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La vida cotidiana de LOS PRIMEROS CRISTIANOS - A.G.HAMMAN

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Símbolo de los Primeros Cristianos


Capítulo III

EL AMBIENTE SOCIAL
 


La procedencia social

Los oficios

Condición de la mujer

 


Apenas nacido, el cristianismo se extiende como el fuego en los matorrales. Si bien, como en la misma vida, la mayoría son los humildes y los pobres, ya desde la primera hora se adhieren a él discípulos de todos los estratos de la sociedad. Esta circunstancia no es menos notable que su expansión geográfica; tanto la una como la otra derriban las barreras sociales, étnicas y culturales, no por oponerse a ellas, sino por la fraternidad.

La procedencia social

El filósofo griego Celso se burla de la nueva religión cuyo fundador ha nacido de una madre trabajadora y cuyos primeros misioneros son pescadores de Galilea1. En esa misma época, los paganos se pitorrean porque las comunidades cristianas se reclutan principalmente entre la gente insignificante.

El Evangelio —dicen— no ejerce su seducción más que sobre «los simples, los pequeños, los esclavos, las mujeres y los niños»2. El mismo Taciano hace un retrato del cristiano de su tiempo: huye del poder y de la riqueza; es ante todo «un pobre y sin exigencias»3.

Una interpretación política del éxito del cristianismo pretende que se debe a una «revancha» del proletariado sobre el Imperio capitalista. Hay que precaverse contra una extrapolación tan tendenciosa y unos esquemas desmentidos por un análisis más riguroso4. San Pablo convierte en Tesalónica al procónsul de Chipre, Sergio Paulo5, y en Berea «a muchas mujeres nobles»6. Los judíos convertidos Aquila y Priscila poseen una casa en Roma y otra en Efeso; ambas son lo suficientemente amplias para acoger en ellas a la iglesia local en el triclinio o en el atrio7. Desde su origen la Iglesia convierte a personas acomodadas, a veces con fortuna. En Corinto, el tesorero de la ciudad se suma a la comunidad8.

Menos de un siglo más tarde, Plinio el Joven, poco sospechoso de tener prejuicios, envía al emperador Trajano, después de haberse informado, una imagen detallada de las comunidades cristianas en Bitinia, en las que se encuentran fieles de todas las edades, jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, esclavos y ciudadanos romanos, habitantes de las ciudades y del campo. Señala especialmente «su gran número» y la diversidad de su procedencia social9.

Lo que sabemos acerca de las comunidades contemporáneas de Cartago, Alejandría, Roma y Lyon, nos muestra grupos igualmente abigarrados10. La fe nivela las clases y elimina las distinciones sociales, cuando la sociedad romana lo que hacía era dividirse en compartimientos estancos y levantar barreras. Amos y esclavos, ricos y pobres, patricios y filósofos se agrupan y se funden en una comunión más profunda que la de la sangre o la de la cultura. Todos se aúnan en la elección común y personal, que les lleva a llamarse con toda verdad «hermano» y «hermana»11. Lo que produce una especie de «trauma» en el pagano socarrón es que todas las condiciones humanas se funden en la fraternidad cristiana. Esclavos o ciudadanos libres, todos tienen un alma de hombre libre12, y la conciencia de esa igualdad es tan fuerte que casi nunca se hace alusión a la condición servil en los epitafios cristianos13.

Tres ojeadas a las comunidades de Roma, de Lyon y de Cartago, nos permitirán obtener un panorama de su composición social.

La comunidad romana tiene el aspecto de una parroquia de gran ciudad: la lana basta del manto de los artesanos y de los esclavos se roza con los tisús de oro, suntuosamente orlados, que llevaban las matronas y los notables. Si bien los extranjeros y las gentes modestas fueron los primeros en abrazar el Evangelio, ya desde el siglo II la corte imperial se abre también con el cónsul Clemente y su mujer Domitila14. En tiempos de Cómodo encontramos al rico maestro de Calixto, un cristiano llamado Carpóforo, que pertenece «a la casa del César»15. Ireneo afirma incluso que existe un grupo importante de fieles en la corte imperial, donde se codean caballeros y esclavos16. Uno de los compañeros de martirio del filósofo Justino, Evelpisto, venido de Capadocia, es esclavo en la corte17. La favorita del emperador Cómodo, Marcia, si bien ella misma no es cristiana, mantiene relaciones con la comunidad de Roma18. En tiempos de Septimio Severo, la presencia de cristianos en la corte imperial es notoriamente pública, puesto que Tertuliano alude varias veces a ella19. Igualmente, es muy verosímil que cristianos formasen parte de la guardia pretoriana20.

