero lo engendró para su hermano uterino, de
quien, según Lucas, fue hijo José22, no ciertamente engendrado, sino
adoptivo por la ley. Esa explicación se halla en las cartas de aquellos que
escribieron sobre este asunto después de la Ascensión del Señor, cuando aún
estaba reciente su memoria. En efecto, el Africano no calló el nombre de la
misma mujer que parió a Jacob, padre de José, de su primer marido Matán, que
fue el padre de Jacob, y el abuelo de José según Mateo, y del segundo marido
Melquí, parió a Helí, de quien José era hijo adoptivo. Lo cual yo realmente
aún no lo había leído cuando respondía a Fausto; pero, no obstante, yo no
podía dudar de que por la adopción pudo suceder que un solo hombre tuviese
dos padres.
3. En el libro duodécimo y en el decimotercero «he tratado del segundo hijo
de Noé, llamado Cam, como si no hubiese sido maldecido por su padre en su
hijo Canaán, como lo demuestra la Escritura23, sino en sí mismo». En el
decimocuarto «he dicho tales cosas sobre el sol y la luna como si tuviesen
sentimientos, y por eso toleran a sus vanos adoradores»; aunque allí pueden
entenderse las palabras (de la Escritura) como trasladadas de lo animado a
lo inanimado, al modo de la locución que en griego se llama metáfora; así
como se dice del mar: que brama en el seno de su madre queriendo avanzar24,
cuando ciertamente no tiene voluntad.
En el vigésimo noveno digo: «Lejos el pensar que exista torpeza alguna en
los miembros de los santos, aun en los genitales. Se les llama, en efecto,
deshonestos porque no tienen aquella especie de belleza que tienen otros
miembros colocados a la vista». Pero he dado una razón más probable, en
otros escritos posteriores, de por qué el Apóstol llama deshonestos a esos
miembros, es a saber, a causa de la ley que en los miembros se opone a la
ley del espíritu, la cual sucedió por causa del pecado, no por la
disposición primera de nuestra naturaleza.
Esta obra comienza así: Faustus quídam fuit.
8. Actas del debate con el maniqueo Félix, dos libros (34)
Tuve unas disputas delante del pueblo en la Iglesia durante dos días con un
maniqueo llamado Félix. Efectivamente, había llegado a Hipona para propagar
ese error, porque era uno de sus doctores, aunque poco instruido en las
letras liberales, sin embargo mucho más hábil que Fortunato. Son las actas
eclesiásticas, pero van incluidas entre mis libros. Por lo tanto, son dos
libros: en el segundo trato del libre albedrío de la voluntad para hacer el
bien y el mal; pero, como era tal el personaje con el que trataba, no tuve
ninguna necesidad de disputar con mayor diligencia de la gracia por la cual
se hacen verdaderamente libres aquellos de quienes está escrito: Si el Hijo
os ha liberado, entonces seréis verdaderamente libres25.
Esta obra comienza así: Honorio augusto VI consule VII idus Decembris.
9. Naturaleza del bien, un libro (35)
Tengo un libro sobre La naturaleza del bien contra los maniqueos, donde
demuestro que Dios es una naturaleza inmutable y el Bien Sumo, y que por El
son buenas las demás naturalezas, espirituales o corporales, en tanto en
cuanto son naturalezas. Y qué es y de dónde procede el mal, y cuántos males
ponen los maniqueos en la naturaleza del bien y cuántos bienes en la
naturaleza del mal, naturalezas que ha inventado su error.
Ese libro comienza así: Summum bonum quo superius non est Deus est.
10. Respuesta al maniqueo Secundino, un libro (36)
Un tal Secundino, no de los que llaman los maniqueos elegidos, sino de los
oyentes, a quien yo no conocía de vista, me escribió como un amigo,
reprendiéndome con respeto, porque atacaba con mis escritos aquella herejía
y aconsejándome que no lo hiciera, y exhortándome a la vez a que yo la
siguiera, defendiéndola, y criticando la fe católica. Le respondí; pero,
como en el encabezamiento no puse ni quién escribía ni a quién, no está
entre mis cartas, sino entre los libros. Allí va copiada también la carta
suya. En cuanto al título de ese volumen mío es Contra el maniqueo
Secundino, porque a mi parecer fácilmente le prefiero a todos los que he
podido escribir en contra de aquella peste.
Este libro comienza así: Tua in me bevolentia quae apparet in litteris tuis.
11. Réplica a Hílaro, un libro (37)
Entre tanto, un tal Hílaro, varón tribunicio y católico seglar, no sé por
qué, irritado contra los ministros de Dios, como suele suceder, reprochaba
con malévola violencia, por donde podía, la costumbre que entonces comenzaba
a existir en Cartago, de que se cantasen ante el altar los himnos tomados de
los Salmos, bien antes de las ofrendas, bien cuando se distribuye al pueblo
lo que se ha ofrecido, afirmando que no era conveniente que se hiciese. Le
respondí a petición de los hermanos, y el libro se llama Réplica a Hílario.
Ese libro comienza así: Qui dicunt mentionem Veteris Testamenti.
12. Varios pasajes de los Evangelios, dos libros (38)
Hay unas exposiciones de algunos pasajes del evangelio según Mateo, y lo
mismo otras del evangelio según Lucas; aquéllas están recogidas en un libro,
y éstas en otro. El título de esa obra es: Cuestiones de los Evangelios.
Pero, por qué fueron expuestas solamente aquellas cuestiones acerca de los
libros evangélicos sobredichos, que se recogen en esos libros míos, y cuáles
son, el prólogo mío lo indica suficientemente con las mismas cuestiones
adjuntas y numeradas, de tal manera que quien quisiere leer lo que prefiera,
lo encuentre siguiendo la numeración.
Así pues, en el primer libro la equivocación del códice me ha engañado en
aquello que puse que «el Señor anunció su pasión a dos discípulos por
separado»26, porque está escrito «a los doce», no «a los dos».
En el segundo, al intentar exponer cómo pudo tener dos padres José27, cuya
esposa se llama la Virgen María28, «aquello que digo que el hermano tomó por
esposa a la mujer del hermano difunto para darle descendencia según la
ley29, dije por eso que es débil, porque la ley mandaba que el que naciese
tome el nombre del difunto». Y no es verdad; en efecto, la ley manda que el
nombre del difunto así evocado tenga valor para que sea declarado hijo suyo,
no para que sea llamado como él.
Esa obra comienza así: Hoc opus non ita scriptum est.
13. Anotaciones al libro de Job, un libro (39)
El libro, cuyo título es Anotaciones a Job, no es fácil decir si ha de ser
tenido como mío, o más bien es de aquellos que, como han podido y querido,
las reunieron en un solo cuerpo tomadas de los encabezamientos del
manuscrito. En efecto, son atractivas a muy pocos inteligentes, los cuales,
sin embargo, se sentirán decepcionados al no entender muchas cosas, porque
en muchos sitios hasta las mismas palabras que se declaran están descritas
de tal modo que no aparece lo que se expone. Además, a la concisión de las
palabras le acompaña tanta oscuridad que el lector apenas la puede aguantar,
viéndose obligado a pasar muchísimas cosas sin entender. Finalmente, he
encontrado la obra tan defectuosa en nuestros códices que no la podría
corregir, ni querría que se diga que ha sido editada por mí, de no ser
porque sé que la tienen los hermanos, a cuyo deseo no puedo negarme.
Ese libro comienza así: Et opera magna erant ei super terram30.
14. Catequesis a principiantes, un libro (40)
Hay también un libro nuestro, que lleva por título Catequesis a
principiantes En él, donde dije: «Ni el ángel, que con otros espíritus
cómplices suyos abandonó por soberbia la obediencia de Dios, y se hizo
diablo, causó daño alguno a Dios, sino a sí mismo. Porque Dios sabe ordenar
a las almas que lo abandonan», más propiamente debería decir: a los
espíritus que lo abandonan, porque se trataba de los ángeles.
Ese libro comienza así: Petisti me, frater Deogratias.
15. La Trinidad, quince libros (41)
1. He escrito durante algunos años quince libros sobre La Trinidad, que es
un solo Dios. Pero, cuando aún no había terminado el duodécimo, quienes
deseaban ardientemente poseerlos, como yo los retenía más tiempo del que
ellos podían aguantar, me los sustrajeron menos corregidos de lo que
deberían y podrían, cuando yo los hubiese querido publicar. Después lo
comprobé, porque también había conservado conmigo algunos ejemplares, y
estaba decidido a no publicarlos ya, sino dejarlos así, para contar en
alguna otra obrita mía qué me había sucedido con ellos. Sin embargo, a
instancias de los hermanos, a quienes no era capaz de oponerme, los corregí
en la medida que lo creí necesario, y los completé y publiqué, añadiéndoles
de prólogo una carta dirigida al venerable Aurelio, obispo de la Iglesia de
Cartago; en ese prólogo expuse qué habría sucedido, qué hubiese querido
hacer con mi pensamiento y qué habría hecho, estimulado por la caridad
fraterna.
2. En el libro undécimo, al tratar del cuerpo visible, he dicho: «Que amarlo
es una locura». Se ha de entender de ese amor con el que se ama algo de modo
que se crea que, gozando de ello, es feliz el que lo ama. Porque no es
ninguna locura amar la hermosura corporal para alabar al Creador, de manera
que sea uno verdaderamente feliz gozando del mismo Creador. Igualmente
cuando dije: «Tampoco recuerdo un ave de cuatro patas, porque no la he
visto; pero imagino fácilmente una fantasía así cuando a alguna forma de ave
que he visto le añado otros dos pies, como los he visto igualmente», al
decir eso yo no he podido encontrar los volátiles de cuatro patas que
recuerda la ley31. Porque no cuenta como pies las dos patas posteriores con
las que saltan las langostas, a las que declara puras, y por eso las
distingue de los otros volátiles inmundos, que no saltan con aquellas patas,
como son los escarabajos. No obstante, todos los volátiles de esta especie
en la ley se llaman cuadrúpedos.
