María Goretti: Una adolescente mártir por conservar la castidad
María nace el 16 de octubre de 1890, en Corinaldo (Ancona, Italia), en el
seno de una familia pobre de bienes terrenales pero rica en fe y virtudes.
Es la tercera de los siete hijos de Luigi Goretti y Assunta Carlini. Al día
siguiente de su nacimiento es bautizada y consagrada a la Virgen. Recibirá
el sacramento de la Confirmación a los seis años. Después del nacimiento de
su cuarto hijo, Luigi Goretti emigra con su familia a las grandes llanuras
de los campos romanos, todavía insalubres en aquella época. Se estableció en
Ferriere di Conca, al servicio del conde Mazzoleni, donde María no tarda en
revelar una inteligencia y una madurez precoces. Es como el ángel de la
familia: no hay en ella atisbo de capricho, desobediencia o mentira.
Tras un año de trabajo agotador, Luigi contrae el paludismo y fallece en
diez días. Para Assunta y sus hijos empieza un largo calvario. María llora a
menudo la muerte de su padre, y aprovecha cualquier ocasión para
arrodillarse delante de la verja del cementerio. Quizás su padre se
encuentre en el purgatorio, y como ella no dispone de medios para encargar
misas por el reposo de su alma, se esfuerza en compensarlo con sus
plegarias. Pero no hay que pensar que la muchacha practica la bondad sin
esfuerzo, ya que sus sorprendentes progresos son fruto de la oración. Su
madre contará que el rosario le resultaba necesario y, de hecho, lo llevaba
siempre enrollado alrededor de la muñeca. De la contemplación del crucifijo,
María se nutre de un intenso amor a Dios y de un profundo horror por el
pecado.
María suspira por el día en que recibirá la Sagrada Eucaristía. Según era
costumbre en la época, debía esperar hasta los once años, pero un día le
pregunta a su madre: "Mamá, ¿cuándo tomaré la Comunión?. Quiero a Jesús".
"¿Cómo vas a tomarla, si no te sabes el catecismo? Además, no sabes leer, ni
tenemos dinero para comprarte el vestido, los zapatos y el velo, y no
tenemos ni un momento libre." "¡Pues nunca podré tomar la Comunión, mamá! ¡Y
yo no puedo estar sin Jesús!" "Y, ¿qué quieres que haga? No puedo dejar que
vayas a comulgar como una pequeña ignorante." Finalmente, María encuentra un
medio de prepararse con la ayuda de una persona del lugar, y todo el pueblo
acude en su ayuda para proporcionarle ropa de comunión. Recibe la Eucaristía
el 29 de mayo de 1902.
La recepción de la Eucaristía aumenta su amor por la pureza y la anima a
tomar la resolución de conservar esa virtud a toda costa. Un día, tras haber
oído un intercambio de frases deshonestas entre un muchacho y una de sus
compañeras, le dice con indignación a su madre: "Mamá, ¡qué mal habla esa
niña!". "Procura no tomar parte nunca en esas conversaciones". "No quiero ni
pensarlo, mamá; antes que hacerlo, preferiría...", y la palabra "morir"
queda entre sus labios. Un mes más tarde, la voz de su sangre terminará la
frase.
Al entrar al servicio del conde Mazzoleni, Luigi Goretti se había asociado
con Giovanni Serenelli y su hijo Alessandro. Las dos familias viven en
apartamentos separados, pero la cocina es común. Luigi se arrepintió
enseguida de aquella unión con Giovanni Serenelli, persona muy diferente de
los suyos, bebedor y carente de discreción en sus palabras. Después de la
muerte de Luigi, Assunta y sus hijos habían caído bajo el yugo despótico de
los Serenelli. María, que ha comprendido la situación, se esfuerza por
apoyar a su madre: -Ánimo, mamá, no tengas miedo, que ya nos hacemos
mayores. Basta con que el Señor nos conceda salud. La Providencia nos
ayudará. ¡Lucharemos y seguiremos luchando!
