«PONGÁMONOS LAS ARMAS DE LA LUZ»: La pureza cristiana
Quinta predicación cuaresmal del P. R. Cantalamessa en el Vaticano 2018
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En nuestro comentario de la parénesis de la Carta a los Romanos, hemos
llegado al punto donde se dice:
«La noche está avanzada, el día está cerca: dejemos, pues, las obras de las
tinieblas y pongámonos las armas de la luz. Andemos como en pleno día, con
dignidad. Nada de comilonas y borracheras, nada de lujuria y desenfreno,
nada de riñas y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo, y no deis
pábulo a la carne siguiendo sus deseos» (Rom 13,12-14).
San Agustín, en las Confesiones, nos narra el lugar que este pasaje tuvo en
su conversión. Había llegado ya a una adhesión casi total a la fe; sus
objeciones fueron eliminadas una tras otra, y la voz de Dios se había ido
haciendo cada vez más apremiante. Pero había una cosa que lo retenía: el
miedo de no lograr vivir casto. Vivía, como se sabe, con una mujer sin estar
casado.
Estaba en el jardín de la casa que lo albergaba, preso de esta lucha
interior y con lágrimas en los ojos, cuando, desde una casa cercana, oyó que
provenía una voz, como de niño o niña, que iba repitiendo: «Tolle, lege!,
¡Toma, lee; toma, lee!». Interpretó dichas palabras como una invitación de
Dios y, teniendo al alcance de la mano el libro de las Cartas de san Pablo,
lo abrió al azar, decidido a considerar como voluntad de Dios la primera
frase sobre la cual cayera su mirada. La palabra sobre la cual cayó su
mirada fue, precisamente, la de la Carta a los Romanos que acabamos de
recordar. Dentro de él brilló una luz de seguridad (lux securitatis), que
hizo desaparecer todas las tinieblas de la incertidumbre. Sabía ya que, con
la ayuda de Dios, podía ser casto[1].
Las cosas que el Apóstol, en ese pasaje, llama «obras de las tinieblas» son
las mismas que en otros lugares define como «deseos, u obras, de la carne»
(cf. Rom 8,13; Gál 5,19) y las cosas que llama «armas de la luz» son las
mismas que en otros lugares llama «obras del Espíritu» o «frutos del
Espíritu» (cf. Gál 5,22). Entre estas obras de la carne se pone de relieve,
con dos términos (koite y aselgeia), el desenfreno sexual, al cual se
contrapone el arma de la luz que es la pureza.
En el presente contexto, el Apóstol no se alarga hablando de este aspecto de
la vida cristiana; pero sabemos qué importancia revestía a sus ojos la lista
de vicios, puesta al comienzo de la Carta (cf. Rom 1,26ss). San Pablo
establece un vínculo estrechísimo entre pureza y santidad, y entre pureza y
Espíritu Santo:
«Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación, que os apartéis de la
impureza, que cada uno de vosotros trate su cuerpo con santidad y respeto,
no dominado por la pasión, como hacen los gentiles que no conocen a Dios. Y
que en este asunto nadie pase por encima de su hermano ni se aproveche con
engaño, porque el Señor venga todo esto, como ya os dijimos y os aseguramos:
Dios no nos ha llamado a una vida impura, sino santa. Por tanto, quien esto
desprecia, no desprecia a un hombre, sino a Dios, que os ha dado su Espíritu
Santo» (1 Tes 4,3-8).
Por lo tanto, tratemos de recoger esta última «exhortación» de la palabra de
Dios, profundizando el fruto del Espíritu que es la pureza.
