Castidad esponsal Amor matrimonial: un arte y una virtud
Escribe el profesor Noriega,
del Instituto Juan Pablo II para los Estudios sobre el Matrimonio y la
Familia, de Roma
Quién no ha experimentado el deseo de cantar como Plácido Domingo? ¿Quién no
ha deseado tener la destreza con el balón al ver las famosas jugadas de
Pelé, Maradona o Ronaldo? ¿A quién no le ha apetecido tener la genialidad y
creatividad de un Benigni? Cuando nos acercamos a estas u otras personas, se
abre ante nosotros un horizonte nuevo, una excelencia fascinante, una
posibilidad desconocida, que, sin embargo, tantas veces choca con nuestra
realidad. Querríamos, pero no podemos. Y no podemos porque no sabemos, y
porque no tenemos la energía y vitalidad suficientes. Nos falta un arte.
También en la experiencia de amor se descubre una excelencia, una plenitud,
que fascina y embarga a la persona en su totalidad: en ella se nos revela,
sin duda, el destino de nuestra vida, porque nos promete una plenitud de
comunión interpersonal. La misma intensidad del placer que acompaña será
signo de la plenitud personal que encierra, porque el placer humano es
esencialmente figurativo. ¿De qué? Del gozo de la comunión con otra persona.
Nuestras grandes esperanzas están, precisamente, aquí: en el poder realizar
lo que la experiencia de amor nos promete. Y aquí, precisamente, se
encuentran las grandes dificultades y fracasos. En nuestro entorno vemos
cómo las grandes ilusiones y esperanzas del amor van languideciendo,
adormeciéndose. ¿Acaso no experimentamos, cuando vamos a una boda, esa
inquietud desconcertante de dudar si esos novios a los que queremos serán
capaces de vivir las esperanzas que les animan?
Poco nos preguntamos del porqué del fracaso del amor. Éste no se encuentra,
normalmente, en la falta de sinceridad inicial, ni en la falta de entrega.
No. Las personas cuando se quieren de verdad y están dispuestas a casarse,
saben bien lo que están haciendo y quieren de verdad vivirlo. ¿Dónde está,
pues, la razón de tantos fracasos?
El error se encuentra precisamente en una confusión inicial: pensar que para
construir un matrimonio y una familia basta la sinceridad del sentimiento y
la buena voluntad. Como si todo se redujese a la decisión de la voluntad.
Basta querer, basta decidirse, basta entregarse. Y todo lo demás viene por
añadidura. Como aquel chiquillo que fue educado en una familia en la que los
toros eran casi todo, y acudía puntualmente con sus padres a la corrida
aprendiéndolo todo sobre la lidia. Fascinado por la nobleza del diestro, su
gran ilusión era torear también él; hasta que un día se decidió y se lanzó
al ruedo. Lo sabía todo sobre el arte del toreo, lo había ensayado en su
casa muchas veces; pero ahora, cuando el toro viene hacia él, comienza a
experimentar cosas que antes jamás había experimentado: el miedo, el deseo
de huir, la ira... Y, asustado, se echa a correr.
¡Qué distinto es aquel otro chiquillo que ha sido educado entre los toros y
que, puntual, acudía con su padre no al ruedo, sino a los abrevaderos y a
los pastos! Su padre le va poco a poco ayudando a interpretar el sentido del
miedo que experimenta cuando ve venir al toro, y le ayuda a integrarlo. Ese
chiquillo no conoce de teoría, sino con con su propia experiencia,
interpretada e integrada. Gracias a ella, acabará siendo un verdadero
maestro, y tendrá un arte formidable que le permitirá brindar lo mejor de la
faena.
También los novios se piensan que basta con saber y querer. Se lanzan al
matrimonio, y se encuentran después con experiencias absolutamente nuevas
que no saben interpretar ni integrar.
Una novedad formidable
No basta querer, no basta saber en teoría. Porque el amor implica una
novedad formidable en la vida de las personas, con una gama muy variada de
experiencias irreductibles entre sí, que atañen a dimensiones muy diversas,
como es el cuerpo con sus instintos y necesidades, el afecto con el poder de
recrear el mundo interior y descubrir la resonancia afectiva, el espíritu
con su poder de donación e intimidad y, por fin, la misma gracia de Dios que
entra en todo lo humano y lo transforma haciendo del amor conyugal verdadera
caridad conyugal.
