'Ni se mencione entre vosotros...' Vivir la delicadeza en un ambiente indelicado
Todos los lugares del mundo en el que hay y ha habido cristianos, han notado
–a pesar de las vueltas y revueltas de la Historia– el influjo de la
doctrina del Maestro en sus fieles y, de rebote, en los demás ciudadanos.
«Convivir con los paganos no es tener sus mismas costumbres. Convivimos con
todos, nos alegramos con ellos porque tenemos en común la naturaleza, no las
supersticiones. Tenemos la misma alma, pero no el mismo comportamiento;
somos coposeedores del mundo, no del error», advertía Tertuliano.
En los países de vieja raigambre cristiana ha venido creciendo, como una ola
negra y desafiante, el avance de un secularismo que amenaza con anegarlo
todo. La imposición de usos y estilos sociales alejados del planteamiento
cristiano, obliga a los creyentes a aceptar un desafío similar al de los
primeros seguidores del Evangelio.
Algo huele a podrido...
Hemos contemplado cómo, en las últimas dos o tres décadas, los medios de
comunicación airean alegremente unos modelos de vida y de convivencia
plagados de concesiones a la frivolidad y la sensualidad, cuando no de un
descarado erotismo. No sólo en el cine o en los programas más chabacanos de
la televisión, sino con frecuencia en los coloquios informales de gente que
se considera culta: el aire de algunas conversaciones e intervenciones
públicas y privadas se ha poblado de groseras obscenidades.
Para algunos, esa es otra de las conquistas de una sociedad abierta,
tolerante, liberada de tabúes y de estrecheces, que sabe expresarse con
espontaneidad y considera superados buena parte de los convencionalismos del
buen gusto y la educación. No me refiero a decir un taco más o menos
convincente al hilo de un diálogo vivo, sino a la manera de enfocar
correctamente lo que consideramos decente o impúdico.
Por desgracia, esta manera de pensar se ha extendido en gran parte de los
medios de difusión y de publicidad. Todos lo hemos comprobado al ver los
anuncios, al hojear una revista o un periódico, al navegar por internet...
Con frecuencia podemos tropezar con un señor que, muy serio, trata de
convencernos del mérito literario de una novela pornográfica, o de la
presunta normalidad con que los telediarios nos muestran a las esqueléticas
modelos de las pasarelas enseñando muchas más cosas que la ropa que se
supone debían lucir.
En nombre de una pretendida naturalidad se producen auténticas agresiones al
pudor, a la elegancia estética y al mismo núcleo sagrado de la sexualidad
humana. Lo grave no es tanto que haya gente desvergonzada, sino que los
demás terminemos por aceptar –de buena o mala gana– que la presunta
liberación ha ganado la partida y que ya somos suficientemente modernos como
para seguir pensando igual que nuestras abuelas. La vergüenza ha cambiado de
bando y ahora padece acoso el que pretende que, al menos en público, se
guarden las formas.
Los primeros cristianos
Como les ocurrió a los primeros cristianos, los de ahora también estamos
llamados por vocación a purificar los ambientes paganizados. Y como les
ocurrió a los llamémosles "segundos cristianos" –los que rescataron a Europa
de la barbarie desencadenada tras la caída de Roma, en lo que Juan Pablo II
llama la segunda evangelización–, habremos de convivir con el desafío de
quienes pretenden imponer un estilo de vida que reivindica una ética
parecida a la de los Hunos o la moral libertaria de los Vándalos. El
cristiano debe codearse con todo ello, qué duda cabe, pero también está
obligado por vocación a mejorar lo que encuentra. En eso consiste la llamada
bautismal a ser sal, luz y fermento.