Las motivaciones cristianas de la pureza
San Pablo, en la carta a los Gálatas, escribe: «El fruto del Espíritu es
amor, alegría, paz, paciencia, benignidad bondad, fidelidad, mansedumbre,
dominio de sí» (Gál 5,22). El término griego original, que traducimos con
«dominio de sí», es enkrateia. Tiene una gama de significados muy amplia; se
puede ejercer, en efecto, el dominio de sí en el comer, en el hablar, en
contenerse de la ira, etc. Sin embargo, aquí, como por lo demás casi siempre
en el Nuevo Testamento, significa el dominio de sí en una esfera muy precisa
de la persona, es decir, en el marco de la sexualidad. Lo deducimos por el
hecho de que, poco más arriba, al enumerar las «obras de la carne», el
Apóstol llama porneia, es decir, impureza, lo que se opone al dominio de sí
(¡es el mismo término que deriva de «pornografía»!).
En las traducciones modernas de la Biblia, el término porneia se traduce
como prostitución, como impureza, como fornicación o adulterio y con otros
vocablos. La idea de fondo contenida en el término es, sin embargo, la de
«venderse», enajenar el propio cuerpo, y, por tanto, prostituirse (pernemi,
en griego, significa «me vendo»). Al emplear dicho término para indicar casi
todas las manifestaciones de desorden sexual, la Biblia viene a decir que
todo pecado de impureza es, en cierto sentido, un prostituirse, un venderse.
Los términos usados por san Pablo nos dicen, pues, que son posibles, hacia
el propio cuerpo y la propia sexualidad, dos actitudes opuestas: una fruto
del Espíritu y, la otra, obra de la carne; una de virtud y otra de vicio. La
primera actitud es conservar el dominio de sí y del propio cuerpo; la
segunda es, en cambio, vender o enajenar el propio cuerpo, es decir,
disponer de la sexualidad según el propio antojo, para fines utilitaristas y
distintos de aquellos para los cuales fue creada; un hacer del acto sexual
un acto venal, aunque lo útil no siempre está constituido por el dinero,
como en el caso de la auténtica prostitución, sino también por el placer
egoísta fin en sí mismo.
Cuando se habla de la pureza y de la impureza en simples listas de virtudes
o de vicios, sin profundizar en la materia, el lenguaje del Nuevo Testamento
no difiere mucho del de los moralistas paganos. También los Estoicos y los
Epicúreos exaltaban el dominio de sí, pero sólo en función de la quietud
interior, de la impasibilidad (apatheia), del autodominio; la pureza era
gobernada, según ellos, por el principio de la «recta razón».
En realidad, sin embargo, dentro de estos antiguos vocablos paganos, hay ya
un contenido totalmente nuevo que brota, como siempre, del kerigma. Esto es
ya visible en nuestro texto, donde al desenfreno sexual se opuso, de modo
muy significativo, como su contrario, el «revestirse del Señor Jesucristo».
Los primeros cristianos eran capaces de captar este contenido nuevo, porque
era objeto de catequesis específica en otros contextos.
Examinemos ahora una de estas catequesis específicas sobre la pureza, para
descubrir el verdadero contenido y las verdaderas motivaciones cristianas de
esta virtud que se derivan del acontecimiento pascual de Cristo. Se trata
del texto de 1 Cor 6,12-20. Parece que los Corintios —quizás tergiversando
una frase del Apóstol— adujeron el principio: «Todo me es lícito», para
justificar también los pecados de impureza. En la respuesta del Apóstol está
contenida una motivación totalmente nueva de la pureza que brota del
misterio de Cristo. No es lícito —dice— darse a la impureza (porneia), no es
lícito venderse o disponer de sí según el propio antojo, por el simple hecho
de que nosotros ya no nos pertenecemos, no somos nuestros, sino de Cristo.
No se puede disponer de lo que no es nuestro: «¿No sabéis que vuestros
cuerpos son miembros de Cristo […] y que no os pertenecéis?» (1 Cor
6,15.19).
La motivación pagana es, en cierto sentido, puesta del revés; el valor
supremo que hay que salvaguardar ya no es el dominio de sí, sino el
«no-dominio de sí». «¡El cuerpo no es para la impureza, sino para el Señor!»
(1 Cor 6,13): la motivación última de la pureza es, pues, que «¡Jesús es el
Señor!». La pureza cristiana, en otras palabras, no consiste tanto en
establecer el dominio de la razón sobre los instintos, cuanto en establecer
el dominio de Cristo sobre toda la persona, razón e instintos.