Todos estos dinamismos no se encuentran armonizados por naturaleza, por lo
que en ocasiones se contraponen entre sí, pidiendo cosas diversas,
dividiendo nuestra subjetividad. Entonces nos damos cuenta de la necesidad
de integrar todos nuestros dinamismos para poder amar en totalidad a la
persona. No basta sólo con decidirse, porque el amor entre un hombre y una
mujer implica la corporeidad y el afecto y la voluntad, y no sólo de uno,
sino de dos personas: si todos estos dinamismos no están coordinados, el
querer se verá falto de luz con la que iluminar el camino concreto, y de
energía para recorrerlo y terminará por refugiarse en modos estereotipados
de amor
La experiencia afectiva descubre un horizonte formidable de sentido a la
persona. Pero ahora es preciso que la persona plasme este sentido en su
propia afectividad, configure su mapa interior en relación al sentido
descubierto, afine su teclado afectivo para que sea capaz de reaccionar
bien. Aquí está el gran reto del noviazgo: construir la subjetividad de los
amantes. La virtud de la castidad es, precisamente, esta armonización y
plasmación de la propia interioridad. No es primeramente continencia, ni
menos aún represión del instinto, ni negación de la energía vital. Es
principalmente la energía y luz del amor que integra al sujeto en todos sus
dinamismos haciéndolo capaz de construir la comunión de personas entrevista
en su experiencia afectiva, porque le da la capacidad de inventar acciones
verdaderamente excelentes en las que expresar recíprocamente su mutuo amor.
Sexo y familia
El sexo es un instinto que produce una institución; y es algo positivo y no
negativo, noble y no ruin, creador y no destructor, porque produce esa
institución. Esa institución es la familia: un pequeño Estado o comunidad
que, una vez iniciada, tiene cientos de aspectos que no son de ninguna
manera sexuales. Incluye adoración, justicia, fiesta, decoración,
instrucción, camaradería, descanso. El sexo es la puerta de esa casa; y a
los que son románticos e imaginativos naturalmente les gusta mirar a través
del marco de una puerta. Pero la casa es mucho más grande que la puerta. La
verdad es que hay cierta gente que prefiere quedarse en la puerta y nunca da
un paso más allá.
Gilbert. K. Chesterton
en Weekly
Una clave interpretativa
¿Dónde está, entonces, la clave interpretativa de la virtud de la castidad?
En la mirada llena de ternura a la persona amada que sabe descubrir su
belleza y dignidad. El cuerpo deja entonces de ser objeto de amor para
convertirse en verdadero sujeto: se ama con todo el cuerpo y el afecto y la
voluntad y la gracia. «La virtud de la castidad es la virtud que nos permite
entregar un amor entero», sin dobleces ni pliegues sobre sí mismo, decía san
Agustín. ¡Qué bien entendemos lo que es un amor maduro capaz de entregarse
totalmente sin curvarse sobre sí o esconderse en dobles intenciones!
Posaba desnuda una bella chiquilla gitana ante el pintor sin apenas sentir
vergüenza. ¿Cómo así? Veía que la mirada del pintor no pretendía usarla,
sino sólo expresar la belleza de su cuerpo. Pero cuando esa chiquilla vio
asomarse por la ventana a unos mozalbetes curiosos, inmediatamente se
cubrió. ¿Por qué? Esta mirada era muy distinta, pretendía satisfacerse en
ella, usarla en definitiva. ¿Pero acaso no se refleja aquí la experiencia
más clara de lo que es el pudor como una percepción de la dignidad del
cuerpo y su sentido esponsal? De esa experiencia arranca la virtud de la
castidad, que fascinada por la posibilidad de una comunión recíproca en el
cuerpo, va poco a poco integrando y plasmando con paciencia todo el mundo de
los deseos y de los afectos, hasta alcanzar la pureza interior.
La pureza del corazón nos permite comprender la belleza de la persona, y
acogerla en su totalidad. Es esa presencia del Espíritu Santo en el corazón
del hombre la que le permite, poco a poco, ir descubriendo la belleza última
de la persona e ir integrando en la caridad conyugal todos los dinamismos
del amor. Es entonces cuando los esposos entienden que su cuerpo es templo
del Espíritu, y que en la unión de los dos Dios celebra su liturgia
santificadora y creadora.
Amar implica un verdadero arte, el más difícil, el más fascinante, el más
imprescindible. Como todo arte, se trata de una habilidad personal,
adquirida poniendo de nuestra propia genialidad. Un arte que, en definitiva,
es Dios quien nos lo regala y cuya acogida en el hombre genera la virtud de
los enamorados, la virtud de la castidad
José Noriega Bastos
Cortesía de Alfa y Omega, Semanario Católico de Información Nº
360/26-VI-2003