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Amor y Responsabilidad (Juan Pablo II)

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CAPITULO CUARTO

JUSTICIA PARA CON EL CREADOR


 justicia para el creador


I. El matrimonio


1. La monogamia y la indisolubilidad


2. El valor de la institución


3. Procreación, paternidad y maternidad


4. La continencia periódica, método e interpretación


II. La vocación


5. El concepto de justicia para con el Creador


6. La virginidad mística y la virginidad física


7. El problema de la vocación


8. La paternidad y la maternidad

 

 

I. El matrimonio

 

1. La monogamia y la indisolubilidad

Las anteriores consideraciones nos llevan lógicamente a admitir la monogamia y la indisolubilidad del matrimonio. La norma personalista que hemos formulado y explicado en el primer capítulo es juntamente el fundamento y el origen de este principio. Puesto que una persona no puede ser nunca objeto de goce para otra, sino solamente objeto (o más exactamente co-sujeto) de amor, la unión del hombre y de la mujer necesita un encuadramiento adecuado en el que las relaciones sexuales estén plenamente realizadas, pero de manera que garanticen a un mismo tiempo una unión duradera de las personas. Sabemos que semejante unión se llama matrimonio. Los intentos de encontrar para este problema del matrimonio una solución fuera de la estricta monogamia (que subentiende indisolubilidad) son contrarios a la norma personalista y no responden a sus exigencias, porque admiten que una persona pueda ser, para otra, objeto de placer, peligro que amenaza sobre todo a la mujer. Tal sucede en ambos casos de poligamia (gr. “poly”—mucho, y “gamos”—”matrimonio”): la poliginia (la unión de un hombre con muchas mujeres) y la poliandria (la unión de una mujer con muchos hombres).

Aquí consideramos el problema del matrimonio sobre todo bajo el lado del principio que recomienda amar a la persona (norma personalista), es decir, del principio que prescribe tratar a la persona de una manera que corresponda a su ser. Únicamente la monogamia y la indisolubilidad del matrimonio se acuerdan con este principio; y le son contrarias las dos formas de poligamia y el matrimonio disoluble. En efecto, en todos esos casos, la persona resulta puesta en la situación de un objeto de goce, al servicio de otra persona. El matrimonio disoluble es únicamente (o, en todo caso, desde luego) una institución que permite la realización del goce sexual del hombre y de la mujer, pero no la unión duradera de las personas basada en la afirmación recíproca de su valor. De hecho, la unión que tiene por base esta afirmación no puede ser más que durable, ha de durar mientras las personas continúan en recíprocas relaciones. No se trata aquí de su duración espiritual, porque está fuera del tiempo, sino de su duración en el cuerpo, la cual no acaba sino con la muerte.

¿Por qué es necesario que esta unión sea durable? Porque el matrimonio es no solamente una unión espiritual, sino también material y terrestre de las personas. Tal como lo dijo Cristo a los Saduceos (Mt 22, 23-30) que le preguntaban qué sería del matrimonio al resucitar los cuerpos (lo cual es artículo de fe), aquellos que vivirán de nuevo en sus cuerpos (espirituales), no tomaran mujer ni marido. El matrimonio está ligado estrechamente a la existencia material y terrestre del hombre. Así es como se explica su disolución natural por la muerte de uno de los cónyuges. El otro queda libre entonces y puede contraer un nuevo matrimonio. El derecho llama a esto bigamia sucesiva, que se ha de distinguir de la bigamia simultánea denominada en el lenguaje corriente simplemente bigamia, matrimonio nuevo mientras vive todavía el cónyuge de la primera unión. Aunque las nuevas nupcias tras la muerte de uno de los cónyuges estén justificadas y admitidas, el hecho de guardar la viudez es digno de los mayores elogios, porque la unión con la persona desaparecida está mucho mejor expresada. El valor de la persona no es algo efímero, y la unión espiritual puede y debería perdurar hasta cuando ha cesado ya la de los cuerpos. En el Evangelio, y sobre todo en las epístolas de San Pablo, podemos leer en repetidas ocasiones el elogio de la viudez y de la estricta monogamia.

En toda la enseñanza de Cristo, el problema de la monogamia y de la indisolubilidad del matrimonio se resuelve de una manera categórica y definitiva. Jesús pensaba en el matrimonio establecido por el Creador, estrictamente monogámico (Gen 1, 27 y 2, 24) e indisoluble (“Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”), y a ese matrimonio se refería siempre, porque en la tradición de sus oyentes, los Israelitas, permanecía vivo el recuerdo de la poligamia de los patriarcas, de los grandes jefes del pueblo y de los reyes (por ejemplo, David y Salomón), así como del escrito de repudio de Moisés, quien admitía en determinadas condiciones la disolución de un matrimonio legalmente celebrado. Ahora bien, Cristo se oponía categóricamente a estas tradiciones que habían subsistido en las costumbres, al recordar cuál era la idea primitiva del Creador cuando instituyó el matrimonio (“... pero al principio no fue así”). Esta idea del matrimonio monogámico, nacida en la mente y en la voluntad de Dios, ha sido alterada también por el pueblo elegido. Frecuentemente se pretende justificar la poligamia de los patriarcas por el deseo de tener una descendencia numerosa; de modo que la procreación, fin objetivo del matrimonio, justificaría la poligamia de la que encontramos ejemplos en el Antiguo Testamento, y, por analogía, debería consiguientemente justificarla dondequiera que la poligamia se adoptase para obtener el mismo fin. Pero las Sagradas Escrituras suministran asimismo numerosas pruebas de que la poligamia da al hombre la ocasión de considerar a la mujer como una fuente de deleites sensuales, un objeto de goce, lo que da por resultado una degradación de la mujer y un rebajamiento del nivel moral del hombre; basta recordar la historia del rey Salomón.

La supresión de la poligamia y el restablecimiento de la monogamia y de la indisolubilidad del matrimonio están lo más estrechamente ligados al mandamiento del amor, que a todo lo largo de nuestro libro hemos asimilado a la norma personalista. Puesto que las relaciones y la coexistencia de las personas de sexo opuesto han de responder a las exigencias de esta norma, es menester que estén de acuerdo con el principio de la monogamia y de la indisolubilidad, que pone en buena luz al mismo tiempo numerosos detalles de la coexistencia del hombre y de la mujer en general. (El mandamiento del amor, tal como está formulado en el Evangelio, es más que la norma personalista: comprende también el principio fundamental del orden sobrenatural, de la relación sobrenatural entre Dios y los hombres. No obstante, la norma personalista entra ciertamente a formar parte de él, constituye el contenido natural del mandamiento del amor, que nosotros estamos en condiciones de aprehenderlo con  nuestra sola razón, sin el recurso a la fe. Añadamos que esta norma es también la condición indispensable al hombre para que pueda comprender y poner en práctica el contenido integral, esencialmente sobrenatural, del mandamiento.)

La poligamia es contraria a las exigencias de la norma personalista, como lo es la disolución de un matrimonio legalmente contraído (divorcio), el cual, las más de las veces, conduce a la poligamia. Si un hombre ha poseído a una mujer en cuanto esposa, gracias al matrimonio legal, y si, al cabo de un cierto tiempo, la deja para unirse con otra, demuestra con eso mismo que su esposa no representaba para él nada más que valores sexuales. Los dos hechos van a la par: considerar a la persona de sexo opuesto como un objeto que no trae consigo sino valores sexuales y ver en el matrimonio, en vez de una institución que debe servir para la unión de dos personas, una institución que no tiene otro objetivo que los valores sexuales.

Aun en los casos en que esta disolución acompañada de la bigamia intervenga algún tiempo después del comienzo del matrimonio, moralmente tiene un efecto retroactivo, actúa más acá y más allá del tiempo. En el caso que examinamos no es solamente en el momento del divorcio o de la bigamia cuando la mujer viene a ser para el hombre ese objeto que no representa nada más que valores sexuales, y el matrimonio pasa a ser una institución que sirve para aprovecharse de ellos, la mujer no ha sido nunca otra cosa para ese hombre ni el matrimonio tampoco. Puesto que él admite el divorcio y la bigamia, para él la mujer estaba en la situación de objeto de placer y el matrimonio no tenía otro significado que el de una institución de goce sexual: es mis todavía, ese hombre no ve, en general, en el matrimonio ningún otro sentido. Evidentemente, lo mismo se puede decir de una mujer que se comportase de una manera parecida con respecto a un hombre.

El hombre, por lo mismo que es un ser capaz de pensar conceptualmente, puede seguir los principios generales. Por consiguiente, la verdadera esencia y el verdadero valor de los hechos anteriores se le muestran a la luz de los hechos posteriores. Así, en el caso que nos in teresa, a la luz de la ruptura (aunque fuese al cabo de muchos años) de un matrimonio legalmente contraído y consumado, ruptura acompañada de bigamia simultánea, aparece que lo que ligaba a este hombre y a esta mujer y pasaba a sus ojos por amor, no era verdadero amor de las personas, no tenía la fuerza de una unión de personas, ni el aspecto objetivo del amor. Lo que les ligaba podía tener una rica sustancia subjetiva y estar fundado en un florecimiento y expansión de su afectividad y de su sensualidad, pero no había madurado suficientemente para poder alcanzar el valor objetivo de una unión de las personas. Y puede incluso ser que su unión jamás haya estado orientada en esa dirección. (Sabemos, en efecto, que el matrimonio ha de madurar sin cesar para que alcance el valor de una unión de personas: por eso es tan importante dirigirlo en este sentido.)

A la luz de estos principios, es decir, de la norma personalista, ha de admitirse que, en el caso en que la vida común de los cónyuges llega a ser imposible por razones realmente graves (especialmente a causa de la infidelidad conyugal) no existe más que una posibilidad de separación: el alejamiento de los esposos sin disolución del matrimonio. Evidentemente, desde el punto d vista de la esencia del matrimonio, que ha de ser una unión duradera del hombre y de la mujer, la separación es también un mal, pero es un mal necesario. Sin embargo, no se opone a la norma personalista: ninguna de las personas (la mujer es la más amenazada) está, en principio, puesta en la situación de objeto de placer. Pero sí que lo estaría, si la persona que ha pertenecido conyugalmente a otra pudiese ser abandonada por ésta en caso de separarse para unirse maritalmente con una tercera. Con todo, si los esposos no hacen por renunciar a las relaciones conyugales y a la comunidad conyugal y familiar, sin unirse por el matrimonio con otras personas, el orden personalista no ha sido vulnerado. La persona no queda relegada al rango de objeto de placer y el matrimonio conserva su carácter de institución al servicio de una unión de personas, y no solamente de sus relaciones sexuales.

Hemos de admitir que, en sus relaciones conyugales. el hombre y la mujer se unen en cuanto personas y que su unión dura mientras estén con vida, es decir, por tanto tiempo cuanto sus almas permanezcan unidas a sus cuerpos (según los tomistas, el alma separada del cuerpo no es una persona). En cambio, no podemos aceptar que su unión no dure más tiempo que el que ellos quieran, porque esto es lo que sería precisamente contrario a la norma personalista, basada en el concepto de la persona en cuanto ser. Desde este punto de vista, el hombre y la mujer que han tenido relaciones conyugales a consecuencia de un matrimonio válidamente contraído, están ligados objetivamente por un vínculo que únicamente la muerte de uno de ellos puede disolver. El hecho de que con el tiempo uno de los cónyuges o ambos a dos cesen de querer esa unión no cambia en nada la cosa, esto no puede en manera alguna anular el otro hecho de que están objetivamente unidos en cuanto marido y mujer. Puede suceder que uno de los esposos o los dos no encuentren ya la base subjetiva de su unión, puede asimismo suceder que un estado subjetivo aparezca en oposición a la unión dicha desde el punto de vista psicológico o psico-fisiológico. Semejante estado justifica su separación de cuerpos, pero no puede anular el hecho de que ellos permanecen objetivamente unidos, precisamente en cuanto esposos. La norma personalista, que está por encima de la voluntad y las decisiones de las personas interesadas, exige que esta unión perdure hasta la muerte. Cualquier otra concepción pone a la persona en la situación de objeto de placer, lo cual equivale a la destrucción del orden objetivo del amor en el que el valor supra-utilitario de la persona se encuentra afirmado.

En cambio, el principio de la estricta monogamia, que se identifica con la indisolubilidad del matrimonio válidamente contraído, preserva ese orden. Es un principio de difícil aplicación, pero indispensable si se quiere que la coexistencia de las personas de sexo opuesto (e indirectamente toda la vida humana, la cual en una gran medida se apoya en esta coexistencia) alcance el nivel de la persona y del amor. Se trata evidentemente del amor-virtud del amor en el sentido integralmente objetivo y no solamente en el sentido psicológico y subjetivo del término. La dificultad que se encuentra en seguir el principio de la monogamia y de indisolubilidad procede de que muchas veces el “amor” no se entiende en la segunda acepción. Entonces ese amor es el vivido y no el verdadero. El principio de la monogamia y de la indisolubilidad del matrimonio implica la integración (cf. el capítulo consagrado al análisis del amor, en particular su tercera parte), sin la cual el amor viene a ser una aventura peligrosamente arriesgada. El hombre y la mujer cuyo amor no ha madurado profundamente ni ha adquirido el carácter de una real unión de personas, no deberían casarse, porque no están preparados para afrontar esa prueba que es el matrimonio. Por otra parte, lo que importa no es tanto que Su amor esté plenamente maduro en el momento de casare, cuanto que sea capaz de florecer y fructificar extendiéndose en el marco del matrimonio y gracias a él.