En tiempos de Marco Aurelio, el Evangelio gana adeptos en la aristocracia. El mártir Apolonio —Jerónimo cree equivocadamente que es senador— pertenece a la nobleza. Varios miembros de la familia de los Pomponii son cristianos21. En el reinado de Cómodo, los romanos más distinguidos por nacimiento y por riquezas, con su familia y su casa, se unen a la comunidad cristiana22. Justino relata la conversión de unos esposos, que pertenecían a la sociedad rica de Roma y que llevaban un gran tren de vida, junto con sus servidores y las gentes de su casa23.

Roma, abierta a todas las influencias, y a todas las escuelas ve cómo afluyen a ella sofistas y filósofos. A mitad del siglo II Justino es el primer filósofo conocido de la comunidad cristiana. Simple miembro de la iglesia local, funda una escuela de filosofía cristiana cercana a las Termas de Timoteo, en casa de un tal Martín24. Justino otorga derecho de ciudadanía al pensamiento cristiano y, a los convertidos, el derecho a pensar. Gracias a él, pensadores como Taciano, el Sirio, engrosan las filas de la Iglesia. Marción, un rico armador llegado a Roma desde las orillas del mar Negro, atraído por la ebullición intelectual de la comunidad se une a ella y le hace donación de 200.000 sextercios, que le serán devueltos cuando él también se erige en fundador de una escuela y de una iglesia rival25.

El rostro de la comunidad romana ha cambiado mucho desde la muerte de Pedro y Pablo. Si la mayoría de los cristianos citados por la Carta a los Romanos tienen nombres de esclavos y de libertos26, ahora son numerosas las familias acomodadas y con fortuna, que proveen de fondos una caja para subvenir a las muchas necesidades de los hermanos de Roma y del Imperio. Su generosidad es provervial ya entonces. Ignacio de Antioquía y Dionisio de Corinto los alaban de un modo conmovedor27. Los ahorros son tan abundantes que los cristianos los colocan en el banco: por desgracia, eligen mal al banquero28, lo cual se repetirá frecuentemente a lo largo de la historia. Aunque llega muy lejos, la generosidad romana sostiene en primer lugar a los pobres y a las viudas de su propia comunidad. Ricos y desheredados se complementan. El Pastor de Hermas los compara «al rodrigón y a la parra, que se sostienen mutuamente »29.

El contrapeso de la riqueza de los que poseían muchos bienes eran los esclavos y los artesanos, los campesinos llegados de los alrededores de Roma cargados de impuestos. El lujo iba a la par que la miseria hasta tal punto que la asistencia a los pobres se había convertido en una institución del Estado. La fraternidad inspiraba un equilibrio en el reparto, como lo cuenta Justino: «Quienes están en la abundancia y quieren dar, dan libremente, cada cual lo que quiere, para asistir a los huérfanos, a las viudas, a los enfermos, a los pobres, a los prisioneros, a los huéspedes, en una palabra, a todos los que están necesitados» 30.

Apenas cien años más tarde, el diácono Lorenzo podía mostrar al emperador, que estaba decidido a apoderarse de las riquezas de la Iglesia, las mil quinientas viudas y los desheredados de la fortuna que subsistían gracias a ella31. Aunque sea exagerado, este dato es ilustrativo de la actividad que la comunidad desarrollaba para ayudar a sus miembros que estaban en la carencia.

Los hermanos llegan desde los lugares más diversos y se instalan en los barrios de la ciudad entre sus compatriotas, formando grupos nacionales32, y todos ellos entienden la lengua griega, que les mantiene unidos. Hablan esta lengua más o menos correctamente, a juzgar por los textos que leemos en los epitafios. Son simultáneas la lengua maltratada de un Apolonio, la ruda de un plebeyo procedente del campo y el hablar incorrecto de un africano recién instalado en Roma. Y la lengua griega es la que se utiliza en la liturgia hasta el siglo III, cuando el latín se impone33".