Por mucho que pretenda imponerse un pensamiento único, débil o políticamente
correcto, no tenemos por qué desbaratar un regalo que hemos recibido. La
hermosura de la vida conyugal, el carácter sagrado de la sexualidad, el
valor de la santa pureza, de la castidad y del celibato por el Reino de los
Cielos, el candor de la virginidad, la inocencia del pudor y de la modestia
y un largo etcétera son los frutos sabrosos de entender el amor humano a lo
divino. Frutos que traen consigo enormes energías humanas de madurez, de
vida feliz y de alegría. Frutos que necesitan ciertamente la ayuda de la
gracia para crecer en sazón, y que no son ajenos al sacrificio personal para
llegar a cuajar. Pero que son un tesoro sembrado en nuestros corazones desde
la creación de la primera pareja humana, que alcanza todo su esplendor y
significado a raíz de la Encarnación del Verbo.
Ya el mismo San Pablo ponía en guardia a los cristianos de Efeso y les
enseñaba cuál era el camino para deambular entre la lujuria que marcaba el
ambiente en el que vivían: «La fornicación y toda impureza o avaricia, ni se
nombren entre vosotros, ni palabras torpes, ni conversaciones vanas o
tonterías que no convienen» (Ef. 5, 3-4). Porque, contra lo que pudiera
parecer, el aire que tuvieron que respirar aquellos primeros era aún más
nauseabundo que el actual. Tan podridas llegaron a estar las costumbres que
uno se asombra de la dureza que emplea el Apóstol para extirpar ese cáncer
de las primeras comunidades de Corinto. Puede leerse en el epistolario de
San Pablo el fulminante anatema contra un incestuoso, y la reprimenda a los
que habían disimulado esa actitud, pocos capítulos antes del himno a la
caridad (1 Cor 5, 1-13 y 6, 9-11).
Si bien es cierto que el cristianismo enseña un camino de amor, también lo
es que ante la dureza de corazón vale más cortar por lo sano. Así, el
consejo para mezclarse con los que alardean de andar engolfados en la gula,
la lujuria o la avaricia es taxativo: «Con esos, ni comer siquiera» (1 Cor
5, 11). San Pablo , ha aprendido de su Maestro. Jesús, que no tiene remilgos
a la hora de hablar con todo tipo de pecadores, publicanos y prostitutas, e
incluso con el pagano Pilatos, al lascivo Herodes ni siquiera le dirija la
palabra (cfr. Lc 23, 9).
Hermosura de la santa pureza
A pesar de conocer la fragilidad de nuestra naturaleza caída y de la fuerza
que puede tener la tentación en algunas circunstancias, todo bautizado sabe
que «existe un vínculo entre la pureza del corazón, del cuerpo y de la fe»
(Catecismo de la Iglesia Católica, 2518). Con la ayuda de la gracia, un
hombre de fe puede muy bien sumarse a esta pelea y poner los medios que
buenamente pueda para que en su entorno social gane terreno el respeto al
hombre y a la mujer, a su papel en la sexualidad y en la vida, a su
condición de persona y de hijo de Dios. Como advirtió el Beato Josemaría
Escrivá: «Hace falta una cruzada de virilidad y de pureza que contrarreste y
anule la labor salvaje de quienes creen que el hombre es una bestia. –Y esa
cruzada es obra vuestra» (Camino, 121).
Lógicamente esta batalla habrá de comenzar en la propia familia y en los
medios que cada uno tenga más a mano. Educar a los hijos para que sepan
desenvolverse en un ambiente hostil a su fe es una tarea ardua, pero
apasionante. Difundir entre los parientes, amigos y colegas de trabajo
nuestro modo de pensar, sin acritud ni celo amargo –la pureza viaja en las
alas de la caridad–, pero también sin acobardadas concesiones a la
vulgaridad, no deja de ser otro gran reto.
Escriba Vd. esa carta
Hace ya muchos años, un conocido dramaturgo animaba en un diario nacional a
enviar cartas a los directores de los medios de comunicación. Calculaba el
impacto que esas opiniones tenían en ellos y en los demás lectores. Basta
leer la sección de cartas de cualquier periódico para comprobar que es una
de las más vivas. La influencia de una sola de esas cartas es tal que en
casi ninguna empresa seria deja de existir hoy día un departamento de
atención al cliente o incluso de defensor del espectador, oyente o lector.