Es imposible renunciar a ese bien que representa la monogamia y la indisolubilidad y esto no solamente por razones de orden sobrenatural, por razones de fe, sino también por motivos de orden racional y humano. Se trata, en efecto, de la primacía del valor de la persona sobre los valores del sexo, y de la realización del amor en un terreno en el que puede fácilmente encontrarse reemplazado por el principio utilitarista que trae consigo la afirmación de la actitud de goce respecto de la persona. La estricta monogamia es una manifestación del orden personalista.

 

2. El valor de la institución

Las precedentes consideraciones nos permiten comprender con mayor facilidad el valor de la institución del matrimonio. En efecto, no puede éste reducirse a las meras relaciones sexuales de la pareja, es menester ver en él una institución. Cierto que son estas relaciones las que la determinan realmente (de ahí el antiguo adagio latino matrimonium facit copula), sin embargo no constituyen el matrimonio mientras no entren en el encuadramiento de una institución apropiada. La palabra “institución” significa algo “instituido”, “establecido” según el orden de la justicia. Y ya sabemos que este orden concierne a las relaciones interhumanas y sociales (justicia conmutativa, justicia social). Ahora bien, el matrimonio depende de ellas.

Por razones de las que hemos hablado en el capítulo precedente (análisis del pudor), el hecho mismo de las relaciones sexuales del hombre y de la mujer—dos personas—tiene un carácter íntimo. Perteneciendo, como pertenecen, esas personas a la sociedad, deben, por muchas razones, justificar ante ella esas relaciones. Es precisamente la institución del matrimonio lo que constituye esa justificación. No hay que entenderla únicamente en el sentido legislativo, de conformidad con las leyes. “Justificar” significa “hacer justo” y no tiene nada que ver con lo de “justificarse”, invocar las circunstancias atenuantes que disculpan del consentimiento a algo que, en el fondo, es un mal.

Si la necesidad de justificar ante la sociedad las relaciones sexuales del hombre y de la mujer existe, no es solamente a causa de sus consecuencias naturales, sino también teniendo en cuenta las personas mismas que en ellas toman parte y en particular la mujer. La consecuencia natural de las relaciones del hombre y de la mujer es la procreación. El niño es un nuevo miembro de la sociedad que ha de ser adoptado por ella, e incluso, en un nivel lo bastante elevado de la organización social, ha de ser registrado. El nacimiento del niño hace que la unión del hombre y de la mujer, fundada en las relaciones sexuales, venga a ser una familia. Esta es ya. en sí misma una pequeña sociedad de la que depende la existencia de toda grande sociedad: nación, Estado, Iglesia. Se comprende que esta grande sociedad trate de vigilar su porvenir a través de la familia. Esta es la institución elemental que está a la base de la existencia humana. Forma parte de la gran sociedad que va creando incesantemente, pero al mismo tiempo se distingue de ella, posee su propio carácter y sus propios fines. Tanto la inmanencia de la familia en la sociedad como su autonomía y su intangibilidad particulares han de encontrar su reflejo en las leyes. El punto de partida será en esto la Ley de la naturaleza; las leyes escritas serán la expresión objetiva de ese orden que resulta de la naturaleza misma de la familia.

La familia es una institución fundada sobre el matrimonio. No pueden definirse exactamente sus derechos y sus deberes en la vida de una gran sociedad sin haber definido correctamente los derechos y obligaciones que implica el matrimonio. Con todo, ello no significa que se haya de considerar el matrimonio únicamente como medio con relación al fin que es la familia. Aunque de suyo lleva al nacimiento de la familia y no debería contraerse sino con miras a constituirla algún día, el matrimonio mismo no desaparece en la familia. Conserva su carácter particular de institución cuya estructura interna es diferente de la de la familia. Tiene ésta la estructura de una sociedad, en la que el padre y la madre—cada uno a su manera—ejercen la potestad a la que están sometidos los hijos. El matrimonio no tiene aún la estructura de una sociedad, pero posee, en cambio, una estructura interpersonal, es una unión y una comunidad de dos personas.

Este carácter particular del matrimonio no desaparece cuando la comunidad de la pareja se transforma en familia. Por muchas razones, el matrimonio no puede a veces llegar a transformarse en familia, pero el que no llegue no la priva de su carácter esencial. En efecto, la razón de ser interior y esencial del matrimonio no es únicamente la de transformarse en familia, sino sobre todo la de constituir una unión de dos personas, unión durable y basada en el amor.

El matrimonio favorece la existencia del amor—lo hemos dicho en el primer capítulo—, pero se funda en él. Un matrimonio en el que no hay hijos, no por culpa de los esposos, conserva el valor integral de la institución. Cierto que favorece más al amor conservando su existencia, al transformarse en familia. Así es como se ha de entender la idea de aquella aserción: “la procreación es e fin principal del matrimonio”. Pero un matrimonio que no consigue alcanzar ese fin, no pierde nada de su importancia en cuanto institución de carácter interpersonal. Para realizar la procreación, es necesario que este carácter encuentre en ella su expresión más completa, que el amor de los cónyuges sea maduro y creador. Añadamos que si ya lo es en un cierto sentido, la procreación lo hace crecer mucho más.

De modo que el matrimonio es una institución aparte, que tiene una estructura interpersonal distinta. Esta institución se agranda y llega a ser una familia, hasta un cierto punto se le identifica, o, por mejor decirlo, la fa muja da al matrimonio su impronta así como el matrimonio le da la suya, afirmándose gracias a ella y alcanzando su plenitud. Así, por ejemplo, los esposos ancianos que viven rodeados de sus hijos, y de la familia de éstos, hasta de nietecitos, representan en esa familia una “institución”, una unidad y una entidad a la vez, que existe y vive conforme a su carácter interpersonal esencial y según sus propias leyes. Las leyes sobre las que se funda su existencia han de derivarse de los principios de la norma personalista, porque así es como solamente se puede asegurar a la unión de dos personas un carácter verdaderamente personalista. La estructura social de la familia no es buena más que en la medida en que asegura al matrimonio este carácter y en que lo preserva. Por esto una familia basada en la poligamia, aunque sea más numerosa y represente materialmente una sociedad más poderosa (tales, por ejemplo, las familias de los patriarcas del Antiguo Testamento), tiene moralmente menos valor que una familia fundada en el matrimonio monogámico. En la estructura de la segunda, el valor de las personas y el del amor en cuanto unión durable de las personas son mucho más visibles (hecho que, en sí mismo, tiene una gran importancia pedagógica), mientras que en la estructura de una familia fundada en la poligamia, la fecundidad biológica y el desarrollo numérico son elementos más notables que el valor de las personas y el valor personalista del amor.

La importancia de la institución del matrimonio consiste en que justifica el hecho de las relaciones sexuales de una pareja determinada en el conjunto de la vida socia], lo cual importa no sólo a causa de las consecuencias —ya hemos hablado de ello más arriba—sino en consideración de las personas mismas que tienen parte en ellas. De esta justificación dependerá asimismo la apreciación moral de su amor. En efecto, aun cuando sus relaciones sexuales, según por donde se las considere, puedan permanecer secretas (¿no exigen la más estricta intimidad?), exigen bajo otro punto de vista, estar situadas y como clasificadas con relación a los demás hombres, con relación a la sociedad en su doble sentido de allegados familiares y consociados. Y tal vez en nada como en esto, que tiene lugar entre dos personas y constituye una función de su amor, aparece tan claramente que el hombre es un ser social. Importa, pues, que este amor, que, psicológicamente, justifica y legaliza de alguna manera sus relaciones, adquiera además derecho de ciudadanía entre los hombres.

Aun cuando de momento no lo piense, el hombre y la mujer se verán obligados a caer en la cuenta con el tiempo de que, al carecer de este derecho, su amor carece de un elemento esencial. Sentirán íntimamente que su amor tendría que madurar lo bastante para que se pueda manifestar a la sociedad. Hay, por consiguiente, de una parte, la necesidad de ocultar las relaciones sexuales que se siguen del amor, y, de otra, la de verlo reconocido en cuanto unión de las personas, por la sociedad. El amor necesita este reconocimiento, sin él no está completo. La diferencia de significaciones atribuidas a palabras como “querida”, “concubina”, “amante”, etc., y a las de “esposa” o de “novia” no es de ninguna manera una mera convencionalidad (de parte del hombre las cosas se presentan paralelamente). Sería menester, por lo tanto, decir más bien que el hecho de querer borrar esta diferencia de significación es lo que es convencional, mientras que la diferencia misma es primitiva, natural y fundamental. (Hacemos aquí abstracción de todo elemento de indignación farisaica.) Tomemos, por ejemplo, la palabra francesa “maîtresse” (por no aducir otras palabras castellanas), la cual, en sentido estricto, indica que la actitud de un hombre respecto de una mujer consiste en utilizarla en as relaciones sexuales como un objeto, mientras que las palabras como “esposa” o “novia” designan un co-sujeto del amor, que tiene su pleno valor de persona, y, por eso mismo, un valor social.

Sin duda éste es el significado que posee la institución del matrimonio. En una sociedad que reconoce los sanos principios morales y que los sigue (sin fariseísmo ni pudibundez), esta institución es necesaria para probar la madurez de la unión del hombre y de la mujer, para aportar la prueba de la perennidad de su amor. En este sentido, la institución del matrimonio es indispensable no solamente por consideración a los “demás” hombres que constituyen la sociedad, sino también—y sobre todo— a las personas que liga. Incluso en caso de que no hubiese otra gente en torno, la institución del matrimonio les sería necesaria (o quizá una forma de celebración, dicho de otra manera, un rito que determine su creación por ambas artes interesadas). Aunque la institución pudiese nacer por la vía de hechos entre los cuales las relaciones sexuales serían decisivos, no por eso dejaría de diferir esencialmente. Las relaciones sexuales del hombre y de la mujer exigen la institución del matrimonio ante todo en cuanto justificación en la conciencia de los contrayentes.

La palabra latina matrimonium pone el acento en el “estado de madre”, como si quisiese subrayar la responsabilidad de la maternidad que carga sobre la mujer que vive conyugalmente con un hombre. Su análisis ayuda a ver mejor que las relaciones sexuales fuera del matrimonio ponen ipso facto a la persona en la situación de objeto de placer. ¿Cuál de las dos es ese objeto? No se excluye que pueda serlo el hombre, pero la mujer lo es siempre. Puede llegarse fácilmente a esta conclusión (por vía de contraste) analizando la palabra matrimonium (del latín “matris-munia”—”deberes de la madre”). Las relaciones sexuales extramatrimoniales causan siempre, objetivamente, un perjuicio, a la mujer, incluso cuando ella consiente, hasta cuando las desea.

Por esta razón, el “adulterio”, en la más amplia acepción del término, es un mal moral. En este sentido, por lo demás, se emplea esta palabra en la Sagrada Escritura, en el Decálogo y en el Evangelio. Significa no solamente las relaciones sexuales con la esposa de otro, sino también las de un hombre con cualquier mujer que no es su esposa, esté o no esté ella casada. Desde el punto de vista de la mujer, se trata de relaciones con cualquier hombre que no es su marido. Tal como lo ha demostrado el análisis de la castidad a que hemos procedido en el tercer capítulo, algunos elementos del adulterio así concebido se encuentran también comprendidos en los actos interiores, por ejemplo, en la concupiscencia (cf. la frase Mt 5, 28, citada repetidamente). Es evidente que el adulterio tiene lugar a fortiori cuando esos actos se refieren a la mujer o al hombre de otra persona; su mal moral es entonces tanto más grave cuanto que se ha vulnerado el orden de la justicia, porque se ha violado el límite entre lo mío y lo tuyo. Sucede esto no sólo cuando uno se apropia lo que pertenece a otro, sino también cuando toma uno lo que no es suyo. La institución del matrimonio es la que, dado el caso, determina la “propiedad”, la recíproca pertenencia de las personas. Añadamos que—como lo hemos demostrado más arriba— esta institución no tiene pleno valor más que con la doble condición de monogamia e indisolubilidad.

