Sexo y sentimientos ¿Es necesario aprender? ¿Cómo?
Cuanto más vacío
está un corazón,
más pesa.
Madame Amiel Lapeyre
Autodominio sobre la imaginación y los deseos
El amor y el sexo
El amor es la realización más completa de las posibilidades del ser humano.
Es lo más íntimo y más grande, donde encuentra la plenitud de su ser, lo
único que puede absorberle por entero.
Y el placer que se deriva de su expresión en el amor conyugal, es quizá el
más intenso de los placeres corporales, y también quizá el que más absorbe.
El entusiasmo que produce un enamoramiento limpio y sincero saca al hombre o
a la mujer de sí mismo para entregarse y vivir en y para el otro: es el
entusiasmo mayor que tienen en su vida la mayoría de los seres humanos.
Cuando el placer y el amor se unen a la entrega mutua, es posible entonces
alcanzar un alto grado de felicidad y de placer. En cambio –como ha escrito
Mikel Gotzon Santamaría–, cuando prima la búsqueda del simple placer físico,
ese placer tiende a convertirse en algo momentáneo y fugitivo, que deja un
poso de insatisfacción. Porque la satisfacción sexual es en realidad sólo
una parte, y quizá la más pequeña, de la alegría de la entrega sexual con
alma y cuerpo propia de la entrega total del amor conyugal.
—Pero no siempre es fácil de distinguir lo que es cariño de lo que es hambre
de placer.
A veces es muy claro. Otras, no tanto. En cualquier caso, en la medida en
que se reduzca a simple hambre de placer, se está usando a la otra persona.
Y eso no puede ser bueno para ninguno de los dos.
Cuando se usa a otra persona,
no se la ama,
ni siquiera se la respeta,
porque se utiliza y se rebaja
su intimidad personal.
El terreno sexual ofrece, más que otros,
ocasiones de servirse de las personas como de un objeto, aunque sea
inconscientemente. La dimensión sexual del amor hace que éste pueda
inclinarse con cierta facilidad a la búsqueda del placer en sí mismo, a una
utilización sexual que siempre rebaja a la persona, pues afecta a su más
profunda intimidad.
Al ser el sexo expresión de nuestra capacidad de amar, toda referencia
sexual llega hasta lo más hondo, al núcleo más íntimo, e implica a la
totalidad de la persona. Y precisamente por poseer tan gran valor y
dignidad, su corrupción es particularmente corrosiva.
Cada uno hace de su amor
lo que hace
de su sexualidad.
Aprender a amar
El hombre, para ser feliz, ha de encontrar respuesta a las grandes
cuestiones de la vida. Entre esas cuestiones que afectan al hombre de todo
tiempo y lugar, que apelan a su corazón, que es donde se desarrolla la más
esencial trama de su historia, está, incuestionablemente, la sexualidad.
El hombre busca encontrar respuesta a preguntas capitales como: ¿qué debo
hacer para educar mi sexualidad, para ser dueño de ella?, pues el cuerpo de
la otra persona se presenta a la vez como reflejo de esa persona y también
como ocasión para dar rienda suelta a un deseo de autosatisfacción egoísta.
—¿Consideras entonces la sexualidad un asunto muy importante?
El gobierno más importante es el de uno mismo.
Y si una persona no adquiere
el necesario dominio
sobre su sexualidad,
vive con un tirano dentro.
La sexualidad es un impulso genérico entre
cualquier macho y cualquier hembra. El amor entre un hombre y una mujer, en
cambio, busca la máxima individualización.
Y para que el cuerpo sea expresión e instrumento de ese amor
individualizado, es necesario dominar el cuerpo de modo que no quede
subyugado por el placer inmediato y egoísta, sino que actúe al servicio del
amor.
Porque, si no se educa bien la propia afectividad, es fácil que, en el
momento en que tendría que brotar un amor limpio, se imponga la fuerza del
egoísmo sexual.
En el momento en que
la sexualidad
deja de estar bajo control,
comienza su tiranía.