Los ciudadanos tenemos un peso imponente entre los que navegan en la
superficie de los índices y del pulso de la opinión pública. Cualquiera
puede, por ejemplo, escribir unas líneas a determinada empresa, informando
amablemente de que dejará de comprar sus productos debido al carácter
sexista o inmoral de sus campañas de publicidad; puede manifestar su
contrariedad ante una información periodística sesgada, desgarrada o
morbosa; y puede, en fin, protestar porque en algunas horas a su alcance, la
televisión difunde imágenes, lenguajes o contenidos que resultan
perturbadores para sus hijos.
El ejercicio de este derecho –que muchas veces es un deber– hace mucho bien.
Precisamente en una sociedad que alardea de ser pluralista y tolerante, no
vamos a ser los cristianos los únicos gratuitamente agredidos.
Enseñar en positivo
Al igual que para vivirla, para hablar de la santa pureza es necesario
guardar una exquisita fidelidad a la doctrina de Cristo. Pero, a la vez, es
necesario saber divulgar la buena noticia sin caer en meras tácticas
defensivas o limitarse a denunciar la impureza. Es más, con frecuencia se
observa que algunos tratan de reproducir el tono o los modos de mal gusto,
con la excusa de que desean hacerse entender, o para mostrar que uno está al
cabo de la calle. No es ese el estilo de Cristo ni tampoco parece apropiado
caer en la vulgaridad para denunciarla. Hay que tirar por elevación.
Los jóvenes crecen recibiendo un innegable influjo negativo de algunos
programas de radio, de ciertas películas del cine o la televisión y de no
pocas canciones de moda. Pero no es buena táctica husmear por esos lodazales
para ir parcheando respuestas y desmentidos a toda la basura que navega a la
deriva. Hay que tomar la iniciativa y vacunar a las personas, sin
alarmismos, pero con la misma seriedad que ponen en práctica las autoridades
sanitarias para prevenir infecciones o epidemias.
Habrá que ofrecer, por tanto, toda la verdad del Evangelio de la vida y del
amor humanos con argumentos y modelos de conducta que estimulen a un camino
de excelencia acorde con las enseñanzas del Maestro. La lucha y la vida de
los primeros cristianos, con su manera de obrar basada en el amor, con su
audacia de ir contracorriente, con el rastro del buen olor de Cristo a su
paso (cfr. 2 Cor 2, 15), es un buen ejemplo y un ideal atractivo para el
milenio recién comenzado.
Todos somos conscientes de que, en la actualidad, el lenguaje y el modo de
tratar todo lo relacionado con la sexualidad humana es mucho más desenvuelto
y aún más crudo que hace años. No debemos amilanarnos. El mensaje cristiano
es de tal fuerza que ningún complejo podrá jamás arruinar su hermosura y su
vigor. Ahora bien, como dice Juan Pablo II, en éste y en otros campos harán
falta testigos de la fe, gente que haga vida de su vida esta lucha hermosa y
esta cruzada de virilidad y de feminidad, de apuesta para permitir que se
refleje, con la ayuda de la gracia, la vida de la Trinidad en nuestros
cuerpos.
No faltará quien piense que estas líneas abogan por un retorno de la
mojigatería o la ñoñez. No es así. El buen gusto y la elegancia son
–digámoslo así– un patrimonio de la Humanidad y, desde luego, el
cristianismo ha contribuido grandemente a ensalzar la belleza en todas las
artes, sin perder por ello el respeto que merecen el cuerpo humano y su
sexualidad. Abogar por un ambiente más sano y más digno en los medios de
comunicación y en los distintos foros de la sociedad vendría a ser, más
bien, una especie de ecologismo ético, que no desentona entre las muchas
iniciativas ciudadanas que tratan de mejorar las condiciones de vida en los
opulentos países civilizados.
Modos de vivir y de dar vida
Frente al reto de un mundo que pretende volver la espalda a Dios y con
frecuencia termina por volver la espalda al hombre mismo, los padres, los
pastores y los educadores habrán de trabajar duro, con un espíritu optimista
y alentador. Porque se les plantea la estupenda tarea de iluminar, de dar
ejemplo de vida, de sembrar convicciones hondas y seguras.