Todo cuanto hemos dicho para demostrar el mal moral del adulterio nos lleva a constatar que todas las relaciones sexuales extramatrimoniales son moralmente malas, luego también las pre-conyugales lo mismo que las extra-conyugales. Mucho peor es desde el punto de vista moral el principio del “amor libre”, porque implica el rechazar la institución del matrimonio o la limitación de su papel en la coexistencia del hombre y de la mujer, papel que se considera como fortuito y poco importante. El análisis que precede ha demostrado que, todo lo contrario, es esencial e indispensable. En las relaciones sexuales, sin la institución del matrimonio, la persona viene a ser reducida a la categoría de objeto de placer, lo que se encuentra en los antípodas de las exigencias de la norma personalista sin la cual no cabe imaginar una coexistencia de las personas que sea a la medida de su valor. El matrimonio, en cuanto institución, es indispensable para justificar el hecho de las relaciones sexuales del hombre y de la mujer sobre todo a sus propios ojos, y al mismo tiempo a los ojos de la sociedad. Una vez empleada la palabra “justificar”, se hace evidente que la institución del matrimonio se deduce del orden objetivo de la justicia.

Hay, además, la necesidad de justificar las relaciones del hombre y de la mujer ante Dios Creador. Viene esto exigido asimismo por el orden objetivo de la justicia. Más todavía, un análisis profundizado nos conduce a la convicción de que el hecho de justificar ante el Creador las relaciones conyugales es la base de toda justificación, tanto en el interior de la pareja, como al exterior, ante la sociedad. Cierto que sólo un creyente que reconoce la existencia de Dios Creador y que comprende que todos los seres de nuestro universo, y entre ellos las personas humanas, son Sus creaturas, es capaz de proceder a semejante análisis y de aceptar las conclusiones que implica. El concepto “creatura” contiene la idea de una dependencia particular del ser con respecto al Creador, a saber, la dependencia de la existencia (ser creado = depender en la existencia). En esta dependencia se funda el derecho particular de propiedad que el Creador tiene sobre todas las creaturas (dominium altum). Tiene la propiedad absoluta de cada una de ellas. Porque todo ser, corno existe gracias a la existencia de Dios, puede decirse en un cierto sentido que “todo le pertenece”. En efecto, lo que la creatura “crea” en sí misma, presupone la existencia recibida: la actividad de las creaturas no desarrolla SinO los dones antecedentes contenidos en su existencia.

El hombre difiere de todas las otras creaturas del mundo visible por su capacidad de comprensión debida a la razón. Ella es al mismo tiempo la base de la personalidad, ella condiciona la interioridad y la espiritualidad del ser y de la vida de la persona. Gracias a la razón, el hombre comprende que pertenece a la vez a sí mismo y, en cuanto creatura, a su Creador, y este derecho de propiedad de Dios sobre él penetra en su vida. Este estado de conciencia no puede menos de nacer en un hombre cuya razón está iluminada por la fe. Ella le enseña juntamente que todo hombre está en la misma situación: surge así una nueva necesidad de justificar las relaciones sexuales mediante la institución del matrimonio. En efecto, el hombre y la mujer vienen a ser en cierta manera propiedad el uno del otro. De ahí, por una parte, la necesidad de justificarlo entre ellos, y, por otra, delante del Creador. Cierto que los creyentes son los únicos que lo comprenden. Porque “creyente” significa no tanto “capaz de estados religiosos” cuanto (contrariamente a lo que suele pensarse muchas veces) “hombre justo para con Dios Creador”.

Henos ya preparados para comprender el carácter sacramental del matrimonio. Según la doctrina de la Iglesia, el matrimonio es un sacramento desde el origen, es decir, después de la creación de la primera pareja humana. “El sacramento de la naturaleza” ha sido más tarde confirmado en el Evangelio mediante la institución o, por mejor decir, mediante la revelación, del “sacramento de la Gracia”. La palabra latina sacramentum significa “misterio”, es decir, “desconocido”, parcialmente invisible, que rebasa la experiencia sensible inmediata. Ahora bien, tanto el derecho de propiedad que toda persona detenta para consigo misma, como, a fortiori, el dominium altum que Dios posee sobre toda persona, se encuentran fuera de la experiencia accesible a la sola razón. Pero, sise acepta ese derecho supremo de propiedad—y todo creyente lo acepta— es menester que el matrimonio esté desde luego justificado a los ojos del Creador, es preciso que obtenga su aprobación. No basta que el hombre y la mujer se den mutuamente en el matrimonio. Puesto que cada uno de ellos es al mismo tiempo propiedad del Creador, es indispensable que El también los dé uno al otro, o, más exactamente, que apruebe su don de sí recíproco consentido en el marco de la institución del matrimonio.

Esta aprobación del Creador no pertenece al dominio del conocimiento sensible, no puede ser nada más que “comprendida” a partir de la aprehensión del orden natural. El matrimonio en cuanto sacramento de la naturaleza es ya la institución matrimonial fundada sobre una cierta comprensión de los derechos que el Creador tiene sobre las personas. El matrimonio en cuanto sacramento de la Gracia supone la plena comprensión de ese derecho. Pero el Sacramento del matrimonio está además basado sobre la certeza—aportada por el Evangelio—de que la justificación del hombre ante Dios se realiza esencialmente por la Gracia. El hombre la obtiene por los sacramentos que la Iglesia confiere, dotada para este fin por Cristo de un poder sobrenatural. Por esta razón, e Sacramento del matrimonio satisface cumplidamente a la necesidad de justificar las relaciones conyugales ante Dios Creador y ha sido instituido en el mismo momento en que fue definitivamente revelado el orden sobrenatural.

 

3. Procreación, paternidad y maternidad

El valor de la institución del matrimonio consiste en que ella justifica el hecho de las relaciones sexuales del hombre y de la mujer. Este hecho no es un acto aislado, sino una serie de actos. Por esto el matrimonio humano es un estado (estado conyugal), dicho de otra manera, una institución durable que crea el marco de la coexistencia del hombre y de la mujer para toda su vida. El marco está repleto de actos múltiples relacionados con las más variadas cuestiones: económica, cultural, religiosa. Todo ello junto crea una vida común rica y, en lo posible, polivalente, desde luego la de la pareja, después la de la familia de la cual es la fuente. Cada una tiene su propia Importancia y determinan en cierto modo el completo desarrollo del amor de las personas en el matrimonio. Los actos sexuales tienen una significación específica, porque condicionan de una manera particular el desarrollo del amor entre el hombre y la mujer. Tal como lo hemos constatado, la institución del matrimonio justifica las relaciones sexuales. Lo hace en la medida en que crea un cuadro objetivo en el que una unión duradera de las personas puede realizarse (a condición evidentemente de ser monogámica e indisoluble).

Pero la realización de esta unión de las personas en cada acto de las relaciones conyugales constituye un problema moral aparte, el problema interno de todo matrimonio. Cada uno de estos actos ha de poseer su justicia interna, porque no puede haber unión en el matrimonio, si la justicia está ausente. Un problema particular—esencial desde el punto de vista de la moral y de la cultura de las personas—es el que se pone, por lo tanto: el de la conformidad de las relaciones conyugales con las exigencias objetivas de la norma personalista. Su aplicación tiene aquí una gran importancia, pero es, al mismo tiempo —no conviene pasarlo en silencio—, particularmente difícil. Porque muchos factores internos y muchas circunstancias exteriores que acompañan al acto de amor recíproco de las personas facilitan su reducción al de mero deleite. En ello más que en otra cosa el hombre es responsable del amor. Añadamos que esta responsabilidad está completada con la de la vida y de la salud de la persona. Este conjunto de bienes fundamentales determina el valor moral de cada acto de las relaciones conyugales. Se puede, por tanto, apreciar este valor partiendo de cada uno de estos bienes tomado separadamente y de la responsabilidad del hombre por cada uno de ellos. En la presente obra, conforme a sus presupuestos y a la línea general de nuestras consideraciones, tomaremos como punto de partida los bienes que representan la persona y el amor auténtico. Parece, efectivamente, que son los fundamentales y que condicionan la actitud correcta para con los otros.

El hombre y la mujer que, en cuanto esposos, se unen en las relaciones sexuales, entran por eso mismo en el encuadre de este orden que justamente se llama “orden de la naturaleza”. Hemos dicho en el primer capítulo que no se ha de asimilar el orden de la naturaleza con el orden biológico. En efecto, el orden natural es sobre todo el orden de la existencia y del devenir, puesto que lo es de la procreación. Al constatar que el orden de la naturaleza tiende a la procreación mediante las relaciones sexuales, damos a la palabra “procreación” su acepción más amplia. La procreación sigue siendo el fin natural de las relaciones conyugales, aunque el acto sexual realizado en momentos de infecundidad natural de la mujer no pueda conseguirlo. Considerada objetivamente, la vida conyugal no es una simple unión de personas, sino una unión de personas en relación con la procreación. Este término viene aquí mejor que el de reproducción, que tiene un significado más bien biológico. Porque en el mundo de las personas, no se trata solamente del comienzo de una vida en el sentido puramente biológico, sino del comienzo de la existencia de un ser humano. Así que es más exacto llamarla “procreación”.

En las relaciones conyugales del hombre y de la mujer dos órdenes se entrecruzan: el de la naturaleza, cuyo fin es la reproducción, y el orden de personas que se expresa en el amor y tiende a su más completa realización. No pueden separarse esos dos órdenes, porque el uno depende del otro; la actitud respecto de la procreación es la condición para la realización del amor. En el mundo animal, no hay más que la reproducción, que se realiza mediante el instinto. No hay personas, luego tampoco norma personalista que es la que pone el principio del amor. En el mundo de las personas, en cambio, el instinto no es lo determinante y la tendencia sexual que crea las condiciones de fecundidad y suministra “materia” al amor, atraviesa, por así decirlo, la puerta de la conciencia y de la voluntad. Para realizarse a un nivel realmente humano y personal, la procreación no puede prescindir del amor. Uno y otra están fundados en la elección consciente de las personas. Al casarse y decidirse a ciencia y conciencia a tener relaciones sexuales, el hombre y la mujer eligen, de manera innegable aunque general, la procreación (la cual, con todo, no es subjetivamente más que probable porque depende de la ausencia natural de una infecundidad que escapa siempre a su conocimiento). De este modo se declaran dispuestos a participar—-si les es concedido— en la creación según la significación propia de la palabra “procreación”. Por esto mismo—es por otra parte la única manera de conseguirlo—dan a sus relaciones sexuales un carácter verdaderamente personalista.

Aquí es donde entra el problema de la paternidad y de la maternidad. La naturaleza tiende únicamente a la reproducción (añadamos que “naturaleza” proviene del latín nasci, “nacer”, de donde “naturaleza”—lo que es determinado por el mismo hecho del nacimiento). La reproducción depende de la fecundidad biológica gracias a la cual los individuos adultos de una especie dan nacimiento a su progenie, es decir, a nuevos individuos de la misma especie. Las cosas suceden de manera análoga en el hombre, pero, como éste es una persona, el hecho simple y natural de llegar a ser padre o madre tiene aquí una significación más profunda, no sólo biológica, sino personalista. Encuentra—y la ha de encontrar—una profunda resonancia en la interioridad de la persona, y el contenido de los conceptos de “paternidad” y “maternidad” es lo que la expresa. En efecto, la paternidad y la maternidad humanas implican todo el proceso consciente de la elección voluntaria ligado al matrimonio y en particular a las relaciones conyugales de las personas. Y, puesto que éstas son—y deben ser—una realización del amor, realización al nivel de las personas, la paternidad y la maternidad tienen su sitio dentro de los límites del amor. Las relaciones sexuales del hombre y de la mujer en el matrimonio no tienen el pleno valor de una unión de personas más que cuando suponen una aceptación de la posibilidad de la procreación. Tal resulta de la síntesis de estos dos órdenes: de la naturaleza y de la persona. En sus relaciones conyugales, el hombre y la mujer no se hallan en una relación limitada a ellos solos: por fuerza de las cosas, su relación engloba a la nueva persona que, gracias a su unión, puede ser (pro-) creada.

Conviene subrayar aquí muy particularmente la expresión “puede ser”, porque indica el carácter virtual de esta nueva relación. Las relaciones conyugales de dos personas pueden dar la vida a una nueva persona. Por tanto, cuando el hombre y la mujer se casan, su consentimiento ha de ir acompañado de este estado de conciencia y de voluntad: “yo puedo ser padre” y “yo puedo ser madre”. Sin ello, sus relaciones conyugales ulteriores -no estarían interiormente justificadas, serían injustas. El amor conyugal recíproco exige la unión de las personas. Pero ésta o se identifica con la unión en el acto carnal. Este no alcanza el nivel personal más que en el momento en que, en la conciencia y en la voluntad de los sujetos, está acompañado de ese estado general creado en el momento de contraer el matrimonio y que ha de perdurar todo el tiempo en que las relaciones conyugales son posibles: “yo puedo ser padre”, “yo puedo ser madre”. Semejante actitud es tan importante y decisiva que, sin ella, el orden de las personas en las relaciones conyugales no puede realizarse. Cuando falta[6], no queda en lugar de la verdadera unión de las personas nada más que un acoplamiento carente del pleno valor personalista. Sacadas las conclusiones obligadas, habría que decir que este acoplamiento se funda únicamente en los valores del sexo y no en la afirmación de la persona, porque no se la puede disociar del estado de conciencia y de voluntad: “yo puedo ser padre”, “yo puedo ser madre”.

