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Amor y Responsabilidad (Juan Pablo II)

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amor y respeto

 

ANEXO 


LA SEXOLOGÍA Y LA MORAL
 

 Revisión complementaria


 

1. Introducción


2. El sexo


3. La tendencia sexual


4. Problemas del matrimonio y de las relaciones conyugales


5. El problema de la regulación de los nacimientos


6. La psicoterapéutica sexual y moral


Notas

 

 

1. Introducción

El texto de los libros va habitualmente acompañado de notas que no forman un capítulo aparte y no pertenecen al conjunto de las opiniones desarrolladas por el autor en su obra. Están en cierto modo “al exterior”, y expresan la dependencia del autor con respecto al pensamiento y a las obras de otros, y al mismo tiempo prueban la amplitud de su cultura y de sus estudios. Nuestra obra no contiene tales notas y las presentes observaciones tienen un papel diferente que desempeñar. No se sitúan “al exterior” del texto; al contrario, están estrechamente ligadas al asunto tratado, del cual muestran un aspecto insuficientemente subrayado hasta aquí. Nuestro anexo constituye, por consiguiente, no tanto unas notas a los cuatro capítulos precedentes cuanto una especie de “revisión complementaria” sobre el conjunto de problemas tratados.

Todos éstos se refieren, como sabe el lector, a las personas, porque el amor entre el hombre y la mujer es sobre todo un negocio entre personas; en los capítulos que preceden, hemos procurado subrayar la gran importancia de esta verdad. En consecuencia, el punto de vista de la moral sexual no puede ser más que personalista. El objeto adecuado de esta moral no está formado por solos los problemas del cuerpo y del sexo, sino también por los de las personas y los del amor entre el hombre y la mujer, estrechamente ligado a sus cuerpos y al sexo. El amor, tal como lo entendemos aquí, no puede ser propio más que de las personas; los problemas “del cuerpo y del sexo” forman parte de él sólo en la medida en que están subordinados a los principios que determinan el orden que ha de reinar en el mundo de las personas.

Esta es la razón por la cual la moral sexual no puede identificarse con la sexología “pura” que examina los problemas sexuales únicamente desde el punto de vista bio-fisiológico y médico. Un biólogo-sexólogo, aun sabiendo el hecho de que el hombre y la mujer son personas, no lo toma como punto de partida para sus investigaciones y no basa en él sus vistas sobre el amor. Por lo tanto, lo que dice podrá ser verdadero, pero siempre será incompleto.

La sexología biológica está generalmente ligada a la medicina, viene a ser, por consiguiente, una sexología médica. Ahora bien, el punto de vista de la medicina no puede identificarse con el de la moral. Porque ésta tiene por objeto el bien moral de la persona, aquélla, la salud del cuerpo, bien parcial del ser humano. Sabemos, en efecto, que hay hombres sanos que son malos, mientras que hay enfermos a veces de una gran valía moral. Cierto que el respeto de la salud y la protección de la vida biológica constituyen uno de los dominios de la moral (el mandamiento: “No matarás”). Pero no se agota ahí. En principio, el punto de vista médico (“se ha de velar por la salud y evitar las enfermedades”) no está ligado más que marginalmente a la moral sexual, en, la cual predomina el punto de vista personalista: se trata de saber qué es lo que el hombre debe a la mujer, e inversamente, por el hecho de ser ambos a dos personas, y no tan sólo de precisar qué es lo provechoso para su salud. El punto de vista de la sexología médica es, por tanto, incompleto y ha de subordinarse a la moral y a las exigencias objetivas de la norma personalista. Es evidente que la preocupación por la vida biológica y por la salud como bienes de la persona, entra también dentro de esta norma que no admite que la persona sea tratada como un objeto de placer y exige que se busque su verdadero bien. Pero la salud no es su único bien, ni el supremo.

¿Cuál es, pues, el fin de esta “revisión complementaria”? Algunos de los problemas tratados bajo el ángulo personalista exigen una explicación biológica y médica. Intentaremos, pues, incluir el punto de vista de la sexo- logia en el conjunto de nuestras consideraciones personalistas. Y como no hemos hecho estudios de medicina, nos vemos obligados a referirnos a la ciencia de otros. Subrayamos el verbo “incluir”, porque este modo de examinar los problemas del amor es con mucha frecuencia considerado como autónomo respecto al personalismo moral. La sexología formula ciertos principios y ciertas normas que adquieren la fuerza de normas morales a causa de la gran importancia que se da a la salud (y a la vida biológica).

 

2. El sexo

El concepto del sexo es el primero que exige ser presentado desde este punto de vista. En el primer capítulo, consagrado especialmente a los problemas de la tendencia sexual, hemos definido el sexo como una particularidad del ser humano entero, de toda la persona. Era una simple constatación que arrancaba de la evidencia misma y que no reclamaba más que argumentos científicos. En cambio, en el plano científico, biológico, un intento de definición del sexo tropieza con grandes dificultades, porque muchos elementos entran ahí en juego, ninguno de los cuales constituye un criterio definitivo, y es sólo su conjunto, sumamente complicado, el que explica el fenómeno de la diferenciación de los sexos. Esta diferenciación se inicia en el mismo momento de la fecundación, porque entonces es cuando el sexo del individuo se determina de manera, en principio, irreversible. He aquí por qué hablaremos por de pronto del sexo genético.

El sexo genético puede ser establecido gracias a la presencia de la cromatina sexual (corpúsculos de Barr) dispuesta de una manera diferente en las células de los individuos machos y hembras. En los primeros, los corpúsculos característicos de cromatina están en un 4 6 5 % de células, y en los segundos en un 50 %. Es, con todo, difícil establecer qué es lo que determina el sexo genético y, a este respecto, hay varias teorías contradictorias (por ejemplo, la teoría de los cromosomas, según la cual el espermatozoide determina el sexo, y la teoría opuesta, la de Schóner, que pretende que es el óvulo). En todo caso, el sexo genético condiciona la aparición de otros caracteres sexuales, especialmente del sexo somáticos (morfológico).

El sexo somático está determinado por los caracteres sexuales somáticos (es decir, físicos) que se pueden clasificar en tres categorías. Las principales son las gónadas, o, dicho de otra manera, las glándulas sexuales (testículos, ovarios), cuyo desarrollo depende de los caracteres de la segunda y tercera categoría. Los de la segunda comprenden los otros órganos genitales que sirven de camino de paso para las células sexuales en el hombre y en la mujer, para implantar el germen en la mujer (útero). En fin, los de la tercera categoría son los menos importantes para el desarrollo de la diferenciación sexual somática, pero los más visibles (estructura diferente del esqueleto, disposición particular del aparato piloso, glándulas mamarias en la mujer, timbre de voz diferente, etc.).

Notemos con esta ocasión que los caracteres sexuales psíquicos no dependen directamente del sexo somático, sino más bien del “sexo fisiológico”, es decir, de la presencia de hormonas sexuales activas (de las que hablaremos más adelante). Añadamos que las diferencias psíquicas constituyen el criterio menos demostrativo para el conocimiento del sexo. Es opinión generalizada que el psiquismo masculino se distingue por una tendencia a la actividad a la expansión, hasta por una cierta agresividad, mientras que la mujer es más bien pasiva, en espera, presta a someterse. Pero es sabido que hay personas que se califican de “mujer varonil” o de “hombre afeminado”, a causa de su carácter psíquico, cuando desde el punto de vista somático o fisiológico no suscita ninguna duda su pertenencia a un determinado sexo. Solas las características psíquicas no pueden constituir, por consiguiente, una base que permita reconocer en un ser humano a una mujer o a un hombre.

El hermafroditismo es un estado patológico en el terreno del sexo somático, y se forma exclusivamente en la vida fetal. Influencias nefastas de diversos órdenes (el alcoholismo de los padres, enfermedades infecciosas durante el período fetal, elementos tóxicos, dificultades en el parto) pueden provocar diversas anomalías en el desarrollo sexual, que se traducen por la ausencia de caracteres sexuales de segunda categoría, por una parada en su desarrollo o, incluso, por la ausencia de ciertos órganos, por ejemplo por la agénesis uterina, etc. Por su parte, una detención en el desarrollo o un desarrollo defectuoso de las glándulas sexuales alteran la actividad hormonal y el desarrollo ulterior del individuo. Tocamos ya con esto los problemas de la fisiología del sexo.

El sexo fisiológico depende de la presencia de una glándula sexual desarrollada y capaz de producir hormonas. Las hormonas masculinas, llamadas también cuerpos andrógenos, determinan no solamente el desarrollo de los caracteres sexuales de la segunda y tercera categoría, sino que condicionan la aparición de la tendencia sexual (más adelante volveremos sobre esto), aun cuando esta dependencia no sea ni directa ni cuantitativa, lo cual se prueba por el hecho de que la tendencia sexual existe en los castrados (Kinsey). Los andrógenos existen en los niños y en las niñas en la misma proporción hasta los siete a diez años. Después, en los niños la proporción crece considerablemente, mientras que en las niñas permanece estacionario o no crece, sino ligeramente. Por otra parte, la glándula sexual masculina produce hormonas femeninas que hasta la pubertad está en la misma proporción en los niños y en las niñas; y no cambia hasta más tarde.