3. En el duodécimo, «como una explicación de las palabras del Apóstol, donde
digo: Todo pecado, cualquiera que hubiera cometido el hombre, está fuera del
cuerpo», no me satisface; ni creo que deba entenderse así aquello: «En
cambio, el que fornica peca contra su propio cuerpo32, como si hiciese eso
aquel que obra algo para conseguir lo que se capta por la sensibilidad del
cuerpo, de modo que ponga en esos placeres el fin de su propio bien». Porque
eso abarca muchos más pecados que el de la fornicación que se comete con la
unión ilícita, de la que es evidente que habló el Apóstol cuando decía eso.
Esta obra, menos la carta que añadí después al principio, comienza así:
Lecturus haec quae de Trinitate disserimus.
16. Concordancia de los evangelistas, cuatro libros (42)
Por los mismos años en que dictaba poco a poco los libros de La Trinidad,
escribí también otros en trabajo continuo, intercalándolos en los tiempos
libres de aquéllos, entre los cuales están los cuatro sobre la Concordancia
de los Evangelistas por esos que calumnian, igual que para los que no están
de acuerdo. El primer libro está escrito contra los que honran o fingen
honrar a Cristo como sumamente sabio, y por eso no quieren creer al
Evangelio, so pretexto de que no los ha escrito El, sino sus discípulos, de
quienes juzgan que le atribuyeron equivocadamente la divinidad, haciendo
creer que era Dios. En este libro, lo que he dicho «que desde Abrahán
comenzó el pueblo hebreo»33, en verdad que es creíble que también los
Hebreos parece que fueron llamados Abraeos, por decirlo así; pero es más
verosímil que tomen este nombre de Heber34 como Hebereos, de lo cual he
tratado bastante en el libro decimosexto de La Ciudad de Dios.
En el segundo, «al tratar de los dos padres de José35, he dicho que por el
primero fue engendrado, por el segundo adoptado». Pero tenía que haber
dicho: adoptado para el primero; a saber, para el difunto, que es lo más
creíble que fuera adoptado según la ley36, porque el que lo engendró había
tomado por esposa a su madre, cónyuge del hermano difunto.
Asimismo, cuando dije: «en cambio Lucas asciende hasta David por Natán37, el
profeta por quien Dios le hizo expiar su pecado»38, yo debí decir el
homónimo del Profeta, para no dar pie a creer que fue el mismo hombre,
cuando fue otro, aunque se llamase igual.
Esa obra comienza así: Inter omnes divinas auctoritates.
17. Réplica a la carta de Parmeniano, tres libros (43)
En los tres libros Contra la Carta de Parmeniano, obispo de Cartago para los
donatistas y sucesor de Donato, trato y resuelvo una gran cuestión: si los
malos contaminan a los buenos en la unidad y en la comunión de los mismos
sacramentos, y se disputa cómo no contaminan al lado de la Iglesia difundida
por todo el orbe, y a la que hicieron el cisma calumniando.
En el tercero de esos libros, «cuando trato de averiguar cómo ha de
entenderse lo que dice el Apóstol: Removed el mal de en medio de vosotros39,
lo que dije: para que cada uno remueva el mal de sí mismo», no hay que
entenderlo así, sino más bien de manera que el hombre malo sea removido de
entre los hombres buenos, lo cual se hace por medio de la disciplina
eclesiástica. El texto griego lo indica suficientemente, cuando sin lugar a
dudas escribe, para que se entienda por ese malo no ese mal, aunque a
Parmeniano le respondí también según aquel sentido.
Esa obra comienza así: Multa quidem alias adversus Donatistas.
18. Tratado sobre el Bautismo, siete libros (44)
He escrito siete libros sobre El Bautismo contra los donatistas que
pretendían defenderse con la autoridad del bienaventurado obispo y mártir
Cipriano. En ellos he enseñado que nada hay tan eficaz para refutar a los
donatistas y taparles la boca, de manera que no puedan defender su cisma
contra la Iglesia católica, como las cartas y la actitud de Cipriano.
«Cuando recuerdo en esos libros que la Iglesia no tiene mancha ni arruga»40,
no ha de entenderse como si ya lo sea, sino la que se prepara para que lo
sea, cuando aparezca también gloriosa. Ahora, en efecto, a causa de algunas
ignorancias y debilidades de sus miembros, tiene motivo para decir
diariamente toda ella: Perdónanos nuestras deudas41.
En el libro cuarto, al decir «que el martirio puede suplir al bautismo»,
puse el ejemplo del buen ladrón42, no muy a propósito, porque no es seguro
de que no fuese bautizado.
En el libro séptimo, «a propósito de los vasos de oro y plata colocados en
una gran mansión, seguí el parecer de Cipriano, que los recibió entre los
buenos; en cambio, los de madera y barro entre los malos, aplicándoles lo
que está dicho: Los unos ciertamente para honor, en cuanto a los otros lo
dicho: A los otros, en cambio, para oprobio»43. Pero apruebo mejor lo que
después he encontrado o advertido en Ticonio, que hay que entender en ambos
casos algunos vasos para honor, esto es, no sólo de oro y plata, así como
también en ambos casos algunos vasos para oprobio, no sólo, por cierto, de
madera y barro.
Esa obra comienza así: In eis libris quos adversus epistulam Parmeniani.
19. Réplica a lo que Centurio trajo de los donatistas, un libro (45)
Cuando disputaba denodadamente contra la secta de Donato, un seglar llevó
entonces a la Iglesia algunos argumentos suyos contra nosotros dictados o
escritos en pocas palabras, porque creen que apoyan su causa. Respondí a
esos muy brevemente. El título de ese librito es: Réplica a lo que Centuria
trajo de los donatistas.
Y comienza así: Dicis eo quod scriptum est a Salomone: Ab aqua aliena
abstinete44.
20. Respuesta a las preguntas de Jenaro, dos libros (46)
Los dos libros cuyo título es Respuesta a las preguntas de Jenaro recogen
muchas discusiones sobre los misterios y ritos que la Iglesia observa, bien
universal, bien particularmente, es decir, no de un modo uniforme en todos
los lugares; sin embargo, no he podido recordarlo todo, sino que he
respondido suficientemente a las cuestiones examinadas. El primero de estos
libros es una carta, puesto que tiene encabezamiento, quién escribe y a
quién; pero va incluida entre los libros precisamente porque el libro
siguiente, que no lleva mi nombre, es mucho más extenso y trata mayor número
de cuestiones.
Así pues, lo que dije en el primero sobre el maná, «que a cada uno le sabía
en la boca según su voluntad»45, no se me ocurre cómo pueda probarse si no
es por el libro de la Sabiduría, al que los judíos no conceden autoridad
canónica. Lo cual pudo llegar hasta los fieles no precisamente siendo los
murmuradores contra Dios, porque en realidad no habrían deseado otros
manjares si el maná les hubiera sabido a lo que quisieran.
Esa obra comienza así: Ad ea quae me interrogasti.
21. El trabajo de los monjes, un libro (47)
Para escribir un libro sobre El trabajo de los monjes me urgió la necesidad
de que, al comenzar a haber monasterios en Cartago, unos vivían del trabajo
de sus manos, obedeciendo al Apóstol, mientras que otros querían vivir de
las limosnas de las personas piadosas, de tal manera que, sin hacer nada
para conseguir o completar las cosas más necesarias, creían y se jactaban de
que ellos cumplían muy bien el precepto evangélico, cuando dice el Señor:
Mirad a los pájaros del cielo y a los lirios del campo46. En consecuencia,
comenzaron a manifestarse también entre los seglares, que no seguían el
camino de perfección, pero que eran muy fervorosos, disputas tumultuosas que
perturbaban a la Iglesia, al defender unos la primera opinión, y otros la
segunda. A esto se añadía que algunos de los que decían que no tenían que
trabajar eran crinitos, de cabellera larga. Por lo cual aumentaban las
discusiones según el interés de las partes entre los reprensores y los
defensores. Por esta causa el venerable anciano Aurelio, obispo de la
Iglesia de esta misma ciudad, me pidió que escribiese algo a este propósito;
así lo hice.
Ese libro comienza así: Iussioni tuae, sancte frater Aureli.
22. La bondad del matrimonio, un libro (48)
1. La herejía de Joviniano, al igualar el mérito de las vírgenes consagradas
con la castidad conyugal, se propagó tanto en la ciudad de Roma, que se
hablaba de que hasta muchas religiosas, de cuya pureza no hubo nunca la
menor sospecha, se precipitaban al matrimonio, argumentando principalmente,
cuando se las apremiaba: ¿Eres tú, acaso, mejor que Sara47, mejor que
Susana48, o que Ana?49, recordando a las demás mujeres muy recomendadas con
el testimonio de la Sagrada Escritura, con las cuales ellas no podrían
compararse mejores, ni siquiera iguales. De ese modo se rompía también el
santo celibato de los santos varones con el recuerdo y la comparación de los
Padres casados. La santa Iglesia de allí resistía a ese monstruo con
fidelidad y fortaleza. Pero habían quedado esas discusiones suyas en las
tertulias y cotilleos de muchos, porque en público nadie se atrevía a
aconsejarlo. Además, con la facultad que Dios me daba, fue necesario salir
al paso del veneno que se propagaba ocultamente, sobre todo porque se
jactaban de que no había sido posible refutar a Joviniano, ensalzando el
matrimonio, sino vituperándolo. Por esta razón publiqué el libro, cuyo
título es La bondad del matrimonio. Donde no he tratado la gran cuestión
sobre la propagación de los hijos antes de que los hombres mereciesen la
muerte por el pecado, porque se trata de la unión de los cuerpos mortales;
pero, según creo, lo explico suficientemente en otros libros míos
posteriores.