Hay un salto de cualidad casi infinito entre las dos perspectivas; en el
primer caso, la pureza está en función de mí mismo, yo soy el objetivo; en
el segundo caso, la pureza está en función de Jesús. Esta motivación
cristológica de la pureza se hace más apremiante por lo que san Pablo añade
en el mismo texto: nosotros no somos sólo genéricamente «de» Cristo, como su
propiedad o cosa suya; ¡somos el cuerpo mismo de Cristo, sus miembros! Esto
hace todo inmensamente más delicado, porque quiere decir que, cometiendo la
impureza, yo prostituyo el cuerpo de Cristo, realizo una especie de
sacrilegio odioso; «violento» al Cuerpo del Hijo de Dios. Dice el Apóstol:
«¿Tomaré pues los miembros de Cristo y haré de ellos los miembros de una
prostituta?» (1 Cor 6,15).
A esta motivación cristológica, se agrega luego enseguida la pneumatológica,
es decir, referida al Espíritu Santo: «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es
templo del Espíritu Santo, que está en vosotros?» (1 Cor 6,19). Abusar del
propio cuerpo es, pues, profanar el templo de Dios; pero si uno destruye el
templo de Dios, Dios le destruirá a él (cf. 1 Cor 3,17). Cometer impurezas
es «entristecer al Espíritu Santo de Dios» (cf. Ef 4,30).
Junto a las motivaciones cristológica y pneumatológica, el Apóstol alude
también a una motivación escatológica, es decir, que se refiere al destino
último del hombre: «Dios, que ha resucitado al Señor, nos resucitará también
a nosotros» (1 Cor 6, 14). Nuestro cuerpo está destinado a la resurrección;
está destinado a participar, un día, en la bienaventuranza y en la gloria
del alma. La pureza cristiana no se basa en el desprecio del cuerpo, sino,
por el contrario, en la gran estima de su dignidad. El Evangelio —decían los
padres de la Iglesia al combatir a los gnósticos— no predica salvarse «de»
la carne, sino la salvación «de la» carne. Los que consideran el cuerpo como
un «vestido extraño», destinado a ser abandonado aquí abajo, no poseen los
motivos que tiene el cristiano para conservarlo inmaculado.
El Apóstol concluye esta catequesis suya sobre la pureza con la apasionada
invitación: «¡Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo!» (1 Cor 6,20). El
cuerpo humano es, pues, para la gloria de Dios, y expresa esta gloria cuando
la persona vive la propia sexualidad y toda su corporeidad en obediencia
amorosa a la voluntad de Dios, que es como decir: en obediencia al sentido
mismo de la sexualidad, a su naturaleza intrínseca y original que no es la
de venderse, sino la de donarse. Esta glorificación de Dios a través del
propio cuerpo no requiere necesariamente la renuncia al ejercicio de la
propia sexualidad. En el capítulo inmediatamente posterior, es decir en 1
Cor 7, san Pablo explica, en efecto, que dicha glorificación de Dios se
expresa de dos maneras y en dos carismas distintos: o a través del
matrimonio, o a través de la virginidad. Glorifica a Dios en su cuerpo la
virgen y el célibe, pero lo glorifica también quien se casa, siempre que
cada uno viva las exigencias del propio estado.
Pureza, belleza y amor al prójimo
A la luz nueva que brota del misterio pascual y que san Pablo nos ha
ilustrado hasta aquí, el ideal de la pureza ocupa un lugar privilegiado en
cualquier síntesis de moral cristiana del Nuevo Testamento. Se puede decir
que no hay una carta de san Pablo en la que no le dedique un espacio, cuando
describe la vida nueva en el Espíritu (cf. por ejemplo, Ef 4,17-5,33; Col
3,5-12). Esta exigencia fundamental de pureza se específica, de vez en
cuando, según los diversos estados de vida de los cristianos. Las cartas
pastorales muestran cómo debe configurarse la pureza en los jóvenes, en las
mujeres, en los casados, en los ancianos, en las viudas, en los presbíteros
y en los obispos; nos presentan la pureza en sus diferentes caras de
castidad, fidelidad conyugal, sobriedad, continencia, virginidad, pudor.