Las hormonas femeninas producidas por la glándula sexual de la mujer comprenden dos cuerpos diferentes que forman un sistema específico. Estos cuerpos se influyen mutuamente y se manifiestan alternativamente de tal manera que en el organismo de la mujer se produce un ciclo característico de modificaciones llamado “ciclo menstrual”. En el primer período del ciclo, la glándula sexual de la mujer produce la foliculina, estrógeno singularmente poderoso. En los niños prepúberes, los cuerpos estrógenos existen en pequeña proporción, y sólo después de la pubertad aparecen súbitamente en proporción mayor en las niñas. Después de la pubertad, el ciclo menstrual de la mujer físicamente adulta se descompone en tres fases que dependen de las modificaciones que han intervenido en el útero:

a) La fase folicular o de proliferación (stadium proliferationis) durante la cual los estrógenos actúan sobre la mucosa del útero, provocando en él fenómenos de crecimiento (hiperplasia). Cuando el ciclo es de veintiocho días, esta primera fase dura alrededor de catorce días y se termina con la ovulación durante la cual se desarrolla el folículo de Graaf que libera un óvulo maduro fecundable. Este óvulo desciende hacia el útero. La ovulación va acompañada de cierto número de síntomas fáciles de observar. Esto es importante cuando se quiere establecer el período de fecundidad de la mujer con miras a la regulación de los nacimientos, de la que hablaremos después. Tras la ovulación, el número de estrógenos disminuye y comienza la segunda fase del ciclo menstrual de la mujer.

b) La fase de luteinización (o de secreción), durante la cual la mucosa del útero pasa todavía por transformaciones, mientras que en los ovarios se forma un cuerpo amarillo que elabora la segunda hormona femenina, la progesterona. Esta es la que prepara al organismo de la mujer para el embarazo. Provoca ella cambios específicos en el útero, cambios que permiten la implantación del huevo, moderan las contracciones uterinas y, en fin, en caso de embarazo, permiten su prolongación. El cuerpo amarillo que fabrica la progesterona actúa unos diez días, después comienza a desaparecer. La más intensa producción de progesterona tiene lugar unos dos días antes de las reglas (de siete a diez días después de la ovulación), luego su cantidad decrece rápidamente para desaparecer completamente al veintitrés o veinticuatro días del ciclo. Si el huevo no ha sido fecundado, la tercera fase del ciclo menstrual de la mujer comienza.

c) La fase de destrucción (stadium desmaquationis). Entonces se elimina la mucosa uterina que había sido amueblada y preparada para el embarazo. Esta eliminación viene acompañada de una pérdida de sangre (regla o menstruación) que arrastra al óvulo muerto. La regla va seguida de la fase de regeneración y recomienza el ciclo.

En una mujer biológicamente sana, estas modificaciones se producen con una alternancia regular y van acompañadas de cambios psíquicos que dependen de la actividad de las hormonas. En el período que precede a las reglas, estos cambios se traducen por una irritabilidad acrecida, por una excitación, por la fatiga y dolores somáticos.

Y ya que hablamos de secreciones de las glándulas sexuales, conviene llamar la atención sobre la interacción hormonal. La secreción de las glándulas sexuales está, en efecto, directamente ligada con la actividad de otras glándulas endocrinas y depende de un modo enteramente particular de la acción de la hipófisis, la cual con relación a las glándulas sexuales juega un papel director. Produce la hipófisis las hormonas gonadotropas F. S. H. y L. H. (hormona foliculizante y hormona luteinizante) que estimulan las gónadas en su producción de células genitales. Además de la hipófisis, la tiroides tiene también una gran importancia para la vida sexual del hombre. La carencia de tiroides provoca un paro del desarrollo de las glándulas sexuales, porque la hormona tiroidiana las hace sensibles a la acción de las hormonas de la hipófisis. Además, todas las glándulas de secreción interna se influyen mutuamente.

El sistema nervioso central interviene también en la actividad de las glándulas. A lo que parece, las glándulas que dirigen la vida sexual se encuentran en el hipotálamus, en el tuber cinereum. Además, existen centros superiores en la corteza cerebral, pero sus medios de acción todavía no se han descubierto.

Hay una interdependencia entre las hormonas sexuales masculinas y femeninas; según parece, en efecto, los estrógenos hacen más potente la acción de los andrógenos. Un ritmo sexual normal requiere una cantidad suficiente de hormonas (17 cetosteroides en la sangre humana). Pero hay asimismo elementos nefastos que alternan el ritmo sexual normal gracias al cual se producen las células genitales y del cual depende la aptitud para reaccionar a los estímulos sexuales. Estos elementos pueden permitir la aparición sea de una hiper-sensibilidad sexual, sea de una excitabilidad muy baja. Esto es del dominio de la patofisiología sexual, mientras que la psicopatología se ocupa de los disturbios sexuales de origen nervioso o psíquico. Estos datos elementales del dominio de la sexología biológica y médica no aportan una comprensión profunda del concepto del sexo, pero no se oponen tampoco a la convicción basada en la observación de que el sexo es una propiedad del individuo humano. Si nos limitamos al mero análisis biológico llegaríamos esencialmente a la siguiente conclusión: el sexo está directamente ligado con la procreación; es la fisiología de la vida sexual lo que lo demuestra. Nada se le puede añadir mientras que uno se limita al análisis biológico. En cambio, la constatación de que el sexo es una propiedad del individuo humano abre horizontes mucho más amplios. En efecto, el individuo humano es una persona y la persona puede ser sujeto y objeto del amor que nace precisamente entre personas. Este amor nace entre la mujer y el hombre, no porque son dos organismos, sino porque son dos personas de sexo diferente. La diferenciación sexual, vista desde este ángulo puramente biológico, mira hacia un solo fin: la procreación a la que sirve directamente. Que haya de basarse ésta en el amor no resulta de ningún modo de un análisis biológico del sexo, sino del hecho metafísico (es decir, extra y supra-biológico) de la personalidad del hombre. El sexo, como particularidad de la persona, puede desempeñar un papel en el nacimiento y el desarrollo del amor, pero no podría constituir por sí solo una base suficiente de este amor.

En el análisis psicológico del amor (segunda parte del capítulo II). hemos llamado la atención sobre los valores del cuerpo y del sexo, objeto adecuado de la reacción sensual. Hemos constatado al mismo tiempo que estas reacciones suministraban materia al amor entre la mujer y el hombre. El análisis biológico del sexo y de la vida sexual al que hemos procedido no muestra con claridad estas valores ni el valor de su experiencia. Los hechos de naturaleza somática y los procesos fisiológicos que pertenecen al dominio neuro-vegetativo no condicionan más que desde el exterior esta experiencia de los valores del cuerpo y del sexo—que no se identifican con el proceso de producción de las hormonas masculinas ni con el ciclo menstrual de la mujer—, aunque estos hechos biológicos sean sin duda alguna su base y aunque ellos la condicionen. Si tiene en el amor la importancia que hemos subrayado en los capítulos precedentes (sobre todo, en el segundo), es porque el sexo es una propiedad de la persona, sujeto de la tendencia sexual.

 

3. La tendencia sexual

En la segunda parte del primer capítulo, hemos definido la tendencia sexual como una orientación específica de todo ser humano, que resulta de la división de la especie homo en dos sexos. Esta tendencia no va hacia solo el sexo como particularidad del hombre, sino hacia un ser humano del sexo opuesto. Su fin es la conservación de la especie humana. Ahora, podemos completar estas constataciones mediante los datos biológicos, teniendo en cuenta lo que acabamos de decir a propósito del mismo sexo. Las diferencias somáticas y la actividad de las hormonas sexuales liberan y determinan la tendencia sexual, lo que de ninguna manera significa que pueda ésta reducirse a un conjunto de elementos anatómicos, somáticos y fisiológicos. La tendencia sexual es una fuerza particular de la naturaleza, que no hace sino apoyarse sobre estos elementos. Examinemos brevemente las etapas de su desarrollo.

Frente a la teoría pansexualista (Freud), la mayor parte de los fisiólogos y de los sexólogos juzgan que la tendencia sexual se despierta solamente al tiempo de la pubertad. En las niñas, la pubertad se presenta lo más ordinariamente a la edad de los doce a los trece años; en los niños, un poco más tarde. Va precedida de un período llamado pre-púber (praepubertas). La madurez fisiológica sexual corresponde en las niñas a la aparición de las reglas y a la facultad de concebir; en los niños, a la facultad de producir esperma. La pubertad va acompañada de ciertas manifestaciones psíquicas: tras una animación y una aceleración de las reacciones, viene un período de moderación y de entorpecimiento (visibles, sobre todo, en las niñas, que lo experimentan más hondamente). Antes de la pubertad, la tendencia sexual existe en el niño bajo la forma de interés impreciso e inconsciente que progresivamente va penetrando la conciencia. La pubertad trae consigo un despertar violento de la tendencia que se estabiliza durante la maduración física y psíquica del individuo, para entrar en una fase de reacentuación presenil (menopausia en las mujeres) y desaparecer lentamente en la vejez.