Desde la muerte de su marido, Assunta siempre está en el campo y ni siquiera
tiene tiempo de ocuparse de la casa, ni de la instrucción religiosa de los
más pequeños. María se encarga de todo, en la medida de lo posible. Durante
las comidas, no se sienta a la mesa hasta que no ha servido a todos, y para
ella sirve las sobras. Su obsequiosidad se extiende igualmente a los
Serenelli. Por su parte, Giovanni, cuya esposa había fallecido en el
hospital psiquiátrico de Ancona, no se preocupa para nada de su hijo
Alessandro, joven robusto de diecinueve años, grosero y vicioso, al que le
gusta empapelar su habitación con imágenes obscenas y leer libros
indecentes. En su lecho de muerte, Luigi Goretti había presentido el peligro
que la compañía de los Serenelli representaba para sus hijos, y había
repetido sin cesar a su esposa: -¡Assunta, regresa a Corinaldo! Por
desgracia Assunta está endeudada y comprometida por un contrato de
arrendamiento.
Al estar en contacto con los Goretti, algunos sentimientos religiosos han
hecho mella en Alessandro. A veces se suma al rezo del rosario que realizan
en familia, y los días de fiesta asiste a Misa. Incluso se confiesa de vez
en cuando. Pero todo ello no impide que haga proposiciones deshonestas a la
inocente María, que en un principio no las comprende. Más tarde, al adivinar
las intenciones del muchacho, la joven está sobre aviso y rechaza la
adulación y las amenazas. Suplica a su madre que no la deje sola en casa,
pero no se atreve a explicarle claramente las causas de su pánico, pues
Alessandro la ha amenazado: "Si le cuentas algo a tu madre, te mato". Su
único recurso es la oración. La víspera de su muerte, María pide de nuevo
llorando a su madre que no la deje sola, pero, al no recibir más
explicaciones, ésta lo considera un capricho y no concede importancia a
aquella súplica.
El 5 de julio, a unos cuarenta metros de la casa, están trillando las habas
en la era. Alessandro lleva un carro arrastrado por bueyes. Lo hace girar
una y otra vez sobre las habas extendidas en el suelo. Hacia las tres de la
tarde, en el momento en que María se encuentra sola en casa, Alessandro
dice: "Assunta, ¿quiere hacer el favor de llevar un momento los bueyes por
mí?". Sin sospechar nada, la mujer lo hace. María, sentada en el umbral de
la cocina, remienda una camisa que Alessandro le ha entregado después de
comer, mientras vigila a su hermanita Teresina, que duerme a su lado.
"¡María!", grita Alessandro. "¿Qué quieres?". "Quiero que me sigas". "¿Para
qué?". "¡Sígueme!". "Si no me dices lo que quieres, no te sigo". Ante
semejante resistencia, el muchacho la agarra violentamente del brazo y la
arrastra hasta la cocina, atrancando la puerta. La niña grita, pero el ruido
no llega hasta el exterior. Al no conseguir que la víctima se someta,
Alessandro la amordaza y esgrime un puñal. María se pone a temblar pero no
sucumbe. Furioso, el joven intenta con violencia arrancarle la ropa, pero
María se deshace de la mordaza y grita: "No hagas eso, que es pecado... Irás
al infierno." Poco cuidadoso del juicio de Dios, el desgraciado levanta el
arma: "Si no te dejas, te mato". Ante aquella resistencia, la atraviesa a
cuchilladas. La niña se pone a gritar: "¡Dios mío! ¡Mamá!", y cae al suelo.
Creyéndola muerta, el asesino tira el cuchillo y abre la puerta para huir,
pero, al oírla gemir de nuevo, vuelve sobre sus pasos, recoge el arma y la
traspasa otra vez de parte a parte; después, sube a encerrarse a su
habitación.
María ha recibido catorce heridas graves y se ha desvanecido. Al recobrar el
conocimiento, llama al señor Serenelli: "¡Giovanni! Alessandro me ha
matado... Venga." Casi al mismo tiempo, despertada por el ruido, Teresina
lanza un grito estridente, que su madre oye. Asustada, le dice a su hijo
Mariano: "Corre a buscar a María; dile que Teresina la llama". En aquel
momento, Giovanni Serenelli sube las escaleras y, al ver el horrible
espectáculo que se presenta ante sus ojos, exclama: "¡Assunta, y tú también,
Mario, venid!". Mario Cimarelli, un jornalero de la granja, trepa por la
escalera a toda prisa. La madre llega también: "¡Mamá!", gime María. "¡Es
Alessandro, que quería hacerme daño!". Llaman al médico y a los guardias,
que llegan a tiempo para impedir que los vecinos, muy excitados, den muerte
a Alessandro en el acto.