En su conjunto, este aspecto de la vida cristiana determina lo que el Nuevo
Testamento —de modo especial, las cartas pastorales— llama la «belleza» o el
carácter «hermoso» de la vocación cristiana, que, fusionándose con el otro
rasgo, el de la bondad, forma el ideal único de la « belleza buena », o la
«bella bondad», por lo que se habla indistintamente tanto de buenas obras
como de obras hermosas. La tradición cristiana, al llamar a la pureza
«virtud bella», ha recogido esta visión bíblica, que expresa, a pesar de los
abusos y las acentuaciones demasiado unilaterales que también han existido,
algo profundamente verdadero. ¡La pureza, en efecto, es belleza!
Esta pureza es un estilo de vida, más que una virtud particular. Tiene una
gama de manifestaciones que va más allá de la esfera propiamente sexual.
Existe una pureza del cuerpo, pero hay también una pureza del corazón que
huye, no sólo de los actos, sino también de los deseos y los pensamientos
«malos» (cf. Mt 5,8.27-28). Existe una pureza de la boca que consiste,
negativamente, en abstenerse de palabras deshonestas, vulgaridades y
necedades (cf. Ef 5,4; Col 3,8) y, positivamente, en la sinceridad y
franqueza en el hablar, es decir, en decir: «Sí, sí» y «no, no», a imitación
del Cordero Inmaculado «en cuya boca no se halló engaño» (cf. 1 Pe 2,22).
Existe, finalmente, una pureza o limpidez de los ojos y de la mirada. El ojo
—decía Jesús— es la lámpara del cuerpo; si el ojo es puro y claro, todo el
cuerpo está en la luz (cf. Mt 6,22s; Lc 11,34). San Pablo usa una imagen muy
sugestiva para indicar este estilo de vida nuevo: dice que los cristianos,
nacidos de la Pascua de Cristo, deben ser los «panes sin levadura de pureza
y de sinceridad» (cf. 1 Cor 5,8). El término empleado aquí por el Apóstol
—eilikrinéia—contiene, en sí, la imagen de una «transparencia solar». En
nuestro propio texto, él habla de la pureza como de un «arma de la luz».
Actualmente, se tiende a contraponer los pecados contra la pureza y los
pecados contra el prójimo y se tiende a considerar verdadero pecado sólo el
contrario al prójimo; se ironiza, a veces, sobre el culto excesivo
concedido, en el pasado, a la «bella virtud». Esta actitud, en parte, es
explicable; la moral había acentuado demasiado unilateralmente, en el
pasado, los pecados de la carne, hasta crear, a veces, auténticas neurosis,
en detrimento de la atención a los deberes hacia el prójimo y en detrimento
de la misma virtud de la pureza que, de este modo, era empobrecida y
reducida a virtud casi sólo negativa, la virtud de saber decir no. Ahora,
sin embargo, se ha pasado al exceso opuesto y se tiende a minimizar los
pecados contra la pureza, a favor de una atención (a menudo sólo verbal) al
prójimo. El error de fondo está en contraponer estas dos virtudes. La
Palabra de Dios, lejos de contraponer pureza y caridad, las vincula, en
cambio, estrechamente entre sí. Basta leer la continuación del pasaje de la
Primera Carta a los Tesalonicenses que he mencionado al principio, para
darse cuenta de cómo las dos cosas son interdependientes entre sí, según el
Apóstol (cf. 1 Tes 4,3-12). El fin único de pureza y caridad es poder llevar
una vida «llena de decoro», es decir, íntegra en todas sus relaciones, tanto
en relación a uno mismo como en relación a los demás. En nuestro texto, el
Apóstol resume todo esto con la expresión: «Comportarse honestamente como en
pleno día» (cf. Rom 13,13).