Más que cualquier estadística hay un hecho que muestra hasta qué punto en la comunidad romana se vive la fraternidad: dos obispos, con seguridad Pío y Calixto, eran esclavos de origen. ¡Podemos imaginar a los nobles Cornelii, Pomonii, Caecilii, recibiendo la bendición de un papa que todavía lleva el sello de su antiguo amo! Esta es la revolución del Evangelio. Influye en las estructuras sociales transformando el corazón de los hombres.

La comunidad de Lyon, mucho menos importante numéricamente que la de Roma, nos ofrece un cuadro social más matizado. Lyon no es Roma. En pleno apogeo de Roma, la comunidad, en su conjunto, se nos presenta joven. Está compuesta de extranjeros venidos sobre todo de Asia y de indígenas de todas clases. La matrona se encuentra con su esclavo en la asamblea. Al parecer, la Iglesia ha reclutado mucha gente entre la burguesía, cuya posición acomodada y cuya fortuna provocan envidias y explican las denuncias. La clase acomodada parece haber propagado el Evangelio entre empleados y esclavos. Todos los escritos de la comunidad que han llegado a nosotros están compuestos en griego, que es la lengua de la mayoría de los cristianos y de la liturgia.

La historia de los primeros mártires de Lyon especifica la composición social de la comunidad. San Gregorio de Tours nos ha conservado sus nombres: son una mezcla de latín y de griego34; no hay ningún nombre céltico. Atius y Atala —éste, originario de Pérgamo, había llegado a Lyon por asuntos de negocios— son personajes destacados35. Vetio Epagato es de nacimiento noble y habita la ciudad alta; el populacho no se ha atrevido a denunciarlo. Alejandro es un médico oriental muy conocido en la ciudad, Blandina es una simple esclava arrestada al mismo tiempo que su ama, sin duda una noble matrona, que ha propagado discretamente el Evangelio en su casa36. Incluso fueron apresados algunos servidores paganos, pues se daba por supuesto que los criados y los esclavos profesaban la misma religión que sus amos37.

El nivel social de los cristianos explica en parte el comportamiento odioso de la multitud cuando aparece Atala; éste había evidentemente prosperado, lo cual le permitió contribuir a sostener financieramente a la comunidad y hacer que participara de su fortuna38. Las mujeres debían de ser numerosas en la comunidad, y al gnóstico Marcos le llaman la atención, sobre todo las que llevan en sus mantos franjas de púrpura, lo cual era un signo externo de poseer fortuna39.

Pero en la comunidad lionesa, en donde los cristianos de buena posición económica lo sacrifican todo a su fe, no es la rica matrona, cuyo nombre incluso se desconoce, la que fija la atención de la historia, sino la insignificante Blandina, esclava de condición, en quien —según nos cuenta el relato de su martirio— la Pasión de Cristo parecía renovarse ante los ojos de los mártires y de los espectadores40. Los compartimientos clasistas se rompen y quedan abolidos por la práctica de una sola fraternidad en Cristo.

«De esta manera se abría el poema extraordinario del martirio cristiano, esa epopeya del circo que durará doscientos cincuenta años, y de donde surgirá el ennoblecimiento de la mujer y la rehabilitación del esclavo»41; a partir de entonces, los hombres eran juzgados por su fidelidad y por una cierta nobleza moral, fruto del Evangelio, y no por sus orígenes.

Los datos que Tertuliano nos ha dejado sobre la comunidad de Cartago son algo posteriores a los de Roma y Lyon. No obstante, nos permiten al menos conocer el medio ambiente en el que el Evangelio es anunciado. Los mártires de Scili son campesinos, granjeros o trabajadores rurales42. Lo que impresiona a Tertuliano de los cristianos de Cartago y lo que determina a este hombre de leyes a unirse a ellos es el espectáculo de su caridad y de su unidad, cuya descripción nos ha dejado en el Apologético43. Cartago es una comunidad muy variada, en la que las personas con fortuna, o al menos las bien situadas económicamente, son suficientemente numerosas para abastecer con regularidad la caja común. «El depósito de la piedad» servía para asistir a los hermanos pobres o perseguidos, especialmente, como dice Tertuliano, a los huérfanos, a las muchachas que no tenían dote para casarse, a los sirvientes que llegaban a la ancianidad, a los naufragados que siempre eran numerosos en un puerto, a los confesores de la fe, a los condenados a trabajar en las minas, a los encarcelados y a los desterrados.