Después de un largo y penoso viaje en ambulancia, hacia las ocho de la
tarde, llegan al hospital. Los médicos se sorprenden de que la niña todavía
no haya sucumbido a sus heridas, pues ha sido alcanzado el pericardio, el
corazón, el pulmón izquierdo, el diafragma y el intestino. Al comprobar que
no tiene cura, mandan llamar al capellán. María se confiesa con toda
lucidez. Después, los médicos le prodigan sus cuidados durante dos horas,
sin dormirla. María no se lamenta, y no deja de rezar y de ofrecer sus
sufrimientos a la santísima Virgen, Madre de los Dolores. Su madre consigue
que le permitan permanecer a la cabecera de la cama. María aún tiene fuerzas
para consolarla: "Mamá, querida mamá, ahora estoy bien... ¿Cómo están mis
hermanos y hermanas?".
A María la devora la sed: "Mamá, dame una gota de agua". "Mi pobre María, el
médico no quiere, porque sería peor para ti". Extrañada, María sigue
diciendo: "¿Cómo es posible que no pueda beber ni una gota de agua?". Luego,
dirige la mirada sobre Jesús crucificado, que también había dicho ¡Tengo
sed!, y se resigna. El capellán del hospital la asiste paternalmente y, en
el momento de darle la sagrada Comunión, la interroga: "María, ¿perdonas de
todo corazón a tu asesino?". Ella, reprimiendo una instintiva repulsión, le
responde: "Sí, lo perdono por el amor de Jesús, y quiero que él también
venga conmigo al paraíso. Quiero que esté a mi lado... Que Dios lo perdone,
porque yo ya lo he perdonado." En medio de esos sentimientos, los mismos que
tuvo Jesucristo en el Calvario, María recibe la Eucaristía y la
Extremaunción, serena, tranquila, humilde en el heroísmo de su victoria. El
final se acerca. Se le oye decir: "Papá". Finalmente, después de una
postrera llamada a María, entra en la gloria inmensa del paraíso. Es el día
6 de julio de 1902, a las tres de la tarde. No había cumplido los doce años.
El juicio de Alessandro tiene lugar tres meses después del drama. Aconsejado
por su abogado, confiesa: "Me gustaba. La provoqué dos veces al mal, pero no
pude conseguir nada. Despechado, preparé el puñal que debía utilizar". Es
condenado a treinta años de trabajos forzados. Aparenta no sentir ningún
remordimiento del crimen. A veces se le oye gritar: "¡Anímate, Serenelli,
dentro de veintinueve años y seis meses serás un burgués!". Pero María desde
el Cielo no lo olvida. Unos años más tarde, monseñor Blandini, obispo de la
diócesis donde está la prisión, siente la inspiración de visitar al asesino
para encaminarlo al arrepentimiento. "Es muy terco, está usted perdiendo el
tiempo, Monseñor", afirma el carcelero. Alessandro recibe al obispo
refunfuñando, pero ante el recuerdo de María, de su heroico perdón, de la
bondad y de la misericordia infinitas de Dios, se deja alcanzar por la
gracia. Después de salir el prelado, llora en la soledad de la celda, ante
la estupefacción de los carceleros.
Una noche, María se le aparece en sueños, vestida de blanco en los jardines
del paraíso. Trastornado, Alessandro escribe a monseñor Blandino: "Lamento
sobre todo el crimen que cometí porque soy consciente de haberle quitado la
vida a una pobre niña inocente que, hasta el último momento, quiso salvar su
honor, sacrificándose antes que ceder a mi criminal voluntad. Pido perdón a
Dios públicamente, ya la pobre familia, por el enorme crimen que cometí.
Confío obtener también yo el perdón, como tantos otros en la tierra". Su
sincero arrepentimiento y su buena conducta en el penal le devuelven la
libertad cuatro años antes de la expiración de la pena. Después, ocupará el
puesto de hortelano en un convento de capuchinos, mostrando una conducta
ejemplar, y será admitido en la orden tercera de san Francisco. Gracias a su
buena disposición, Alessandro es llamado como testigo en el proceso de
beatificación de María. Resulta algo muy delicado y penoso para él, pero
confiesa: "Debo reparación, y debo hacer todo lo que esté en mi mano para su
glorificación. Toda la culpa es mía. Me dejé llevar por la brutal pasión.