Hablando del despertar, del crecimiento y de la desaparición de la tendencia sexual, tenemos presentes sus diversas manifestaciones. A ellas nos referimos también al hablar de diferencias en la intensidad de la necesidad sexual en diferentes personas, en diversas edades o en circunstancias diversas. La sexología completa en esto el análisis de la sensualidad (capítulo II, segunda parte). Que los individuos poseen “umbrales de excitación sexual” diferentes significa que no reaccionan de la misma manera a los estímulos que la despiertan; ello es debido a las diferencias de constitución somática y fisiológica del hombre.

Se puede describir el aspecto físico de la excitación sexual. Tiene su origen en un reflejo nervioso. Es un estado de tensión provocado por la excitación de las extremidades periféricas de los nervios de los órganos sensuales, ya sea directa, ya por vía psíquica, imaginativa. Las estimulaciones sexuales pueden recibirse por los diversos órganos sensuales. Sobre todo el tacto y la vista, pero también el oído, el gusto y aun el olfato provocan ese estado de tensión particular, no solamente en los órganos genitales, sino también en todo el organismo, lo cual se manifiesta mediante las reacciones neuro-vegetativas. Es significativo que este estado de tensión se manifieste tanto en el sistema simpático como en el parasimpático. Las estimulaciones sexuales provocan reflejos neurovegetativos, automáticos e involuntarios (el arco de los reflejos está al nivel de la medula S2-S3). Para completar este cuadro fisiológico y somático añadamos que en el organismo del hombre hay zonas que son conductoras particulares de estimulaciones sexuales. Se las llama zonas erógenas. Son mucho más numerosas en la mujer que en el hombre. El grado de excitación depende directamente de la cualidad de la estimulación y del órgano receptor. Diversos factores de naturaleza fisiológica pueden aumentar o disminuir la excitabilidad sexual; así, por ejemplo, la fatiga contribuye a disminuirla, pero una fatiga excesiva o el insomnio pueden actuar en sentido contrario. En principio, la excitación sexual precede al acto, pero puede manifestarse también fuera de él.

La sexología hace conocer de una manera mucho más detallada de lo que lo hemos hecho nosotros ahora, este conjunto de factores somáticos y fisiológicos de la sensualidad mediante las cuales se manifiesta la tendencia sexual del hombre. Refiriéndonos al capítulo II, recordaremos, con todo, que esta tendencia puede llegar a ser un elemento realmente constructivo del amor, a condición de transformarse en la vida interior de las personas.

 

4. Problemas del matrimonio y de las relaciones conyugales

En los dos párrafos precedentes, nuestro resumen complementario se ha reducido a un cierto número de datos pertenecientes al dominio de la sexología biológica. En los párrafos que vienen, se tratará, sobre todo, de la sexología médica. Como toda la medicina, tiene ésta, sobre todo, un carácter normativo, dirige la acción del hombre según las exigencias de su salud. La salud, ya lo hemos dicho, es un bien del hombre en cuanto ser psico-físico. En las consideraciones siguientes, trataremos de indicar los puntos principales en los que ese bien, objeto de las normas y recomendaciones de la sexología médica, está de acuerdo con el bien moral, objeto de la moral sexual. Esta, como sabemos, no se funda en los meros hechos biológicos, sino sobre el concepto de la persona y del - amor en cuanto relación recíproca de las personas. ¿Puede la moral oponerse a la higiene y a la salud del hombre y de la mujer? Un análisis profundo ¿puede llevarnos a la convicción de que los imperativos de la salud física de las personas pueden encontrarse en conflicto con su bien moral, es decir, con las exigencias objetivas de la moral sexual? Se oyen con frecuencia semejantes opiniones, por lo cual es necesario tocar ese punto. Volvemos así a los problemas tratados en los capítulos III y IV (la castidad y el matrimonio).

El matrimonio monogámico e indisoluble se basa en la norma personalista y en el reconocimiento del orden objetivo de los fines del matrimonio. De ahí resulta la interdicción del adulterio en el sentido amplio de la palabra, incluyendo las relaciones sexuales antes del matrimonio. Sólo una profunda convicción acerca del valor supra-utilitario de la persona permite justificar plenamente esta prohibición y conformarse con ella. ¿Nos trae la sexología una justificación suplementaria? Para responder a esta cuestión se han de examinar de cerca ciertos aspectos muy importantes de las relaciones sexuales (que, como lo hemos puesto de manifiesto en el capítulo IV, no pueden ser más que conyugales).

El acto sexual no puede realizarse más que con la participación de la voluntad. Por tanto, no es una simple consecuencia de la excitación sexual que, en general, se produce espontáneamente y no está sino en segundo término sometida al consentimiento o a la repulsa de la voluntad. Sabido es que esta excitación puede alcanzar su punto culminante, llamado en la sexología orgasmo (orgasmus), el cual no puede, con todo, identificarse con el acto sexual (aunque raramente se produzca sin el consentimiento de la voluntad y sin una “acción”). Durante el análisis de la concupiscencia del cuerpo (capítulo III, segunda parte), hemos dicho que las reacciones sensuales tenían su propio dinamismo, referente estrechamente no solamente a los valores del cuerpo y del sexo, sino también al dinamismo instintivo de las zonas sexuales del cuerpo, que es decir a la fisiología del sexo. En cambio, las relaciones sexuales entre el hombre y la mujer no pueden tener lugar sin la participación de la voluntad, sobre todo por lo que toca al hombre. No se trata aquí de la decisión misma, sino de la posibilidad fisiológica que no la tiene mientras que se encuentra en un estado que excluye la acción de la voluntad, por ejemplo, cuando está dormido o cuando ha perdido el conocimiento. Las relaciones sexuales pueden excepcionalmente tener lugar cuando la conciencia del sujeto se ha debilitado, por ejemplo en momentos de enfermedades psíquicas (estado hipomaníaco, delirio), pero una conciencia, por lo menos parcial, es siempre indispensable. De la misma naturaleza del acto sexual resulta que el hombre desempeña en él un papel activo, mientras que la mujer juega un papel pasivo: ella acepta y experimenta. Su pasividad y su falta de repulsa bastan para la realización del acto sexual, que puede darse sin ninguna participación de su voluntad e incluso encontrándose ella en un estado de completa inconsciencia, por ejemplo durante el sueño, en un momento de desvanecimiento, etc. Vistas desde este punto las relaciones sexuales dependen de la decisión del hombre. Pero como esta decisión es provocada por la excitación sexual que puede no corresponderse con un estado análogo en la mujer, surge aquí un problema de naturaleza práctica que tiene una gran importancia, tanto desde el punto de vista medical como moral. La moral sexual, conyugal, ha de examinar cuidadosamente ciertos hechos bien conocidos de la sexología médica. Hemos definido el amor como una tendencia hacia el verdadero bien de otra persona, por lo tanto como una antítesis del egoísmo. Y ya que en el matrimonio el hombre y la mujer se unen igualmente en el dominio de las relaciones sexuales, es menester que busquen también en este terreno ese bien.

Desde el punto de vista del amor de la persona y del altruismo, se ha de exigir que en el acto sexual el hombre no sea el único que llega al punto culminante de la excitación sexual, que éste se produzca con la participación de la mujer y no a sus expensas. Esto es lo que implica el principio que hemos analizado de una manera tan detallada y que, conjugándose el amor, excluye el placer en la actitud respecto de la persona del “copartícipe”.

Los sexólogos constatan que la curva de excitación de la mujer es diferente de la del hombre: sube y baja más lentamente. Anatómicamente hablando, la excitación en la mujer se produce de una manera análoga a la del hombre (el centro se halla en la medula S2-S3), con todo, su organismo está dotado de muchas zonas erógenas, lo cual es una especie de compensación del hecho de que su excitación crezca más lentamente. El hombre ha de tener en cuenta esta diferencia de reacciones, y esto no por razones hedonistas, sino altruistas. Existe en este terreno un ritmo dictado por la naturaleza que los cónyuges han de encontrar para llegar al mismo momento al punto culminante de excitación sexual. La felicidad subjetiva que experimentarán entonces tendrá los rasgos de frui, es decir, de la alegría que da la concordancia de la acción con el orden objetivo de la naturaleza. El egoísmo, por el contrario —en el caso se trataría más bien del egoísmo del hombre—, es inseparable de uti, de esa utilización en la que una persona busca su propio placer en detrimento de la otra. Está con esto bien claro que las recomendaciones de la sexología no pueden ser aplicadas prescindiendo de la moral.