Pureza y amor del prójimo se relacionan entre sí como el dominio de sí y la
donación a los demás. ¿Cómo puedo donarme, si no me poseo, sino que soy
esclavo de mis pasiones? ¿Cómo puedo donarme a los demás, si no he entendido
todavía lo que me ha dicho el Apóstol, es decir, que no me pertenezco y que
mi propio cuerpo no es mío, sino del Señor? Es una ilusión creer que se
puede juntar un verdadero servicio a los hermanos, que exige siempre
sacrificio, altruismo, olvido de sí y generosidad, con una vida personal
turbulenta, que tiende toda ella a complacerse a uno mismo y a las propias
pasiones. Inevitablemente se termina por instrumentalizar a los hermanos,
como se instrumentaliza el propio cuerpo. No sabe decir los «síes» a los
hermanos quien no sabe decir los «noes» a sí mismo.
Una de las «excusas» que más contribuyen a favorecer el pecado de impureza,
en la mentalidad de la gente, y a descargarlo de toda responsabilidad es
que, como mucho, no hace daño a nadie, no viola los derechos y libertades de
los demás, a menos —se dice— que se trate de violencia carnal. Pero aparte
del hecho de que viola el derecho fundamental de Dios de dar una ley a sus
criaturas, esta «excusa» es falsa también respecto del prójimo. No es verdad
que el pecado de impureza termina con quien lo comete. Hay una solidaridad
de todos los pecados entre sí. Todo pecado, dondequiera y por cualquiera que
lo cometa, contagia y contamina el ambiente moral del hombre; este contagio
es llamado por Jesús «el escándalo» y está condenado por él con algunas de
las palabras más terribles de todo el Evangelio (cf. Mt 18,6ss; Mc 9,42ss;
Lc 17,1ss.). Según Jesús, también los malos pensamientos que están
estancados en el corazón, contaminan al hombre y, por tanto, al mundo: «Del
corazón salen los malos pensamientos; los asesinatos, los adulterios, las
fornicaciones:.. Estas son las cosas que contaminan el hombre» (Mt
15,19-20).
Todo pecado produce una erosión de los valores y, todos juntos, crean lo que
Pablo define como «la ley del pecado» del que describe su terrible poder
sobre todos los hombres (cf. Rom 7,14ss). En el Talmud hebreo se lee un
apólogo que ilustra bien la solidaridad que existe en el pecado y el daño
que todo pecado, incluso personal, lleva a los demás: «Algunas personas se
encontraban a bordo de un barco. Una de ellas tomó un taladro y comenzó a
hacer un agujero debajo de sí mismo. Los demás pasajeros, al verlo, le
dijeron: —¿Qué haces? — Él respondió: ¿Qué os importa a vosotros? ¿No estoy
caso haciendo el agujero debajo de mi asiento? — Pero ellos replicaron: —
¡Sí, pero el agua entrará y nos ahogará a todos!». La naturaleza misma ha
comenzado a enviarnos signos siniestros de protesta contra ciertos abusos y
excesos modernos en la esfera de la sexualidad.
Pureza y renovación
Estudiando la historia de los orígenes cristianos, se ve con claridad que
los principales instrumentos con que la Iglesia logró transformar el mundo
pagano de entonces fueron dos; el primero, fue el anuncio de la Palabra, el
kerigma, y el segundo, el testimonio de vida de los cristianos, el martirio;
y se ve cómo, en el marco del testimonio de vida, dos fueron, de nuevo, las
cosas que más admiraban y convertían a los paganos: el amor fraterno y la
pureza de las costumbres. Ya la primera carta de Pedro alude al asombro del
mundo pagano frente al tenor de vida tan diferente de los cristianos.
Escribe:
«Ya es bastante el tiempo transcurrido llevando una vida de gentiles,
andando entre libertinajes, instintos, borracheras, comilonas, orgías e
idolatrías nefastas. Por eso se extrañan y os insultan cuando no acudís con
ellos a ese derroche de inmoralidad» (1 Pe 4,3-4).