Ella es una santa, una verdadera mártir. Es una de las primeras en el
paraíso, después de lo que tuvo que sufrir por mi causa".
En la Navidad de 1937, se dirige a Corinaldo, lugar donde Assunta Goretti se
había retirado con sus hijos. Lo hace simplemente para hacer reparación y
pedir perdón a la madre de su víctima. Nada más llegar ante ella, le
pregunta llorando. "Assunta, ¿puede perdonarme?". "Si María te perdonó,
¿cómo no voy a perdonarte yo?". El mismo día de Navidad, los habitantes de
Corinaldo se ven sorprendidos y emocionados al ver aproximarse a la mesa de
la Eucaristía, uno junto a otro, a Alessandro y Assunta.
La fama de María Goretti se extendía cada vez más y fueron apareciendo
numerosas muestras de santidad. Después de largos estudios, la Santa Sede la
canonizó el 24 de junio de 1950 en una ceremonia que se tuvo que realizar en
la Plaza de San Pedro debido a la gran cantidad de asistentes. En la
ceremonia de canonización acompañaron a Pío XII la madre, dos hermanas y un
hermano de María. Durante esta ceremonia Su Santidad Pío XII exaltó la
virtud de la santa y sus estudiosos afirman que por la vida que llevó aún
cuando no hubiera sido mártir habría merecido ser declarada santa. Sus
restos mortales descansan en el santuario de Nettuno de los pasionistas.
En la homilía pronunciada por el papa Pío XII en la canonización de Santa
María Goretti como mártir el 26 de junio de 1959, entresacamos unos
párrafos: «De todo el mundo es conocida la lucha con que tuvo que
enfrentarse, indefensa, esta virgen; una turbia y ciega tempestad se alzó de
pronto contra ella, pretendiendo manchar y violar su angélico candor. (...)
Fortalecida por la gracia del cielo, a la que respondió con una voluntad
fuerte y generosa, entregó su vida sin perder la gloria de la virginidad.
»En la vida de esta humilde doncella, tal cual la hemos resumido en breves
trazos, podemos contemplar un espectáculo no sólo digno del cielo, sino
digno también de que lo miren, llenos de admiración y veneración, los
hombres de nuestro tiempo. Aprendan los padres y madres de familia cuán
importante es el que eduquen a los hijos que Dios les ha dado en la
rectitud, la santidad y la fortaleza, en la obediencia a los preceptos de la
religión católica, para que, cuando su virtud se halle en peligro, salgan de
él victoriosos, íntegros y puros, con la ayuda de la gracia divina. Aprenda
la alegre niñez, aprenda la animosa juventud a no abandonarse
lamentablemente a los placeres efímeros y vanos, a no ceder ante la
seducción del vicio, sino, por el contrario, a luchar con firmeza, por muy
arduo y difícil que sea el camino que lleva a la perfección cristiana,
perfección a la que todos podemos llegar tarde o temprano con nuestra fuerza
de voluntad, ayudada por la gracia de Dios, esforzándonos, trabajando y
orando.
»No todos estamos llamados a sufrir el martirio, pero sí estamos todos
llamados a la consecución de esta virtud cristiana. Pero esta virtud
requiere una fortaleza que, aunque no llegue a igualar el grado cumbre de
esta angelical doncella, exige, no obstante, un largo, diligentísimo e
ininterrumpido esfuerzo, que no terminará sino con nuestra vida. Por esto,
semejante esfuerzo puede equipararse a un lento y continuado martirio, al
que nos amonestan aquellas palabras de Jesucristo: El reino de los cielos se
abre paso a viva fuerza, y los que pugnan por entrar lo arrebatan.
»Animémonos todos a esta lucha cotidiana, apoyados en la gracia del cielo;
sírvanos de estímulo la santa virgen y mártir María Goretti; que ella, desde
el trono celestial, donde goza de la felicidad eterna, nos alcance del
Redentor divino, con sus oraciones, que todos, cada cual según sus
peculiares condiciones, sigamos sus huellas ilustres con generosidad, con
sincera voluntad y con auténtico esfuerzo.»
