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La vida cotidiana de LOS PRIMEROS CRISTIANOS - A. G. HAMMAN

Páginas relacionadas 

Símbolo de los Primeros Cristianos

 
Capítulo III

RETRATOS DE FAMILIA
 

Un obispo mártir: Ignacio de Antioquía

Justino el filósofo

Blandina, la esclava de Lyon


Un obispo y un misionero: Ireneo de Lyon

Una joven madre de África: Perpetua

 

El fervor de la vida fraterna, la calidad de la vida cristiana, hemos de personalizarlas para tropezarnos con cristianos concretos, clérigos y laicos, hombres y mujeres y captar el temblor de la vida en seres de carne y hueso, visitados y transformados por la gracia. Son el fermento y la «marca de fábrica» de la Iglesia dispersa.


Un obispo mártir: Ignacio de Antioquía 1

Ignacio es obispo de Antioquía al comienzo del siglo II, cuando la Iglesia tiene cincuenta años de existencia. De Pablo a Ignacio hay la distancia que separa a un misionero, que se adapta al modo de vivir de un indio, de un indio que se convierte al Evangelio y reconsidera el cristianismo. Llegado del paganismo, Ignacio ha sido formado por los filósofos. Sus letras son las de un griego para quien el griego es la expresión de su alma y de su sensibilidad, de su cultura y de su pensamiento.

Su lengua y sus imágenes le permiten traducir sus aspiraciones místicas en fórmulas que un filósofo no habría desaprobado. Al expresar el amor más puro a Cristo, la lengua y el pensamiento griegos reciben su consagración suprema. A partir de entonces están al servicio del nuevo Señor, que ha bautizado con su sangre el mundo de los gentiles y todos los valores auténticos.

El obispo de Antioquía, sin dejar de cargar sobre sí la solicitud de su grey y su martirio, lleva también la carga de otras iglesias que atraviesan dificultades. Vive la colegialidad episcopal con finura y medida, sin perder nunca de vista que es un servidor de Jesucristo.

Bajo el emperador Trajano el obispo es detenido, juzgado y condenado a las fieras. Toma el camino de los confesores y de los apóstoles, será ejecutado en Roma, que se reserva las víctimas de mayor prestigio. Su deseo del martirio no le impide estigmatizar la crueldad imperial —han sido enviados «diez leopardos» para custodiarlo— y los duros tratos que recibe: a su benevolencia se responde con el mal. Por el camino, expresa su gratitud a las diversas comunidades que lo van saludando, y después escribe a Roma, a donde tiene prisa por llegar. Ruega a los romanos que no hagan nada para evitarle el martirio: «Soy el trigo de Dios. Es preciso que yo sea molido por los dientes de las fieras, para convertirme en el pan .inmaculado de Cristo»2.

Conocemos al hombre solamente a través de sus siete cartas, que son las únicas que nos permiten penetrar en «el jardín de su personalidad». «El estilo de sus escritos es el hombre». ¡Qué hombre y qué corazón! En frases cortas y densas, con un estilo sincopado, brusco, discurre un río de fuego. No hay énfasis, no hay literatura, sino un hombre excepcional, ardiente, apasionado, heroico con modestia, benevolente con lucidez; un don innato de simpatía, como ocurre con el apóstol Pablo, y una doctrina segura, clara, en la que está anclada una ética exigente.

Ignacio tiene el sentido del hombre y el respeto para cada uno, aunque sea hereje. La dificultad no está en amarlos a todos, sino en amar a cada uno, empezando por el pequeño, el débil, el esclavo, el que nos hiere o nos hace sufrir, como se lo escribe y se lo recomienda a Policarpo3. Sabe amar a los hombres sin demagogia, y sabe corregirlos sin humillarlos. Aplica a Cristo4 con predilección la imagen del médico; imagen que a él mismo le cuadra perfectamente. Está al servicio de la verdad de la fe, aunque sea incómodo y amenace con atraerle incomprensiones o incluso hostilidad. El afecto que despierta hacia él mismo es ante todo un homenaje. «Este yunque bajo el martillo» no es un hombre de concesiones.

Ignacio ha conquistado el dominio de sí mismo a fuerza de paciencia; ésta es una palabra que le gusta y que lo caracteriza. Este hombre fogoso se ha convertido en un hombre manso, por el triunfo sobre la irritación que él mismo se reprocha. Se conoce bien cuando escribe: «Me impongo ser mesurado, para no perderme por mi jactancia»5. A la jactancia le opone la humildad, a las blasfemias la invocación, a los errores la firmeza en la fe, a la arrogancia una urbanidad sin falla.

El proceso de maduración cambia su lucidez en vigilancia, su fuerza en persuasión, su caridad en delicadeza. «No os doy órdenes»6, escribe. Prefiere convencer. No atropella nada, sabe esperar y tener paciencia. En la comunidad de Esmirna nada le ha pasado por alto. Al pasar no ha hecho ninguna crítica, se ha contentado con observar. Aprovecha la carta en la que les da las gracias 7, para traducir sus observaciones en humildes sugerencias. Como se ha ido para no volver, su presencia y su mirada no humillarán a nadie.

La responsabilidad sobre los otros no le ha hecho perder la lucidez sobre sí mismo. Se conoce. Se sabe accesible al halago, proclive a la irritación. Por el camino triunfal que le lleva a Roma rodeado de honores, confiesa con humildad: «Estoy en peligro»8. Las muestras de deferencia no lo halagan, pero sí despiertan su vigilancia.