Por esa misma época, la comunidad cristiana de Tuburbo, acaba de acoger a una mujer joven de la aristocracia local, Perpetua, y a su hermano pequeño, ante la desesperación de su padre que es pagano. La comunidad, que es reciente, está compuesta de gente joven. Se arresta a los jóvenes, que en su mayoría son catecúmenos, a quienes sus catequistas van a ver a la cárcel44.

El énfasis que el relato pone en la condición noble de la joven es prueba de que esto era excepcional. Los otros detenidos no se distinguen por su nacimiento, sino por su piedad, que es la única cualidad que en definitiva importa. Revocato y Felicidad eran de condición modesta, pero eran ciudadanos libres, probablemente casados45, de la forma que se casaban los humildes, bajo la chimenea y no con el rito de las matronas.

Las diferentes condiciones sociales se funden en una emulación de fraternidad: la noble Perpetua acude en ayuda de su compañera plebeya. Los tabiques que separan las clases se desvanecen en Cristo, que forja la unión de todos. Esto hará que Lactancio pueda decir hacia finales del siglo III:

Entre nosotros no existen esclavos ni amos. No hacemos diferencias entre nosotros, y todos nos llamamos hermanos, porque todos nos consideramos iguales. Sirvientes y amos, grandes y pequeños, todos son iguales por su modestia y por la disposición de sus corazones, que los aparta de toda vanidad46.
 

Los oficios

La profesión de cada cual señalaba a cada cristiano su lugar en la sociedad. Podía resultar un «impacto» o un obstáculo para el Evangelio, según comprometiera al cristiano o favoreciera su difusión. Todo dependía de la profesión o el oficio y de sus implicaciones sociales.

En Grecia, el trabajo manual era despreciado y en tiempos del Imperio todavía no era tenido en alta estima47. En los Estados colonizadores, que se enriquecen a costa del trabajo ajeno, el trabajo tiene algo de poco honorable. Para Apolonio de Tiana comerciar era venir a menos48. En Israel, incluso el mismo doctor de la ley tenía un oficio. Pablo fabricaba tiendas. Siguiendo esta línea, la Iglesia rehabilita el trabajo y la condición del obrero. En los epitafios, el obrero, la obrera, son alabados por haber sido unos buenos trabajadores49. Trabajar para vivir, sin espíritu de codicia, ni de avaricia, es el ideal cristiano50

Ya desde el siglo II, la cuestión del oficio plantea al cristiano un problema de conciencia: ¿Hay oficios honestos y oficios no honestos?51 ¿Cómo vivir en el mundo y evangelizarlo sin estar mezclados en el trabajo y en las diversiones, en los campamentos y en los comercios? Hay una búsqueda de legislación cristiana, que se va fijando lentamente hasta el siglo III. Esta legislación se va desprendiendo de la experiencia vivida y no se adelanta a ella.

En el siglo II, los fieles y la misma Iglesia buscan el modo de abrirse paso, mezclándose lo más posible con la vida de los demás, ejerciendo los mismos oficios que ellos, es decir, en una palabra: permaneciendo en el mismo trabajo que se tenía antes de la conversión. Esta lo que cambia es el espíritu y no el entretejido cotidiano de la vida:

Habitamos con vosotros este mundo —dice Tertuliano52 con arrogancia, en el año 197— utilizamos el foro, los mercados, los baños, las tiendas, los talleres, las hostelerías, las ferias y todos los demás lugares vuestros de comercio. Navegamos también con vosotros, y con vosotros servimos en el ejército y trabajamos la tierra y practicamos el comercio; igualmente con vosotros realizamos nuestros trabajos y vendemos nuestras obras para uso vuestro.

Son afirmaciones llenas de orgullo y pronto el polemista de Cartago se moderará. La primera actitud de quienes se convertían era conservar su oficio, una vez convertidos, como lo había recomendado el apóstol Pablo53, a quien Clemente de Alejandría54 parafrasea cuando escribe: «labra, decimos, si eres labrador, pero confiesa al Dios de las labores; navega, tú que disfrutas navegando, pero invoca al piloto del Cielo; la fe te ha sorprendido en el ejército, escucha al general que te ordena la justicia».