La influencia de María Goretti continúa en nuestros días. El Papa Juan Pablo
II la presenta especialmente como modelo para los jóvenes: "Nuestra vocación
por la santidad, que es la vocación de todo bautizado, se ve alentada por el
ejemplo de esta joven mártir. Miradla sobre todo vosotros los adolescentes,
vosotros los jóvenes. Sed capaces, como ella, de defender la pureza del
corazón y del cuerpo; esforzaos por luchar contra el mal y el pecado,
alimentando vuestra comunión con el Señor mediante la oración, el ejercicio
cotidiano de la mortificación y la escrupulosa observancia de los
mandamientos" (29.IX.91). La realidad y el poder de la ayuda divina se
manifiestan de una manera particularmente tangible en los mártires.
Elevándolos al honor de los altares, "la Iglesia ha canonizado su testimonio
y declara verdadero su juicio, según el cual el amor implica
obligatoriamente el respeto de sus mandamientos, incluso en las
circunstancias más graves, y el rechazo de traicionarlos, aunque fuera con
la intención de salvar la propia vida" (Veritatis splendor, n. 91).
Indudablemente, pocas personas son llamadas a padecer el martirio de la
sangre. Sin embargo, ante las múltiples dificultades, que incluso en las
circunstancias más ordinarias puede exigir la fidelidad al orden moral, el
cristiano, implorando con su oración la gracia de Dios, está llamado a una
entrega a veces heroica. Le sostiene la virtud de la fortaleza, que -como
enseña san Gregorio Magno- le capacita para amar las dificultades de este
mundo a la vista del premio eterno" (id, 93).
Por eso el Papa no teme decir a los jóvenes: "No tengáis miedo de ir
contracorriente, de rechazar los ídolos del mundo". y explica: "Mediante el
pecado, damos la espalda a Dios, nuestro único bien, y elegimos ponernos del
lado de los ídolos que nos conducen a la muerte ya la condenación eterna, al
infierno". María Goretti "nos alienta a experimentar la alegría de los
pobres que saben renunciar a todo con tal de no perder lo único que es
necesario: la amistad de Dios... Queridos jóvenes, escuchad la voz de Cristo
que os llama, también a vosotros, al estrecho sendero de la santidad"
(29.IX.91).
Santa María Goretti nos recuerda que "el estrecho sendero de la santidad"
pasa por la fidelidad a la virtud de la castidad. "Para algunas personas que
se hallan en ambientes donde se ofende y se desacredita la castidad -escribe
el cardenal López Trujillo-, vivir castamente puede exigir una dura lucha, a
veces heroica. De todas formas, con la gracia de Cristo, que se desprende de
su amor de Esposo por la Iglesia, todos pueden vivir castamente, incluso si
se hallan en circunstancias poco favorables a ello."
"Que la alegre infancia y la ardiente juventud aprendan a no abandonarse
desesperadamente a los gozos efímeros y vanos de la voluptuosidad, ni a los
placeres de los vicios embriagadores que destruyen la apacible inocencia,
engendran sombría tristeza y debilitan más pronto o más tarde las fuerzas
del espíritu y del cuerpo", advertía el Papa Pío XII con motivo de la
canonización de Santa María Goretti. El Catecismo de la Iglesia católica
recuerda lo siguiente: "O el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz,
o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado" (n. 2339).
Para poder crear un clima favorable a la castidad, es importante practicar
la modestia y el pudor en la manera de hablar, de actuar y de vestir. Con
esas virtudes, la persona es respetada y amada por sí misma, en lugar de ser
contemplada y tratada como objeto de placer. Siguiendo el ejemplo de María
Goretti, los jóvenes pueden descubrir "el valor de la verdad que libera al
hombre de la esclavitud de las realidades materiales", y podrán "descubrir
el gusto por la auténtica belleza y por el bien que vence al mal" (Juan
Pablo II, id).
Con ocasión del centenario de su muerte, el 30 de junio de 2002, el cardenal
Sergio Sebastiani ilustró las virtudes de esta santa: «Confianza en la
providencia, amor hacia el prójimo, rechazo de la violencia y respeto de la
propia dignidad de mujer, oración y unión con Dios, heroísmo del perdón por
amor a Cristo, fe en la vida ultraterrena».