De todas sus cartas, la que más fielmente traduce la pasión mística que le quema es la que escribe a los Romanos. En ella, su lengua da tropezones tratando de expresar el temblor de emoción y de entusiasmo que lo sacude. La llama provoca la expresión y la hace incandescente. ¿Qué importan las palabras? Lo único que cuenta para él es encontrarse con su Cristo y Dios. «Es glorioso ser un sol poniente, lejos del mundo, hacia Dios. Ojalá pueda levantarme en su presencia»9. Para Ignacio no se trata simplemente de la espera de una fe abstracta, sino de una pasión que le aprieta la garganta, de un amor que lo devora, de una quemadura incomparable con cualquier quemadura de nuestros corazones de carne. «Ya no hay en mí más fuego para la materia; sólo un agua viva que murmura dentro de mí y me dice: "Ven al Padre"»10.

Quien lee la carta a los Romanos sin ideas preconcebidas ve en ella uno de los más emocionantes testimonios de la fe, el grito del corazón que no puede engañar ni engañarse, que emociona porque es verídico. A primera vista, el hombre nos parece pertenecer a otra época. Basta con que removamos un poco las cenizas para ver que estas páginas han conservado el fuego que las hacía arder.


Justino el filósofo

De todos los filósofos cristianos del siglo II, Justino es sin duda el que llega a lo más hondo de nuestro ser. Este laico, este intelectual, ilustra el diálogo que comienza entre la fe y la filosofía, entre cristianos y judíos, entre Oriente, donde él había nacido, y Occidente, donde abre una escuela en Roma al cabo de numerosas etapas. Su vida fue una larga búsqueda de la verdad. De su obra, compuesta rudamente y sin arte, se desprende un testimonio cuyo precio ha ido creciendo con el paso de los siglos. Para este filósofo, el cristianismo no es una doctrina, ni siquiera un sistema, sino una persona: el Verbo encarnado y crucificado en Jesús, que le desvela el misterio de Dios.

La filosofía misma nunca había sido para él una curiosidad del espíritu, sino búsqueda de la sabiduría. El pensamiento de los filósofos de todas las escuelas es lo que ��l había buscado, practicado, amado; lo conocía por dentro, no habiendo buscado la verdad sino para vivirla. Había viajado, interrogado, sufrido, con el fin de encontrar lo verdadero. Sin duda por esta razón nosotros descubrimos detrás de lo que él descubre un desprendimiento, incluso una desnudez que es lo que avala a su testimonio. Este filósofo del año 150 está más cercano a nosotros que muchos de los pensadores modernos.

Justino nació en Naplusa, ciudad romana y pagana, construida en el emplazamiento de la antigua Siquem, no lejos del pozo de Jacob, donde Jesús anunció a la Samaritana el culto nuevo. Naplusa era una ciudad reciente en la que florecían el granado y el limonero, encajada entre dos colinas a mitad de camino entre la frondosa Galilea y Jerusalén.

Los padres de Justino eran colonos acomodados; puede que fueran de esos veteranos dotados de tierras por el Imperio; esto explicaría en el filósofo su rectitud de carácter, su gusto por la exactitud histórica, las lagunas de su argumentación. No posee ni la flexibilidad ni la sutilidad dialéctica de un heleno. Vivió en contacto con judíos y samaritanos.

De naturaleza noble, prendado de lo absoluto, desde joven supo gustar la filosofía, en el sentido que entonces se le daba: no una especulación dilettante, sino persecución de la sabiduría que lleva a Dios. La filosofía lo condujo, etapa tras etapa, hasta el umbral de la fe. El mismo Justino nos cuenta, en el Diálogo con el judío Trifón 11, el largo itinerario de su búsqueda, sin que nos sea posible distinguir entre el artificio literario y la autobiografía. En Naplusa siguió primero las clases de un estoico y después las de un discípulo de Aristóteles, al que abandonó pronto para acudir a un platónico. En su ingenuidad, esperaba que la filosofía de Platón le permitiría «ver inmediatamente a Dios».

Retirado a la soledad, Justino iba errático por los arenales meditando sobre la visión de Dios, sin que su inquietud se sosegase, cuando se encontró con un anciano misterioso que disipó sus vanas ilusiones. Este le mostró que el alma humana no podía alcanzar a Dios por sus propios medios; el cristianismo era la única verdadera filosofía, que lleva a su cumplimiento todas las verdades parciales: «Platón prepara para el cristianismo», dirá Pascal.

Es éste un instante que señala una fecha en la historia cristiana y que a Peguy le gustará recordar; momento en el que se encuentran el alma platónica y el alma cristiana. La Iglesia acogió a Justino y, con él, a Platón. Cuando se hizo cristiano en el año 130, el filósofo, lejos de abandonar la filosofía, afirma haber encontrado en el cristianismo la única filosofía segura que colma todos sus deseos. Siempre lleva puesto el manto de los filósofos. Para él es un título de nobleza.

Justino sabía ver la parte de verdad contenida en todos los sistemas. Le gustaba decir que los filósofos eran cristianos sin saberlo. Y justifica esta afirmación con un argumento tomado de la apologética judía, que pretendía que los pensadores debían lo mejor de sus doctrinas a los libros de Moisés. Para él, el Verbo de Dios ilumina a todos los hombres, lo cual explica las partes de verdad que se encuentran en los filósofos12. Los cristianos no tienen nada que envidiarles, porque poseen al Verbo mismo de Dios, que no solamente guía la historia de Israel, sino toda búsqueda sincera de Dios. Esta generosa visión de la historia, a pesar del poco acierto en algunas de sus formulaciones, encierra una intuición de genio que, después de Ireneo de Lyon, será recogida desde san Agustín a san Buenaventura, y más recientemente por Maurice Blondel. Está particularmente cercana a nuestra problemática de hoy día.