El trabajo de la tierra y del mar, los oficios manuales que servían a la colectividad, escultor, panadero, carpintero, sastre, tallador de piedras, alfarero, tejedor, ninguno de ellos planteaban problemas, siempre que no se trabajara para los templos paganos. Son numerosos los cristianos que ejercen estos oficios de poca categoría, por lo que Juvenal se permite tratarlos de gente de poca monta55. A los jóvenes cristianos se les anima a que aprendan uno de esos oficios56

El valor humanitario de la medicina, que parecía inspirado por Jesús mismo, estimulaba a los cristianos para ejercer esa profesión. Alejandro, en Lyon, la ejerce y a ella le debe su popularidad57. Dionisio, en Roma, simultanea el ejercicio de la medicina con el sacerdocio58. Lejos de ser un obstáculo, la Facultad de Medicina sirve a la Iglesia. En Frigia, un cristiano es al mismo tiempo bouleute y médico59.

La profesión de jurista o de juez no parece provocar reservas a los cristianos. A Minuncio Félix y a Tertuliano, les habría resultado difícil poner en tela de juicio la legalidad de su propio oficio. Arístides se limita a recomendar a los jueces «que hagan un juicio recto». Uno de los mártires africanos del año 259, Flaviano, es retor60, en términos de hoy, profesor de letras.

A primera vista, el comercio es admitido sin reticencias. Era la manera de mantenerse de numerosos cristianos. Ireneo, obispo de una ciudad comercial por excelencia, en donde muchos fieles prosperan en los negocios, tanto en aquellos tiempos como actualmente, en donde las esposas se visten de púrpura, reconoce sin reservas «la legitimidad de los bienes adquiridos por el trabajo de otros o antes de la conversión. E incluso, una vez admitidos en la fe, seguimos haciendo negocios. ¿Quién vende sin procurar sacar beneficio del comprador? Y recíprocamente quien compra procura aprovecharse del vendedor. ¿Quién se dedica a los negocios sin buscar en ellos el beneficio propio?»61. Sano realismo de un levantino que se ha hecho lionés.

Y mismo Tertuliano, en un libro que no peca de moderado reconoce que es legítimo dedicarse al comercio, siempre que se mantenga a raya a la codicia62. Los cristianos, por haber limitado el margen de beneficios a lo que hacía falta para la vida cotidiana, incurrieron al parecer en el reproche de ser improductivos y de no prosperar suficientemente63. Pero es posible que el enojo pagano estuviera provocado simplemente porque los cristianos pagaban honradamente sus impuestos64, cosa que siempre le ha parecido mal a un mediterráneo65.

El Pastor de Hermas66 la emprende con los hombres de negocios que han prosperado, dejándose absorber por sus riquezas hasta el punto de ahogarse en ellas y de deslumbrar a los mismos paganos, y se han distanciado de los negocios de Dios. Son como contratestimonios del Evangelio, pues pierden de vista que habitan una tierra extranjera. Frente a los cristianos enriquecidos e «instalados», el Pastor recuerda la incompatibilidad de la Iglesia con el mundo de aquí abajo. Esta advertencia se resiente todavía de la espera escatológica y recuerda a los cristianos de todos los tiempos su condición de peregrinos.

Clemente matiza más en momentos en los que el cristiano ya ha adquirido derecho de ciudadanía, y deja entender, en la rica metrópoli de Alejandría, que los comerciantes corren el riesgo de crearse necesidades falsas. La riqueza adquirida da origen a la inclinación por el lujo67.

Comerciar con el dinero, ya sea a base de transacciones bancarias ya sea con préstamos a interés, despierta inmediatamente reticencias, tanto más enérgicas cuanto que era una tentación constante para clérigos y laicos68. Todos los que manejaban dinero caían en la tentación de traficar. El diácono de quien habla el Pastor no se resiste69. ¿Cómo encontrar tesoreros honrados? Calixto, el futuro Papa, esclavo empleado al servicio de un banquero romano, si hemos de creer a Hipólito, que no le echa precisamente flores, se dio a la fuga con la caja de la banca en la que «las viudas y los hermanos» habían colocado sus economías. Acreedores y acreedoras acuden a Carpóforo, amo de Calixto, para que intervenga. El culpable, que fue apresado por los pelos, fue condenado a las minas de Cerdeña, lo cual le hizo sentarcabeza70. Aprovechó el favor de Marcia, favorita de Cómodo, fue puesto en libertad, fue hecho diácono de Ceferino y por último fue obispo de Roma.