No aplicarlas en las relaciones conyugales es contrario al bien del cónyuge, así como a la estabilidad y a la unidad del mismo matrimonio. Hay que tener en cuenta el hecho de que, en estas relaciones, la mujer experimenta una dificultad natural para adaptarse al hombre, debida a la divergencia de su ritmo físico y psíquico. Una armonización es, por consiguiente, necesaria, que no puede darse sin un esfuerzo de voluntad, sobre todo de parte del hombre, ni sin que la mujer se atenga a su pleno cumplimiento. Cuando la mujer no encuentra en las relaciones sexuales la satisfacción natural ligada al punto culminante de la excitación sexual (orgasmus), es de temer que no sienta plenamente el acto conyugal, que no embarque en él su personalidad entera (según algunos, ésta es frecuentemente la causa de la prostitución), lo cual la hace particularmente expuesta a las neurosis y trae consigo una frigidez sexual, es decir, una incapacidad de sentir la excitación, sobre todo en su fase culminante. Esta frigidez (frigiditas) resulta a veces de un complejo o de una falta de entrega total de la que ella misma es la responsable. Pero, a veces, es la consecuencia del egoísmo del hombre, que, al no buscar más que su propia satisfacción, muchas veces de una manera brutal, no sabe o no quiere comprender los deseos subjetivos de la mujer, ni las leyes objetivas del proceso sexual que en ella se desarrolla.

La mujer empieza entonces a rehuir las relaciones sexuales y siente una repugnancia que es tanto o quizá más difícil de dominar que la tendencia sexual. Además de las neurosis, la mujer puede en tal caso contraer enfermedades orgánicas. Así, la congestión de los órganos genitales durante la excitación sexual puede provocar inflamaciones en la órbita de la pelvis si la excitación no se termina con una descongestión que en la mujer está estrechamente ligada al orgasmo. Desde el punto de vista psicológico, estas perturbaciones dan origen a la indiferencia, que muchas veces acaba en la hostilidad. La mujer difícilmente perdona al hombre la falta de satisfacción en las relaciones conyugales, que le son penosas de aceptar y que, con los años, puede originar un complejo muy grave. Todo lo cual conduce a la degradación del matrimonio. Para evitarla, es indispensable una “educación, sexual”, pero una educación que no se limitase a la explicación del fenómeno del sexo. En efecto, no se ha de olvidar que la repugnancia física en el matrimonio no es un fenómeno primitivo, sino una reacción secundaria: en la mujer, es una respuesta al egoísmo y a la brutalidad, en el hombre, a la frigidez y a la indiferencia. Ahora bien, la frigidez y la indiferencia de la mujer es muchas veces una consecuencia de las faltas cometidas por el hombre que deja a la mujer insatisfecha, lo que, por lo demás, contraría al orgullo masculino. Pero en algunas situaciones particularmente difíciles, el mero orgullo no puede a largo plazo ser de alguna ayuda; ya se sabe que el egoísmo o bien ciega al suprimir la ambición, o bien la hace crecer desmesuradamente, de manera que, en ambos casos, impide ver al hombre en el otro. Igualmente no puede bastar a la larga la bondad natural de la mujer, la cual finge el orgasmo (así lo aseguran los sexólogos) precisamente para no humillar al orgullo masculino. Todo esto no resuelve el problema de las relaciones de manera satisfactoria, y no da más que una solución provisional. A la larga, es necesaria una educación sexual, cuyo objetivo esencial habría de ser inculcar a los esposos la convicción de que: el “otro” es más importante que yo. Semejante convicción no nacerá de repente por sí misma, sobre la mera base de relaciones físicas. No puede resultar sino de una profunda educación del amor. Las relaciones sexuales no enseñan el amor, pero si éste es verdadera virtud, lo será también en las relaciones sexuales (conyugales). Sólo en tal caso la “iniciación sexual” podría comprobarse como útil; sin la educación, puede ser en realidad dañosa.

A esto puede reducirse “la cualidad de las relaciones conyugales”. La “cualidad” y no la “técnica”. Los sexólogos (Van de Velde) dan muchas veces una gran importancia a la técnica; y, con todo, ha de tenerse más bien como secundaria, y a veces incluso puede ser un estorbo para llegar al fin al cual, en principio, debería servir. La tendencia es tan poderosa que crea en el hombre normal y en la mujer normal un-a ciencia instintiva de la manera como hay que “hacer el amor”; la “técnica” corre el peligro de perjudicar, porque aquí no cuentan más que las reacciones espontáneas (evidentemente subordinadas a la moralidad) y naturales. Este saber instintivo debido a la tendencia ha de alcanzar, con todo, el nivel de una cierta “cualidad” de las relaciones. Nos referimos aquí al análisis de la ternura, sobre todo de la ternura desinteresada, análisis al que hemos procedido en la tercera parte del capítulo III. Es precisamente la facultad de penetrar los estados de alma y las experiencias de otra persona lo que puede desempeñar un gran papel en los esfuerzos para armonizar las relaciones conyugales. Esta facultad tiene su raíz en la afectividad, la cual, dirigida sobre todo hacia el ser humano, puede dulcificar y neutralizar las reacciones brutales de la sensualidad, orientada únicamente hacia el cuerpo, y los deseos incontrolables de la concupiscencia del cuerpo. Puesto que el organismo de la mujer posee esta particularidad de que su curva de excitación sexual es más larga y sube más lentamente, la necesidad de ternura en el acto físico, lo mismo antes que después, tiene en la mujer una justificación biológica. Si se tiene en cuenta el hecho de que la curva de excitación en el hombre es más corta y sube más bruscamente, se ve uno llevado a afirmar que un acto de ternura de su parte en las relaciones conyugales adquiere la importancia de un acto de virtud, de la virtud de continencia precisamente, e indirectamente de amor (véase capítulo III, tercera parte). El matrimonio no puede reducirse a las relaciones físicas, necesita un clima afectivo que es indispensable para la realización de la virtud, del. amor y de la castidad.

No se trata aquí ni de sensiblería ni de un amor superficial, los cuales ambos a una, no tienen nada común con la virtud. El amor ha de ayudar a comprender y a sentir al hombre, porque éste es el camino de su educación y, en la vida conyugal, de la mutua educación El hombre ha de tener en cuenta el hecho de que la mujer es un “mundo aparte”, no solamente en el sentido fisiológico, sino en el psicológico; y puesto que en las relaciones conyugales es a él a quien incumbe el papel activo, ha de conocer y, en la medida de lo posible, penetrar ese mundo. Esta e la función de la ternura. Sin ella, el hombre no tenderá más que a someter la mujer a las exigencias de su cuerpo y de su psiquismo propio. Es verdad que la mujer asimismo ha de procurar comprender al hombre y educarlo de manera que él se preocupe de ella: ambos dos son igualmente importantes. Las negligencias en la educación y la falta de comprensión pueden ser en la misma proporción una consecuencia del egoísmo. Añadamos que es precisamente la sexología la que da argumentos en favor de semejante formulación de los principios de la moralidad y de la pedagogía conyugales.

De modo que los datos de la sexología (médica) que se refieren a las relaciones sexuales entre el hombre y la mujer vienen a corroborar el principio de la monogamia y de la indisolubilidad del matrimonio, y suministran argumentos contra el adulterio y contra las relaciones preconyugales y extra-conyugales. No lo hacen quizás de una manera directa; por otra parte no se le puede pedir a la sexología, cuyo objeto inmediato es sólo el acto sexual, en cuanto proceso fisiológico o, a lo más, psicológico, y su condicionamiento en el organismo lo mismo que en el psiquismo del hombre. Pero, indirectamente, los sexólogos mismos se pronuncian a favor de la moralidad natural en el dominio sexual y conyugal, y ello en razón de la importancia que le atribuyen a la salud psíquica y física del hombre .y de la mujer. Así, constatan que las relaciones sexuales no son armoniosas más que cuando los individuos están libres de todo conflicto con su conciencia y de toda reacción de angustia. Por ejemplo, la mujer puede, sin duda, experimentar una entera satisfacción sexual en las relaciones extra-conyugales, pero un conflicto de conciencia contribuye entonces a un trastorno de su ritmo biológico. La conciencia tranquila tiene una influencia decisiva sobre el organismo. En sí mismas, estas constataciones no son un argumento a favor de la monogamia o de la fidelidad conyugal, ni siquiera un argumento contra el adulterio, pero sí que indican el peligro que corre quien no observa las reglas naturales de la moralidad. En efecto, es inútil que la sexología suministre las bases de deducción, basta que confirme indirectamente esas reglas, conocidas, por otra parte, y confirmadas de otra manera. El matrimonio en cuanto institución durable que protege la eventual maternidad de la mujer la libra en gran parte de las reacciones de angustia, que no solamente conmueven su psiquismo, sino que perturban también su ritmo biológico; el miedo de tener un hijo, fuente principal de las neurosis femeninas, es una de esas reacciones (hablaremos de ello más adelante).