Justino no es un literato ni un joyero de la lengua; no se preocupa más que de la doctrina y de la autenticidad del testimonio. El hombre nos conmueve más que su obra, la novedad de su esfuerzo teológico vale más que su creatividad. Debajo de su intento hallamos el testimonio de un filósofo decidido, la traducción de un descubrimiento y de una conversión. Los argumentos que desarrolla tienen una historia: la suya propia. El ha conocido personalmente las tentaciones contra las que nos pone en guardia. El testimonio de la obra de Jutino conserva todo su valor para aquel que se decide a seguirlo.

«Nadie ha creído en Sócrates hasta morir por lo que éste enseñaba. Pero, por Cristo, artesanos y hasta ignorantes han despreciado el miedo a la muerte» 13. Estas nobles palabras las dirige Justino al Senado de Roma. También a él le toca aceptar la muerte por la fe que había recibido y transmitido. En el momento de su martirio, el filósofo cristiano no está solo, sino rodeado de sus discípulos. Las actas nos citan seis de ellos 14. Esta presencia, esta fidelidad hasta en la muerte, eran el homenaje más emocionante que se pueda ofrecer a un maestro de sabiduría.

En este hombre de hace dieciocho siglos percibimos el eco de nuestras inquietudes, de nuestras objeciones y de nuestras certezas. Es un contemporáneo nuestro por su apertura de alma, por su voluntad de diálogo, por su capacidad de comprensión.


Blandina, la esclava de Lyon

Se llamaba Blandina. Menuda y endeble de cuerpo, tenía un alma delicada. Era un ser acariciador como el nombre que llevaba: era un nombre latino, pero podía ser de origen esmirniota o frigio. Era esclava, lo cual significaba que no tenía existencia social. Era una mujer entre los dos millones de seres que padecían la alienación en su carne y en su honra: incluso los lazos de familia le estaban prohibidos. Para ella, como para tantas otras, no existía ninguna esperanza de vivir como todo el mundo, ni de escoger a un ser querido. Todo el sueño de jovencita se estrellaba contra los barrotes de la condición servil. Nada podía borrar de su mano la quemadura que le recordaba día y noche que era un objeto y no una persona, que pertenecía a otra persona y no se pertenecía a sí misma.

Un rayo de luz alumbraba su existencia: estaba al servicio de una dama acaudalada de Lyon, cuya verdadera riqueza consistía en su delicadeza y su humanidad para con los más humildes. Esta era cristiana; su fe le había enseñado la manera de trastocar el orden social injusto amando a los demás, empezando por los más necesitados, y a encontrar en el más pequeño la ternura del Padre de los cielos, que velaba sobre él.

La rica lionesa no podía encerrar dentro de sí misma la alegría de su descubrimiento. ¿A quién contárselo? ¿Con quién compartir la fe que estrenaba? Precisamente tenía a su servicio a una esclava esmirriada pero encantadora, Blandina. Le confió la gran nueva que había cambiado su vida. Para la esclava fue un deslumbramiento. Le pareció escuchar cómo sus cadenas caían, cuando quien hasta ese momento había tenido sobre ella derecho de vida y de muerte, de repente se le presentó como una hermana mayor, una madre querida, que Dios había puesto en su camino.

Blandina fue introducida en la comunidad de los hermanos y de las hermanas de Lyon por aquella cuyo nombre ha callado la historia. Allí se encontró con el noble Atala, con Alejandro, el médico que había venido de Frigia, y con los demás que, de primer momento, causaron impresión a su timidez. Su lozanía, su espontaneidad, la fuerza de su fervor conquistaron rápidamente a todos los que, mejor asistidos por la fortuna o por su rango social, supieron ver la calidad de esta esclava. Basta con leer la carta de la comunidad para darnos cuenta del lugar que en ella ocupó15. Todos la arroparon con su cálida presencia cuando el obispo Potino le confirió el bautismo. Verosímilmente la que la había llevado a la fe se prestaría a ser garante de su fidelidad.

La vida cotidiana recobró su ritmo. El trabajo no había cambiado, pero ahora era más liviano. Blandina no dejaba transparentar nada de su cambio, manifestaba hacia su ama la misma deferencia y le prestaba los mismos servicios. Pero la relación entre ambas había adquirido mayor profundidad y mayor significado. Donde las diferencias de condición podrían chocar, la fe había tejido lazos invisibles. Pero esta fiesta diaria no duró.

Se acercaban las festividades en las que, todos los años, en el mes de agosto, se reunían en la confluencia de los dos ríos las tres Galias, representadas por sus delegados. Desde todas las provincias acudía la multitud. Un gran mercado, como una feria universal, se celebraba en la ciudad en fiestas. En ninguna otra ocasión tenía la autoridad más preocupación por vigilar las reacciones de la plebe. Los cristianos tenían prohibido aparecer en público. Pero la intervención de unos presuntuosos fue suficiente para desencadenar un tumulto. No se detuvo ahí el movimiento popular. Los cristianos fueron espiados en sus casas y buscados por la policía; los esclavos paganos fueron sometidos a tortura para que denunciaran a sus amos cristianos. Bajo la presión de los soldados, los acusaron de todos los crímenes que creaba la imaginación popular. La autoridad, cómplice, fingió ignorar el rescripto de Trajano.