Los Apologetas —es decir, los escritores cristianos que escribían en defensa
de la fe, en los primeros siglos de la Iglesia— atestiguan que el tenor de
vida puro y casto de los cristianos era, para los paganos, algo
«extraordinario e increíble». En particular, tuvo un impacto extraordinario
sobre la sociedad pagana el saneamiento de la familia, que las autoridades
del tiempo querían reformar, pero cuyo desmoronamiento eran impotentes de
frenar. Uno de los temas sobre los cuales san Justino mártir basa su
Apología dirigida al emperador Antonino Pío, es este: los emperadores
romanos están preocupados de sanear las costumbres y la familia, y se
esfuerzan por promulgar, a tal fin, leyes oportunas, que, sin embargo, se
revelan insuficientes. Pues bien, ¿por qué no reconocer lo que han sido
capaces de obtener las leyes cristianas en aquellos que las han acogido y la
ayuda que pueden prestar también a la sociedad civil? Algunas luminosas
muchachas cristianas, muertas mártires, mostraron hasta dónde llegaba, en
este punto, la fuerza del cristianismo.
No hay que pensar que la comunidad cristiana estuviera toda exenta de
desordenes y pecados en materia sexual. San Pablo tuvo que reprender incluso
un caso de incesto en la comunidad de Corinto. Pero tales pecados eran
claramente reconocidos como tales, denunciados y corregidos. No se exigía
estar sin pecado, en esta materia, como en lo demás, sino luchar contra el
pecado.
Ahora hacemos un salto desde los orígenes cristianos hasta nuestros días.
¿Cuál es la situación del mundo de hoy respecto a la pureza? ¡La misma, si
no peor, que la de entonces! Nosotros vivimos en una sociedad que, en asunto
de costumbres, ha caído de lleno en el paganismo y en la idolatría del sexo.
La tremenda denuncia que san Pablo hace del mundo pagano, al comienzo de la
Carta a los Romanos, se aplica, punto por punto, al mundo de hoy,
especialmente en las sociedades llamadas del bienestar (cf. Rom 1,26-27.32).
También hoy, no sólo se hacen estas cosas y otras peores, sino que se
intenta incluso justificarlas, es decir, justificar toda licencia moral y
toda perversión sexual, con tal de que —se dice— no violente a los demás y
no ofenda la libertad ajena. Se destruyen familias enteras y se dice: ¿qué
mal hay? Es indudable que ciertos juicios de la moral sexual tradicional
debían ser revisados y que las modernas ciencias del hombre han contribuido
a iluminar algunos mecanismos y condicionamientos de la psique humana que
eliminan o disminuyen la responsabilidad moral de algunos comportamientos
considerados, un tiempo, como pecaminosos.
Pero este progreso nada tiene que ver con el pansexualismo de ciertas
teorías pseudocientíficas y permisivistas que tiende a negar toda norma
objetiva en materia de moral sexual, reduciendo todo a un hecho de evolución
espontánea de las costumbres, es decir, a un asunto de cultura. Si
examinamos de cerca lo que se llama la revolución sexual de nuestros días,
nos damos cuenta, con pavor, de que no es simplemente una revolución contra
el pasado, sino que es también, a menudo, una revolución contra Dios y a
veces contra la misma naturaleza humana.
¡Puros de corazón!
Pero no quiero detenerme demasiado en describir la situación actual en torno
a nosotros, que, por lo demás, todos conocemos bien. A mí me interesa, en
efecto, descubrir y transmitir lo que Dios quiere de nosotros cristianos en
esta situación. Dios nos llama a la misma empresa a la que llamó a nuestros
primeros hermanos de fe: a «oponernos a este torrente de perdición». Nos
llama a hacer resplandecer de nuevo, ante los ojos del mundo, la «belleza»
de la vida cristiana. Nos llama a luchar por la pureza. A luchar con
tenacidad y humildad; no necesariamente a ser, todos y enseguida, perfectos.
Esta lucha es tan antigua como la Iglesia misma.