Sólo el matrimonio, un “matrimonio perfecto”, es decir, físicamente armonizado (como quiere Van de Velde) nos trae aquí uña solución aceptable. Con todo hemos demostrado que esta armonía no puede ser el resultado de una “técnica”, sino de la “cualidad” de las relaciones, es decir, en definitiva, de la virtud. Por su esencia, semejante matrimonio ha de ser fruto no solamente de una “selección natural” sino sobre todo de una elección que tiene su pleno valor moral. La bio-psicología no permite ni descubrir ni formular las leyes que explicarían por qué el hombre y la mujer deciden casarse. Parece que la atracción puramente biológica no existe, pero, por otra parte, es cierto que las personas que contraen matrimonio experimentan una atracción recíproca, porque, si sintiesen repugnancia, no se casarían. Rara vez las leyes de la atracción recíproca se dejan definir partiendo del principio psicológico de parecido o, al contrario, de contraste; de ordinario, el problema es mucho más complicado. Con todo, no deja de ser verdad que en el momento de elegir los factores de orden sexual y afectivo desempeñan un papel importante, y que la razón no influye en la decisión más que excepcionalmente, y esto más bien en las personas de edad madura.

Conviene hacer constar asimismo que los “ensayos” de las relaciones sexuales antes del matrimonio, de que tanto se habla, no constituyen un criterio de “selección”, porque la vida conyugal es muy diferente de la vida en común antes del matrimonio. Una falta de armonía en el matrimonio no es únicamente el resultado de un simple desacuerdo físico y no puede ser constatado “de antemano” gracias a las relaciones pre-conyugales. Los esposos que, después, se consideran como desafortunados, con frecuencia han conocido un período de excelentes relaciones sexuales. Parece, por lo tanto, que la degradación del matrimonio es debida a otros factores. Esta constatación nos hace volver al principio moral que prohíbe las relaciones pre-conyugales. Es verdad que no lo confirma directamente, pero permite en todo caso descartar el principio contrario.

El problema de la prole obliga a respetar en la elección del cónyuge los principios de un eugenismo razonable. La medicina desaconseja el matrimonio en caso de ciertas enfermedades, pero éste es un problema aparte, del que no vamos a ocuparnos aquí, porque más bien que a la moral sexual, se refiere a la que manda proteger la salud y la vida (el quinto mandamiento y no el sexto).

Las conclusiones a las cuales se llega en la sexología médica no parecen en nada oponerse a los principios de moral sexual: monogamia, fidelidad conyugal, elección de la persona, etc. Incluso el del pudor conyugal, que hemos analizado en la segunda parte del tercer capítulo, encuentra su confirmación en la existencia de las neurosis, bien conocidas de los sexólogos y de los psiquiatras. Esas neurosis son muchas veces una consecuencia de relaciones sexuales que han tenido lugar en una atmósfera de miedo debida a la posibilidad de una brusca intervención que viene del exterior (vaginismus en la mujer y, en el hombre, ejaculatio praecox, causa frecuente de impotencia). De ahí la necesidad para los esposos de tener su propia casa, o por lo menos su propio apartamento, en el que su vida conyugal pueda proseguirse “en seguridad”, es decir, de acuerdo con las exigencias del pudor, y donde la mujer y el hombre tienen derecho a la más total intimidad de su vida conyugal.

 

5. El problema de la regulación de los nacimientos

Las comunicaciones que presentan el punto de vista de la sexología sobre las relaciones conyugales (que completan el punto de vista de la moral) ponen necesariamente el problema de la regulación de los nacimientos. Es un nuevo problema, pero al mismo tiempo tan estrechamente ligado al precedente que viene a ser un complemento. Se puede comprender la idea de la regulación de los nacimientos de diversas maneras. Puede significar que la maternidad (y, por analogía, la paternidad)— cuestiones a las cuales hemos consagrado gran parte de nuestras consideraciones de los capítulos I y IV—debe ser consciente. Pero de ordinario se le da una significación diferente, que podría resumirse así: “Aprende de qué manera la mujer concibe las relaciones sexuales (conyugales y obra de manera que no conciba más que cuando tú quieres.” Esta frase, aunque dirigida a la mujer, apunta en realidad al hombre, el cual, en cuanto “copartícipe” en las relaciones sexuales (conyugales), toma la decisión e la mayoría de los casos.

Este llamamiento, o más bien este programa—Porque la regulación de los nacimientos es hoy día un programa—formulado como acabamos de hacerlo, puede no levantar reservas. El hombre, siendo como es un ser racional, su tendencia a extender la participación de la conciencia a todos los dominios de su actividad es conforme a su naturaleza. Lo mismo se ha de decir de la tendencia a la maternidad y a la paternidad conscientes. El hombre y la mujer, que tienen relaciones conyugales, han de saber en qué momento y cómo pueden tener un hijo; en efecto, son responsables de cada concepción ante sí mismos y ante la familia que van creando y van así aumentando. Ya hemos hablado de ello en el capítulo IV (“Procreación, paternidad y maternidad”, “La continencia periódica. Método e interpretación”). El programa de la regulación de los nacimientos es reducido muchas veces a los principios utilitaristas, que están en conflicto con el valor suprautilitario de la persona; este es el problema al que hemos dedicado ciertamente la mayor atención en nuestra obra. La virtud de la continencia, cuya naturaleza misma define los límites, constituye en este conflicto la única salida conforme a la naturaleza de la persona, por consiguiente la única salida verdaderamente honesta. Para mejor hacer comprender este problema, vamos a examinarlo desde el punto de vista de la sexología.

Una relación sexual es un conjunto de acciones del hombre y de la mujer, decididas por la voluntad del hombre y consentidas por la mujer (el abrazo no ha de tener lugar sin el acuerdo de su voluntad); resultan de la excitación sexual que crece durante el acto para alcanzar su punto culminante (orgasmus). En nombre de la salud psico-física del hombre y de la mujer, los sexólogos recomiendan que el acto sexual permita a las dos partes llegar a ese punto culminante más o menos simultáneamente (ya hemos hablado de ello).

El centro del deseo sexual en el hombre se encuentra en la medula S2-S3. La excitación pasa por el nervus pudendus, llega a las raíces posteriores de la medula y vuelve por el nervio erector, provocando una congestión de los cuerpos cavernosos y el reflejo erector. Esta misma excitación llega por vía de prolongamiento a L1 y L2 donde se encuentra el centro medular de la eyaculación. La vía descendente de la eyaculación pasa por el plexo sacro. En las condiciones normales, la eyaculación (lit.: “eyección del esperma”) está vinculado en el hombre al orgasmo (excepcionalmente, en condiciones patológicas, estas dos funciones se encuentran disociadas), lo cual se manifiesta por un cierto número de reacciones neurovegetativas simultáneas. Esta simultaneidad probaría que la excitación sexual se desplaza por la vía de las neuronas, y no por la vía humoral, como se creía en otros tiempos. En un mismo momento tienen lugar reacciones del simpático y del parasimpático, del aparato respiratorio (respiración acelerada), de la circulación (alza de tensión, taquicardia), etc. La eyaculación sirve directamente a la procreación, porque emite millones de espermatozoides, gérmenes masculinos de transmisión de la vida. Así, en las relaciones sexuales, el hombre sirve siempre a la procreación suministrando número excesivo de gérmenes de vida.

En cambio, la naturaleza de la mujer fija el número de concepciones posibles de una manera precisa y, si puede decirse, “económica”: durante el ciclo menstrual, no aparece normalmente más que un solo óvulo, objeto de posible fecundación, y esto independientemente de la frecuencia de las relaciones (a excepción de algunos estados patológicos). En el hombre, las relaciones conyugales están siempre ligadas a la procreación, en la mujer se le unen periódicamente. Es, por consiguiente, el organismo de la mujer el que determina el número de hijos posibles. La fecundación no puede tener lugar más que en el momento en que lo permite, es decir, cuando está preparado para ello por una serie de reacciones bio-químicas. Puede precisarse el período de fecundidad pero no hay para esto reglas generales: cada caso ha de tratarse individualmente. Cada mujer puede darse cuenta de su ciclo de ovulación observando sus propias reacciones instintivas; conforme al fin principal de la naturaleza (“la reproducción”), su apetito sexual es de lo más fuerte en el período de fecundidad. Además, los métodos científicos biológicos y médicos permiten “calcular” el ciclo ovulatorio y el período de fecundidad (ya volveremos sobre esto).