Blandina fue detenida junto con su ama, la desconocida, que echó en olvido su propia suerte para no pensar más que en su esclava, tan frágil —pensaba—, que sería incapaz de mantener firme su fe en público. Blandina fue un prodigio de energía y de valor. Condenada a tormentos, su fortaleza acabó por cansar y agotar a los verdugos. Se relevaban durante todo el día y, al llegar la noche, ya sin fuerzas, se extrañaban de ver que un cuerpo tan machacado respiraba todavía 16.

Y la enviaron otra vez al calabozo, cuyo aire hicieron irrespirable de intento. La presencia de los hermanos y su delicadeza sostenían a la mártir. La pausa duró poco. Nuevos suplicios esperaban a los confesores de la fe. Blandina fue suspendida de un poste sobre un estrado, expuesta desnuda a las miradas de los espectadores, más rapaces que las fieras, para ser pasto de las bestias.

Los hermanos no tenían ojos más que para ella. Una mirada hacia ella los llenaba de orgullo y de valor. Menuda, endeble, despreciada, no sólo era el símbolo del valor, sino como una presencia de Cristo en medio de ellos. «Los hermanos creían contemplar —dice la carta— en su hermana a Cristo crucificado por ellos» 17. Ninguna bestia tocó a Blandina, como si las bestias fueran capaces de tener más humanidad que los hombres. El populacho no tuvo ni un solo gesto de piedad.

Las fiestas duraron varios días. A los juegos de gladiadores y a la caza del hombre, acosado por tener fe, sucedían los concursos de elocuencia en lengua griega y latina 18. Todas las clases disfrutaban con esto, tanto los más refinados como los campesinos y los plebeyos. Cada día los combates de gladiadores fueron sustituidos por los suplicios de los cristianos, echados a la arena de dos en dos como los gladiadores, espectáculo barato que se arrojaba al populacho.

Blandina y Pontico fueron reservados para el último día. Testigos presenciales de todas las pruebas por las que habían pasado sus hermanos y hermanas, nada pudo tambalearlos. La masa, presa de una histeria colectiva —como en los ejemplos que la historia nos ha ofrecido recientemente—, irritada por una tal entereza, no prestó oídos ni al pudor ni a la piedad.

El adolescente entregó el alma en la tortura. Blandina quedó la última ese día de fiesta. Ella misma se puso en manos del verdugo. Primero la flagelación desgarró sus espaldas. La expusieron a las fieras y éstas se limitaron a mordisquearla. Pasó también por la silla de fuego. Por último la metieron en una red y la expusieron ante un toro enfurecido que la tiró por los aires; cayó al suelo molida. Como insensible, Blandina proseguía la conversación con Aquel que su corazón había escogido y la esperaba. Aburridos los verdugos, acabaron por degollarla. Los paganos, quizás avergonzados por su barbarie, reconocían: «Realmente, nunca hemos visto en nuestra tierra sufrir tanto a una mujer» 19.

«La sierva Blandina mostró que se había realizado una revolución. La verdadera emancipación del esclavo, la emancipación por el heroísmo, fue en gran parte obra suya»20. Verdaderamente ella es la protagonista del relato. Los antiguos martirologios que encabezan la lista con su nombre, le rinden ese mismo homenaje. Su valor y su martirio realzan al mismo tiempo la condición de la mujer y la de la esclava. Son un testimonio de la nobleza del corazón.

Lejos de sofocar la religión nueva, la persecución del año 177 no hizo más que propagarla por todo el suelo galo, incluso más allá. El maestro de obras de esta actividad evangelizadora fue el heredero del anciano obispo Potino, que murió en la tormenta: fue Ireneo.


Un obispo y un misionero: Ireneo de Lyon

Ireneo armonizaba en sí mismo cualidades y tendencias que, de ordinario, no van a la par: inflexibilidad en la doctrina, flexibilidad en las relaciones humanas, intrepidez frente a las afirmaciones agnósticas, mansedumbre con las personas (los sacerdotes que rectificaban y se arrepentían). Sin dejar de ser un polemista vigoroso, mordiente, irónico, sabe ser siempre pastor; la pelea leal no le impide nunca respetar a su oponente, aunque sea un hereje, ni le impide buscar la paz cuando las verdades esenciales no sufren menoscabo. Podemos decir, con palabras de Juliano: «el hombre de Estado introducido en la Ciudad de Dios».

Cuando la persecución del año 177, Ireneo está en la plenitud de la edad: inteligente, astuto, ponderado, lleno de celo por el Evangelio, dispuesto siempre a escribir y a luchar, diligente en la defensa y la propagación de la fe. La comunidad le escoge para dirigir la iglesia de Lyon y de Vienne.

¿Quién es este joven obispo? ¿De dónde procedía? Igual que muchos de sus fieles, había venido de Frigia, quizá de Esmirna, cuya comunidad cristiana conoce y donde había tratado al anciano obispo Policarpo, como él mismo cuenta en una carta dirigida a Florín, que el historiador Eusebio nos ha conservado21.

Florín había caído en la herejía. Ireneo hace esfuerzos por recuperarlo para la ortodoxia:

Te he visto —escribe— cuando yo era todavía un niño, en el Asia inferior, al lado de Policarpo; disfrutabas de una posición brillante en la corte imperial y procurabas que Policarpo tuviera un buen concepto de ti. Tengo un mejor recuerdo de estos acontecimientos de entonces que de los de hoy. En efecto, lo que se ha aprendido de niño se va desarrollando al mismo tiempo que el alma, formando una sola cosa con ella. Te puedo decir hasta el lugar en el que el bienaventurado Policarpo se sentaba para charlar con nosotros, sus idas y venidas, el tenor de su vida, el aspecto de su cuerpo, las alocuciones que dirigía a la muchedumbre, cómo nos contaba sus relaciones con Juan y los otros que habían visto al Señor, cómo repetía las palabras de todos ellos, lo que había aprendido acerca del Señor, de sus milagros, de su enseñanza; en una palabra, cómo Policarpo había recibido la tradición a través de quienes habían visto con sus ojos al Verbo de vida. Todo lo que nos relataba estaba de acuerdo con las Escrituras. Y escuchaba esto atentamente, por el favor que Dios ha tenido a bien hacerme, tomaba buena nota sin tener que echar mano de papel y, por la gracia de Dios, no paro de rumiarlo fielmente.