Cuando falta esta actitud, las relaciones sexuales, ya no encuentran justificación plenamente objetiva a los ojos de los esposos (y mucho menos a los ojos de terceros que analizasen teóricamente semejante situación). Si se excluye de las relaciones conyugales radical y totalmente el elemento potencial de paternidad y de maternidad, se transforma con eso la relación recíproca de las personas. La unión en el amor insensiblemente pasa a ser un placer común, o, por así decirlo, el de los dos copartícipes. Este cambio es inevitable, pero puede tomar muy diversas formas, que trataremos de analizar seguidamente en este capítulo, porque éste problema requiere un profundo análisis. Ante todo es de notar aquí que esta transformación de la recíproca relación de las personas que se realiza en el momento en que éstas excluyen por completo de sus relaciones conyugales la posibilidad de la paternidad o de la maternidad, hace su actitud incompatible con las exigencias de la norma personalista. Cuando el hombre y la mujer rechazan absolutamente esta idea “yo puedo ser padre”, “yo puedo ser madre”, o cuando excluyen artificialmente la paternidad o la maternidad (lo cual hasta cierto punto viene a ser lo mismo), corren el peligro de limitar sus relaciones—objetivamente—al goce cuyo objeto sería la persona.

Formulada así, esta afirmación puede suscitar un reflejo de oposición tanto desde el punto de vista teórico como del práctico. Por esto conviene ahora recordar el objeto de nuestras consideraciones, en particular las del primer capítulo. La actitud conforme con la moral de la persona respecto de la tendencia sexual consiste, por una parte, en utilizarla de acuerdo con su finalidad natural, y, por otra, en oponerse en la medida en que le sería posible impedir la realización de una verdadera unión de personas y, por consiguiente, la accesión a ese nivel de amor en el que afirman recíprocamente sus valores. Las relaciones sexuales (conyugales) poseen un carácter y constituyen esa unión en la medida solamente en que contienen la disposición general a la procreación. Ello se deduce de una actitud consciente respecto de la tendencia: dominarla es precisamente aceptar su finalidad en las relaciones conyugales. Podría decirse que adoptar semejante actitud equivale á subordinar el hombre a la naturaleza, cuando en tan numerosos terrenos la vence y la domina. No es más que un argumento especioso, porque el hombre no domina la naturaleza más que conformándose con su dinamismo inmanente. No se vence la naturaleza violando sus leyes. No se deja dominar más que gracias a un conocimiento profundo de su finalidad y de las leyes que la gobiernan. El hombre se sirve de la naturaleza utilizando cada vez mejor sus posibilidades latentes.

No parece difícil aplicar estas constataciones al problema que nos interesa. Volveremos a ello en la segunda parte del presente capítulo. En el terreno de la tendencia sexual tampoco puede el hombre vencer la naturaleza violando sus leyes, sino solamente conformándose a su finalidad inmanente y poniendo en provecho sus posibilidades gracias a su conocimiento de las leyes que la rigen. Pasemos ahora al amor. Ya que las relaciones sexuales se fundan en la tendencia y entrañan el comportamiento de la persona, la actitud para con ella está indirectamente determinada, cuanto a su valor moral, por la manera- como la tendencia se ha puesto en esas relaciones En el orden del amor, el hombre no puede permanecer fiel a la persona más que en la medida en que permanece fiel a la naturaleza. Violando las leyes de la naturaleza, “viola” también la persona convirtiéndola en objeto de placer en vez de hacerla un objeto de amor. La disposición a la procreación en las relaciones conyugales protege al amor, es la condición indispensable de una unión verdadera de las personas. Esta puede realizarse en el amor aparte de las relaciones sexuales. Pero cuando se realiza mediante ellas, su valor personalista no puede asegurarse más que por la disposición a la procreación. Gracias a ésta, las personas actúan conforme a la lógica interna del amor, respetan su dinamismo inmanente y se abren ellas mismas a un nuevo bien, en este caso a la expresión de la fuerza creadora del amor. La disposición a la procreación sirve para doblegar el egoísmo recíproco (o el de una de las personas al que la otra consiente) el cual disimula siempre la utilización de la persona.

Como lo estamos viendo, todo el equilibrio reposa aquí en el principio de un lazo estrecho que vincula el orden de la naturaleza, la persona y el desarrollo de la personalidad. Ha de convenirse en que el hombre tiene dificultad en comprender y en reconocer el orden de la naturaleza como un “valor abstracto” (le confunde en general con el “orden biológico” y de esta manera lo destruye, como lo hemos hecho notar en el primer capítulo). Es mucho más fácil de comprender la fuerza del orden de la naturaleza, constitutivo de la moral, partiendo también del desarrollo de la personalidad humana, si se ve en ella la autoridad de la persona del Creador. Por esto hemos titulado este capítulo “Justicia para con el Creador”. Analizaremos más adelante la noción misma de justicia para con Dios.

El problema es, sin embargo, difícil de resolver, porque el amor se subjetiviza fácilmente con ocasión de las relaciones sexuales, y de modo general, con ocasión de las relaciones entre personas de sexo opuesto, y se confunde, así, con los estados eróticos. El hombre concluye entonces: no hay amor sin erotismo. Su razonamiento no es enteramente falso, es sencillamente incompleto. Considerando el conjunto del problema habría que decir: no hay amor sin afirmación recíproca del valor de las personas, porque sobre ella está fundado el amor. Los estados eróticos no sirven a dicha afirmación, por lo tanto no sirven para el amor más que en la medida en que no son contrarios a ese valor. Por lo cual no se puede decir que el erotismo contribuye verdaderamente a la unión del hombre y de la mujer. Los estados eróticos que se oponen objetivamente al valor de la persona ciertamente no sirven para el amor. Ahora bien, las relaciones sexuales cuya disponibilidad para la procreación fuese enteramente excluida serían contrarias al valor de la persona. En efecto, éste está preservado, por un lado, por la acción plenamente consciente y conforme a la finalidad objetiva del mundo (“orden de la naturaleza”), y por otro, por la protección de la persona contra todo placer del que pudiese ella ser objeto. Porque hay una contradicción fundamental entre “amar” y “utilizar” una persona. Volvamos al análisis del pudor y al fenómeno (ley) de absorción de la vergüenza sexual por el amor. En las relaciones conyugales, lo mismo el pudor que el proceso de su absorción normal por el amor se reducen a ese estado general de conciencia y de voluntad del que hemos tratado y en el que se admite la posibilidad de la procreación.. Fuera de él, las relaciones sexuales son impúdicas[7]. El hecho de que tengan lugar en el marco de un matrimonio legal raras veces puede borrar en la conciencia de los esposos el sentimiento de su impudicicia. Verdad que este sentimiento no se manifiesta de la misma manera por todo el mundo. Como que a las veces parece que se sus- cita más fácilmente en las mujeres que en los hombres. Pero se ha de subrayar, por otra parte, que este pudor conyugal (que constituye la base de la castidad conyugal) encuentra una fuerte resistencia en la conciencia tanto de la mujer como del hombre, resistencia que tiene su origen las más de las veces en el temor que los cónyuges experimentan ante la paternidad y la maternidad. El hombre y la mujer tienen a veces miedo del hijo, que es no solamente una alegría, sino también—lo que no puede negarse—una carga. Y cuando este temor es exagerado, paraliza al amor. Por lo pronto, contribuye a sofocar la reacción de pudor que se manifiesta cuando las relaciones conyugales de las que los esposos entera y positivamente, es decir, artificialmente, han excluido la posibilidad de procreación. Hay una solución normal y digna de las personas: la continencia periódica. Pero exige un dominio suficiente de los estados eróticos. Supone también una profunda cultura de la persona y del amor. La auténtica continencia conyugal nace a partir del pudor que reacciona negativamente ante toda manifestación de utilización de la persona, e inversamente, aparece el pudor allí donde existe una continencia auténtica, una cultura de la persona y del amor.

Es una reacción natural, componente elemental de la moral natural. La Autobiografía de Gandhi lo atestigua: “A mi juicio, afirmar que el acto sexual es un acto instintivo como el sueño o la satisfacción del hambre es un colmo de ignorancia. La existencia del mundo depende del acto de procreación, y, como el mundo es un dominio que Dios gobierna y que constituye un reflejo de su poder, es imprescindible que el acto de procreación esté sometido a un control que tenga por finalidad la continuación de la vida sobre la tierra. El hombre que lo habrá comprendido, procurará, cueste lo que cueste, dominar sus sentidos, se armará con el saber indispensable para el completo desarrollo moral y físico de su progenitura y transmitirá los frutos de ese saber a la posteridad para su provecho.” Gandhi confiesa haber por dos veces cedido a la propaganda de los contraconceptivos. Pero llegó por fin a esta conclusión: “... es necesario que se actúe mediante impulsos interiores, dominándose a sí mismo...” Añadamos que la práctica virtuosa de la continencia periódica (volveremos sobre esto) es la única so lució digna de las personas que se puede dar al problema del control de natalidad. Al buscar su solución, no puede dejarse de tener en cuenta el hecho esencial, de que el hombre y la mujer son personas.

En el conjunto de las consideraciones sobre la procreación, la paternidad y la maternidad, dos nociones exigen un análisis detallado: las de “procreación posible” y de “exclusión artificial de la procreación”. Están tan estrechamente ligadas que no puede comprenderse la segunda sin la primera.

1. Al hablar de la rectitud moral de las relaciones sexuales en el matrimonio, subrayamos siempre que depende de que el hombre y la mujer admitan a sabiendas, aunque no sea si no de una manera general, la posibilidad de la procreación y que sin esto esas relaciones pierden su valor de unión de personas en el amor y vienen a parar en un mutuo goce sexual. Las relaciones sexuales del hombre y de la mujer crean, en ciertos momentos, la posibilidad de la concepción biológica y de la procreación que son, por su parte, su consecuencia normal. Pero esta consecuencia no es inevitable. Depende de un conjunto de circunstancias que el hombre puede conocer y con el cual puede conformar su conducta. No hay ninguna razón para sostener que cada acto sexual ha de tender obligatoriamente a la fecundación, corno sería falso afirmar que ésta resulta de todo acto sexual. Pero la formulación de las leyes biológicas, por científica que sea, se funda siempre en una inducción incompleta y no excluye una cierta dosis de imprevisto, en el terreno sexual como en cualquier otro. No se puede, por tanto, exigir de los esposos que deseen positivamente la procreación en cada acto de sus relaciones conyugales. Pero sí que se les puede pedir la aceptación de la concepción imprevista. Sería exagerado afirmar: las relaciones conyugales no son admisibles ni justas más que con la condición de que los esposos las lleven a cabo con miras a la procreación. Semejante actitud sería contraria al orden de la naturaleza que se manifiesta precisamente en lo que hay de fortuito en la relación entre el acto sexual y la procreación. Evidentemente, no es justo querer dominar el elemento imprevisto y conocer con la máxima exactitud la relación entre el acto y la posibilidad de concepción: es precisamente esto lo que permite la paternidad y la maternidad plenamente conscientes. Pero es justo también esperar de los esposos la disposición general para la procreación, que traduce la siguiente fórmula: “Tenemos razones moralmente válidas para no desear tener hijos en estos momentos, y no los deseamos por ahora, pero si nuestro acto sexual, con todo, los trae, los aceptamos de antemano.”

Volviendo todavía a esta opinión mencionada más arriba de que las relaciones conyugales no son admisibles ni justas más que en la medida en que han de terminar en la procreación, notemos que semejante actitud puede ocultar cierto utilitarismo (la persona, medio que sirve para obtener un fin, cf. capítulo primero) y estar en desacuerdo con la norma personalista. Las relaciones conyugales tienen su origen, y es preciso que lo tengan, en el amor conyugal recíproco, en el don de sí mismo que el uno hace al otro. Son necesarias para el amor y no solamente para la procreación. El matrimonio es una institución de amor y no solamente de reproducción. En sí mismas, las relaciones conyugales consisten en una relación inter-personal, son un acto de amor esponsal y por esta razón la intención y la atención de cada esposo han de estar encaradas hacia la persona del otro, hacia su verdadero bien. No se las puede concentrar sobre la consecuencia posible del acto, sobre todo si para ello se las hubiera de desviar de la persona del cónyuge. Cierto que no se trata de adoptar siempre la actitud: “realizamos este acto para ser padres”. Basta con que se digan: “Realizando este acto sabemos que podemos ser padre y madre y estamos dispuestos a ello.” Este estado de conciencia basta para estar de acuerdo con el verdadero amor. El hecho de llegar a ser padre y madre puede realizarse con ocasión de un acto conyugal, que, al ser en sí mismo un acto de amor que une a las dos personas, no ha de ser necesariamente considerado por ellas como un medio consciente y querido de procreación. Sin embargo, ya que la ciencia permite determinar con gran precisión y probabilidad (por no decir certidumbre, la cual, si no existe aún hoy en día, existirá tal vez mañana) los períodos de fecundidad y de esterilidad, los esposos deberían aprovecharse de ello no principalmente para limitar razonablemente su número de hijos, sino también y sólo para elegir para la procreación los momentos, en todo, más favorables.