«Banqueros, sed honrados». Esta exhortación, formulada por primera vez por Clemente de Alejandría71, y que fue atribuida a San Pablo y a Jesucristo mismo, introducida en la Constitución apostólica72, era una recomendación a la que se hacía poco caso. Había cristianos a quienes viudas y rentistas confiaban sus economías, incluso siendo clérigos —obispos o diáconos—, encargados de la caja común, y que estuvieron convictos de aprovecharse sin reparos de la generosidad de los hermanos73. La escalada del dinero, el ganarlo por todos los medios, incluida la usura en la que «mojan» hasta los mismos obispos africanos, va a acabar trágicamente por el perjurio de un gran número a la hora de la persecución74.

El servicio al Estado, ya se trate de funcionarios imperiales o municipales y hasta de soldados, no planteó de entrada ningún problema de conciencia a los cristianos del siglo II. Una vez convertidos, unos y otros continúan, según el consejo paulino, ejerciendo sus funciones anteriores de las cuales vivían. Un camarero de Trajano, llamado Jacinto, muere mártir75. Hasta un siglo más tarde la Iglesia no expresará determinadas reservas: La Tradición Apostólica76 prohibe a los cristianos ocupar cargos municipales.

El servicio militar77 se había convertido en una especie de servicio voluntario. Las clases subalternas se reclutaban en las capas modestas de la sociedad, y así se hacía de manera natural en regiones como Asia y Africa, que ya habían sido conquistadas por el Evangelio. El servicio militar exigía lealtad al Imperio y llevaba consigo el riesgo de hacer derramar sangre y de ofrecer incienso al emperador.

Desde el Apóstol Pablo hasta Justino e Ireneo, la lealtad al Imperio no ofrece reservas. Orgullosos de pertenecer al Estado romano, beneficiarios de su paz y de su prosperidad, los cristianos admiran al ejército que es el principal artífice de ambas. Se mueven en el simbolismo militar como pez en el agua. Las cartas paulinas resuenan de entrechocar de armas de la panoplia romana78. Clemente, en nombre de la comunidad de Roma, pone con orgullo como ejemplo el ejército a los fieles de Corinto: «Consideremos a los soldados que sirven a las órdenes de nuestros jefes; ¡qué disciplina, qué docilidad! ¡Qué sumisión para obedecer las órdenes! No son todos prefectos, ni tribunos, ni centuriones, ni cincuenturiones, pero cada cual según su rango ejecuta las órdenes del emperador y de sus jefes»79. ¿Y la Iglesia no se parece al Imperio, cuyo emperador es el alma y la cabeza?80. Estamos cerca de un Cristo imperator, revestido con la clámide de oro de los emperadores bizantinos81.

El filósofo Justino, hijo de colonos y quizá de veteranos romanos, no pierde su fibra militar. Evoca noblemente a los soldados del Imperio que comprometen su fidelidad y sacrifican su existencia82. Los objetores de conciencia no salen a relucir hasta un siglo más tarde.

En la época de Marco Aurelio, son numerosos los cristianos que sirven en las legiones romanas, especialmente en la XII, establecida en Melitene (Turquía), y en la III, establecida en Lambese (Africa del Norte). «Llenamos vuestros campamentos»83, alardea Tertuliano, sin duda en cargos subalternos la mayor parte; el ejército significaba la promoción de los modestos, para quienes el cargo de centurión era como el bastón de mariscal, y la pensión de veterano representaba la seguridad.

El milagro ocurrido en la legión de Melitene, en tiempos de Marco Aurelio84, inmortalizado en la columna aureliana de Roma, da testimonio de la presencia de cristianos en el ejército romano. Los autores cristianos nos dicen concretamente que el Dios de los cristianos vino a socorrer a todos los soldados sin excepción. Tertuliano quizá habría visto con mejores ojos que aplastase «el campamento del diablo», y tanto peor para los suyos.

Los soldados que se hacían cristianos no tenían ningún escrúpulo en servir al Imperio85. En el siglo III, Tertuliano, Lactancio y con más matices Orígenes, se interrogan: ¿Puede un cristiano escoger la carrera de las armas? Pregunta casi bizantina, si consideramos la proporción de soldados entre los mártires del siglo 1II86. Además era una cuestión un poco académica, en la medida en que los soldados cristianos vivían como al margen de las comunidades. En las reuniones litúrgicas se veían pocos uniformes. Y en la época constantiniana los martirologios serán expurgados: los soldados objetores de conciencia serán eliminados de ellos87.