Apenas una generación separaba a Ireneo del apóstol Juan. Su juventud se había empapado en el recuerdo que los testigos de los orígenes cristianos cultivaban piadosamente; este recuerdo lo marcó para toda su vida. Los fieles de Lyon, que lo envían en misión a Roma, destacan esta fidelidad que lo caracteriza: «Lo tenemos en gran estima por su celo hacia el testamento de Jesucristo»22.

Como obispo de Lyon, la actividad de Ireneo se desarrolla en dos frentes: se dedica a la población gala, principalmente del campo, cuya lengua «bárbara» él conoce y habla.

Impulsa la evangelización hacia el norte: Dijon, Langres, Besancon y hasta las orillas del Rin. La proliferación de los gnósticos en las Galias da lugar por su parte a una actividad literaria y teológica, para defender la integridad del mensaje cristiano contra las intenciones gnósticas que tratan de atomizarlo. El obispo de Lyon es en cierto modo la conciencia de la Iglesia en un momento crucial de su historia. Niega a los jefes de la escuela su autoridad; no enseñan la verdad válida, sino elucubraciones de su espíritu. La autoridad de la Iglesia y los obispos proviene no de su valor personal, sino del cargo de que son investidos y de su fidelidad a la tradición, a la fe transmitida.

Las obras que se conservan de Ireneo obispo nos permiten mejor sacar un concepto de Ireneo hombre. Su lengua es fluida, conoce los autores paganos y los filósofos; incluso cita a Hornero. Pero no confía en el pensamiento profano, que no es la patria de su alma; ve en él la sentina de la gnosis, cuya acción devastadora él puede calibrar mejor que nadie.

Ireneo no sólo posee una gran probidad intelectual —estudia directamente los textos gnósticos—, sino que también respeta a cada individuo, aunque sea un adversario. En la refutación del gnosticismo no pone ninguna mala pasión, ninguna agresividad. Todo lo más deja traslucir una punta de humorismo, que destila salud y equilibrio. Sabe distinguir entre la persona y el error. Hasta en la controversia sigue siendo pastor, pues los gnósticos también son ovejas suyas.

Una vez escribió: «No hay Dios sin bondad». Tiene la riqueza doctrinal del pastor, el sentido de la mesura, la atención a las personas. De él se desprende algo del estilo de Juan: un calor, una pasión contenida, un fervor que se expresa menos en la elocuencia que en la acción, el sentido de lo esencial, pero también la perspicacidad que vislumbra la gravedad de las primeras grietas en el edificio.

Ireneo escribe con sencillez y corrección. A veces se apodera de él la emoción, su tono se eleva hasta, la elocuencia. He aquí cómo acaba el comentario al capítulo cuarto de los Hechos de los Apóstoles:

Esta es la voz de la Iglesia, ahí es donde la Iglesia tiene su origen: ésa es la voz de la metrópoli de los ciudadanos de la Nueva Alianza; éstas son las voces de los Apóstoles, éstas las voces de los discípulos del Señor, de sus hombres verdaderamente perfectos, que recibieron la perfección del Espíritu23.

Más difícil de descubrir es su hombre interior. Pertenece a esa Asia en donde florecen los carismas del Espíritu. El obispo ha vivido en un clima espiritual en el que la perspectiva del martirio fomentaba la exaltación mística. Conoció los rasgos de Potino, de Alejandro y de Blandina, que habían confesado la fe en Lyon. Se le ha podido atribuir la carta que cuenta a los hermanos de Frigia su maravillosa epopeya24. Sentía inclinación hacia las manifestaciones extraordinarias del Espíritu. Este cristiano ponderado era milenarista, creía en el reinado inminente del Señor y que duraría mil años.

En Adversus Haereses, la oración atraviesa el texto25. Es como un brotar espontáneo de su alma, una confidencia que se le escapa. Su discreción oculta la brasa bajo la ceniza. Sus impulsos místicos brotan de una fe robusta expresada delante de Dios. La dificultad y la amenaza se alejan de él cuando se vuelve hacia el Dios de su vida. Incluso su libro de refutación, lo ha escrito en presencia de su Señor, como una confesión del Dios de Abraham y del Dios de Jesucristo. Cuando define al hombre cristiano, se define a sí mismo: «La gloria viva de Dios»26.

San Ireneo va teniendo hoy más actualidad. Y esto es de justicia. Pocos escritores de los primeros siglos cristianos han envejecido menos, y pocos son aquellos cuya calidad el tiempo subraya más. El mismo es como esa ánfora de la que él dice que está embalsamada por el perfume que contiene. Son pocos los teólogos, incluso de tiempos recientes, que arrojen más luz sobre los grandes problemas que nuestro tiempo somete a nuestra consideración; no porque él se los plantea, sino porque su pensamiento estimula nuestra reflexión y le abre caminos.

Sería fácil poner ejemplos —tanto si se trata de cuestiones de teología de la historia como de antropología cristiana— que mostrarían la riqueza de su pensamiento matizado y las perspectivas que ofrece a la reflexión. Las ideas que defendió se han impuesto a la Iglesia. Sus puntos de vista acerca de la historia son como una anticipación.