2. Pero, si el hecho de poner demasiado el acento en la intención de procrear parece estar algunas veces en desacuerdo con el carácter normal de las relaciones conyugales, el de excluir de ellas positivamente la procreación (o, más exactamente, la posibilidad de procreación) lo está mucho más. El primero se explica fácilmente en los esposos que durante largo tiempo no han tenido hijos; no hay, en ese caso, una alteración del acto de amor, al contrario, probaría más bien el lazo natural existente entre el amor y la procreación. Pero el hecho de excluir totalmente o artificialmente la posibilidad de concepción priva a las relaciones conyugales de este elemento de procreación potencial que las justifica, sobre todo a los ojos de los mismos esposos, y que les permite considerarlas como púdicas y castas. Cuando el hombre o la mujer, que tienen relaciones conyugales, excluyen de manera absoluta[8] o artificial la posibilidad de la paternidad o de la maternidad, la intención de cada uno de ellos se desvía por eso mismo de la persona y se concentra en el mero goce: “la persona co-creadora del amor” desaparece, no queda más que “el copartícipe del acto erótico”. Ahí reside lo más incompatible con la buena orientación del acto de amor. La atención y la intención han de estar dirigidas hacia la persona, la voluntad concentrada sobre su bien, el sentimiento fundamentado en la afirmación de su verdadero valor. Excluyendo positivamente de sus relaciones la posibilidad de procreación, el hombre y la mujer las hacen inevitablemente deslizarse hacia el mero goce sexual. Este es el contenido del acto, cuando debería serlo el amor. Sin embargo, el placer (en la segunda acepción del término) no debería ser más que acompañante del amor conyugal.

Examinemos más de cerca la exclusión de la procreación con ayuda de medios artificiales. El hombre, ser inteligente, puede dirigir las relaciones conyugales de manera que evite toda procreación. Puede hacerlo acomodándose a los períodos de fecundidad de la mujer, es decir, teniendo dichas relaciones durante los períodos de esterilidad e interrumpiéndolos durante los de fecundidad. La procreación es excluida entonces por vía natural. Ni el hombre ni la mujer emplean ningún procedimiento ni ningún medio artificial para evitar la concepción. No hacen más que conformarse con las reglas de la naturaleza, al orden que en ella reina: la fecundidad periódica de la mujer es uno de los elementos de ese orden. La procreación se hace, por naturaleza, posible durante el período de fecundidad, es imposible por naturaleza durante el período de esterilidad. Es totalmente distinto cuando el hombre, obrando contra el orden y las reglas de la naturaleza, excluye artificialmente (llamamos a esta práctica “exclusión positiva”) la procreación. Así es cuando los esposos (o uno de los dos con el consentimiento del otro emplean procedimientos o medios artificiales, con el fin de hacer imposible la procreación. Al ser los medios artificiales, esta vía se opone al carácter natural de las relaciones conyugales: no se puede esto decir de la otra vía, o sea, de aquella en la que se evita la procreación acomodándose a los períodos de esterilidad y de fecundidad, y que es radicalmente conforme a la naturaleza. Esta práctica, ¿no constituye, a pesar de todo, un caso de exclusión positiva análoga al que venimos de calificar como moralmente malo? Para responder a esta cuestión, hay que examinar a fondo el problema de la continencia periódica en su aspecto moral. Lo veremos en el párrafo siguiente.

Resulta de lo que precede que la biología y la moral de la procreación están estrechamente ligadas en la vida conyugal. Las relaciones sexuales de los esposos comprenden la posibilidad de la procreación, por lo cual exige el amor que la posibilidad de la paternidad y de la maternidad no sea total o artificialmente excluida del acto sexual. Semejante eliminación de la procreación es contraria no solamente al orden de la naturaleza, sino también al mismo amor, a la unión del hombre y de la mujer en cuanto personas, porque reduce el contenido del acto conyugal al mero placer. Subrayemos que es solamente la eliminación total o artificial la que tiene tales consecuencias. Mientras tanto que el hombre y la mujer no eliminen la procreación por procedimientos o medios artificiales y mientras tanto que conserven en su conciencia y en su voluntad la aceptación general de la paternidad (“yo puedo ser padre”) y de la maternidad (“yo puedo ser madre”), su actitud es recta. Basta que estén dispuestos a aceptar el hecho de la concepción, aun cuando en el caso dado no la deseen. En efecto, no es necesario que deseen la procreación. Pueden, por razones sólidas, escoger para sus relaciones sexuales los períodos estériles si guardan la posición general de la procreación, de la qué hemos hablado: “yo puedo” significa “yo cuento con el hecho de que yo puedo, a pesar de todo, ser padre (o madre) y estoy dispuesto (a) a aceptar la concepción, si tiene lugar”. Esta actitud interior justifica las relaciones sexuales del hombre y de la mujer en el matrimonio (justifica, es decir, hace justas) ante ellas mismas y ante el Creador. La verdadera grandeza de la persona aparece en el hecho de que tenga necesidad de tan profunda justificación. No puede ser de otra manera. El hombre ha de aceptar su grandeza. Y precisamente cuando participa del orden de la naturaleza y se sumerge, por así decirlo, en sus impetuosos procesos, es cuando no ha de olvidar su naturaleza de persona. Para él, el mero instinto no resuelve ningún problema, todo en él está referido a su interioridad, a su razón y a su sentido de responsabilidades, todo, y particularmente ese amor que es la fuente del humano devenir. Su responsabilidad por el amor—que es lo que atrae particularmente nuestra atención—es inseparable de su responsabilidad por la procreación. Por esto no se puede disociar el amor de la procreación más allá de un cierto límite natural y racional. Estar dispuesto a ser padre o madre es, en la medida que se indicó arriba, la condición indispensable del amor. Y puesto que no se trata más que de procedimientos naturales y racionales, ha de decirse que en principio el amor y la procreación son indisociables.

 

4. La continencia periódica, método e interpretación

De nuestras consideraciones precedentes resulta que las relaciones sexuales entre el hombre y la mujer en el matrimonio no tienen el valor del amor, es decir, de una unión de personas, más que cuando ni uno ni otro renuncian total o positivamente, recurriendo a medios artificiales, a la posibilidad de procrear, cuando sus relaciones van acompañadas en su conciencia y en su voluntad por lo menos de la disposición general para la procreación que concretiza la suposición libremente aceptada: “yo podría ser padre”, “yo podría ser madre”. Si faltase esta disposición, deberían renunciar a las relaciones conyugales.

Por otra parte, aun los esposos cuya actitud ante la procreación es perfectamente correcta, están asimismo obligados a abstenerse periódicamente de las relaciones conyugales. El matrimonio exige la continencia periódica.

No cabe duda de que es más difícil en el matrimonio que fuera de él, porque—conforme a la naturaleza del estado que a sabiendas han escogido—los esposos tienen la costumbre adquirida de las relaciones sexuales. Desde el momento que han comenzado a vivir juntos, hay una habitualidad y una disposición constante que se han creado: el acto sexual llega a ser una necesidad. Semejante necesidad es una manifestación normal del amor, y ello no solamente en el sentido de la unión física, sino también en el de la unión de las personas. El hombre y la mujer se pertenecen mutuamente en el matrimonio de una manera particular, son “una sola carne” (Gén 2, 24), y la necesidad que uno tiene del otro se expresa también en el hecho de desear las relaciones sexuales. Así que el renunciamiento a ellas ha de chocar forzosamente en ellos contra una cierta resistencia, ha de encontrar obstáculos. Esta renuncia se comprueba, con todo, que es inevitable, porque si no limitan sus relaciones conyugales, corren el peligro los esposos de ver agrandarse su familia más allá de lo deseable. El problema es de actualidad. En las condiciones de la vida contemporánea, observamos cierta crisis de la familia en el sentido tradicional, de la familia numerosa cuyo padre asegura la existencia gracias a su trabajo, y la madre, la cohesión interna. El hecho de que la mujer casada debe o simplemente puede trabajar parece ser el síntoma principal de esta crisis. Evidentemente, no es el único: todo un conjunto de factores concurren a crear esta situación.

Sin detenernos en este problema, que está fuera del objeto principal de nuestra obra, aunque le está muy ligado sin duda alguna, notemos solamente que precisamente a causa de las condiciones arriba indicadas es por lo que se reclama, muchas veces con tanta insistencia, el control de los nacimientos con ayuda de medios aconsejados por el maltusianismo, medios que, de una u otra manera, atentan contra el desarrollo normal, natural, de las relaciones sexuales. Es evidente que empleando esos medios se entra en conflicto con el principio formulado en el párrafo precedente. Las relaciones sexuales en el matrimonio no se sitúan al nivel de una unión verdadera de las personas más que a condición de que el hombre y la mujer no excluyan ni enteramente ni por prácticas artificiales, la posibilidad de la procreación, la paternidad y la maternidad. Una vez que se haya eliminado, incluso la suposición “yo podría ser padre” o “yo podría ser madre”, de la conciencia y de la voluntad de las personas, no queda nada en las relaciones conyugales (desde el punto de vista objetivo) más que el mero placer sexual. En ese caso, uno viene a ser para el otro un objeto de goce, lo cual es contrario a la norma personalista. La razón, de la que el hombre está dotado, no debe servirle para calcular al máximum de placer en su vida, sino sobre todo para conocer la verdad objetiva, a fin de que funde sobre ella los principios absolutos (las normas) y de que las siga. Entonces es cuando vive de una manera digna de lo que es, de una manera justa. La moralidad humana no puede fundarse únicamente sobre la utilidad, es menester que tienda hacia la justicia, que exige el reconocimiento del valor supra-utilitario de la persona. Y, en este sentido, “justicia” se opone netamente a “utilidad”. Sobre todo en el terreno sexual, no basta constatar que semejante conducta es útil, es menester poder decir que es justa. Y si no queremos abandonar esta base de justicia y de norma personalista, hemos de afirmar que el único “método” de regulación de nacimientos es la continencia periódica. Quien no quiere admitir el efecto ha de evitar la causa. Puesto que las relaciones sexuales son, en el sentido biológico, la causa de la concepción, para evitar la concepción hay que excluir esas relaciones, hay que renunciar a ellas. Desde el punto de vista moral, este principio es claro. La práctica de la continencia periódica necesita ser explicada.

Es sabido que la fecundidad biológica tic la mujer es periódica. Los períodos de esterilidad natural son relativamente fáciles de determinar; los médicos especialistas intentan formular reglas generales, determinar o “calcular” esos períodos. Pero las dificultades surgen cuando se trata de aplicar individualmente esas reglas. Aunque esta cuestión tiene un aspecto biológico, es únicamente su aspecto moral el que nos interesa. Si el hombre y la mujer practican la continencia conyugal durante los períodos de fecundidad y no tienen relaciones más que en los momentos estériles, puede sostenerse todavía que conservan en sus relaciones sexuales la disposición a la procreación? No tienen la intención de ser padre o madre, por esto eligen precisamente el período de esterilidad presupuesta de la mujer. ¿No excluyen entonces “positivamente” la posibilidad de procreación? ¿Por qué el método ha de tenerse por mejor que los artificiales, si, tanto el uno como los otros, tienden al mismo fin?

Para responder a estas cuestiones, hay que desembarazarse de muchas asociaciones ligadas a la palabra “método”. Cuando se habla del método natural, se suele aceptar el mismo punto de vista que para los “métodos artificiales”, es decir, que se lo deduce de los principios utilitaristas. Así concebido el método natural no sería sino uno más de los medios que sirven para asegurar el máximum de placer, con la única diferencia de que se llegaría a conseguirlo por otras vías que por los métodos artificiales. Ahí es donde reside el error fundamental. Es evidente que el método llamado natural no es moralmente bueno más que cuando es correctamente interpretado y aplicado. Esto es lo que impone la respuesta a las cuestiones puestas más arriba. La continencia periódica en cuanto medio de regulación de la concepción es admisible: 1) porque no infringe el principio de la norma personalista, y 2) bajo ciertas reservas.