Abordamos de momento el aspecto positivo del problema. La sexología conoce el instinto maternal y el instinto paternal. En general, este instinto se despierta en la mujer antes del nacimiento del hijo y muchas veces incluso antes de la concepción. En el hombre, se desarrolla de ordinario más tarde, a veces solamente a la vista de niños de algunos años. El instinto maternal puede desarrollarse en algunas niñas desde la pubertad, porque biológicamente depende de la acción de las hormonas. Por otra parte, el ciclo menstrual prepara a la mujer y a su organismo cada mes para la concepción. De ahí resulta esa orientación hacia el hijo, que la sexología llama “instinto maternal”, teniendo en cuenta el hecho de que es debida en gran parte a las modificaciones que se producen cada mes en el organismo de la mujer. Esta orientación no domina ni conviene que domine a la conciencia de la mujer, y menos todavía a la del hombre, durante las relaciones conyugales (esto está de acuerdo con las conclusiones a que hemos llegado en nuestras consideraciones sobre la procreación y la paternidad en el capítulo IV). Pero se comprende fácilmente que el matrimonio y las relaciones conyugales hagan nacer el deseo natural de tener hijos; una orientación de la voluntad y de la conciencia opuesta sería contraria a la naturaleza. El miedo de concebir, el temor a tener un hijo que es el factor decisivo en el problema de la regulación de los nacimientos, decisivo, pero, al mismo tiempos paradójico, porque, por una parte, incita a buscar los medios que permitirían no tener hijos más que cuando se quisiesen, y por otra parte, hace imposible la explotación de las posibilidades que la misma naturaleza crea en este dominio.

Ahí está el principal obstáculo para una solución de la regulación de los nacimientos aceptable desde el punto de vista biológico y médico, y desde el punto de vista moral. La dificultad no proviene de la naturaleza, que fija el número de nacimientos posibles de una manera clara y relativamente fácil de calcular. En principio, no hay más que un día en el que la mujer puede quedar en- cinta, además de unos cuantos días en los que la concepción es probable. El cálculo del día de la ovulación y del período de “fecundidad” es el objeto del método Ogino Knaus y del de Smulders. Este se deriva del otro, y se puede considerar que ambos han dado sus pruebas. El método de Holt, más reciente, consiste en el control de la temperatura de la mujer y en la observación del conjunto de manifestaciones de ovulación que descubre un examen histológico. Con todo, estos métodos no son infalibles más que en las mujeres cuyo ritmo sexual es normal y armonizado. Los principales factores que perturban la regularidad biológica en la mujer son de orden psíquico. Los casos en que aparece su influencia son mucho más frecuentes que los de los disturbios de origen orgánico, como las enfermedades ginecológicas, las enfermedades en general o los traumatismos. Entre las causas psíquicas de disturbios, la más frecuente es el miedo a concebir.

Se sabe que el miedo detiene o adelanta las reglas; la medicina conoce casos en que el temor ha provocado una segunda ovulación. El miedo es, por lo tanto, un poderoso estímulo que puede romper la regularidad normal del ciclo menstrual de la mujer. La práctica médica confirma la tesis de que es precisamente el miedo a la concepción lo que paraliza más que nada la acción de la naturaleza. No solamente quita a la mujer el gozo de experimentar el amor que debe aportar toda acción conforme con la naturaleza, no solamente domina cualquier otra sensación, sino que también puede estar en el origen de reacciones imprevisibles que provoquen justamente ese embarazo que teme la mujer y que, en las relaciones normales, independizadas de esa potente reacción de angustia, no se produciría. (Pueden mencionarse aquí los falsos “embarazos histéricos”, en los cuales o bajo la influencia del deseo o por el temor de tener un hijo, se desarrolla todo un conjunto de manifestaciones, que evoca el embarazo, sin que haya habido fecundación).

Aquí es donde, indirectamente, aparece la importancia de la actitud moral que hemos analizado en el capítulo IV. Viene a reducirse a dos elementos, que son: el hecho de admitir la procreación durante las relaciones (“yo puedo ser padre”, “yo puedo ser madre”) y la voluntad de continencia, cuya raíz se encuentra en la virtud, en el amor a su cónyuge. Sólo por este medio se puede realizar el enderezamiento biológico de la mujer, enderezamiento que depende muy estrechamente de los factores de naturaleza psíquica y sin el cual la regulación natural de los nacimientos es imposible. La naturaleza en el hombre está subordinada a la moral; el ciclo biológico de la mujer y la posibilidad de una regulación natural de los nacimientos ligada a ese ciclo están muy estrechamente vinculadas con el amor, el cual, por una parte, se manifiesta en el deseo de tener hijos, y, por otra, en la virtud de la continencia, en la facultad de renunciar y de sacrificar su propio “yo”. El egoísmo es la negación del amor; se manifiesta en las actitudes opuestas a aquellas que dieta el amor y constituye la fuente más dañosa de ese temor que paraliza los sanos procesos de la naturaleza.

Se habla poco de estos problemas y al descartar la moral para reemplazarla por la mera “técnica”, se hacen los “métodos naturales” menos eficaces. Se ha de advertir con el mayor empeño que éstos tienen un solo método básico y principal, el de la virtud (el amor y la continencia). Cuando se lo admite y se aplica, la ciencia de los procesos sexuales y genitales puede comprobarse como eficaz, porque permitirá eliminar el miedo irracional de la concepción. Cuando la mujer se habrá dado cuenta de que la fecundación no se debe a un azar ni a un concurso de circunstancias, sino que es un hecho biológico esmeradamente preparados por la naturaleza (todos estos preparativos pueden seguirse en su organismo), su temor disminuirá y las posibilidades de controlar la concepción de una manera racional y conforme a la naturaleza se harán reales.

En condiciones normales, la fecundación se realiza en las trompas femeninas y la célula fecundada (o zigoto) desciende hacia el útero, en el que se implanta y donde crece. La fecundación no es posible más que en el momento en que se encuentra en el organismo de la mujer un óvulo maduro. Es la mayor de las células humanas; cargada de sustancias nutritivas, es poco móvil y va lentamente al encuentro del espermatozoide. El óvulo no puede ser fecundado más que durante algunas horas, después muere. En cambio, el espermatozoide, la más pequeña y la más móvil de las células humanas, posee una gran vitalidad y puede, esperando al óvulo, vivir durante muchos días (de 3 a 4 días, a veces incluso mucho más tiempo). En el instante en que un espermatozoide penetra en él, el óvulo se envuelve en una membrana a fin de protegerse contra los otros espermatozoides, después ya como “zigoto” baja hacia el útero, en el que se implanta. Sólo en casos excepcionales se realiza la implantación fuera del útero (embarazo extrauterino). Normalmente, la placenta se forma en el útero grávido; asume las funciones de secreción interna del cuerpo amarillo y produce las hormonas gonadotropas lo mismo que la progesterona, indispensable para llevar adelante el embarazo. A través de la placenta, el embrión recibe su sustento de la sangre materna. Si la madre carece de ciertas sustancias nutritivas, el embrión se las procura sacándolas del organismo materno eso poco que posee, lo cual es evidentemente pernicioso para la madre. Por esto hay que tener muy particularmente cuidado de la mujer durante el embarazo.

En las condiciones normales, es decir, en el caso en que la mujer acepta el embarazo, lo considera como un período de gozo que compensa las molestias físicas. Es un período de equilibrio biológico que se crea merced al equilibrio hormonal, el ciclo menstrual desaparece a causa del embarazo al que el organismo entero de la madre está subordinado. Las hormonas gonadotropas van llevando el embarazo hasta cerca del parto; entonces baja bruscamente la proporción de esas hormonas en la sangre, lo cual da automáticamente campo libre a las hormonas de la hipófisis (octocina); éstas provocan las contracciones del útero, que expulsan el feto que ya cumplió el plazo. Un parto normal ha de ser doloroso, porque el dolor es la resonancia psíquica de las contracciones del útero sin las cuales la mujer no puede parir. El método del parto indoloro no suprime en realidad los dolores, sino que tiende a insertar a la mujer, consciente del desarrollo del parto y del papel de las contracciones, en toda la acción del parto. Semejante participación disminuye considerablemente los dolores, porque al sorne- terse a un proceso natural y al tomar en él una parte voluntaria mediante las contracciones y las decontracciones de sus músculos, la mujer acelera el parto y al mismo tiempo aparta su atención del dolor.

Según los sexólogos, el instinto maternal de la mujer alcanza su punto culminante durante el período de la lactación, es decir, de dar el pecho al hijo. Las hormonas lactarias son antagónicas de los estrógenos, por esto durante la lactancia algunas mujeres no tienen reglas. Pero la ovulación puede sobrevenir, y de ahí los casos de embarazo (“debido al azar”) durante este período. Aquí se ha de mencionar todavía otro fenómeno significativo. Sucede a veces que la madre experimenta respecto del hijo recién nacido el sentimiento como de hostilidad que de ordinario refleja sus sentimientos respecto del padre del niño (tal puede ser el caso, por ejemplo, en los matrimonios desunidos o cuando el hijo es ilegítimo, dicho de otra manera, cuando el nacimiento anuncia conflictos y dificultades para la madre). En general, con todo, el instinto maternal se sobrepone, y, tras un período de hostilidad a medida que el hijo crece, la actitud de la madre cambia. El infanticidio es fruto de estado patológico y, según los sexólogos; tiene lugar ya cuando la mujer está pervertida, ya cuando su inteligencia no está normalmente desarrollada.