Lo que llama la atención en Ireneo —como en Newman, más cercano a nosotros— es la unidad que existe entre su persona y la doctrina. Lo que en él seduce es la calidad humana de su fe, su caridad hacia el hereje, al cual, más que convencerle de que está en el error, lo que hace es llevarlo a la verdad. También es un maestro del diálogo ecuménico, en toda su autenticidad.

Ireneo es al mismo tiempo profeta del pasado y profeta del futuro. Su enraizamiento en la verdad recibida le permite todas las audacias y le proporciona las intuiciones teológicas de las que todavía hoy estamos viviendo. Para nuestro tiempo, que todo lo cuestiona, que tan sensible se muestra ante lo auténtico y lo que suena a verdad, es quizá, más que otra cosa, el profeta del presente.


Una joven madre de África: Perpetua

El emperador Septimio Severo, que vivió a caballo entre los siglos II y III, endureció la postura del Estado frente a la difusión del cristianismo. Es el responsable del martirio de Potamiana y de Basílides en Alejandría, del de Felicidad y Perpetua en Cartago. Perpetua, que posiblemente nació el mismo año en que morían los primeros mártires africanos de Scili, pertenece todavía al siglo II. Los documentos que nos han llegado dibujan de ella un vigoroso retrato27.

Funcionarios de África, en la ciudad de Thuburbo (la actual Theburba), a cuarenta y cuatro kilómetros al oeste de Cartago, detienen a cristianos, acusados de haber infringido el edicto imperial. Son todos jóvenes, como su misma comunidad; algunos no son todavía más que catecúmenos. La joven iglesia los ha reclutado en los medios más diversos: Felicidad y Revocato son de condición humilde, Urbia Perpetua pertenece a una de las familias importantes de la ciudad.

Los padres de Perpetua habían cuidado de su educación y le habían dado una formación brillante. A lo largo del proceso, su padre no oculta que ella ha sido siempre su preferida: era su única hija. La ciudad entera hablaba todavía del sonado matrimonio que la había introducido en la aristocracia local. Curiosamente, en las Actas del martirio no se nombra nunca a su marido.

Ya hechos presos, sin duda en la casa de un magistrado vigilados por los guardas, los acusados agravan su condición recibiendo el bautismo. La muchacha, que podríamos imaginarla como exaltada, hambrienta de lo sobrenatural, sin embargo dice sencillamente: «El Espíritu Santo me inspiró no pedir al agua más que la fortaleza para resistir en mi carne» 28. Está lejos la arrogancia montanista.

Una vez bautizados, los detenidos caen bajo la jurisdicción proconsular y se les somete a un proceso capital. Saturio, que había evangelizado a ese grupo, se denuncia a sí mismo y se une a ellos para compartir su suerte, igual que ellos habían compartido su fe. Todos son enviados a Cartago, a una prisión anexa al palacio proconsular, en las pendientes de Byrsa. Poseemos el diario de cautividad de Perpetua, en el que el relato de los acontecimientos y la anotación de sus impresiones personales destacan como en alto relieve su personalidad.

Es joven y bella; su nobleza natural inspira respeto incluso antes que admiración. Hasta en la arena su mirada «obliga a los espectadores a bajar los ojos»29. Carácter alegre, naturaleza sensible y afectuosa, animadora de su entorno, es también delicada y sonriente al mismo tiempo: «He sido siempre alegre —anota ella—. Seré aún más alegre en la otra vida» 30. Perpetua nació para ser feliz, para la alegría de vivir y para compartir esa alegría; pero también es capaz de decisión heroica y de firmeza inquebrantable, cuando la fidelidad a Dios la enfrenta con su familia.

Apenas bautizada, ya aspira al martirio. Todos sus parientes se sublevan contra su resolución: su madre, su hermano, sobre todo su padre, pagano inveterado, y esa criatura que todavía no habla pero cuya sola existencia debería frenarla, a la que amamanta hasta el final, y que ilumina los largos días de su cautiverio.

El encarcelamiento pone cruelmente a prueba su sensibilidad de mujer que ha conocido el lujo. Anota en su diario, el primer día: «Día doloroso»31. Sufre con el calor sofocante, su delicadeza siente repugnancia con los olores agresivos y la promiscuidad de la cárcel. Además, cristianos y cristianas se ven continuamente acosados por los soldados carceleros, que quieren sacarles dinero. «Pero, sobre todo —señala Perpetua— la inquietud me devoraba, a causa de mi criatura»32.

Al cabo de algunos días, «la prisión —escribe— se convirtió para mí como en un palacio y me encontraba allí más a gusto que en cualquier otro sitio»33. Esta mujer joven tenía una singular facultad de adaptación. Los diáconos y la comunidad de Cartago acuden en su ayuda; consiguen, a fuerza de dinero, suavizar el trato por parte de los carceleros. Los padres de Perpetua van a visitarla. Pero lo más importante es que le han devuelto a su hijo y, desde ese momento, lo amamanta con regularidad.

Generosa hasta el heroísmo, su firmeza no ha endurecido su sensibilidad, sino al contrario, continúa amando con la misma espontaneidad y el mismo afecto a los suyos, a quienes ve sufrir y quiere ayudar. Sufrir no es nada, pero hacer sufrir a las personas amadas es un suplicio. Su fe no ha cambiado su corazón, pero la ha enriquecido. Si por un lado se siente desolada al ver a su familia triste y abatida, por otro lado se consuela persuadiéndose de que los suyos acabarán por comprender su decisión y por compartir con ella su esperanza. Uno de sus hermanos es ya catecúmeno. Sin embargo, ella sigue sintiéndose como descuartizada entre su piedad filial, su amor maternal y su deseo del martirio que su fe ha hecho nacer en su corazón. En ningún momento habla de su marido.