Cuanto al punto 1), las exigencias de la norma personalista están acordes con el orden natural de las relaciones conyugales. El método natural—al contrario de los métodos artificiales—aprovecha las condiciones en que la concepción no puede, por naturaleza, tener lugar. El carácter natural de las relaciones no es perturbado, por lo tanto, mientras que los métodos artificiales violan su misma naturaleza. Aquí, la esterilidad se impone en contra de la naturaleza, allí es ocasionada por un juego natural de las leyes de la fecundidad. Añadamos que este problema está estrechamente ligado al de la justicia para con el Creador, que vamos a examinar separadamente a fin de sacar su significación personalista. El valor personalista de la continencia periódica, como método de regulación de nacimientos, está de hecho condicionado por el carácter natural de las relaciones sexuales, pero más aún por la virtud que hace recta la voluntad de los esposos. Como se ve, todo aquí depende de la interpretación y de la aplicación, la interpretación utilitarista falsea la esencia de lo que hemos llamado “método natural”. Este no la conserva más que si se funda y en cuanto fundado en la continencia en cuanto virtud, y muy estrechamente ligado—tal como lo hemos mostrado en el capítulo precedente—como con el amor de la persona.

El amor del hombre y de la mujer no pierde nada con la renuncia temporal propia de la continencia periódica. Bien al contrario, con ello gana. Porque la unión de las personas va haciéndose más profunda por fundarse sobre todo en la afirmación del valor de la persona y no solamente en un apego sensual. La continencia en cuanto virtud no puede ser considerada como un medio anticoncepcional. Los esposos pueden practicarla igualmente por otros motivos, religiosos por ejemplo. Una continencia por interés, calculada, es sospechosa. Como todas las otras virtudes, debe ser desinteresada, concentrada sobre el bien y no sobre lo útil. Sin esto, no tendrá su sitio en el verdadero amor de las personas. Mientras la continencia no es virtud, es extraña al amor. El amor del hombre y de la mujer ha de madurar para alcanzar la continencia, que a su vez ha de irse haciendo un elemento constructivo de su amor. Entonces solamente el método natural corresponderá a la naturaleza de las personas, porque su secreto reside en la práctica de la virtud: la técnica no es aquí una solución.

Hemos dicho más arriba (punto 2) que el método natural no se puede admitir sino con ciertas reservas. La principal entre ellas se refiere a la actitud ante la procreación. Ya que es virtud y no método en el sentido utilitarista, la continencia periódica no puede ir acompañada de la negativa total a procrear, siendo como es la disposición para la paternidad y para la maternidad la justificación de las relaciones conyugales, que mantiene al nivel de la unión verdadera de las personas. Por lo cual no puede haber cuestión sobre la continencia como virtud allí donde los cónyuges explotan los períodos de esterilidad biológica para evitar enteramente la procreación, cuando no tienen relaciones más que en esos períodos. Obrar así equivale a aplicar el método natural en contradicción con su misma naturaleza: tanto el orden objetivo de la naturaleza como la esencia misma del amor se oponen.

He ahí por qué, si se quiere considerar la continencia periódica como un “método” en este terreno, es únicamente como un método de regulación de los nacimientos, pero no como medio de eliminación de la familia. No se puede comprender la regla moral de este problema sin haber aprehendido el concepto de familia. Esta es la institución salida del acto de procreación. La familia es un medio social natural que en su existencia y en su acción depende directamente de los padres. Estos lo crean para completar y para ampliar su amor. Siendo como es la familia una institución de educación, importa que tenga, si es posible, muchos hijos, porque para que forme un nuevo hombre su personalidad, es muy importante que no sea único, que esté rodeado tanto por sus hermanos y (o) sus hermanas como por sus padres. Se ha dicho algunas veces que es más fácil educar muchos hijos que uno solo, pero también se dice que “dos no hacen un medio social, no son más que dos hijos únicos”. Los padres tienen en la educación el papel de dirigentes, pero bajo su égida los hijos se educan también a sí mismos, gracias en realidad sobre todo a que se ven obligados a evolucionar y a desarrollarse en el marco de la sociedad infantil de los hermanos y hermanas.

Este aspecto del problema ha de tomarse en consideración, cuando es cuestión de controlar los nacimientos. La gran sociedad, el Estado o la nación, debe preocuparse de que la familia pueda Constituir realmente un medio social suficiente. Al mismo tiempo, es menester que los padres, cuando limitan los nacimientos, tengan cuidado de no hacer daño a su propia familia o a la sociedad, la cual, también ella, está interesada en que la familia represente una cierta fuerza numérica. La tendencia a tener los menos hijos posible y la búsqueda de una vida fácil deben, inevitablemente, causar daños morales, tanto a la familia como a la sociedad. La regulación de la natalidad en la vida conyugal no puede en ningún caso ser sinónimo de rechazo de la procreación. Desde el punto de vista de la familia, la continencia periódica no es admisible más que en la medida en que no se opone a la disposición fundamental para procrear. Pero pueden concurrir circunstancias en las que los padres se ven obligados a renunciar a tener más hijos. Llevados del cuidado del bien de su familia y por el sentimiento de responsabilidad que tienen ellos de la vida y de la educación de sus hijos, el hombre y la mujer limitan entonces sus relaciones conyugales, renunciando a ellas durante los períodos en que serian susceptibles de producir una nueva concepción, contra-indicada en las condiciones concretas de existencia de su familia.

La disposición para la procreación se expresa entonces por el hecho de que los esposos no se esfuerzan por evitar la concepción cueste lo que cueste, sino que están, por el contrario, dispuestos a admitirla si sobreviniese a pesar de todo. La disposición “yo cuento con la eventualidad de ser padre (o de ser madre) y la acepto” permanece en su conciencia y en su voluntad, incluso cuando no desean tener otro hijo y deciden no tener relaciones conyugales más que durante los períodos en que esperan que evitarán la concepción. Así la disposición general de los esposos para procrear no desaparece a pesar de la continencia periódica y determina el valor moral. No hay hipocresía en ello, las verdaderas intenciones no son falseadas, porque no puede decirse que los esposos no quieran en absoluto ser padre ni madre, puesto que, por una parte, no lo excluyen de una manera total, y, por otra, no recurren a medios artificiales (como podrían hacer). El mero hecho de no desear tener un hijo en un momento dado no suprime su disposición general para procrear. Sería ésta anulada por el plan de emplear todos los medios que pueden impedir la concepción o excluirla totalmente, incluso si los procedimientos naturales fuesen los únicos que les llevasen a tal fin. Ahora bien, en el caso en cuestión, los esposos no rehúsan enteramente la procreación, como tampoco emplean todos los medios: evitan aquellos que quitan a las relaciones conyugales el valor del amor, y las transforman en mero placer.

 

II. La vocación

 

5. El concepto de justicia para con el Creador

Nuestras anteriores consideraciones se situaban en el piano de la norma personalista. Al demostrar que la persona no puede ser objeto de placer sino únicamente objeto de amor (de ahí el mandamiento del amor), la norma personalista indica aquello a que la persona tiene derecho en cuanto persona. Así, el amor supone la justicia. Hay necesidad de justificar en el terreno sexual la conducta de una persona para con otra, de justificar—ya que se trata de personas—las diferentes manifestaciones de la vida sexual. He ahí el tema principal de nuestras reflexiones. Queda un problema aparte, a saber, la necesidad de justificar ante Dios la conducta del hombre en ese terreno. Lo hemos mencionado en la primera parte del presente capítulo (“El valor de la institución”). Se trata ahora de examinarlo con mucha mayor amplitud y más a fondo.

La justicia es, a juicio de todo el mundo, una virtud cardinal y fundamental, porque es indispensable para el orden de la co-existencia de las personas y de la vida común. Al hablar de justicia para con el Creador, atribuimos a Dios la naturaleza de persona y reconocemos la posibilidad de relaciones interpersonales entre el hombre y Dios. Es evidente que semejante opinión supone el conocimiento y la comprensión, por un lado, de los derechos de Dios, y, por otro, de los deberes del hombre. Unos y otros se infieren sobre todo de que Dios es el Creador del hombre. La fe fundada en la Revelación muestra otra relación de dependencia entre el hombre y Dios: Dios es el Redentor que por la Gracia santifica al hombre. La Revelación nos permite conocer la obra de la redención y de la santificación, en lo cual aparece claramente que la actitud de Dios respecto del hombre es la de una persona respecto de otra, que esa actitud es de amor. La norma personalista determina, por consiguiente, en primer lugar las relaciones entre el hombre y Dios. Ahí está su origen. Recordemos los términos del mandamiento del amor: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu; amarás a tu prójimo como a ti mismo.” Sabemos, sin embargo, que en la base de esta norma (que recomienda el amor de la persona) se encuentra la justicia. De donde resulta que cuanto conoce mejor el hombre el amor de Dios para con él, mejor comprende los derechos que Dios posee sobre su persona y sobre su amor. Ve, por lo mismo, toda la extensión de sus compromisos para con Dios y procura cumplir con esas .sus obligaciones. Sobre la justicia así entendida se funda la verdadera religión: según Santo Tomás, la virtud de la religión es una parte de la justicia. Tiene su origen en la creación. Dios es el Creador, lo cual quiere decir que todos los seres del universo, incluso el hombre, Le deben su existencia. No solamente no cesa El de darles la existencia, sino que también su esencia, reflejo de Su idea eterna y de Su plan creador, viene de El. Por vía de consecuencia, el orden de la naturaleza tiene su fuente en Dios, porque proviene de las esencias (naturalezas) de las creaturas y representa las relaciones y los lazos de inter-dependencia que existen entre ellas. En el mundo de las creaturas inferiores al hombre, creaturas privadas de razón, este orden se realiza por vía de instinto, a lo más con la participación del conocimiento sensible (el mundo animal). En el mundo de los hombres ha de realizarse de una manera diferente: es menester que sea aprehendido y reconocido por la razón. Ahora bien, esta comprensión y reconocimiento del orden de la naturaleza por la razón humana es al mismo tiempo reconocimiento de los derechos del Creador. Sobre él está fundada la justicia elemental del hombre para con su Creador. El hombre es justo para con Dios cuando reconoce el orden de la naturaleza y lo respeta.

Pero hay más todavía. Para el hombre no se trata solamente de observar el orden objetivo de la naturaleza. Al conocerlo por su razón y al conformar a él sus actos, participa del pensamiento de Dios y toma parte en la ley que Dios ha dado al mundo al crearlo. Llegar a ser de este modo particeps Creatoris es un fin en sí y determina el valor del hombre. En esto consiste también la justicia para con el Creador en su sentido más profundo. A esta opinión se opone el autonomismo, según el cual todo el valor del hombre proviene de que es él su propio legislador, la fuente de toda ley y de toda justicia (Kant). Esta opinión es falsa. El hombre no podría ser su propio legislador más que en el supuesto de no ser creatura, si él fuese su causa primera. Pero, puesto que es creatura, puesto que depende de Dios en su existencia, y como las demás creaturas debe a Dios su naturaleza, es necesario que su razón le sirva a descifrar las leyes del Creador que encuentran su expresión en el orden objetivo de la naturaleza, y luego a formular, de acuerdo con ellas, las leyes humanas. Además, y sobre todo, la conciencia humana, guía inmediata de los actos, debe estar de acuerdo con la ley de la naturaleza. Sólo entonces el hombre será justo para con el Creador.

La justicia del hombre para con el Creador comprende, por lo tanto, dos elementos: la obediencia al orden de la naturaleza y la salvaguardia del valor de la persona. El valor de la persona creada (es decir, de una creatura que es una persona) reside en su participación en la idea del Creador. Con esta condición solamente es admisible su actitud respecto de la realidad y de todos sus elementos. Semejante actitud es en cierta medida amor, amor no solamente del mundo, sino también del Creador. El amor del Creador está comprendido también, de una manera indirecta, pero sin embargo real. El hombre que se comporta correctamente frente a toda la realidad creada adopta, por ello mismo, indirectamente, una actitud correcta respecto del Creador, es por principio y radicalmente justo para con Dios. No hay ninguna justicia para con el Creador, si la actitud aceptable respecto de las creaturas, y sobre todo respecto de los hombres, está ausente. Volvemos así a la norma personalista. El hombre no es justo para con Dios Creador más que en la medida en que ama a los hombres.

Este principio se aplica muy en particular a la vida sexual, de suerte que todas nuestras consideraciones centradas en el amor y la responsabilidad venían a ser al mismo tiempo un análisis de los deberes de justicia para con el Creador. El hombre y la mujer no pueden ser justos respecto de Dios más que en cuanto su manera de proceder recíproca responde a las exigencias de la norma personalista. La persona es una creatura selecta, porque refleja de una manera particular la naturaleza de su Creador. Creador de la persona, Dios es, por eso mismo, fuente del orden personalista. Este supera el orden de la naturaleza porque el hombre posee la facultad de comprenderlo y de poderlo determinar. La justicia para con el Creador exige, por lo tanto, en primer lugar la observancia del orden personalista, del que el amor es una expresión particular. Y el amor, a su vez, refleja principalmente la esencia de Dios. ¿No dice la Escritura que “Dios es Amor?” (1 Jn 4, 8).