Es cierto que la Iglesia del siglo II procura apartar a los fieles de la profesión militar, cuando no la prohibe. Es éste uno de los agravios que el patriota Celso88 echa en cara a los cristianos: les dice que están zapando los fundamentos del Imperio. «¿Qué ocurriría si todos hicieran lo mismo?: El emperador se encontraría pronto solo y el Imperio quedaría a merced de los bárbaros». Pero para Orígenes89 el emperador tiene más necesidad de cristianos que de soldados.

El oficio de las armas no es más que un caso particular de un principio más amplio. ¿Es que la situación del soldado es diferente de la de la Iglesia, que vive en el mundo? ¿Cómo mantenerse en la vocación sin resentirse de las contaminaciones y de los compromisos? ¿Está el cristiano condenado «a vivir como un eremita o como un gimnosofista?»90. Es curioso comprobar que Tertuliano es quien se levanta contra una reclusión semejante. Tarde o temprano, los cristianos mezclados en la vida del mundo se preguntarán cómo conciliar la vida de las dos ciudades. Lo veremos pronto.

En el siglo II, filósofos y sofistas son adulados por las ciudades y los príncipes. En la persona de Marco Aurelio, la filosofía dirige el Imperio. Cansados de una religión sin poesía y sin alma, los romanos se dirigen desde hace mucho tiempo hacia los maestros del pensamiento91. La filosofía se convierte en una escuela de espiritualidad y el filósofo se convierte en un director de conciencias y en un maestro de vida interior. Muchos de entre ellos, como escribe Clemente de Alejandría92 por experiencia, se acercan al cristianismo. Esta brusca invasión de la «inteligentzia», en una Iglesia mal preparada para asimilarla, representa una riqueza y un explosivo. Junto a un Justino, ¡cuántos filósofos mal convertidos que ponen en peligro la ortodoxia!

Los filósofos como Justino, que se hacen cristianos, lejos de considerar que la fe y la razón son incompatibles, alardean de llevar el manto de filósofo. La búsqueda de la verdad los condujo al Evangelio93, Platón es el pedagogo del Logos94. La Iglesia otorga carta de nobleza a la corporación.

¿No reclutaba la Iglesia gentes selectas como testimonio de la sabiduría evangélica? Taciano se muestra agresivo y Tertuliano, como es habitual en él, paradójico95. La efervescencia de los gnósticos y el pulular de las sectas hacen que la Iglesia aprenda el difícil diálogo entre la fe y el pensamiento. Los filósofos profesionales en la joven Iglesia emprenden una tarea de altos vuelos: «Platón, para predisponer hacia el cristianismo», según frase de Pascal; el encuentro del alma platónica con el alma cristiana marca una fecha.

La conversión de los filósofos y de los juristas plantea a la Iglesia el problema de la cultura y del estudio de la fe y de la filosofía, del lenguaje y de la comunicación. ¿No están las letras paganas tan contagiadas de parásitos por la idolatría como la ciudad? ¿Pero cómo no tener en cuenta la más noble de las herencias humanas? «¿Cómo rechazar —dice el mismo Tertuliano, en su tratado De la idolatría96los estudios profanos sin los que no pueden existir los estudios religiosos? Y ¿cómo podríamos instruirnos en la ciencia humana, cómo sabríamos pensar y actuar, puesto que la educación es la clave de la vida?».

En esta cuestión aflora por primera vez el enfrentamiento entre la fe y la cultura. Tertuliano no condena el estudio, con tal de que no se tome el veneno de los autores paganos97. Se empieza a dibujar desde el siglo III una cierta reserva ante los maestros de escuela y los gramáticos, que enseñan las letras profanas. La Tradición apostólica98 señala como línea de conducta: «Quien enseña a los niños haría mejor en dejar su oficio. Si no tiene otro oficio, se le permitirá enseñar». De hecho se encuentran pocos epitafios cristianos de gramáticos o de profesores99.

En cambio, la Iglesia desaconseja todos los oficios que tienen relación con la magia y la astrología100, los que tienen que ver con los juegos del circo: yóqueis, gladiadores o simples empleados en la organización de los juegos. Los oficios del teatro y la danza no eran mejor tratados: comediantes, mimos, pantomimas, danzantes y danzarinas eran con frecuencia reclutados en un ambiente mediocre o acababan cayendo en é1101.