Su primer pensamiento en la cárcel es para su hijo. Y en cuanto puede recibirlo y conservarlo con ella se colma de alegría. El amor maternal es el punto vulnerable de ese corazón heroico por el poder de la gracia. Por este flanco es por donde los suyos atacarán su firme decisión. «Mira a tu hijo, que no podrá sobrevivir»34, le objeta su padre. Y esta escena se repite ante el tribunal. «Mi padre vino —cuenta ella— con mi hijo; me tomó aparte y con tono de súplica me dijo: ten piedad de tu hijo». El magistrado, visiblemente emocionado, se siente paternal y la exhorta: «Salva a tu hijo». La joven madre se mantiene inflexible35.

Cuando la vuelven a llevar a la cárcel, piensa en su hijo. Le pide al diácono que se lo traiga. «Pero mi padre no quiso dárselo —escribe ella—. Por voluntad de Dios mi hijo no volvió a pedir de mamar y se me retiró la leche. De esta forma desaparecieron mis inquietudes por mi hijo y los dolores de mis senos»36. Sigue siendo mujer y madre hasta en las situaciones más heroicas. Dios parecía acudir en ayuda de la madre para permitir que venciera a su sensibilidad maternal.

El forcejeo de Perpetua con su padre no fue menos dramático. Lo amaba y se sabía amada por él. Este hombre notable de Thuburbo se sentía ofendido en su honorabilidad y herido en su ternura por la resolución de su hija, que él calificaba de cabezonería y de locura.

En su ternura, se deshacía por resquebrajar mi fe. Padre —le dije— ¿ves ese jarrón, o ese cántaro, o cualquier otro objeto?

—Lo veo —dijo mi padre.

—¿Se le puede dar otro nombre que el que tiene? —le dije.

—No —me respondió.

—Pues bien, yo no puedo darme otro nombre más que mi verdadero nombre: soy cristiana37.

El padre no se dio por vencido. Jugó con toda clase de sentimientos, brutal o tierno, irritado o desesperado. Perpetua quedó tan agotada que «le daba gracias a Dios y se alegraba cuando él estaba ausente» 38, cuando su padre no iba a verla durante unos días.

En la cárcel de Cartago, a falta ya de argumentos, el padre se puso patético. Recurrió a la ternura y a los recuerdos de familia:

Ten piedad, hija mía, de mis blancos cabellos. Ten piedad de tu padre, si es que todavía soy digno de que me llames padre. Si te he criado con mis manos hasta la flor de la edad, si te he preferido a tus hermanos, no me entregues a la burla de los hombres. Piensa en tus hermanos, piensa en tu madre y en tu hermana, piensa en tu hijo, que no podrá vivir sin ti. Revoca tu decisión, no arruines a toda la familia. Ninguno de nosotros podrá volver a hablar como hombre libre, si llegas a ser condenada39.

El desgraciado padre se arroja a los pies de su hija, le cubre las manos con sus besos. La joven sintió que un escalofrío la estremecía. Pero no cedió. El padre se marchó desesperado.

La misma escena se repitió unos días más tarde, en pleno interrogatorio. Gracias a sus relaciones, el padre pudo entrar en el pretorio. Armó tanto ruido, que lo echaron a la fuerza e incluso recibió un palo. Y Perpetua, inquebrantable, pero siempre tierna, escribe hasta qué punto sintió ella ese golpe. «Ese golpe me alcanzó como si fuese a mí a quien habían pegado. Yo sufría por su ancianidad infortunada»40. El diario traiciona la emoción de la joven. Volviendo a la carga, el padre utilizó todos los argumentos, puso en juego todos los sentimientos. Perpetua escribe simplemente algo que expresa más de lo que dice: «Encontró palabras que habrían quebrantado a cualquiera»41. Lucha trágica la de esta joven mujer, descuartizada entre dos amores, dos universos, hacia los que su corazón se sentía impulsado, obligada a resistir ante su padre para permanecer fiel a la llamada del «Padre que está en los Cielos». La cautividad le permitió ir cortando, hilo a hilo, las amarras de la carne y de la naturaleza, para no vivir más que para la felicidad que una visión le había desvelado. Aquí acaba el diario de Perpetua. El relato de su muerte es de otro redactor.

La espera del martirio no hizo que Perpetua perdiera su manera de ser. Sabe combinar el humor con la grandeza de alma. Tratada con bastante dureza por un tribuno un tanto supersticioso, le lanza al rostro42: «¿Por qué niegas un buen trato a unos condenados de tanta categoría que van a combatir en el aniversario del César? ¿No depende tu reputación de que presentes en la arena unos presos bien alimentados?» El tribuno, desconcertado, a quien una joven había parado los pies, «sintió un estremecimiento y se puso rojo», dice el texto. Se necesitaba una personalidad muy singular para hacer enrojecer a un ayudante de la cárcel y llevarle a tener sentimientos más humanos.

El día del suplicio, los mártires son sacados de la cárcel y llevados al anfiteatro. «Sus rostros estaban radiantes, eran hermosos. Perpetua iba la última, con andar reposado, como una gran dama de Jesucristo, como una hija bienamada de Dios»43. En la puerta de la arena, quisieron poner a las mujeres las vestiduras de las sacerdotisas de Ceres. Perpetua se resiste tenazmente.