2. Dije también en alguna parte: «En efecto, lo que es el alimento para la
conservación del hombre, eso es la unión carnal para la conservación de la
especie, y una y otra no se tienen sin placer camal, que, sin embargo, no
puede ser libido, cuando es moderada y reducida a su uso natural por el
control de la templanza». Me he explicado así porque el uso bueno y recto de
la libido ya no es libido. Porque, así como es malo usar mal de los bienes,
así es bueno usar bien de los males. Sobre lo cual he tratado más
cuidadosamente en otros sitios, sobre todo contra los nuevos herejes
pelagianos. Lo que he dicho de Abrahán: «Que el gran patriarca Abrahán, que
no vivió sin esposa, estuvo preparado en virtud de aquella obediencia a
vivir sin su hijo único e inmolado por él mismo»50, no lo apruebo del todo.
Porque él creyó que, si hubiese inmolado al hijo, en seguida se lo hubiese
devuelto resucitado, como se lee en la Carta a los Hebreos51.
Ese libro comienza así: Quoniam unusquisque homo humani generis pars est.
23. La santa virginidad, un libro (49)
Después de que escribí La bondad del matrimonio, se esperaba que escribiese
sobre La santa virginidad; no lo retrasé, y demostré, como pude, en un
libro, cuan grande es este don de Dios, y con cuánta humildad hay que
conservarlo.
Ese libro comienza así: Librum de bono coniugali nuper edidimus.
24. Comentario literal al Génesis, doce libros (50)
1. Por el mismo tiempo escribí los doce libros sobre el Génesis, desde el
principio52 hasta que Adán fue expulsado del paraíso, y una espada de fuego
fue puesta para guardar el camino del árbol de la vida53. Pero cuando los
once libros llegaron hasta ese pasaje, añadí el duodécimo, en el cual he
tratado más cuidadosamente del paraíso. El título de esos libros es:
Comentario literal al Génesis, es decir, no según las significaciones
alegóricas, sino según los propios hechos históricos. En la obra hay más
interrogantes que respuestas, y de las respuestas, muy pocas son seguras, y
las demás están como para que sean examinadas de nuevo. En realidad, comencé
esos libros después del de La Trinidad, pero los terminé antes. Por eso los
recojo ahora por el orden en que los comencé.
2. En el libro quinto, y dondequiera que he escrito en ellos «sobre la
descendencia a la que fue hecha la promesa preparada por medio de los
ángeles con el poder del Mediador»54, no lo tiene así el Apóstol, según he
comprobado después en códices más exactos, sobre todo griegos.
Efectivamente, se ha dicho de la ley lo que muchos códices latinos, por
error del intérprete, lo tienen como dicho de la descendencia.
En el libro sexto, lo que dije «que Adán perdió por el pecado la imagen de
Dios según la cual fue creado»55, no ha de entenderse como si en él no
hubiese quedado nada, sino tan deforme que necesitaba reformación.
En el duodécimo me parece que debí enseñar más acerca «del infierno, que
está debajo de la tierra, que dar razones de por qué se cree o se dice que
está debajo de la tierra», como si no fuese así.
Esa obra comienza así: Omnis divina Scriptura bipartita est.
25. Réplica a las cartas de Petiliano, tres libros (51)
Antes de haber acabado los libros sobre La Trinidad y los libros Comentario
literal al Génesis, me vi obligado a responder a las cartas de Petiliano
donatista, que escribió contra la Iglesia católica, y que no pude retrasar.
Escribí en contra tres volúmenes: en el primero respondí, con la rapidez y
verdad que me fue posible, a la primera parte de su carta, la que él
escribió a los de su secta, porque no había llegado a mis manos toda entera,
sino la primera parte, que era breve. También la carta va dirigida a los
nuestros, pero está colocada entre los libros por eso, porque los otros dos
son libros sobre la misma causa. Después, por cierto, encontré la carta toda
entera, y la fui respondiendo con tanta diligencia como respondí a Fausto el
Maniqueo, a saber: citando sus palabras al principio con su nombre una por
una, y con el mío mi respuesta a cada una. Pero llegó antes a Petiliano lo
que ya había escrito, y antes de haber encontrado la carta entera, furioso,
intentó responderme, inventando más bien lo que quiso contra mí, pero sin
entrar para nada en la cuestión. Eso lo puede comprobar cualquiera muy
fácilmente comparando los escritos de nosotros dos; sin embargo, en atención
a los más lentos, yo mismo procuré demostrarlo respondiéndole. De este modo
fue añadido a la misma obra mía el libro tercero.
Esa obra comienza así en el libro primero: Nostis nos saepe voluisse; en el
segundo, así: Primis partibus epistulae Petiliani; y en el tercero así: Legi,
Petiliane, litteras tuas.
26. Réplica al gramático Cresconio, donatista, cuatro libros (52)
También un gramático donatista llamado Cresconio, habiendo topado con la
carta mía, en la que refuto la primera parte de la carta de Petiliano que
hasta entonces había llegado a mis manos, creyó que debía responderme, y me
lo escribió. A esa obra suya, yo le respondí con cuatro libros, de tal
manera que agoté sin duda con los tres libros cuanto exigían sus argumentos.
Pero, al ver yo que podía responder a todo cuanto él me escribió en torno a
la cuestión única de los maximianistas, a quienes los donatistas condenaron
como cismáticos de su secta, y repusieron a algunos de ellos en sus
dignidades sin reiterarles el bautismo recibido fuera de su comunión, añadí
además el libro cuarto, en el cual demostré esto mismo, lo mejor que pude,
con diligencia y caridad. En cuanto a esos cuatro libros, cuando los
escribí, ya el emperador Honorio había publicado las leyes contra los
donatistas.
Esa obra comienza así: Quando ad te, Cresconi, mea scripta pervertiré
possent ignorans.
27. Pruebas y testimonios contra los donatistas, un libro (53)
En seguida tuve empeño en que llegaran a los donatistas los documentos
indispensables contra su error, y a favor de la verdad católica, bien sobre
las Actas eclesiásticas y civiles, bien sobre las Escrituras canónicas. Y en
primer lugar les dirigí a ellos las mismas promesas, para que, si fuera
posible, ellos mismos las solicitasen. Habiendo llegado a manos de algunos
de ellos, surgió no sé quién para escribir contra ellas, callando su nombre,
pero confesándose Donatista, como si se llamase así. En respuesta a él
escribí otro libro. Sin embargo, los documentos que había prometido los uní
al mismo libro prometido, y de los dos quise hacer uno solo, y así lo
publiqué, para que, previamente fijado, se leyese en las paredes de la
basílica que había sido de los donatistas. Su título es: Pruebas y
testimonios contra los donatistas. En este libro «no puse la absolución de
Félix de Aptonga, ordenante de Ceciliano», en ese orden en que luego vi
claro, consultando con cuidado las actas consulares, sino «como si hubiese
sido absuelto después de Ceciliano», cuando eso sucedió antes.
También aquello «que recordando el testimonio del apóstol Judas, cuando
dice: Esos son los que se separan a sí mismos, como animales que no tienen
espíritu, añadí diciendo: De quienes también el apóstol Pablo dice: Pero el
hombre animal no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios»56, ésos no
hay que igualarlos a aquellos a quienes el cisma ha separado de la Iglesia
por completo. En efecto, a ésos el mismo Apóstol los llama: párvulos en
Cristo, a quienes alimenta con leche57, porque no pueden todavía tomar
alimento sólido; en cambio, aquéllos han de ser tratados no entre los hijos
párvulos, sino entre los muertos y perdidos, para que si alguno de ellos,
después de corregido, fuese unido a la Iglesia, pueda decirse de él
rectamente: Estaba muerto, y ha revivido; estaba perdido, y ha sido
encontrado58.
Ese libro comienza así: Qui timetis consentire Ecclesiae Catholicae.
28. Réplica a un donatista desconocido, un libro (54)
El segundo libro que he recordado antes quise titularlo: Réplica a un
Donatista desconocido. Donde, al igual que acerca de la absolución del
ordenante de Ceciliano, no es verdadero el orden cronológico. También lo que
dije: «A la multitud de cizañas59, donde se entienden todas las herejías»,
no tiene una conjunción necesariamente; porque debí decir: «donde se
entienden también todas las herejías», o: «donde se entienden incluso todas
las herejías». Lo dije así en cuanto ahora, como si las cizañas están
solamente fuera de la Iglesia, no también en la Iglesia, cuando ella sea el
reino de Cristo, del cual sus ángeles han de recoger en el tiempo de la
siega todos los escándalos60. De ahí que el mártir Cipriano dice también:
Aunque parezca que en la Iglesia hay cizañas, con todo, nuestra fe o nuestra
caridad no deben flaquear de modo que, porque veamos que hay cizaña dentro
de la Iglesia, vayamos a apartarnos nosotros mismos de la Iglesia. Opinión
que he defendido también otras veces, y sobre todo en la Conferencia contra
los mismos donatistas, que estaban presentes.