Detenemos ahora nuestras consideraciones sobre la maternidad. Según los sexólogos, hay, por lo tanto, dos clases de “métodos” que permiten la regulación de nacimientos y que hemos analizado desde el punto de vista moral en el capítulo IV. Hay, por un lado, los métodos naturales, por otro lado, los métodos artificiales que consisten en utilizar los contraconceptivos. Veamos brevemente cómo la sexología médica, que se interesa sólo por la salud psico-física del hombre y que consecuentemente no aplica el criterio del bien o del mal moral, juzga de unos y otros.

Es inútil hablar largamente de los contraconceptivos. Basta constatar que son siempre nocivos a la salud. Los productos anticonceptivos biológicos pueden provocar, además de la esterilidad temporal, importantes cambios irreversibles en el organismo humano. Los productos químicos son por definición venenos, porque han de tener fuerza para destruir las células genitales, son, por lo tanto, también nocivos. Los medios mecánicos provocan, por una parte, lesiones debidas a la fricción de las vías genitales de la mujer por un cuerpo extraño, y, por otra, quitan toda espontaneidad al acto sexual, lo cual resulta insoportable, sobre todo para la mujer. Lo demuestran la neurosis en la mujer, causadas precisamente por la utilización de estos medios brutales. Con más frecuencia quizá los cónyuges recurren a la interrupción de la relación (coitus interruptus), que practican sin conciencia sin darse cuenta de inmediato de las consecuencias enojosas, inevitables sin embargo. Es el hombre, sobre todo, la víctima, porque está sometido entonces en el curso de las relaciones conyugales a una tensión nerviosa que provoca un estado ansioso bien comprensible y que se traduce por una abreviación del acto y la ejaculatio praecox; a la larga, esto puede ser la causa de una impotencia total.

Las consecuencias en la mujer son fáciles de prever, si se tiene en cuenta el hecho de que su “curva de excitación” es más larga y más lenta. La interrupción de la relación la deja mucho más insatisfecha, lo cual—lo hemos ya dicho—provoca neurosis y puede llevar a la frigidez sexual. Es útil recordar que los clásicos del utilitarismo ellos mismos juzgaban desfavorablemente la búsqueda irrazonable del placer inmediato.

Los métodos naturales consisten en determinar el momento de la ovulación y en interrumpir las relaciones conyugales durante el período de fecundidad. El cálculo de los días de fecundidad no puede ser general. Conviene observar minuciosa e individualmente el ciclo menstrual de la mujer concreta durante bastantes meses para precisar su ritmo, porque, en este método, hay que tener en cuenta asimismo el más corto ciclo. El método de Holt está fundado en la observación del conjunto de los fenómenos de la ovulación, cuyos rasgos más característicos son el dolor medio, la curva térmica (hasta la ovulación la temperatura no pasa de un cierto nivel, después, de repente, se eleva algunas décimas de grado y no baja sino al momento de las reglas; la elevación se produce precisamente en el momento de la ovulación), en fin, las modificaciones en las secreciones de los órganos genitales, cambios que se pueden reconocer con un examen histológico de las células de secreción.

La aplicación de los métodos naturales exige un perfecto conocimiento del organismo de la mujer, el de su ritmo biológico, y necesita también la calma y el equilibrio biológico del que hemos hablado bastante más arriba. Pero es menester en primer lugar—y esto concierne sobre todo a la mujer—saber renunciar y saber abstenerse. En efecto, el deseo sexual se manifiesta en la mujer normalmente con más intensidad en el momento de la ovulación y del período de fecundidad (la intensidad del deseo es uno de los indicios del fenómeno de la ovulación), y es entonces precisamente cuando conviene que ella evite las relaciones conyugales. Para el hombre, la continencia temporal no presenta las mismas dificultades, ya que no está la necesidad sexual sometida en el hombre a estas variaciones. El hombre puede, por lo tanto, someter su continencia al ritmo del organismo de la mujer. Con todo, su continencia tiene una función más importante que cumplir que la de hacerla seguir el ciclo biológico de la mujer: debe contribuir a mantener el ritmo sexual regular de la mujer, ya que toda perturbación hace imposible una aplicación eficaz de los métodos naturales. Conviene, por lo tanto, que el hombre sea continente durante períodos determinados, y así es como una regulación de los nacimientos conforme a la naturaleza apela a la actitud moral del hombre. Las relaciones conyugales necesitan su ternura y su comprensión de la mujer; la regulación de los nacimientos demanda esa continencia, la única que permite establecer el ritmo biológico normal en el matrimonio.

Este ritmo es de la naturaleza y por esta razón las relaciones conyugales que van de acuerdo con él se conforman con la higiene, son sanas, exentas de todas las neurosis provocadas por los métodos que tienden a evitar artificialmente la concepción. Conviene, sin embargo, que los métodos naturales se apliquen en función del ritmo biológico; empleados de tiempo en tiempo y de una manera mecánica fracasan. Los hechos que hemos expuesto más arriba prueban que no pueden ser de otra manera. Si, en cambio, el hombre y la mujer aplican esos métodos con el pleno conocimiento de los hechos y aceptando la finalidad objetiva del matrimonio, ellos les dan el sentimiento de realizar una elección consciente, el sentimiento de espontaneidad de lo vivido (de su carácter “natural”), y, lo que más es, les permiten decidir libremente su participación en la procreación. Hemos indicado en el capítulo IV que la aplicación de estos “métodos” demanda un esfuerzo moral sobre todo. No se puede llegar a una regulación natural de los nacimientos, a una paternidad ni a una maternidad verdaderamente conscientes, sin haber observado la virtud de continencia bien entendida.

Para terminar, hemos de mencionar, aunque no sea más que brevemente, el problema de la interrupción del embarazo. Aun dejando de lado su apreciación moral, constataremos que esa interrupción es en extremo grado “neurógena”, que es la causa de neurosis que tienen las características de las neurosis experimentales. En efecto, aquí se trata de una interrupción artificial del ritmo biológico natural, interrupción brutal, porque es efectuada por vía de una interrupción quirúrgica y que no se puede considerar como un hecho de importancia solamente inmediata. Sus consecuencias son graves y llegan muy lejos. Está en el origen de complejos profundos en el psiquismo de la mujer. Esta no puede olvidarla ni puede perdonarla al hombre que es su responsable. Un aborto artificial tiene como consecuencia no solamente reacciones somáticas de diverso tipo (ello depende de la abundancia de la hemorragia, etc.), pero también una neurosis depresiva a base de angustia, en la que domina el sentimiento de culpabilidad y a veces incluso una profunda reacción psicótica. Es significativo que las mujeres que sufren de depresión durante la menopausia hablen con pesadumbre, a veces después de muchos años, de un embarazo que fue interrumpido y sienten respecto de él un tardío sentimiento de culpabilidad. No es necesario añadir que,, desde el punto de vista moral, la interrupción del embarazo es una falta grave. Poner en el mismo nivel el aborto y los problemas de regulación de los nacimientos (maternidad y paternidad conscientes), es decir, reducirlo a una manera particular de esa regulación, no tendría ninguna justificación de principio.

 

6. La psicoterapéutica sexual y moral

Según una opinión muy extendida, la falta de relaciones sexuales es perjudicial a la salud del ser humano en general, y a la del hombre en particular. Pero no se conoce una enfermedad siquiera que pueda confirmar la veracidad de esta tesis. Las consideraciones que preceden han demostrado que las neurosis sexuales son, sobre todo, una consecuencia de excesos en la vida sexual y que aparecen cuando el individuo no se conforma con la naturaleza y sus procesos. No es, pues, la continencia, sino su falta lo que está a la base de las anomalías. Esta falta de continencia puede asimismo manifestarse en una templanza mal comprendida de la tendencia sexual y de sus manifestaciones en el hombre; como lo hemos demostrado en el capítulo III, esta templanza mal entendida, injustamente considerada como continencia, no tiene nada de común con la verdadera virtud de continencia y de castidad. La tendencia es un hecho que el hombre debe reconocer e incluso afirmar en cuanto es fuente de energía natural, que, de otro modo, corre el riesgo de dar origen a disturbios psíquicos. La reacción instintiva llamada “excitación sexual” es una reacción neuro-vegetativa, luego hasta un cierto punto independiente de la voluntad; la no comprensión de este simple hecho es con frecuencia la causa de graves neurosis sexuales, en las que el hombre es víctima de un conflicto entre dos tendencias ambivalentes que es incapaz de poner de acuerdo. Una gran parte de las neurosis sexuales es debida a las irregularidades de las relaciones conyugales, de las que hemos hablado en el párrafo precedente.