Como decía Chesterton, pensar en una
desinhibición sexual simpática y desdramatizada, en la que el sexo se
convierte en un pasatiempo hermoso e inofensivo como un árbol o una flor,
sería una fantasía utópica o un triste desconocimiento de la naturaleza de
la psicología humana.
Un cierto “entrenamiento”
Sólo las personas pueden participar en el amor. Sin embargo, no lo
encuentran ya listo y preparado en sí mismas. Si una persona permite que su
mente, sus hábitos y sus actitudes se impregnen de deseos sexuales no
encaminados a un amor pleno, advertirá que poco a poco se va deteriorando su
capacidad de querer de verdad. Está permitiendo que se pierda uno de los
tesoros más preciados que todo hombre puede poseer.
Si no se esfuerza en rectificar ese error, el egoísmo se hará cada vez más
dueño de su imaginación, de su memoria, de sus sentimientos, de sus deseos.
Y su mente irá empapándose de un modo egoísta de vivir el sexo.
Tenderá a ver al otro de un modo interesado. Apreciará sobre todo los
valores sensuales o sexuales de esa persona, y se fijará mucho menos su
inteligencia, sus virtudes, su carácter o sus sentimientos. El señuelo del
placer erótico antes de tiempo suele ocultar la necesidad de crear una
amistad profunda y limpia.
Además, una relación basada en una atracción casi sólo sensual, tiende a ser
fluctuante por su propia naturaleza, y es fácil que al poco tiempo –al
devaluarse ese atractivo– aquello acabe en decepción, o incluso en una
reacción emotiva de signo contrario, de antipatía y desafecto.
—¿Y consideras difícil de rectificar ese deterioro en el modo de ver el
sexo?
Depende de lo profundo que sea el deterioro. Y, sobre todo, de si es firme o
no la decisión de superarlo. Lo fundamental es reconocer sinceramente la
necesidad de dar ese cambio, y decidirse de verdad a darlo.
Es como un reto:
hay que purificar,
llenar de higiene la imaginación,
de limpidez la memoria,
de claridad los sentimientos,
los deseos,
toda la persona.
Es –en otro ámbito mucho más serio– como
entrenarse para recuperar la frescura y la agilidad después de haber perdido
la buena forma física.
—¿Y no es un poco artificial eso de entrenarse? ¿No basta con tener las
ideas claras?
En el amor, como sucede en la destreza en cualquier deporte, o en la mayoría
de las habilidades profesionales, o en tantas otras cosas, si no hay
suficiente práctica y entrenamiento, las cosas salen mal.
Para aprender a leer, a escribir, a bailar, a cantar, o incluso a comer,
hace falta proponérselo, seguir un cierto aprendizaje y adquirir un hábito
positivo. Si no, se hace de manera tosca y ruda. Para expresar bien
cualquier cosa con un poco de gracia conviene entrenarse, cultivarse un
poco. Cuando una persona no lo hace, le resulta difícil expresar lo que
desea. Siente la frustración de no poder comunicar lo que tiene dentro, de
no poder realizar sus ilusiones. Y eso sucede tanto al expresarse
verbalmente como al expresar el amor. Si no educamos nuestra capacidad de
amar y de entregarnos por entero, en lugar de expresar amor nos
comportaremos de forma ruda, como sucede a quien no sabe hablar o no sabe
comer.
Cultivarse así es un modo de aproximarse a lo que uno entiende que debe
llegar a ser. Con ese esfuerzo de automodelado personal, de autoeducación,
el hombre se hace más humano, se personaliza un poco más a sí mismo.
Educar la sexualidad
Es una lástima que muchos limiten la educación sexual a la información sobre
el funcionamiento de la fisiología o la higiene de la sexualidad. Son cosas
indudablemente necesarias, pero no las más importantes, y además son cosas
que casi todos hoy saben ya de sobra.
En cambio, el autodominio de la apetencia sexual, y por tanto, de la
imaginación, del deseo, de la mirada, es una parte fundamental de la
educación de la sexualidad a la que pocos dan la importancia que tiene.