Ese libro comienza así: Probationes rerum necessariarum quodam breviculo
collectas promisimus.
29. Advertencia de los donatistas sobre los maximianistas, un libro (55)
Como viese que muchos, por la dificultad de leer, estaban impedidos para
aprender qué sinrazón y falsedad tiene la secta de Donato, compuse un
librito muy breve, donde he creído que debía advertirles únicamente sobre
los maxímianistas, para que pudiese llegar a muchas manos por la facilidad
de copiarlo, y por su misma brevedad fuese aprendido más fácilmente de
memoria. Le puse por título: Advertencia de los donatistas sobre los
maximianistas.
Ese libro comienza así: Quicumque calumniis hominum et criminationibus
movemini.
30. La adivinación diabólica, un libro (56)
Por el mismo tiempo, me vi obligado por una disputa a escribir un librito
sobre La adivinación de los demonios, cuyo título es éste.
Pero en un pasaje donde digo: «Los demonios a veces captan también con toda
facilidad hasta las disposiciones de los hombres, no sólo las manifestadas
de palabra, sino también las concebidas en el pensamiento, cuando desde el
alma se manifiestan algunas señales en el cuerpo», defendí un asunto muy
misterioso con afirmaciones más atrevidas de lo que debí; porque está claro
que esas cosas pueden llegar al conocimiento de los demonios también a
través de muchas experiencias. Pero si se dan algunas señales desde el
cuerpo de los que piensan que son sensibles para ellos pero que se nos
ocultan a nosotros, o si conocen estas cosas por medio de otra fuerza y ésa
espiritual, dificilísimamente los hombres pueden descubrirlo o no lo pueden
en absoluto.
Ese libro comienza así: Quodam die, in diebus sanctis octavarum.
31. Exposición de seis cuestiones contra los paganos (57)
Entre otras, me enviaron desde Cartago esas seis cuestiones que me presentó
un amigo a quien deseaba hacer cristiano, para que diese una solución
replicando a los paganos, principalmente porque dijo que algunas de ellas
habían sido propuestas por el filósofo Porfirio. Pero yo no creo que se
trate de aquel Porfirio Sículo (Siciliano) cuya fama es celebérrima. Yo
recogí las disputas de esas cuestiones en un solo libro no extenso, cuyo
título es: Exposición de seis cuestiones contra los paganos. La primera de
ellas es sobre La resurrección; la segunda, sobre El tiempo de la religión
cristiana; la tercera, sobre La diferencia de sacrificios; la cuarta, sobre
lo escrito: Con la medida con que midiereis, se os medirá a vosotros61; la
quinta, sobre El Hijo de Dios según Salomón; la sexta, sobre El profeta
Jonás.
En la segunda, lo que dije: «La salvación de esta religión, única verdadera,
por la cual se promete la salvación verdadera verazmente, a ninguno que ha
sido indigno le ha faltado jamás; y a quien le ha faltado, no ha sido
digno», no lo dije así, como si cualquiera fuese digno por sus propios
méritos, sino del modo que dice el Apóstol: No por las obras, sino por El
que llama se dijo: El mayor servirá al menor62, vocación que afirma que
pertenece al propósito de Dios. Por lo cual dice: No según nuestras obras,
sino según su propósito y gracia63; y continúa aún: Sabemos que a los que
aman a Dios todo les sirve para el bien, a aquellos que según su propósito
son llamados santos64. Sobre esta vocación dice: Que os encuentre dignos de
su vocación santa65.
Ese libro, después de la carta que más tarde puse al principio, comienza
así: Movet quosdam et requirunt.
32. Exposición de la carta de Santiago a las doce tribus (58)
Entre los opúsculos míos he encontrado la Exposición de la Carta de
Santiago, que al retractarla advertí que eran anotaciones de algunos de sus
pasajes anteriormente expuestos, pero recogidas en un libro por la
diligencia de los hermanos, quienes no quisieron que estuviesen en los
márgenes de un códice. Tienen alguna utilidad, únicamente que la misma
carta, que leía cuando dicté estas anotaciones, no la tenía diligentemente
interpretada del griego.
Ese libro comienza así: Duodecim tribubus quae sunt in dispersione
salutem66.
33. Consecuencias y perdón de los pecados, y el bautismo de los niños, a
Marcelino, tres libros (59)
Surgió también una necesidad que me obligaba a escribir contra la nueva
herejía pelagiana, contra la que anteriormente, según era necesario, actuaba
no por escrito, sino en sermones y conferencias, como cada uno de nosotros
podía o debía. Así pues, me enviaron de Cartago aquellas cuestiones para que
las refutase por escrito, y compuse cuanto antes los tres libros cuyo título
es Consecuencias y perdón de los pecados; en donde trato, sobre todo, del
bautismo de los niños a causa del pecado original, y de la gracia de Dios
que nos justifica67, es decir, que nos hace justos, aunque en esta vida
nadie guarda los mandamientos de la justicia de tal modo que no necesite
decir, cuando ora por sus pecados: Perdónanos nuestras deudas68. Esos que
piensan lo contrario a todo esto han fundado la nueva herejía. Pero en los
libros he creído que debía callar aun sus nombres, esperando que de ese modo
se podrían corregir más fácilmente; incluso en el libro tercero, que es una
carta, pero que va entre los libros por los otros dos a los que creí que
debía ir unida, cité no sin algún elogio el nombre del mismo Pelagio, porque
muchos celebraban su vida; y refuté aquello que él escribió no por su propia
persona, sino lo que expuso él para que otros lo dijesen, y que sin embargo
defendió después, ya hereje, con la animosidad más obstinada. Y por otra
parte Celestio, discípulo suyo, había merecido ya la excomunión en Cartago
por unas afirmaciones parecidas ante un tribunal de obispos en que yo no
intervine. En el segundo libro digo en alguna parte: «Al final del mundo se
concederá a algunos eso que no sientan la muerte por su transformación
repentina», dando pie a una investigación más cuidada sobre ese asunto.
Porque, o bien no morirán69, o bien no sentirán la muerte, pasando de esta
vida a la muerte, y de la muerte a la vida eterna en una transformación
rapidísima como en un abrir de ojos70.
Esa obra comienza así: Quamvis in mediis et magnis curarum aestibus.
34. El único bautismo, réplica a Petiliano y Constantino, un libro (60)
Por el mismo tiempo, un amigo mío recibió un libro sobre El único bautismo
de no sé qué presbítero donatista, indicándome que lo habría escrito
Petiliano, obispo de su secta en Constantina. El me lo trajo y me suplicó
con insistencia que le respondiese, y yo así lo hice. En cuanto al libro mío
con que le respondí, también quise que tuviese el mismo título, esto es: El
único bautismo.
En este libro, lo que dije: «Que el emperador Constantino no negó un puesto
en la acusación a los donatistas que impugnaban a Félix de Aptonga,
ordenante de Ceciliano, aun cuando él había sabido que ellos eran unos
calumniadores en los crímenes falsos de Ceciliano», estudiado después
cronológicamente, lo encontré de otro modo. Efectivamente, el emperador
mencionado hizo previamente que la causa de Félix fuese examinada por un
procónsul, quien lo declaró absuelto; y, más tarde, él mismo comprobó en
audiencia con sus acusadores que Ceciliano era inocente, al descubrir por
experiencia que eran unos calumniadores en los crímenes contra él. El orden
de fechas establecido por los consulados convence aún con mucha más fuerza
en este asunto, y echa por tierra completamente las calumnias de los
donatistas, como lo he demostrado en otra parte.
Ese libro comienza así: Respondere diversa sentientibus.
35. Los maximianistas contra los donatistas, un libro (61)
Escribí también un libro, entre otros escritos contra los donatistas, no muy
breve como antes, sino extenso y con mucho mayor cuidado. En él se ve cómo
la sola causa de los maximianistas echa por tierra claramente desde sus
cimientos el error impío y soberbísimo de ellos contra la Iglesia católica,
porque su cisma salió de la misma secta de Donato.
Ese libro comienza así: Multa iam diximus, multa iam scripsimus.
36. La gracia del Nuevo Testamento, a Honorato, un libro (62)
Por ese mismo tiempo en que luchaba denodadamente contra los donatistas y
había comenzado ya a ejercitarme contra los pelagianos, un amigo me envió
desde Cartago cinco cuestiones, y me rogó que se las respondiese por
escrito. Son éstas: ¿Qué significó la expresión del Señor: Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?71 Y qué es lo que dice el Apóstol: Para
que, enraizados y fundados en la caridad, seáis capaces de comprender con
todos los santos cuál es la anchura y la largura, la altura y la hondura72.
Y quiénes son las cinco vírgenes necias y quiénes las prudentes73. Y ¿qué
son las tinieblas exteriores?74 Y ¿cómo hay que entender: El Verbo se hizo
carne?75
Ahora bien, pensando yo seriamente sobre la nueva herejía enemiga de la
gracia de Dios, me planteé una sexta cuestión sobre la gracia del Nuevo
Testamento. Disputando sobre esta cuestión a la vez que interponía la
exposición del salmo 21, en cuyo comienzo está lo que el Señor exclamó en la
cruz76, y que el amigo aquel me propuso en primer lugar para que lo
explicara, yo resolví todas aquellas cinco cuestiones no por el orden en que
me las había propuesto, sino como pudieron adaptarse convenientemente a mí
que estaba tratando de la gracia del Nuevo Testamento, igual que pudieron
irse adaptando convenientemente en sus lugares.