Las neurosis sexuales tienen un desarrollo y unos síntomas somáticos análogos a los de otras neurosis (dolores de cabeza, insomnio o perturbación del ritmo del sueño, vértigos, irritabilidad, estados ansiosos, etc.). Por otra parte, la reacción neurótica depende de los rasgos característicos del hombre: en algunos, se transforma en reacción hipocondríaca (más frecuente en los hombres), en otros, en reacción histérica o neurasténica. Las obsesiones, ligadas con mucha frecuencia en el enfermo a una falsa concepción de la tendencia, son un síntoma particularmente frecuente de las neurosis sexuales. En los hombres, éstas están vinculadas a veces al problema de la “potencia”, es decir, de la facultad de realizar el acto sexual. La impotencia orgánica es un fenómeno más bien raro (puede ser, por ejemplo, la consecuencia de un traumatismo), pero una impotencia parcial o total es con mucha frecuencia de origen psíquico. El sentimiento de humillación viene ordinariamente a agravar el estado neurótico del enfermo.

La tendencia sexual puede llegar a ser la fuente de disturbios neuróticos cuando es prematuramente despertada y, luego, mal moderada. Las aberraciones de la tendencia (“anomalías”) que resultan de ello son, entre otras, el onamismo y el homosexualismo. Es preciso hacer una distinción entre onanismo pasajero que los niños practican a veces y el onanismo hecho costumbre, que suele ir acompañado del temor a las relaciones normales con una persona de sexo diferente. Sus síntomas son, entre otros: una susceptibilidad exagerada, un complejo de inferioridad a base del sentimiento de culpabilidad, y ciertos disturbios de orden somático. Los mismos médicos son del parecer de que el tratamiento del onanismo, como de toda otra forma de masturbación, es menos de su competencia que de la de los educadores. Que se mantenga la práctica de la masturbación en el niño es muchas veces la secuela de falsos métodos de educación. Se comete a veces el error de “hablar demasiado &l mal”, lo cual da resultados contrarios a los que se desean; en vez de apartarla, se llama demasiado la atención del niño sobre la importancia de la tendencia sexual y de los problemas del sexus (y ésa es seguramente la vía que lleva a los complejos). Lo que conviene, en cambio, es dirigir intensamente la atención del individuo (joven o viejo) hacia Otros valores, y, merced a un modo de vida higiénico, a los ejercicios físicos y a los deportes, despertar en su organismo necesidades sanas y sanas satisfacciones.

Las recomendaciones generales relativas al tratamiento de los disturbios psíquicos causados por los desórdenes son las siguientes:

a) eliminar en el enfermo el sentimiento de que la tendencia sexual es un mal y reemplazarlo por la convicción de que las reacciones sexuales son absolutamente naturales y no tienen, por sí mismas, ningún valor moral, que no son moralmente ni buenas ni malas;

b) liberar al enfermo de la convicción de que esas reacciones son determinadas, potentes, independientes de la voluntad y que jamás pueden dominarse, y convencerle de que la tendencia sexual es tan moral como las otras tendencias y que no se le debe dar una importancia particular;

c) quitar de encima del enfermo la atmósfera de misterio, de extrañeza, de una especie de fatalidad que rodea para él a los problemas del sexo y reducirlo a éstos al rango de reacciones simples, comprensibles y normales (a este efecto, habrá que darle los conocimientos elementales del dominio de la fisiología del sexo, etc.);

d) establecer una clara jerarquía de los valores, en la que la tendencia sexual estaría subordinada a un fin superior; hacer conocer al sujeto la necesidad de una elección espontánea, libre de constricción y de determinación;

e) algunas veces será necesario recurrir a las medicinas, sobre todo a las que tonifican, porque los disturbios sexuales de origen psíquico se desarrollan más fácilmente en un organismo debilitado. Se han de atender particular- mente los disturbios de la pubertad y del ciclo menstrual de la mujer. Los datos somáticos y fisiológicos (cambios hormonales) aportan en esto indicaciones de gran valor.

Estas recomendaciones son casi siempre aplicables en el tratamiento de las enfermedades sexuales cuya mayor parte tienen un origen psíquico (cuando no un carácter psíquico); se trata, pues, de comenzar por eliminar la causa del mal, para poder tratarlo en seguida. Así ha de ser cuando se trata del onanismo e incluso del homosexualismo. Los sexólogos son generalmente de parecer que el homosexualismo congenital no existe. Se trataría más bien de una aberración adquirida a consecuencia de ciertas influencias que proceden de los que inmediatamente le rodean. El sentimiento de culpabilidad y de anomalía es entonces algunas veces compensado por la convicción de una pretendida superioridad de esta clase de experiencias sexuales, pero, a las veces, en cambio, da origen a un complejo de inferioridad frente a aquellos que son “capaces” de tener relaciones normales con una persona de sexo diferente. Añadamos que el homosexualismo en los hombres es debido algunas veces a la convicción, inculcada por una educación errónea, de que todo lo que se refiere a la mujer es impuro y que ella misma es la personificación del pecado; de ahí resulta esta inversión de reacción fácil de comprender y el interés por las personas del mismo sexo. El homosexualismo en las mujeres es menos frecuente. En esto es todavía la psicoterapia el método principal de tratamiento; apela a la buena fe del enfermo y tiende en primer lugar a quitarle la convicción de que su mal es incurable. Sacándole de su medio (al contrario de las mujeres, los hombres homosexuales forman grupos especiales), el médico o el educador procura inculcarle la convicción, conforme con la verdad, de que la tendencia sexual en todo hombre, luego también en él, puede igualmente subordinarse a la voluntad.

La psicoterapéutica de las neurosis sexuales difiere de la educación sexual, porque no se dirige a las personas normales y sanas, sino a aquellas solamente que padecen una anomalía o una enfermedad sexual. Por esto, sus métodos tienen un carácter más especializado que los que sirven para una educación sexual corriente. Las personas atacadas por una de las enfermedades de que acabamos de hablar son menos aptas que las otras para experimentar “el amor y la responsabilidad” y la psicoterapéutica tiende a restituirles esta facultad. Un análisis profundizado de los métodos de la psicoterapéutica demuestra que su objetivo es sobre todo liberar al enfermo de la opresiva convicción de que la fuerza de la tendencia es determinante y de hacerle tomar conciencia del hecho de que todo hombre posee la facultad de la autodeterminación frente a ella y de sus impulsiones. Ahí está precisamente el punto de partida de toda moral sexual. Así, la psicoterapéutica y la sexología médica se dirigen a las energías espirituales del hombre, tratan de inculcarle ciertas ideas y ciertas actitudes, por consiguiente, a readquirir su “interioridad” para poder dirigir luego su conducta “exterior”. La verdad sobre la tendencia desempeña un papel capital en la formación de esta “interioridad”. El método psicoterapéutico parte del principio de que sólo el hombre que tiene una idea correcta del objeto de su acción puede actuar correctamente, es decir, de una manera buena y verdadera a la vez.

Este objeto, como nos lo ha enseñado esta obra, es no solamente la tendencia sexual, sino también la persona ligada a esta fuerza de la naturaleza; he ahí por qué toda educación sexual, incluso la que toma la forma de terapéutica, no puede limitarse al aspecto biológico de la tendencia sexual, sino que debe situarse al nivel de la persona con la que está ligado el problema del amor y responsabilidad. Parece asimismo, en último análisis, que no caben aquí otros medicamentos ni otros medios pedagógicos. Un conocimiento profundizado de los procesos bio-psicológicos es muy importante y muy útil, pero insuficiente; la educación y la terapéutica sexuales no podrán alcanzar su fin más que cuando sepan ver objetivamente la persona y su vocación natural (y sobrenatural) que es el amor.

 

Notas
[
1] El autor se vale para apoyar su reflexión sobre las relaciones entre personas del verbo polaco “uzywac” que tiene los dos sentidos que traducen, respectivamente, los verbos franceses “user” y “jouir”. Mas para dar plenamente su análisis semántico y filosófico, se ha de traducir o por “user” admitiendo que este verbo significa por una parte usar en el sentido estricto (servirse de) y, por otra, gozar (experimentar un placer, un gozo), o por “gozar” admitiendo que este segundo verbo significa desde luego gozar en el sentido estricto (experimentar un placer, un gozo) y además usar (servirse de). El traductor (francés) ha optado por esta segunda solución sin encontrarla, con todo, enteramente satisfactoria. (N. del T. F.)

[2] No es más que su primer aspecto. Los otros se caracterizarán posteriormente.

[3] Este epíteto—como el término “ciencia”—se emplea en su sentido más amplio, que permite referirlo al conocimiento filosófico, ético en este caso.

[4] En francés en el original.

[5] El sentido de este término se encuentra explicado más adelante.

[6] No se ha de confundir el estado de espíritu de los esposos que, practicando la continencia periódica (de la que se hablará más adelante), tiene relaciones sexuales en un período de infecundidad de la mujer porque no han de dar entonces—por una razón objetiva y aceptable— la vida a un nuevo hombre y, efectivamente, no la quieren en ese preciso momento, con la repulsa total de la procreación de que se tratará en el texto. El “método” de continencia periódica será discutido más abajo.

[7] Esta constatación no se refiere, entiéndase bien, a la práctica de la continencia periódica, si de otra parte es moralmente buena puesto que satisface a las condiciones que precisaremos más adelante.

[8] “Yo no quiero tener hijos.”

 




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