El terreno del sexo está en la naturaleza unido a la reproducción. El hombre y la mujer no son una excepción. Por vía de las relaciones conyugales, participan en la transmisión de la existencia a un nuevo ser humano. Mas, por cuanto son personas, participan a conciencia en la obra de la creación: son bajo este punto de vista participes Creatoris. Por esta razón, es imposible comparar las relaciones conyugales con la vida sexual de los animales, sometida al instinto. Por esta misma razón, el problema de la justicia para con el Creador, inseparable de la responsabilidad del hombre por amor, se pone en todas las relaciones entre las personas de sexo diferente, lo mismo que en la vida conyugal. La responsabilidad en cuestión lleva a la institución del matrimonio, tal como lo hemos demostrado en la primera parte del presente capítulo. Es, pues, necesario que en el matrimonio la reproducción vaya asociada a la procreación. En efecto, el hombre y la mujer, dos personas, no cumplen bien con sus deberes de justicia para con el Creador por el mero hecho de la reproducción. La persona rebasa a la naturaleza, y el orden de las personas al orden de la naturaleza. Por esto las relaciones conyugales no satisfacen a la justicia debida al Creador más que cuando se sitúan en el plano del amor, es decir, de una unión verdadera de las personas. Únicamente entonces los esposos son participes Creatoris. Por consiguiente, la disposición para crear es indispensable en las relaciones conyugales, justamente porque el amor en el sentido precedentemente indicado está por encima de la reproducción.

 

6. La virginidad mística y la virginidad física

El matrimonio monogámico e indisoluble permite a los esposos ser justos para con el Creador. La justicia respecto de Dios exige que en el marco del matrimonio las relaciones conyugales estén correctamente unidas a la procreación, porque sin ello el hombre y la mujer no observan ni el orden de la naturaleza, ni el orden personalista que exigen que su actitud recíproca esté fundada en el verdadero amor. De este modo la justicia para con el Creador se halla realizada por el hecho de que las creaturas racionales reconozcan el supremo derecho de Dios sobre la naturaleza y sobre las personas y que se le conformen. Pero el concepto mismo de justicia abre todavía otras perspectivas. “Ser justo” significa “otorgar a otro todo cuanto le corresponde por derecho”. Dios es el Creador, es decir, la fuente eterna de la existencia de todos los seres creados y la existencia determina todo lo que es y posee el ser. Todas las propiedades, todas las virtudes y todas las perfecciones del ser son lo que son y tienen el valor que tienen gracias al hecho de que ese ser existe y de que ellas existen en él. Los derechos del Creador sobre la creatura llegan, por tanto, muy lejos: ella ya es enteramente su propiedad, porque todo lo que ella misma ha creado en sí está basado en el hecho de su existencia: si la creatura no existiese, su propia creación no sería posible. Reflexionando sobre todo estor bajo el ángulo de la justicia para con el Creador, el hombre llega a la conclusión de que, para ser enteramente justo para con el Creador, debe devolverle a El todo lo que tiene en sí, todo su ser, ya que Dios tiene a ello derecho antes y por encima de todos. La justicia exige la igualdad. Pero una igualdad perfecta no es posible más que allí donde hay igualdad de las partes, igualdad de las personas. Desde este punto de vista, es, por lo tanto, imposible al hombre hacer plenamente justicia a Dios. La creatura no puede nunca saldar su deuda para con el Creador, porque no es Su igual. No podrá jamás encontrarse ante El como “copartícipe” o “parte contratante”.

Una religión, en cuanto relación con Dios, fundada únicamente sobre la justicia es incompleta e imperfecta en su mismo principio, puesto que la realización de la justicia en la relación hombre-Dios es imposible. Cristo ha indicado otra solución. No se puede fundar relación con el Creador sobre la justicia sola. El hombre no puede dar a Dios todo lo que tiene en sí de manera que se encuentre ante El como parte contratante, que ha saldado cuanto le debía. Pero puede darse a Dios sin pretensión de justicia pura del “yo lo he dado todo, yo no debo ya nada”. El don de sí tiene entonces otra raíz: no la justicia, sino el amor. Cristo ha enseñado a la humanidad una religión fundada en este amor que hace más directa la vía que lleva de una persona a otra, del hombre a Dios (sin evitar, con todo, el problema del pago de la deuda). Al mismo tiempo, el amor realza la relación del hombre con Dios, lo que no hace la mera justicia, porque no está orientada hacia la unión de las personas, mientras que el amor tiende a eso.

La relación del hombre con Dios así concebida da plena significación a la idea de la virginidad. Aplicado al hombre o a la mujer, este concepto toma una significación particular. “Virgen” quiere decir “intacto desde el punto de vista sexual”. Este hecho encuentra incluso su expresión en la estructura fisiológica de la mujer. Las relaciones conyugales suprimen su virginidad física: cuando la mujer se da a su marido, deja de ser virgen. Con todo, como las relaciones conyugales tienen lugar entre dos personas, la virginidad tiene aquí una significación más profunda que fisiológica. La persona en cuanto tal es inalienable, es dueña de sí misma, se pertenece y, creatura, no pertenece, fuera de sí misma, nada más que a Dios. La virginidad física es la expresión exterior del hecho de que la persona no pertenece más que a sí misma y a Dios. Cuando una mujer se da a otra persona, cuando la mujer se da al hombre en las relaciones conyugales, es menester que ese don tenga el pleno valor del amor esponsal. La mujer cesa entonces de ser virgen en el sentido físico. Siendo como es el don recíproco, el hombre también cesa de ser virgen. Verdad es que la mujer en general es la que siente el acto sexual cómo abandono; el hombre lo siente más bien como posesión. Pero de todos modos el matrimonio está fundado sobre el amor esponsal recíproco, sin el cual la entrega mutua física no tendría valor personal.

En la relación del hombre con Dios, entendida como una relación de amor, la actitud de abandono (entrega) respecto de Dios puede y debe tener lugar y es comprensible, porque él hombre religioso tiene conciencia de que Dios se le da a él de una manera divina y sobrenatural, misterio de la fe revelado por Cristo. Así parece la posibilidad del amor recíproco: la persona humana, la bien-amada de Dios, se da a El y a El solo. Este abandono exclusivo y entero es el fruto de un proceso espiritual que tiene lugar en la interioridad de la persona bajo la influencia de la Gracia. El constituye la esencia de la virginidad mística. Esta es el amor esponsal de Dios. El nombre de virginidad mística indica aquí una relación estrecha con la virginidad física. La virginidad mística del hombre o de la mujer es el estado de la persona totalmente excluida de las relaciones sexuales y del matrimonio por estar enteramente dada a Dios. En efecto, quien escoge hacer a Dios un don de sí total y exclusivo escoge al mismo tiempo permanecer virgen, puesto que la virginidad física es signo de que la persona es dueña de sí misma y no pertenece más que a Dios. La virginidad mística lo acentúa todavía más: lo que no era más que un estado natural se hace objeto de la voluntad, de una decisión y de una elección realizada a conciencia.

La virginidad mística está en estrecha relación con la virginidad física. Cuando es una persona casada la que se da a Dios o la que, habiendo estado casada, quedó viuda, ya no hablamos de virginidad, aun cuando el don de sí hecho a Dios en un acto de amor pueda ser análogo al que constituye la esencia de la virginidad. Pero no se ha de creer que ésta pueda identificarse con la mera virginidad física o celibato. Sólo por un lado la virginidad física es una disposición para la virginidad mística: por otro lado es su efecto. Se puede permanecer virgen toda la vida y no haber transformado ese estado físico en virginidad mística. Sin embargo, quien ha escogido la virginidad mística no la guarda más que mientras se conserva virgen.

El celibato (del latín “coelebs” = “no-casado”) tampoco puede asimilarse a la virginidad mística. No es sino una renuncia al matrimonio y puede ser por diversas razones. Así, por ejemplo, renuncian al matrimonio ciertas personas que se quieren consagrar a la investigación científica o a otro trabajo creador, o incluso a la actividad social, etc., ciertas personas enfermas, ineptas para el matrimonio renuncian a él igualmente. Numerosas personas, mujeres sobre todo, se quedan sin casarse, aunque no hayan tenido intención de renunciar a ello. Un fenómeno aparte es el celibato de los sacerdotes de la Iglesia Católica. Está, por así decirlo, en el límite entre el celibato elegido por razones de vocación social (el sacerdote ha de vivir y trabajar para los hombres y para la sociedad) y la virginidad que se deriva del amor entregado a Dios. El celibato de los sacerdotes, tan estrechamente ligado al hecho de consagrarse a los negocios del Reino de Dios sobre la tierra, exige completarse con la virginidad, aun cuando en principio el sacramento del sacerdocio pueda ser recibido por los hombres que han vivido en el matrimonio.

Hay otros problemas ligados con la virginidad. Desde luego, el caso de aquel que no siendo ya virgen desea, con todo, darse entera y exclusivamente a Dios. Sucede también que uno se decida a consagrarse a Dios porque no ha conseguido resolver con el matrimonio el problema de su vocación. Sin duda la renuncia al matrimonio no es sino una solución negativa. El hombre experimenta la necesidad de amor y busca la persona a quien poderse entregar. Pero el hecho, puramente negativo, de no haberla encontrado puede ser interpretado como una indicación: queda la posibilidad de darse a Dios. Surge entonces una dificultad de naturaleza psicológica, que no deja de tener su importancia: “¿Puede entregarse a Dios aquello que no se ha conseguido dar al hombre?” Esta dificultad es psicológica en la medida en que el matrimonio, y más aún la virginidad ligada al amor de Dios, deberían ser, a juicio de la mayor parte de los hombres, el fruto del “primer amor”, es decir, de la primera elección. Para admitir la posibilidad de la “virginidad secundaria” (que resulta de la elección secundaria), se ha de recordar que la vida humana puede y debe ser una búsqueda del camino que lleva a Dios, de un camino cada vez mejor y cada vez más directo.

Según las enseñanzas de Cristo y de la Iglesia, la virginidad es precisamente ese camino. Eligiendo la virginidad, el hombre elige a Dios mismo, lo cual no quiere decir que, escogiendo el matrimonio, renuncie a Dios. El matrimonio y el amor matrimonial del hombre, el don de sí mismo hecho a otra persona, no resuelven el problema de la unión de las personas más que a la escala de la vida terrestre, temporal. La unión de las personas se realiza aquí en el sentido físico y sexual, conforme a la naturaleza física del hombre y a la acción natural de la tendencia sexual. Sin embargo, la necesidad misma de darse es más profunda que esta tendencia y permanece ligada sobre todo a la naturaleza espiritual del hombre. No es la sexualidad lo que despierta en la mujer y en el hombre la necesidad de darse el uno al otro; todo lo contrario, esta necesidad que dormita en toda persona, encuentra su solución, en las condiciones de la existencia física y sobre la base de la tendencia sexual, por el medio de la unión física en el matrimonio. Pero la necesidad misma del amor matrimonial, el de darse a otra persona y unirse a ella, es más profunda y está ligada al ser espiritual del hombre. La unión con otro ser humano no le satisface totalmente. Visto bajo el aspecto de la vida eternal de la persona, el matrimonio no es más que una tentativa de solución del problema de la unión de las personas por el amor. Hay que consignar que es la elegida por la mayor parte de los hombres.

Otra tentativa está representada por la virginidad considerada bajo el aspecto de la eternidad de la persona. La tendencia a la unión por el amor a Dios-persona está acentuada en esto más que en el matrimonio; la virginidad se adelanta en cierta manera a esa unión en el plano de la existencia temporal y física de la persona humana. En esto consiste su enorme valor. No se lo ha de ver en el hecho negativo de la renuncia al matrimonio y a la vida de familia. Con frecuencia se falsea la esencia de la virginidad no viendo en ella más que una solución impuesta por la vida, la porción de gente decepcionada o inadaptada para la vida conyugal o familiar. Aunque así se suela creer, la mera preponderancia de los valores espirituales sobre los valores físicos no determina tampoco el verdadero valor de la virginidad. Según esta concepción, la vida conyugal equivaldría a la prevalencia, cuando no a la elección exclusiva de los valores físicos en el matrimonio mientras que la virginidad miraría más bien a la superioridad del espíritu sobre el cuerpo y la materia. Es fácil confundir así un elemento de verdad con la oposición maniquea del espíritu y la materia. El matrimonio no es de ningún modo un “asunto del cuerpo” tan solo. Si ha de alcanzar su pleno valor, es necesario que se base, como la virginidad o celibato, en una movilización eficaz de las energías espirituales del hombre.