«El martirio de "Marietta" -como era conocida por sus familiares y amigos-
es el culmen de un itinerario humano y espiritual que había llegado a la
radicalidad evangélica en la cotidianidad de su vida de preadolescente y por
esto mantiene todavía hoy actualidad y frescura».
«Estas opciones, como la de entregar la vida a Cristo y perdonar al agresor
no se dan por casualidad: la santidad no se improvisa». «La pureza de la
niña, su capacidad de perdón y la conversión del asesino son temas de
reflexión no sólo para los creyentes, sino también para quien no cree porque
ayudan a cultivar una dimensión "elevada" de la vida.»
Para el biógrafo de la santa, el padre Giovanni Alberti, de la Congregación
de los Pasionistas, a los que está confiado el Santuario de Nettuno dedicado
a María Goretti, la santa es un modelo que hay que «proponer a los
adolescentes de hoy porque, enamorada de Cristo, le supo seguir de modo
radical». «Sus gestos, sus opciones, su tacto hacia el agresor son los de
una niña que ha sabido comportarse como una mujer, pequeña mujer orgullosa
de serlo».
El santuario de Nettuno, donde yacen los restos de María Goretti se
encuentra entre los más frecuentados por multitudes que aumentan
continuamente, y que provienen de todos los continentes. La imagen de la
niña rubia con los lirios de la pureza, cuelga de la pared de millones de
casas y se guarda en innumerables carteras. Todos los meses, en la revista
de los Padres Pasionistas, custodios de la basílica en las costas del Lazio,
se dedican páginas y páginas a reseñar las gracias y los prodigios obtenidos
por intercesión de esta niña.
En realidad -comenta Vittorio Messori-, aun quedándonos en un plano
completamente «laico», ¿hay algo más actual que la defensa desesperada de
una niña ante la agresión brutal de un violador? ¿Y acaso hay alguien -sea
cual sea su fe o su incredulidad- que hoy, sobre todo, no perciba la nobleza
vertiginosa de las últimas palabras de la agonizante: «Decidle a Alessandro
que no sólo le perdono, sino que ofrezco mi muerte para que el Señor lo
lleve conmigo al Paraíso»? Y entre tantos propósitos de recuperación, tan a
menudo frustrados, de quien se ha equivocado, ¿acaso no da qué pensar la
vida voluntariamente penitente en la cárcel, durante 27 años del asesino, y
finalmente su retiro a un convento capuchino, donde acabó sus días muriendo,
por añadidura, en loor de santidad? Aquella misma Iglesia que había elevado
a la víctima a la gloria de los altares, acogió con amor de madre también al
homicida y lo guió por los senderos humildes del rescate y de la redención.
¿Acaso no hay también aquí, un ejemplo sobre el que reflexionar, para los
hijos de culturas y de ideologías despiadadas que no conocen el perdón y
levantan muros entre «ellos» y los «otros»?
En los grandes discursos, a menudo tan demagógicos, sobre los excluidos,
marginados, pobres, ¿puede considerarse irrelevante que se haya levantado a
la veneración del mundo entero a la última entre los últimos, a la hija
huérfana de un temporero venido de Corinaldo a morir de malaria en el
infierno de los pantanos? Son preguntas que nos parece legítimo plantear a
aquellos que no escatiman ironías sobre el culto tributado por la Iglesia a
una niña que no había cumplido los doce años y que prefirió morir antes de
renunciar a la dignidad que un pobre desgraciado, casi de su edad, en un
arrebato sexual, quería arrancarle. Sin olvidar, además, que si María
Goretti está en los altares, no ha sido por estrategias o cálculos
clericales, sino por la irresistible presión del pueblo. Hay algo de
misterio en el instinto que, inmediatamente, impulsó a las multitudes a
invocar la ayuda de esta oscura pequeña que, por su parte, respondió a las
invocaciones con una auténtica lluvia de gracias.
Cuando el 24 de junio de 1950 Pío XII procedió a su canonización, la Plaza
de San Pedro estaba abarrotada de una multitud inmensa que nadie había
organizado y que había acudido, festiva, espontáneamente. Y nadie, a no ser
el instinto de la fe, conduce hacia el santuario de Nettuno a las grandes
masas que concurren allí continuamente. La santidad es «democrática»,
incluso y sobre todo, aquella que la Iglesia ha reconocido a la pequeña que
dio su testimonio bajo el cielo del inmenso pantano.
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