Hoy hay algo nuevo que el Espíritu Santo nos llama a hacer: nos llama a
testimoniar al mundo la inocencia originaria de las criaturas y de las
cosas. El mundo ha caído muy bajo; el sexo —se ha escrito— se nos ha subido
a todos al cerebro. Hace falta algo muy fuerte para romper esta especie de
embotamiento y borrachera de sexo. Hay que despertar en el hombre la
nostalgia de inocencia y sencillez que él lleva anhelante en su corazón,
aunque muy a menudo recubierta de barro. No de una inocencia de creación que
ya no existe, sino de una inocencia de redención que nos fue devuelta por
Cristo y que se nos ofrece en los sacramentos y en la Palabra de Dios. San
Pablo apunta este programa cuando escribe a los Filipenses: «Sed
irreprochables y sencillos, hijos de Dios sin tacha, en medio de una
generación perversa y depravada, entre la cual brilláis como lumbreras del
mundo, manteniendo firme la palabra de la vida» (Flp 2,15s). Esto es lo que
el Apóstol llama, en nuestro texto, «ponernos las armas de la luz».
Ya no basta con una pureza hecha de miedos, de tabúes, de prohibiciones, de
fuga recíproca entre el hombre y la mujer, como si la una fuera, siempre y
necesariamente, una insidia para el otro y un potencial enemigo, más que una
«ayuda». En el pasado, la pureza se había reducido, a veces, al menos en la
práctica, precisamente a este conjunto de tabúes, de prohibiciones y de
miedos, como si la virtud tuviera que avergonzarse ante el vicio y no, en
cambio, el vicio el que debiera avergonzarse ante la virtud. Debemos
aspirar, gracias a la presencia en nosotros del Espíritu, a una pureza que
sea más fuerte que el vicio contrario; una pureza positiva, no sólo
negativa, que sea capaz de hacernos experimentar la verdad de esa palabra
del Apóstol: «¡Todo es puro para quien es puro!» (Tt 1,15) y de esta otra
palabra de la Escritura: «Aquel que está en vosotros es más grande que aquel
que está en el mundo» (1 Jn 4,4).
Debemos empezar con sanear la raíz que es el «corazón», porque de allí sale
todo lo que contamina realmente la vida de una persona (cf. Mt 15,18s).
Decía Jesús: «¡Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a
Dios!» (Mt 5,8). Ellos verán realmente, es decir, tendrán ojos nuevos para
ver el mundo y a Dios, ojos límpidos que saben vislumbrar lo que es bello y
lo que es feo, lo que es verdad y lo que es mentira, lo que es vida y lo que
es muerte. Ojos, en definitiva, como los de Jesús. Con qué libertad Jesús
podía hablar de todo: de los niños, de la mujer, de la gestación, del parto…
Ojos como los de María. La pureza ya no consiste, entonces, en decir «no» a
las criaturas, sino en decirlas «sí»; sí en cuanto criaturas de Dios que
eran, y siguen siendo, «muy buenas».
Nosotros no nos hacemos ilusiones. Para poder decir este «sí», hay que pasar
a través de la cruz, porque después del pecado, nuestra mirada sobre las
criaturas se enturbió; se desencadenó en nosotros la concupiscencia; la
sexualidad ya no es pacífica, se ha convertido en una fuerza ambigua y
amenazadora, que nos arrastra contra la ley de Dios, a pesar de nuestra
propia voluntad. En la primera meditación de esta Cuaresma hemos insistido
en un aspecto particularmente actual y necesario de la mortificación: la de
los ojos. Un sano ayuno de las imágenes es hoy más importante que el ayuno
de los alimentos y las bebidas. Concluimos recordando la experiencia de San
Agustín que hemos evocado al comienzo. Después de aquella experiencia él
comenzó a rezar para obtener la castidad de manera nueva. “Señor, dijo, tú
me pides de ser casto: dame lo que me pides y pídeme lo que quieras”. Una
oración que todos podemos hacer nuestra, sabiendo que en este campo, como in
cualquier otro, sin la gracia de Dios no podemos hacer nada.