Que el matrimonio sea más fácil o más difícil que la virginidad no es un criterio aceptable para juzgar del valor de uno y de otra. En general, el matrimonio es, en efecto, más fácil, parece encontrarse en la vía del desarrollo natural del hombre más bien que la virginidad, la cual, de suyo, es un hecho excepcional. Pero hay ciertamente circunstancias en que es más fácil guardar la virginidad que vivir en el matrimonio. Tomemos como ejemplo sólo el terreno de lo sexual en la vida: la virginidad separa desde el principio la persona de la vida sexual, el matrimonio la mete en él, pero, al hacerlo, hace nacer un hábito y una necesidad en este dominio. En consecuencia, las dificultades que experimenta una persona obligada a mantenerse en la continencia (aunque sea temporalmente) en el matrimonio pueden ser momentáneamente más grandes que las que tienen que afrontar una persona que haya renunciado siempre a la vida sexual. Existen sin duda algunas personas que soportan la virginidad con mayor facilidad que otras, como. hay quienes tienen disposiciones para la vida conyugal y claras antidisposiciones para la virginidad. Pero las meras disposiciones no son decisivas. Bajo la influencia de un ideal, el hombre puede conseguir llevar una forma de vida para la cual no solamente no tiene disposiciones naturales, sino que está, al contrario, de alguna manera, anti-dispuesto (pensamos, por ejemplo, en Carlos de Foucauld y en San Agustín).

Así que, incluso el criterio de la superioridad del espíritu sobre el cuerpo no permite apreciar el valor de la virginidad. El valor, es decir, la superioridad de la virginidad sobre el matrimonio, subrayada en la carta a los Corintios (1 Cor 7) y siempre defendida en la enseñanza de la Iglesia, proviene de la función particularmente importante que cumple en la realización del Reino de los Cielos sobre la tierra. Los hombres se van haciendo poco a poco dignos de la unión eterna con Dios, gracias a la cual el desarrollo objetivo del hombre alcanza su punto culminante. La virginidad, en cuanto don de sí que la persona humana hace por amor de Dios, se adelanta a esta unión e indica el camino que se ha de seguir.

 

7. El problema de la vocación

El concepto de la vocación está estrechamente asociado al mundo de las personas y al orden del amor. En el mundo de las cosas no tiene ninguna significación: no se puede hablar de la vocación de un objeto inanimado. Las cosas no hacen más que realizar ciertas funciones al servicio de tal o tal otro fin. No se puede tampoco decir de los animales que siguen ellos su vocación cuando se reproducen y mantienen la existencia de su especie, puesto que lo hacen guiados por el instinto. En una palabra, no hay vocación en el orden de la naturaleza en el que reina el determinismo, en el que la facultad de elegir y el poder de autodeterminación no existen. Porque la vocación supone la facultad de comprometerse individualmente respecto de un fin, y sólo un ser racional la posee. Así pues, la vocación es exclusivamente propio de las personas. Su noción nos hace penetrar en un terreno muy interesante y muy profundo de la vida interior del hombre. La palabra “vocación” (del latín “vocare” = “llamar”) significa etimológicamente llamamiento de una persona por otra y su deber es responderle. Es esencial a este llamamiento indicar la dirección del desarrollo interior de la persona llamada, dirección que le es propia y que se manifiesta en el compromiso de su vida entera al servicio de ciertos valores. Toda persona ha de encontrar esta dirección, por una parte, constatando lo que hay en ella y que podría dar a los otros, y, por otra, tomando conciencia de lo que de ella se espera. El descubrimiento de la orientación de sus posibilidades de acción y el compromiso correspondiente constituyen uno de los momentos más decisivos para la formación de la personalidad, para la vida interior del hombre, más aún que para su situación en medio de los otros. Evidentemente no basta conocer esta orientación, se trata de comprometer toda la vida en ese sentido. Por esto la vocación es siempre la orientación principal del amor humano. Implica ella no solamente el amor, sino el don de sí hecho por amor. Hemos demostrado anteriormente que puede ser lo más creador en la interioridad de la persona: ésta se afirma al máximo precisamente cuando se da.

El don de sí es el más estrechamente ligado al amor matrimonial, en el que una persona se da a otra. Por esto, lo mismo la virginidad que el matrimonio, entendido en su sentido profundamente personalista, son vocaciones. No puede admitirse más que en la base del conjunto de las vistas personalistas en las cuales se inserta esta concepción del matrimonio. Partiendo de los principios materialistas, puramente biológicos, no se puede comprender el matrimonio más que como una necesidad enraizada en el cuerpo y el sexo. Y no solamente el matrimonio ya no aparece como una vocación, sino que la noción misma de vocación pierde enteramente su fundamento en una concepción de la realidad que no deja sitio para la persona. Admitiendo principios distintos de los personalistas, se entenderá por virginidad una simple consecuencia de las condiciones de vida del individuo y de sus disposiciones (o, más exactamente, antidisposiciones) fisiológicas, de su situación social y económica. La vocación no tiene razón de ser más que en el marco de una concepción personalista de la existencia humana, que suponga que una elección consciente realizada por la persona determina la orientación de su vida y de su acción.

Según la concepción evangélica de la existencia humana, la vocación no está determinada únicamente desde el interior de la persona: la necesidad de orientar su desarrollo mediante el amor se encuentra con un llamamiento objetivo de Dios. Está ya contenido en su forma más general en el mandamiento del amor y en las palabras de Cristo: “Vosotros, pues, sed perfectos...” Corresponde, por lo tanto, a cada hombre de buena voluntad aplicarlo y concretizarlo en la orientación dada a su vida. ¿Cuál es mi vocación? ¿Qué dirección ha de tomar el desarrollo de mi personalidad, habida cuenta de lo que se me ha dado, de lo que puedo transmitir a los otros, de lo que Dios y los hombres esperan de mí? El creyente, profundamente convencido de la verdad del Evangelio cuanto a la existencia humana, tiene conciencia de lo que el desarrollo de su personalidad por el amor no puede realizar- se cumplidamente mediante sus propias energías espirituales. Al llamarnos a la perfección, el Evangelio nos compromete a creer en la verdad de la Gracia. Esta introduce al hombre en el radio de la acción de Dios y de su amor. Importa mucho que todo hombre, persiguiendo el desarrollo de su personalidad y orientando su amor, sepa insertar su esfuerzo en la acción de Dios y responda al amor del Creador. Entonces el problema de la vocación encuentra una solución adecuada. El Evangelio ha puesto claramente el problema de la relación entre la virginidad y el matrimonio (Mt 19, 8; 1 Co 7). Según la doctrina y la práctica de la Iglesia, la virginidad, vocación conscientemente elegida, reforzada con el voto de castidad asociado a los de pobreza y obediencia, ¿rea condiciones particularmente favorables para la consecución de la perfección evangélica. Este conjunto de condiciones creadas por los hombres, sobre todo cuando viven en comunidad los consejos evangélicos, se flama “estado de perfección”. No hay que confundirlo con la perfección que cada hombre realiza tratando de seguir, según su vocación, el mandamiento del amor para con Dios y los hombres. Es posible que un hombre, viviendo fuera del estado de perfección pero conformándose al mandamiento del amor, el mayor de todos, esté efectivamente más cerca de la perfección que el que la ha escogido. A la luz del Evangelio aparece que todo hombre resuelve el problema de su vocación principalmente mediante la elección de una actitud consciente y personal respecto del mandamiento del amor. Esta elección no incumbe más que a la persona; el estado de ésta (matrimonio, celibato, es decir, virginidad como estado) no juega aquí más que un papel secundario.

 

8. La paternidad y la maternidad

Ya hemos hablado de la paternidad y de la maternidad al analizar la relación entre reproducción y procreación. Esta es más que el hecho de introducir en el mundo un hijo, ha de ser también una actitud interior, visible en el amor del hombre y de la mujer que forman la comunidad conyugal.

Así, la paternidad y la maternidad, consideradas en el plano de personas y no solamente de seres vivientes, aparecen como una nueva cristalización del amor de los esposos, fundada en su profunda unión. No son un fenómeno inesperado. Al contrario, están profundamente enraizadas en el ser respectivo del hombre y de la mujer. Se afirma con frecuencia que la mujer tiene disposiciones tan poderosas para la maternidad que en el matrimonio busca ella más al hijo que al hombre. El deseo de tener un hijo es en todo caso una manifestación de su maternidad en potencia. No es de otra manera en el hombre. Pero parece como si este deseo fuera más fuerte en la mujer, lo cual se explica fácilmente por el hecho de que su organismo está desde el principio constituido para la maternidad. Y si es verdad que, físicamente, la mujer se hace madre gracias al hombre, no lo es menos que la paternidad de éste toma forma “interiormente” (en su aspecto psíquico y espiritual) gracias a la maternidad de la mujer. No solamente el embrión se desarrolla fuera del organismo del padre, sino que también la paternidad física tiene menos lugar en la vida del hombre que el que ocupa la maternidad en la de la mujer. Por esta razón, la paternidad debe estar formada y cultivada a fin de tomar en la vida interior del hombre una plaza tan importante como la de la maternidad en la vida interior de la mujer, para la cual los hechos biológicos determinan esa importancia.

Enfocamos aquí la paternidad y la maternidad sobre todo bajo su aspecto biológico, físico. Una cierta perfección del ser encuentra en esto su expresión: que el hombre sea capaz de dar la vida a otro ser a su semejanza, pone en evidencia su propio valor, lo cual confirma el principio al que Santo Tomás y otros pensadores cristianos se referían de buen grado: bonum est diffusivum sui. El deseo de tener un hijo es, por lo tanto, muy comprensible. El hombre espera de la mujer el hijo y por esta razón la toma bajo su protección en el matrimonio (matris-munus). Ambos a dos encuentran en la procreación una confirmación de su madurez no sólo física, sino también, moral, así como una prolongación de sus existencias. Cuando la vida de cada uno de ellos tendrá fin por la muerte física, su hijo seguirá viviendo, no solamente “carne de sus carnes”, sino que también persona que ellos habrán modelado de consuno. Notemos que formar una persona es, en cierto sentido, más que procrear un cuerpo.

Llegamos así al corazón de un nuevo problema. En el mundo de las personas, ni la paternidad ni la maternidad se limitan nunca a la función biológica de transmisión de la vida. Su sentido es mucho más profundo, puesto que aquel que transmite la vida, el padre, la madre, es una persona. La paternidad y la maternidad llevan en el mundo de las personas la marca de una perfección espiritual particular: generación en el sentido espiritual y formación de almas. Por esto la paternidad y la maternidad espiritual se extienden más allá de la paternidad y de la maternidad físicas. Estas han de estar completadas por aquéllas mediante la educación y todo el esfuerzo que implica ésta. Con todo, la educación es también la obra de otros hombres además de los padres. El padre y la madre comparten, por lo tanto, su esfuerzo con los otros educadores de sus hijos, o, por mejor decirlo, han de saber insertar en su educación todo lo que sus hilos reciben de los otros en todos los planos: físico, espiritual, intelectual, moral.

La paternidad espiritual está mucho más cerca de la maternidad espiritual que la paternidad física de la maternidad física. El terreno del espíritu se encuentra fuera de la acción del sexo. San Pablo no ha dudado en escribir, hablando de su paternidad espiritual a los Gálatas: “… hijuelos míos, a quienes yo estoy de nuevo pariendo en el dolor...” La generación espiritual es la prueba de una plenitud espiritual que se quiere compartir (bonum est diffusivum sui). Por esto se buscan hombres, sobre todo más jóvenes que uno, los que aceptarían lo que se les quiere comunicar y vendrían a ser vuestros “hijos”, objetos de un amor particular, parecido al de los padres para con sus hijos, por una razón parecida: lo que maduró en el padre o la madre espirituales continuará viviendo en ellos. Podemos observar diferentes manifestaciones de esta paternidad espiritual y diferentes cristalizaciones de este amor que de ellas nace, por ejemplo: el amor que los sacerdotes consagran a sus dirigidos, el que los maestros tienen a sus discípulos, etc. El parentesco espiritual crea frecuentemente lazos más fuertes que el de la sangre. En 1 paternidad o maternidad espirituales, hay una cierta transmisión (sobre todo intencional) de toda la paternidad. Evidentemente, no se puede hablar aquí de trasmisión más que por analogía, porque—ya lo sabemos— la personalidad es en sentido propio intransmisible.

Todo hombre, incluso celibatario, está llamado, de una manera o de otra, a la paternidad o la maternidad espiritual señales de madurez interior de su persona. Es una vocación incluida en el llamamiento evangélico a la perfección de la que el “Padre” es el supremo modelo. El hombre adquiere, por tanto, la mayor semejanza con Dios, cuando llega a ser padre o madre espiritual. Se ha de subrayar al final de esta obra cuya materia toca tan de cerca los problemas de la procreación, de la paternidad y maternidad. “Padre” y “madre” en el sentido biológico son dos individuos de sexo opuesto a quienes un nuevo individuo de la misma especie debe su vida. “Padre” o “madre” en el sentido espiritual es un ideal, un modelo para aquellos cuyas personalidades se desarrollan y se forman bajo su influjo. El orden físico se detiene en el nacimiento biológico, hecho realizado. El orden espiritual, por lo mismo que “engendra personas” se abre a horizontes infinitos. El Evangelio enseña que se ha de buscar en Dios el contenido de la paternidad y de la maternidad espiritual. Pero es contrario al desarrollo natural del hombre tanto el atentar contra la paternidad o maternidad espiritual como el desconocer o minimizar la importancia social de la paternidad y de la maternidad humanas en sentido propio.

 




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