Ese libro comienza así: Quinqué mihi proposuisti tractandas quaestiones.
37. El espíritu y la letra, a Marcelino, un libro (63)
El mismo a quien había escrito los tres libros que titulé Consecuencias y
perdón de los pecados, donde traté con cuidado también del bautismo de los
niños, me volvió a escribir diciendo que se había extrañado de que yo dijese
que podía darse que el hombre esté sin pecado, si su buena voluntad no
claudica, con la ayuda de la gracia divina, aunque no haya habido nadie, ni
hay, ni habrá nadie de una justicia tan perfecta en esta vida. En efecto, me
preguntó cómo había dicho que era posible una cosa así de la cual no existía
ningún ejemplo. Debido a esa pregunta, escribí el libro cuyo título es El
espíritu y la letra, examinando la sentencia del Apóstol que dice: La letra
mata, pero el espíritu vivifica77. En este libro, con la ayuda de Dios, he
disputado con valor contra los enemigos de la gracia de Dios, que justifica
al pecador. En cambio, cuando trato de las observancias de los judíos, que
se abstienen de algunos alimentos según la ley antigua, escribí: «Las
ceremonias de algunos alimentos», nomenclatura que no está en el uso de las
Escrituras Santas. Sin embargo, por eso me pareció conveniente, porque yo
recordaba que se llamaban ceremonias como carimonias por el verbo carecer,
porque quienes las observan carecen de esas cosas de las que se abstienen.
Si es otro el origen de ese nombre el que aparta de la verdadera religión,
yo no he hablado en ese sentido, sino en aquel que he recordado arriba.
Ese libro comienza así: Lectis opusculis quae ad te nuper elaboravi, fili
carissime Marceline.
38. La fe y las obras, un libro (64)
Entre tanto, algunos hermanos seglares, por cierto muy estudiosos de las
divinas Escrituras, me enviaron algunos escritos que separaban la fe
cristiana de las obras buenas, de tal manera que se persuadía de que sin
aquélla no era posible, pero sin éstas sí era posible llegar a la vida
eterna. Respondiéndoles, les escribí un libro cuyo título es La fe y las
obras. En él he examinado no solamente de qué modo deben vivir los que han
sido regenerados por la gracia de Cristo, sino también quiénes deben ser
admitidos al baño de la regeneración.
Ese libro comienza así: Quibusdam videtur.
39. Resumen del debate con los donatistas, tres libros (65)
Después de que tuve el Debate con los donatistas, recordé brevemente lo que
sucedió, y lo recogí en tres libros según los tres días que conferencié con
ellos. Esta obra la creí útil para que cualquiera ya advertido pueda, o bien
conocer sin esfuerzo lo que se ha tratado, o bien, consultados los números
que anoté en cada asunto, leer en las mismas actas lo que quisiere según
cada pasaje, porque éstas cansan al lector por su excesiva prolijidad. En
cuanto al título de esa obra es: Resumen del debate.
Esa obra comienza así: Cum catholici episcopi et partis Donati.
40. Mensaje a los donatistas después del debate, un libro (66)
Escribí también diligentemente un libro bastante extenso, en mi opinión, a
los mismos donatistas después del debate que tuvimos con sus obispos, para
prevenirse contra sus engaños en lo sucesivo. Allí respondí también a
algunas fanfarronadas suyas que pudieron llegar hasta mí, de las cuales
ellos, derrotados, se jactaban donde podían y como podían, además de lo que
he dicho sobre las actas del debate, donde se da a conocer brevemente qué es
lo que sucedió allí.
Por otra parte, he tratado este asunto mucho más brevemente en una carta
dirigida de nuevo a ellos mismos; pero, porque en un concilio de Numidia
pareció a todos los que allí estábamos que eso se hiciese allí, no figura ya
entre mis cartas.
Efectivamente, comienza así: «El anciano Silvano, Valentín, Inocencio,
Maximino, Optato, Agustín, Donato y los demás obispos desde el Concilio de
Zerta a los donatistas».
Ese libro comienza así: Quid adhuc, Donatistae, seducimini?
41. La visión de Dios, un libro (67)
Tengo escrito un libro sobre La visión de Dios, donde dejé para después una
investigación más cuidadosa sobre el cuerpo espiritual que será en la
resurrección de los santos; si, y de qué modo, Dios, que es espíritu78,
puede ser visto también por un cuerpo así; pero, más tarde, he explicado
suficientemente, a mi juicio, esta cuestión en verdad dificilísima en el
último libro, esto es, en el libro vigésimo segundo de La Ciudad de Dios.
En uno de mis manuscritos, que contiene este libro, encontré también una
relación hecha por mí sobre este asunto al obispo de Sicca, Fortunaciano, la
cual no figura en el catálogo de mis opúsculos, ni entre mis libros ni entre
las cartas.
Ese libro comienza así: Memor debiti. En cambio, ésta comienza así: Sicut
praesens rogavi et nunc commoneo.
42. La naturaleza y la gracia, un libro (68)
Por entonces llegó también a mis manos un libro de Pelagio, donde defiende,
con la argumentación que puede, la naturaleza del hombre contra la gracia de
Dios, que es la que justifica al impío79 y la que nos hace cristianos. Así
pues, este libro con que respondí, defendiendo la gracia, no contra la
naturaleza, sino la que libera y rige la naturaleza, lo he llamado La
naturaleza y la gracia. En él «defendí unas palabras que Pelagio puso como
de Sixto, obispo de Roma y mártir, como si fuesen verdaderamente del mismo
Sixto»; porque yo así lo creía. Pero después leí que eran del filósofo
Sexto, y no del cristiano Sixto.
Ese libro comienza así: Librum quem misistis.
43. La Ciudad de Dios, veintidós libros (69)
1. Entre tanto, Roma fue destruida por la irrupción de los godos, que
actuaban a las órdenes del rey Alarico, y fue arrasada por la violencia de
una gran derrota. Los adoradores de una multitud de dioses falsos, que
llamamos originariamente paganos, esforzándose en atribuir su destrucción a
la religión cristiana, comenzaron a blasfemar contra el Dios verdadero más
despiadada y amargamente de lo acostumbrado. Por eso yo, ardiendo del celo
de la casa de Dios80, me decidí a escribir contra sus blasfemias y errores
los libros de La Ciudad de Dios. Obra que me ocupó durante algunos años,
porque me llegaban otros muchos asuntos que no podía aplazar, y reclamaban
antes mi atención para resolverlos. En cuanto a esa obra de La Ciudad de
Dios, por fin, la terminé con veintidós libros.
Los cinco primeros refutan a aquellos que desean que las cosas humanas
prosperen, de tal modo que creen que para eso es necesario volver al culto
de los muchos dioses que acostumbraron a adorar los paganos, y, porque está
prohibido, sostienen que por eso se han originado y abundan tamaños males.
En cuanto a los cinco siguientes, hablan contra esos que vociferan que esos
males ni han faltado ni faltarán jamás a los mortales, y que, ya sean
grandes, ya pequeños, van cambiado según los lugares, tiempos y personas,
pero sostienen que el culto de muchos dioses con sus sacrificios es útil a
causa de la vida futura después de la muerte. Por tanto, en esos diez libros
refuto estas dos vanas opiniones contrarias a la religión cristiana.
2. Pero, para que nadie pueda reprenderme de que he combatido solamente la
doctrina ajena, y que no he afirmado la nuestra, la segunda parte de esa
obra, que comprende doce libros, trata todo esto. Aunque, cuando es
necesario, expongo también en los diez primeros libros la doctrina nuestra,
y en los doce libros últimos refuto igualmente la contraria. Así pues, los
cuatro primeros de los doce libros siguientes contienen el origen de las dos
ciudades: la primera de las cuales es la ciudad de Dios, la segunda es la de
este mundo; los cuatro siguientes, su progreso y desarrollo; y los otros
cuatro, que son también los últimos, los fines que les son debidos. De este
modo, todos los veintidós libros, a pesar de estar escritos sobre las dos
ciudades, sin embargo toman el título de la ciudad mejor, para llamarse
preferentemente La Ciudad de Dios.
En el libro décimo no debí «poner como un milagro que en el sacrificio de
Abrahán la llama de fuego bajada del cielo recorriese por entre las víctimas
descuartizadas»81, porque todo eso Abrahán lo vio en visión82.
En el decimoséptimo, lo que dije de Samuel: «Que no era de los hijos de
Aarón», debí decir más bien: que no era hijo de sacerdote. En realidad, la
costumbre según la ley era que los hijos de sacerdotes sucedían a los
sacerdotes difuntos; efectivamente, el padre de Samuel se encuentra entre
los hijos de Aarón83, que no fue sacerdote, ni figura así entre los hijos de
manera que lo hubiese engendrado el mismo Aarón, sino como todos los de
aquel pueblo se llaman hijos de Israel.
Esa obra comienza así: Gloriosissimam civitatem Dei.
44. A Orosio, presbítero, contra los priscilianistas y origenistas, un libro
(70 )
Entre tanto, respondí, con la brevedad y claridad que pude, a una consulta
de Orosio, un presbítero español, sobre los priscilianistas y algunas
opiniones de Orígenes que reprueba la fe católica. El título de ese opúsculo
es: A Orosio contra los priscilianistas y los origenistas. Y al principio he
añadido también la misma consulta a mi respuesta.
Ese libro comienza así: Respondere tibí quarenti, dilectissime fili Orosi.