—¿Y por qué le das tanta importancia?
Si no se logra esa educación de los impulsos, la sexualidad, como cualquier
otra apetencia corporal, actuará a nivel simplemente biológico, y entonces
será fácilmente presa del egoísmo típico de una apetencia corporal no
educada. La sexualidad se expresará de forma parecida a como bebe o come o
se expresa una persona que apenas ha recibido educación.
Necesitamos una mirada
y una imaginación
entrenadas en considerar
a las personas como tales,
no como objetos de apetencia sexual.
Por eso, cuando en la infancia o la adolescencia
se introduce a las personas a un ambiente de frecuente incitación sexual, se
comete un grave daño contra la afectividad de esas personas, un atentado
contra su inocencia y su buena fe.
—¿No exageras un poco?
Aunque suene quizá demasiado fuerte, pienso que no exagero, porque todo eso
tiene algo de ensañamiento con un inocente. Romper en esos chicos y chicas
el vínculo entre sexo y amor es una forma perversa de quebrantar su
honestidad y su sencillez, tan necesarias en esa etapa de la vida. Los
primeros movimientos e inclinaciones sexuales, cuando aún no están
corrompidos, tienen un trasfondo de entusiasmo de amor puro de juventud.
Irrumpir en ellos con la mano grosera de la sobreexcitación sexual daña
torpemente la relación entre chicas y chicos. En palabras de Jordi Serra,
“no se les maltrata atándolos con una cadena, pero se les esclaviza
sumergiéndoles en un mundo irreal”.
Como escribió Tihamer Toth, la castidad es la piedra de toque de la
educación de la juventud. Por la intensidad y vehemencia del instinto
sexual, esta virtud es de las que mejor manifiesta el esfuerzo personal
contra el vicio. Quizá por eso la historia es testigo de que el respeto a la
mujer siempre ha sido un índice muy revelador de la cultura y la salud
espiritual de un pueblo.
Autodominio sobre la imaginación y los deseos
Igual que el uso inadecuado del alcohol conduce al alcoholismo, el uso
inadecuado del sexo provoca también una dependencia y una sobreexcitación
habitual que reducen la capacidad de amar. Y de manera semejante a como el
paladar puede estragarse por el exceso de sabores fuertes o picantes, el
gusto sexual estragado por lo erótico se hace cada vez más insensible, más
ofuscado para percibir la belleza, menos capaz de sentimientos nobles y más
ávido de sensaciones artificiosas, que con facilidad conducen a desviaciones
extrañas o a aburrimientos mayúsculos. Sobrealimentar el instinto sexual
lleva a un funcionamiento anárquico de la imaginación y de los deseos.
Cuando una persona adquiere el hábito
de dejarse arrastrar por los ojos,
o por sus fantasías sexuales,
su mente tendrá una carga de erotismo
que disparará sus instintos
y le dificultará conducir a buen puerto
su capacidad de amar.
—¿Y no hay otra solución que reprimirse?
Pienso que no es cuestión de reprimirse sino de encauzar bien los
sentimientos. Basta que la voluntad se oponga y se distancie de los
estímulos que resultan negativos para la propia afectividad. Es preciso
frenar los arranques inoportunos de la imaginación y del deseo, para así ir
educando esas potencias, de manera que sirvan adecuadamente a nuestra
capacidad de amar. Entender esto es decisivo para captar el sentido de ese
sabio precepto cristiano que dice: no consentirás pensamientos ni deseos
impuros.
Quien se esfuerza en esa línea, poco a poco aprenderá a convivir con su
propio cuerpo y el de los demás, y los tratará como merece la dignidad que
poseen. Gozará de los frutos de haber adquirido la libertad de disponer de
sí y de poder entregarse a otro. Vivirá con la alegría profunda de quien
disfruta de una espontaneidad madura y profunda, en la que el corazón
gobierna a los instintos.
Cortesía de www.interrogantes.net