A las jóvenes generaciones hay que animarlas también a descubrir la carga
positiva que encierra la hombría de bien, el delicado respeto ante el
misterio de la vida, la conducta recta, limpia y coherente que conduce al
santo sacramento del matrimonio, la maravilla de extender entre un ambiente
con frecuencia infecto, ese buen olor de Cristo de hombres y mujeres
conscientes de su dignidad de hijos de Dios.
Cuando oímos hablar del hombre moderno, cabe preguntarse a qué hombre nos
estamos refiriendo. Responde el Papa: al hombre caído y redimido, sin duda.
Porque los avances científicos y técnicos no cambian su sustancia
antropológica. Pues bien, si partimos de que tenemos debilidades y una
cierta inclinación al pecado, y contamos con la que está cayendo en el
terreno de la moralidad, no estarán de más algunas precauciones elementales.
Después de ver lo que les estamos haciendo a las pobres vacas locas y la
cantidad de precauciones que nos hacen tomar las autoridades, resulta muy
adecuada alguna vigilancia para evitar que se nos cuelen como por ósmosis
actitudes y comportamientos muy difundidos en relación con la sexualidad.
¿Para qué transigir con la falta de educación y de elegancia humana? Sin
necesidad de maltratar a nadie, habremos de estar atentos con la forma de
hablar. Se puede, con cariño, corregir al que alardea de ser grosero con la
excusa de parecer espontáneo, al que pretende dar carta de naturaleza a unas
expresiones burdas o con doble sentido que frivolizan o ningunean el valor
del sexo y de la afectividad, al que machaca sin misericordia la fe en el
amor.
Sembrar paz y alegría
También en los escritos, en las cartas, en los correos electrónicos, abundan
las procacidades. Una respuesta amable pero firme a un amigo guasón, puede
que le haga recapacitar.
Lo mismo vale para el vestido o para los atuendos desenfadados del verano.
Si se trata de nuestros hijos, habrá que armarse de paciencia y de mano
izquierda. Es un asunto importante, porque la persona se muestra por su
indumentaria.
Y, por supuesto, con las canciones, las películas o los videojuegos que
manejan los jóvenes. No sólo hay que enseñar a cortar con ello. Hay que
hacerles valorar que lo artístico o lo lúdico deja de ser bueno cuando no
es, a la vez, hermoso lo que conlleva siempre sencillez y carencia de
afectación.
Lo que muchos de los productos destinados a los más jóvenes tratan de
comercializar, es un modo de vida y un planteamiento sentimental muy alejado
de lo que un cristiano coherente sabe que es la verdad de la existencia
humana. Aunque lo disfracen de glamour, de liberación y de autenticidad, no
es difícil ver al lobo bajo semejante piel de oveja. Es comercio y, no pocas
veces, comercio sin escrúpulos.
La palestra está esperando nuestro combate. Un combate cordial, sociable,
pero sin tregua. Lucharemos con caridad, como el Señor enseña a los suyos.
«Eso fueron los primeros cristianos y eso hemos de ser los cristianos de
hoy: sembradores de paz y de alegría, de la paz y de la alegría que Jesús
nos ha traído» (B. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 30). Porque sin
caridad, sin amor, ni la pureza ni el amor humano tienen sentido. Sería una
decencia seca, sin alma, quizá aséptica y moralizante, pero no sería
cristiana.
Acabamos con San Juan Crisóstomo: «Cristo nos ha dejado en la tierra para
que seamos faros que iluminen, doctores que enseñen; para que cumplamos
nuestro deber de levadura; para que nos comportemos como ángeles, como
anunciadores entre los hombres; para que seamos adultos entre los menores,
hombres espirituales entre los carnales, a fin de ganarlos; que seamos
simiente y demos hermosos frutos».
Javier Láinez
Revista Palabra, nº 442-443, abril 2001