45. A Jerónimo, presbítero, dos libros: el primero sobre el origen del alma,
y el segundo sobre una sentencia de Santiago (71)
También escribí dos libros al presbítero Jerónimo, que residía en Belén: el
uno sobre El origen del alma humana, el otro sobre una Sentencia del apóstol
Santiago, donde dice: Cualquiera que haya observado la ley entera, pero
falta en un solo punto, se hace reo de todo84, consultándole sobre las dos
cuestiones. En el primero yo mismo no he resuelto la cuestión que le
propuse, y en el segundo tampoco me callé lo que a mí me parecía sobre la
solución, pero yo le consulté si eso lo aprobaba también él. Y me contestó
por escrito elogiando la misma pregunta mía, pero que, sin embargo, no tenía
tiempo para responderme. En cuanto a mí, no quise publicar esos libros
mientras él viviese, con la esperanza de que me respondiese alguna vez, y
entonces serían publicados con su misma respuesta. Ahora bien, una vez que
él hubo fallecido, publiqué el primero para advertir al lector que o no
indague sólo cómo el alma se infunde en los que nacen, o que en un asunto de
tantísima oscuridad admita con certeza aquella solución de esa cuestión que
no sea contraria a los puntos clarísimos que la fe católica conoce sobre el
pecado original en los niños, sin duda dignos de condenación, si no son
regenerados en Cristo; en cuanto al segundo, lo publiqué para que sea
conocida la misma solución, que me ha parecido también a mí, de la cuestión
de que se trata allí.
Esa obra comienza así: Deum nostrum qui nos vocavit.
46. A Emérito, obispo de los donatistas, después del debate, un libro (72)
A Emérito, obispo de los donatistas, quien como principal en el debate que
tuve con ellos parecía defender su causa, le escribí algún tiempo después
del mismo debate un libro bastante útil, porque contiene cómodamente con
brevedad las razones con que se los vence, y que demuestran que ya lo están.
Ese libro comienza así: Si vel nunc, frater Emerite.
47. Las actas del proceso de Pelagio, un libro (73)
Por el mismo tiempo, Pelagio fue citado en Oriente, esto es, en Siria de
Palestina, a un tribunal episcopal por algunos hermanos católicos, y, en
ausencia de aquellos que habían presentado la acusación, porque no pudieron
asistir el día del Sínodo, fue oído por catorce obispos, los cuales
declararon católico a aquel que negaba los mismos dogmas que, según el
libelo de acusación contra él, se leían contrarios a la gracia de Cristo.
Pero, como hubiesen venido a mis manos esas mismas actas, escribí sobre
ellas un libro, para que, al aparecer él como absuelto, no se creyese
también que los jueces habían aprobado aquellos mismos dogmas que, si él no
los hubiese negado, de ningún modo habría salido si no condenado por ellos.
Ese libro comienza así: Posteaquam in manus nostras.
48. La corrección de los donatistas, un libro (74)
Por entonces escribí también un libro sobre La corrección de los donatistas
a causa de aquellos que no querían que las leyes imperiales los castigasen.
Ese libro comienza así: Laudo et gratulor et admiror.
49. La presencia de Dios, a Dárdano, un libro (75)
Escribí un libro sobre La presencia de Dios, donde mi intención está alerta
sobre todo contra la herejía pelagiana, sin nombrarla expresamente. Pero en
él disputo también trabajosa y sutilmente de la presencia de la naturaleza
que llamamos Dios soberano y verdadero, y sobre su templo.
Ese libro comienza así: Fateor me, frater dilectissime Dardane.
50. La gracia de Jesucristo y el pecado original, dos libros (76)
Después de que la herejía pelagiana con sus autores fue denunciada y
condenada por los obispos de la Iglesia de Roma, primero por Inocencio,
después por Zósimo, cooperando las cartas de los Concilios africanos,
escribí dos libros contra ellos: uno, La gracia de Cristo; otro, El pecado
original.
Esa obra comienza así: Quantum de vestra corporali et máxime spirituali
salute gaudeamus.
51. Actas del debate con Emérito, obispo de los donatistas, un libro (77)
Algún tiempo después del debate que tuve con los herejes donatistas, surgió
la necesidad de ir a Mauritania Cesariense. Aquí, en la misma Cesárea, vi a
Emérito, obispo de los donatistas, es decir, uno de los siete a quienes
habían delegado para la defensa de su causa y que había trabajado muchísimo
en su favor. Las Actas eclesiásticas, que se encuentran entre mis opúsculos,
dan testimonio de cuanto traté con él en presencia de los obispos de la
misma provincia y del pueblo de la Iglesia de Cesárea, en cuya ciudad él fue
ciudadano y obispo de los recordados herejes. Allí, al no saber qué
responder, escuchó como un mudo todo mi discurso, que expliqué sobre los
maximianistas únicamente a los oídos de él y de todos los que estaban
presentes.
Este libro o esas Actas comienzan así: Gloriosissimis imperatoribus Honorio
duodécimo et Theodosio octavo consulibus, duodécimo kalendas Octobris
Caesareae, in ecclesia maiore.
52. Réplica al sermón de los arrianos, un libro (78)
Entre tanto vino a mis manos un sermón de los arríanos sin el nombre de su
autor. A petición e instancia del que me lo había enviado, respondí con
cuanta brevedad y a la vez celeridad pude, poniendo el mismo sermón al
principio de mí respuesta, y numerando cada uno de los puntos para que, al
ir examinándolos, se pueda advertir fácilmente qué he respondido a cada uno.
Ese libro, después del sermón de ellos que va al principio, comienza así:
Eorum praecedenti disputationi hac disputatione respondeo.
53. El matrimonio y la concupiscencia, al conde Valerio, dos libros (79)
Escribí dos libros al ilustre varón conde Valerio, después de haber oído que
los pelagianos le habían escrito no sé qué de mí, es decir, que yo condenaba
el matrimonio al defender el pecado original. El título de estos libros es:
El matrimonio y la concupiscencia. Ciertamente yo defiendo la bondad del
matrimonio para que nadie piense que es un vicio suyo la concupiscencia de
la carne, y la ley que en los miembros repugna a la ley del espíritu85, de
cuyo mal de la lujuria usa bien la castidad conyugal para la procreación de
los hijos. Y como fuesen dos los libros, el primero llegó a manos de Julián
el Pelagiano, quien escribió cuatro libros en contra, de los cuales alguien
entresacó algunos pasajes, y los envió al conde Valerio, y éste me los envió
a mí. Cuando los hube recibido respondí a las mismas cuestiones con el libro
segundo.
El libro primero de esa obra comienza así: Haeretici novi, dilectissime fili
Valeri; y el segundo, así: Inter militiae tuae curas.
54. Expresiones del Heptateuco, siete libros (80)
Compuse siete libros sobre siete libros de las divinas Escrituras, a saber:
los cinco de Moisés, el de Jesús Nave y el de los Jueces, anotando las
locuciones de cada uno que son menos usadas en nuestro idioma, porque los
que leen las palabras divinas las buscan atendiendo poco al sentido, cuando
se trata de un género literario, y a veces extraen algo que ciertamente no
se aparta de la verdad; y, sin embargo, se descubre que no sintió eso el
autor que lo escribió, sino que está claro que más probablemente dijo eso
según el género literario. Pues en las Escrituras Santas, muchas cosas
oscuras se aclaran una vez conocido el género literario. Por lo cual es
preciso conocer los géneros literarios de las locuciones que hacen claras
las sentencias, para que ese mismo conocimiento ayude también cuando están
oscuras, y las haga accesibles a la intención del autor.
El título de esa obra es: Locuciones del Génesis y, sucesivamente, de cada
libro.
En cuanto a lo que «puse que está escrito en el primer libro86: Y Noé hizo
todo lo que ordenó el Señor, así lo hizo87, y dije que aquella locución era
semejante a aquella que en la creación de las criaturas, después que se
dice: Y así se hizo, se añade: e hizo Dios88, «esto no me parece del todo
semejante a lo mismo». En una palabra, allí también el sentido está oculto,
aquí es sólo una locución.
Esa obra comienza así: Locutiones Scripturarum.
55. Cuestiones sobre el Heptateuco (81)
1. Por el mismo tiempo escribí también Los siete libros de las cuestiones
sobre los mismos Libros Divinos (Cuestiones sobre el Heptateuco), que por
eso quise llamarlos así, porque lo que allí se discute lo propuse más para
investigar que para resolver cuestiones, aunque me parece a mí que la mayor
parte ha sido tratada de manera que puede decirse, no sin razón, que también
han sido solucionadas y expuestas.
Comencé también a ocuparme igualmente de los libros de los Reyes; pero, no
habiendo avanzado mucho, dirigí la atención a otros asuntos que me urgían
más. Así pues, en el primer libro, «cuando se trata de las varas de diversos
colores que Jacob ponía en el agua, para que las ovejas preñadas las viesen
al beber, y pariesen las crías de varios colores, no expliqué bien la causa
de por qué no las ponía a las preñadas de nuevo, esto es, cuando iban a
concebir nuevas crías, sino solamente en el primer preñado»89. Realmente, la
exposición de la segunda cuestión donde se pregunta por qué Jacob dijo a su
suegro: Y has engañado mi salario en diez corderas90, resuelta con bastante
veracidad, demuestra que ésta no fue solucionada como yo debí hacerlo.