— Hemos venido aquí voluntariamente, para defender nuestra libertad.

La injusticia tuvo que ceder ante la justicia44, señala el cronista.

Perpetua y Felicidad, desvestidas, fueron envueltas, como Blandina, en una red y llevadas a la arena. El público, que con frecuencia era cobarde, si no fanático, «sintió un estremecimiento de vergüenza»45. Tuvieron que devolverles sus vestidos. Perpetua siente como si su alma estuviera en fiestas, se pone a cantar. Igual que aquella pequeña hermana suya de Lyon, está perdida en Dios. En pleno anfiteatro cae en una especie de éxtasis, que la hace insensible a lo que está pasando, insensible a las contusiones. La llevan a una habitación junto a la arena, y vuelve en sí; y pregunta: «¿Cuándo nos van a poner delante de esa vaca furiosa?»46. Le dicen que ya lo han hecho. Para convencerla tuvieron que mostrarle las señales del suplicio que tenía en el cuerpo.

A todo lo largo del heroico combate, Perpetua, fiel a sí misma, sigue natural y femenina. Pasa por momentos de debilidad, conserva hasta el final detalles de delicadeza y de pudores de mujer, e incluso gestos de «coquetería virtuosa», arreglándose el cabello y sujetándolo con una fíbula47. Como la Polixena antigua48, quería morir con decencia. Cuando se da cuenta de que su túnica se ha rasgado por un lado, junta los pliegues, para cubrirse las piernas, «más preocupada de su pudor que por el dolor»49.

Perpetua está preocupada por Felicidad, que acaba de dar a luz y que está pálida, «su pecho deja escapar gotas de leche»50. Cuando Perpetua ve que se cae, se acerca, le da la mano y le ayuda a levantarse. Aprovecha un momento de respiro para hablar con su hermano, el catecúmeno, y recomendarle a su familia y a los otros cristianos. «Permaneced firmes en la fe. Amaos los unos a los otros. Que nuestros sufrimientos no sean para vosotros motivo de escándalo» 51 .

Perpetua vuelve a la arena, ve caer uno por uno a sus compañeros y a su compañera. Finalmente le llega su turno. El gladiador la hiere con tan poco acierto que ella deja escapar un grito. Se rehace inmediatamente y es ella misma quien dirige contra su propia garganta la mano del gladiador novato. «Decididamente, una mujer como ésta no podría morir sino por propia voluntad»52, observa el redactor.

Así era la admirable mujer cristiana, cuyo diario, leído y releído en las comunidades de Africa y de toda la cristiandad, incluso en la iglesia griega, provocaba un escalofrío que no era de espanto sino de orgullo y de emulación53. Inscrita en los más antiguos martirologios, Perpetua forma parte del cortejo triunfal de mártires de San Apolinar el Nuevo, de Ravena. El mosaico la representa vestida con elegancia y con un porte noble: una gran dama. Está entre las primeras que arrancaron al pagano Libanios este grito: «¡Qué mujeres encuentra uno entre los cristianos!». Son ellas las que nos salvan de la apatía y de la mediocridad.
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1 Para Ignacio, Justino e Ireneo, hemos utilizado nuestra Guide pratique des Pares de 1'Eglise, París 1967 (nueva edición, con el título de Dictionnaire des Pares de 1'Eglise, París 1977).

2 Ep. Rom., 4, 2.

3 Ep. Polyc., 4, 1-3.

4 Ep. Eph., 7, 2.

5 Ep. Trall, 4, 1.

6 Ep. Rom., 4, 3.

7 Ep. Smyrn., 5, 1; 9, 2.

8 Ep. Eph., 2, 1.

9 Rom 3, 2.

10 Rom 7, 3.

11 Dial, 3-5.

12 1 Apol., 59-60.

13 2 Apol., 10, 8.

14 Acta Just., 4-6.

15 Su mayor parte se conserva en EUSEBIO, Hist. ecl., V, 1-4, de donde tomamos los detalles del retrato.

16 EusEBIO, Hist. ecl., V, 1, 56.

17 !bid., V, 1, 41.

18 ESTRABÓN, Geografía, 192, IV, 3, 2; SUETONIO, Cal., 20; JUVENAL, Sal., I, 44.

19 EusEBlo, Hist., ecl., V, 1.

20 E. RENAN, Marc Auréle, p. 312.

21 Euseaio, Hist. ecl., V, 20.

22 Ibid., V, 4, 2.

23 Adv. haer, III, 12, 5.

24 Tesis adoptada recientemente por NAUTIN, Lettres et écrivains..., París 1961, pp. 93-95.

25 Análisis detallado en nuestro libro La Priére, t. 2, pp. 113-124.

26 Adv. haer., IV, 20, 7.

27 Nos referimos esencialmente a la Pasión de Felicidad y Perpetua, cuya conclusión puede ser de TERTULIANO.

28 Pas. Perp., 3.

29 Ibid., 18.

30 /bid. 12

31 Ibid., 3.

32 Ibidem.

33 Ibidem.

34 Ibidem.

35 Ibid., 6.

36 Ibidem.

37 Ibid., 3.

38 Ibidem.

39 lbid., 5.

40 Ibidem.

41 Ibidem.

42 Ibid., 16.

43 /bid., 18.

44 Ibidem.

45 /bid., 20.

46 Ibidem.

47 lbid., 20.

48 EURIPIDES, Hécuba, 569.

49 Pas. Perp., 20.

S0 Ibidem.

51 Ibidem.

52 /bid., 21.

53 El epitafio de la mártir ha sido reconstituido con la ayuda de 35 trozos encontrados en la Basílica Mayor de Cartago.