2. También en el tercer libro, «al tratar del Sumo Sacerdote cómo engendraba
hijos, cuando tenía la obligación de entrar dos veces al día en el Sancta
Sanctorum, donde estaba la tarde91, adonde, como dice la ley, no podía
entrar estando impuro92; y la misma ley dice que el hombre se hace impuro
también por el coito conyugal, que por cierto manda que se lave con agua,
pero también dice que el que se ha lavado está impuro hasta la tarde93, por
lo cual dije: Que hubiese sido consecuente que o bien fuese continente, o
bien que algunos días se interrumpiese el incienso», no he visto que no
fuese consecuente. En efecto, puede entenderse así lo escrito: Estará impuro
hasta la tarde, de modo que durante la misma tarde ya no estuviese impuro,
sino hasta la tarde, para llegada la tarde, ya puro, ofreciese el incienso,
cuando para procrear hijos se hubiese unido a su mujer después del incienso
matutino.
Lo mismo cuando se pregunta «cómo le estaba prohibido al Sumo Sacerdote
asistir al funeral de su padre94, no siendo conveniente que llegara a ser
sacerdote, cuando era uno solo, sino después de la muerte de su padre
sacerdote, dije que por eso fue necesario, antes de sepultar al padre luego
de su muerte, que se le constituyese sacerdote al hijo de aquel que sucedía
al padre, a causa también de la continuidad del incienso, que era necesario
ofrecer dos veces al día», al cual sacerdote se le prohíbe entrar durante la
muerte del padre insepulto todavía. Pero me fijé poco en que esto pudo estar
mandado más bien por aquellos que habrían de ser los sumos sacerdotes que no
sucedían a padres sumos sacerdotes, pero que sin embargo eran de los hijos,
es decir, de los descendientes de Aarón, en el caso de que el Sumo Sacerdote
o no tuviese hijos o los tuviere tan indignos que ninguno de ellos debiera
suceder a su padre; como Samuel sucedió al sumo sacerdote Helí95, no siendo
él mismo sacerdote, pero sí de los hijos, es decir, de los descendientes de
Aarón.
3. «También a propósito del ladrón a quien se dijo: Hoy estarás conmigo en
el paraíso96, que había sido bautizado visiblemente», lo di como cierto,
siendo incierto, y debiéndose creer más bien que fue bautizado, como yo
también lo he discutido después en alguna parte.
Igualmente, lo que en el libro quinto «he dicho, cuando se recuerda a las
madres en las generaciones evangélicas, que éstas van puestas con los
padres», seguramente es verdadero, pero que no viene al asunto de que se
trataba. Se trataba, en efecto, de aquellos que desposaban a las mujeres de
sus hermanos o parientes de éstos, que habían fallecido sin descendencia, a
causa de los dos padres de José, uno el que recuerda Mateo, el otro Lucas.
Sobre esta cuestión he tratado en esta obra con atención al retractar mis
libros Contra Fausto, el Maniqueo.
Esa obra comienza así: Cum Scripturas Sanctas, quae appellantur canonicae.
56. Naturaleza y origen del alma, cuatro libros (82)
Por el mismo tiempo, cierto Vicente Víctor encontró en Mauritania de
Cesárea, en casa de un presbítero español llamado Pedro, alguno de mis
opúsculos, donde en un pasaje sobre el origen del alma de cada uno de los
hombres he manifestado que no sé si las almas se propagan de aquella única
del primer hombre y después de los padres, o si lo mismo que a aquel único
se da cada una a cada uno sin propagación alguna, pero que sí sé que el alma
no es cuerpo, sino espíritu. Y en contra de estas afirmaciones mías escribió
al mismo Pedro dos libros, que el monje Renato me envió a mí desde Cesárea.
Yo, después de haberlos leído, le devolví cuatro con mi respuesta: uno para
el monje Renato, otro para el presbítero Pedro y dos para el mismo Víctor.
Pero el enviado a Pedro, aunque tiene la extensión de un libro, sin embargo
es una carta que no he querido separar de los otros tres. Aunque en todos
ellos, donde trato muchas cosas necesarias, he defendido mis dudas sobre el
origen de las almas, que se da a cada uno de los hombres, y he mostrado los
muchos errores y los peligros de la presunción suya. Sin embargo, traté con
toda la mansedumbre posible a aquel joven, a quien no había que condenar
precipitadamente, sino más bien enseñar; y recibí de él una carta de su
retractación.
El libro de esa obra enviado a Renato comienza así: Sinceritatem tuam erga
nos; el enviado a Pedro, así: Domino dilectissimo fratri et compresbytero
Petro; y el primero de los dos últimos a Vicente Víctor comienza así: Quod
mihi ad te scribendum putavi.
57. Las uniones adulterinas, a Polencio, dos libros (83)
Escribí dos libros sobre Las uniones adulterinas, buscando resolver la
dificilísima cuestión, cuanto pude, según las Escrituras. Lo que no sé es si
lo he logrado con mucha claridad; antes al contrario, siento no haber
llegado a la perfección de ese asunto, aunque haya aclarado muchas de sus
dificultades, lo cual podrá juzgarlo cualquier lector inteligente.
El primer libro de esa obra comienza así: Prima quaestio est, frater
dilectissime Pollenti; y el segundo, así: Ad ea quae mihi scripseras.
58. Réplica al adversario de la Ley y los Profetas, dos libros (84)
Entre tanto, cuando se venía leyendo en Cartago, en presencia de una gran
multitud de oyentes muy atentos, reunidos en la plaza marítima, un libro de
cierto hereje o marcionita o de alguno de esos cuyo error cree que Dios no
hizo este mundo ni que el Dios de la ley dada por medio de Moisés97 y de los
profetas que pertenecen a la misma ley es el Dios verdadero, sino un pésimo
demon, se llegaron ante él unos hermanos, celosísimos cristianos, y me lo
enviaron sin dilación alguna para que lo refutase, rogándome encarecidamente
que no tardase en responder. Lo refuté con dos libros, que titulé por eso:
Réplica al adversario de la Ley y los Profetas, porque el códice mismo que
me enviaron no tenía nombre de autor.
Esa obra comienza así: Libro quem misistis, fratres dilectissimi.
59. Réplica a Gaudencio, obispo donatista, dos libros (85)
Por el mismo tiempo, Dulcicio, tribuno y notario, era aquí en África el
ejecutor de las órdenes imperiales dadas contra los donatistas. El cual,
como hubiese enviado cartas a Gaudencio de Tamugadi, obispo de los
donatistas, y uno de los siete que habían escogido para autores de su
defensa en nuestro debate, exhortándole a la unidad católica, y
disuadiéndole del incendio con que amenazaba consumirse él mismo y los suyos
con la misma iglesia en que se encontraban; añadiéndole además que, si se
creían justos, huyesen según el precepto de Cristo el Señor98, antes que
quemarse con fuego sacrílego, él le escribió en respuesta dos cartas, la una
corta, porque el portador tenía prisa, según lo afirmó; la otra larga, como
respondiendo más plena y diligentemente. El tribuno antes mencionado creyó
que me las debía mandar a mí, para que yo las refutase; y refuté las dos con
un solo libro. El cual, cuando hubo llegado a poder del mismo Gaudencio, me
respondió por escrito lo que le pareció sin razón alguna, sino declarando
que él no había podido ni responder ni callar más. Todo lo cual, aun cuando
pueda aparecer suficiente a los que lean inteligentemente y comparen mis
palabras y las de él, sin embargo no he querido que quede sin respuesta por
escrito todo lo que sucedió. De ahí ha resultado que fuesen dos esos libros
míos contra él.
Esa obra comienza así: Gaudentius Donatistarum Tamugadensis episcopus.
60. Contra la mentira, un libro (86)
Por entonces escribí también el libro Contra la mentira, cuyo motivo fue que
a algunos católicos les pareció que debían simular que ellos eran
priscilianistas para poder penetrar en sus guaridas para rastrear a los
herejes priscilianistas, que estimaban que debían ocultar su herejía no sólo
negando y mintiendo, sino también perjurando. Para prohibir que se hiciera
eso, compuse ese libro.
Ese libro comienza así: Multa mihi legenda misisti.
61. Réplica a las dos cartas de los pelagianos, cuatro libros (87)
Siguen los cuatro libros que escribí a Bonifacio, obispo de la Iglesia
romana, porque, como hubiesen llegado a sus manos, él mismo me las envió, al
encontrar mi nombre citado en ellas calumniosamente.
Esa obra comienza así: Noveram te quidem fama celebérrima praedicante.
62. Réplica a Julián, seis libros (88)
Mientras tanto llegaron también a mi poder los cuatro libros de Julián el
Pelagiano, que he recordado antes, en los cuales encontré que lo que había
extractado de ellos quien se los había enviado al conde Valerio, no todo lo
escrito al mismo conde lo dijo Julián de ese modo, sino que algunos pasajes
habían sido bastante cambiados. En consecuencia escribí seis libros contra
aquellos cuatro; pero mis dos primeros libros refutan, con testimonios de
los santos que han defendido la fe católica después de los Apóstoles, la
desvergüenza de Julián, quien creyó que habría sido presentado por mí como
un dogma de los maniqueos haber dicho que traemos desde Adán el pecado
original, que se quita por el baño de la regeneración no solamente en los
adultos, sino también en los niños. Por el contrario, cuánto favorece el
mismo Julián con algunas sentencias suyas a los maniqueos, lo he demostrado
en la última parte de mi libro primero. En cuanto a los otros cuatro libros
míos, refutan a los suyos uno por uno.
Pero en el libro quinto de esa obra tan extensa y tan elaborada, «donde
recordé que un marido deforme solía proponer a su mujer en las uniones
conyugales una pintura hermosa, para que no pariese hijos deformes, di como
cierto el nombre de aquel hombre que solía hacer eso», siendo incierto,
porque me falló la memoria. No obstante, Sorano, un autor de medicina,
escribió que un rey de Chipre lo solía hacer, pero no dio su nombre propio.
Esa obra comienza así: Contumelias tuas et verba maledica, Iuliane.
63. Manual de fe, esperanza y caridad, un libro (89)
Escribí también un libro sobre La fe, la esperanza y la caridad, porque
aquel a quien se lo escribí me había pedido tener alguna obrita mía que no
dejara de las manos, lo que los griegos llaman un Enquiridión. Allí me
parece haber resumido con bastante diligencia cómo se debe honrar a Dios,
que define la divina Escritura como sabiduría auténticamente verdadera99.
Ese libro comienza así: Dici non potest, dilectissime fili Laurenti, quantum
tua eruditione delecter.
64. La piedad con los difuntos, a Paulino obispo, un libro (90)
Escribí un libro sobre El cuidado que se debe tener en favor de los difuntos
(«Piedad con los difuntos»), porque me preguntaron por carta «si aprovecha a
alguno después de la muerte el que su cuerpo sea sepultado ante la memoria
de algún santo».
Ese libro comienza así: Diu sanctitati tuae, coepiscope venerande Pauline.
65. Respuesta a las ocho preguntas de Dulcicio, un libro (91)
El libro que titulé Las ocho cuestiones de Dulcicio («Respuesta a las ocho
preguntas de Dulcicio») no debería ser recordado en esta obra entre mis
libros, al estar compuesto por pasajes que he escrito antes en otros libros,
de no encontrarse también en él alguna discusión sobreañadida por mí, y de
haber dado respuesta a una de esas cuestiones no de algún otro opúsculo mío,
sino la que entonces se me pudo ocurrir.
Ese libro comienza así: Quantum mihi videtur, dilectissime fili Dulciti.
66. La gracia y el libre albedrío, un libro (92)
Escribí un libro titulado La gracia y el libre albedrío (A Valentín y
monjes). A causa de aquellos que, al defender la gracia de Dios, y creyendo
que se negaba el libre albedrío, de tal manera defienden ellos el libre
albedrío, que niegan la gracia de Dios, afirmando que esta gracia se da
según nuestros méritos.
Y lo escribí para los monjes de Adrumeto, en cuyo monasterio había comenzado
una discusión sobre ese asunto, de tal manera que algunos de ellos se vieron
obligados a consultarme.
Ese libro comienza así: Propter eos qui hominis liberum arbitrium.
67. La corrección y la gracia, un libro (93)
Escribí de nuevo a los mismos un segundo libro, que titulé La corrección y
la gracia (A los mismos de arriba, «La corrección y la gracia»), porque me
avisaron que en ese monasterio había dicho alguno que no había que corregir
a nadie cuando no cumple los preceptos de Dios, sino tan sólo se debe orar
por él para que los cumpla.
Ese libro comienza así: Lectis litteris vestris, Valentine frater
dilectissime.
Puesto que he retractado esas obras, he traído a la memoria que yo he
dictado esas noventa y tres obras en doscientos treinta y dos libros, sin
saber si aún voy a dictar algunos más; y también he publicado la
retractación de ellos en dos libros a instancias de los hermanos, antes de
haber comenzado a retractar las cartas y los sermones al pueblo, unos
dictados y otros predicados por mí.
Después de retractar sus obras, S. Agustín publicó:
Las Retractaciones, dos libros (94).
Espejo de la Sagrada Escritura, un libro (95).
La predestinación de los santos, dos libros (96).
Las herejías, dos libros (97).
Réplica a las actas del debate con Maximino, dos libros (98).
Réplica a Julián, el Pelagiano, seis libros (obra inacabada) (99).
El libro séptimo quedó sin concluir, y el octavo no lo comenzó. Era réplica
a los ocho libros de Julián, respondiendo a sus palabras con sus respuestas.
Títulos de las obras de las «Retractaciones»
Libro primero
1. Contra los Académicos, tres libros
2. La vida feliz, un libro
3. El orden, dos libros
4. Soliloquios, dos libros
5. La inmortalidad del alma, un libro
6. Las disciplinas, siete libros
7. Las costumbres de la Iglesia católica y de los maniqueos, dos libros
8. La dimensión del alma, un libro
9. El libre albedrío, tres libros
10. Comentario al Génesis en réplica a los maniqueos, dos libros
11. La Música, seis libros
12. El Maestro, un libro
13. La verdadera religión, un libro.
14. Utilidad de la fe, un libro
15. Las dos almas del hombre, un libro
16. Actas del debate contra el maniqueo Fortunato, un libro
17. La fe y el símbolo, un libro
18. Comentario literal al Génesis, un libro inacabado
19. El Sermón del Señor en la montaña, dos libros
20. Salmo contra la secta de Donato
21. Réplica a la carta del hereje Donato, un libro
22. Réplica a Adimanto, discípulo de Manes, un libro
23. Exposición de algunos textos de la Carta a los Romanos
24. Exposición de la Carta a los Gálatas, un libro
25. Exposición incoada de la Carta a los Romanos, un libro
26. Ochenta y tres cuestiones diversas, un libro
27. La mentira, un libro
Libro segundo
28. Cuestiones diversas a Simpliciano, dos libros
29. Réplica a la carta de Manes, llamada «del Fundamento», un libro
30. El combate cristiano, un libro
31. La doctrina cristiana, cuatro libros
32. Réplica a la secta de Donato, dos libros
33. Las Confesiones, trece libros
34. Réplica a Fausto el Maniqueo, treinta y tres libros
35. Actas del debate con el maniqueo Félix, dos libros
36. Naturaleza del bien, un libro
37. Respuesta al maniqueo Secundino, un libro
38. Réplica a Hílaro, un libro
39. Varios pasajes de los Evangelios, dos libros
40. Anotaciones al libro de Job, un libro
41. Catequesis a principiantes, un libro
42. La Trinidad, quince libros
43. Concordancia de los Evangelistas, cuatro libros
44. Réplica a la carta de Parmeniano, tres libros
45. Tratado sobre el bautismo, siete libros
46. Réplica a lo que Centurio trajo de los donatistas, un libro
47. Respuesta a las preguntas de Jenaro, dos libros
48. El trabajo de los monjes, un libro
49. La bondad del matrimonio, un
50. La santa virginidad, un libro
51. Comentario literal al Génesis, doce libros
52. Réplica a las cartas de Petiliano, tres libros
53. Réplica al gramático Cresconio donatista, cuatro libros
54. Pruebas y testimonios contra los donatistas, un libro
55. Réplica a un Donatista desconocido, un libro
56. Advertencia de los donatistas sobre los maximianistas, un libro
57. La adivinación diabólica, un libro
58. Exposición de seis cuestiones contra los paganos
59. Exposición de la Carta de Santiago a las doce tribus
60. Consecuencias y perdón de los pecados y el bautismo de los niños, a
Marcelino, tres libros
61. El único bautismo, réplica a Petiliano y Constantino, un libro
62. Los maximianistas contra los donatistas, un libro
63. La gracia del Nuevo Testamento, a Honorato, un libro
64. El espíritu y la letra, a Marcelino, un libro
65. La fe y las obras, un libro
66. Resumen del debate con los donatistas, tres libros
67. Mensaje a los donatistas después del debate, un libro
68. La visión de Dios, un libro
69. La naturaleza y la gracia, un libro
70. La Ciudad de Dios, veintidós libros
71. A Orosio, presbítero, contra los priscilianistas y origenistas, un libro
72. A Jerónimo, presbítero, dos libros, el primero sobre el origen del alma,
y el segundo, sobre una sentencia de Santiago
73. A Emérito, obispo de los donatistas, después del debate, un libro
74. Las actas del proceso de Pelagio, un libro
75. La corrección de los donatistas, un libro
76. La presencia de Dios, a Dárdano, un libro
77. La gracia de Jesucristo y el pecado original, réplica a Pelagio y
Celestio, a Albina, Piniano y Melania, dos libros
78. Actas del debate con Emérito, obispo de los donatistas, un libro
79. Réplica al sermón de los arríanos, un libro
80. El matrimonio y la concupiscencia, al conde Valerio, dos libros
81. Expresiones del Heptateuco, siete libros
82. Cuestiones sobre el Heptateuco
83. Naturaleza y origen del alma, cuatro libros
84. Las uniones adulterinas, a Polencio, dos libros
85. Réplica al adversario de la Ley y los Profetas, dos libros
86. Réplica a Gaudencio, obispo donatista, dos libros
87. Contra la mentira, un libro
88. Réplica a las dos cartas de los pelagianos, cuatro libros
89. Réplica a Julián, seis libros
90. Manual de fe, esperanza y caridad, un libro, a Lorenzo
91. La piedad con los difuntos, a Paulino obispo, un libro
92. Respuesta a las ocho preguntas de Dulcicio, un libro
93. La gracia y el libre albedrío, un libro, a Valentín y a los monjes con
él
94. La corrección y la gracia, un libro, a los mismos de arriba
Después de retractar sus obras
95. Las Retractaciones, dos libros
96. Espejo de la Sagrada Escritura, un libro
97. La predestinación de los santos y el don de la perseverancia, dos
libros, a Próspero e Hilario.
98. Las herejías, dos libros, a Quodvultdeo
99. Réplica a las actas del debate con Maximino, obispo de los arríanos, dos
libros
100. Réplica a Julián Pelagiano, seis libros (inacabada)
Traducción: Teodoro C. Madrid