La simple moral excluía a los prostituidos de uno y otro sexo, y con mayor razón a quienes negociaban con «el más antiguo oficio del mundo». Sin embargo, llama la atención que en la Tradición apostólica102 se hable de ello explícitamente como si no fuera así de por sí mismo. La sensibilidad de la época no era la nuestra.

Desde los primeros momentos los cristianos excluyen todos los oficios que tiene algo que ver con los cultos paganos, tales como la construcción o embellecimiento de los templos, proveer a las ceremonias o proporcionar ministros103. En este punto se produjo algún relajamiento: —«Hay que vivir»—, lo cual explica la réplica de Tertuliano104: «¡Tú adoras a los ídolos, puesto que facilitas que sean adorados!». La indignación de un sacerdote de Cartago llega al colmo cuando se entera de que un fabricante de ídolos ha sido promovido a cargos eclesiásticos105

Estas exclusiones llevaban al paro a muchos convertidos a quienes la comunidad tenía que volver a procurar trabajo o debía mantener. Fuera de los cultos paganos, el arte venía a carecer casi de objeto106 y muchos artistas y artesanos perdían su medio de sustento.

Para los cristianos ¿cómo vivir en una ciudad invadida por las divinidades? Era inevitable el enfrentamiento.

 

Condición de la mujer

¿Es la Iglesia misógina? No sería difícil formar un dossier tanto para afirmarlo como para negarlo. La realidad es más compleja. Por otra parte, no hay que perder de vista que conocemos la antigüedad sólo a través de lo que han dichos los hombres; las mujeres han estado mudas. Ciertamente juegan un papel activo en las comunidades cristianas. Tanto en Oriente como en Roma, y tanto en la Iglesia como en las sectas disidentes, mujeres, con frecuencia ricas de fortuna, contribuyen a la expansión cristiana, hasta tal punto que podemos preguntarnos si la Iglesia, en sus orígenes,‘ no era de predominancia femenina, como lo fue en la sociedad burguesa del siglo XIX.

Es sabido que en la época imperial las mujeres dan el tono del fervor y de la práctica religiosa107, pero ¿cómo explicar la seducción que el cristianismo ejerce sobre ellas? Tanto más cuanto que la frecuencia de los templos, sobre todo el de Isis, podía satisfacer las aspiraciones más variadas108. En ellos las mujeres buscaban —y encontraban— con mayor frecuencia hombres que la divinidad.

Una de las novedades del Evangelio consistía en enseñar la igualdad del hombre y de la mujer, la grandeza de la virginidad, la dignidad e indisolubilidad del matrimonio. El Evangelio asociaba la práctica religiosa a la pureza de los hombres. Estas afirmaciones se oponían a las ideas recibidas: condenaban la moral pagana.

Bajo el Imperio, la muchacha joven era desposada a una edad en la que todavía jugaba con las muñecas. Los matrimonios eran concertados por terceros o por agencias especializadas109. Concluida sin ningún atractivo, la unión se vivía sin dignidad. La fidelidad conyugal era maltratada: espectáculos, termas y festines favorecían encuentros que no tenían mañana110.

Tanto a las mujeres desenfadadas como a las de nobles exigencias, el Evangelio les trae un aire más puro, un ideal. Patricias y plebeyas, esclavas y matronas ricas, muchachas jóvenes y pelanduscas arrepentidas, en Oriente como en Roma o en Lyon, acuden a las filas de las comunidades111. Las mujeres que tienen fortuna mantienen a las comunidades con sus riquezas. Tanto en la Iglesia como en la disidencia gnóstica y sobre todo montanista, la mujer se impone hasta el punto de suscitar reticencias o mal humor un tanto misógino de hombres laicos y de clérigos. Para un cierto número de Padres, empezando por Tertuliano112 —que además estaba casado— la tentación es mujer y la mujer es tentación.

En Hierápolis, Asia Menor, las dos hijas de Felipe, que no es ciertamente el Apóstol, se ven rodeadas de veneración113. El obispo Papías las escuchaba estupefacto. Otra profetisa, Ammia, en Filadelfia a fines del siglo II, es muy influyente. Los Hechos apócrifos de diversos apóstoles otorgan un lugar preeminente a las mujeres en el apostolado de Juan, de Pablo114 y de Tomás. Es una hermosa rehabilitación de Eva, acusada de todos los males.

La conversión de Flavia Domitila, hermana del emperador Domiciano, si está probada, muestra que la corte imperial está tocada ya en el siglo I. En represalia, su marido fue ejecutado y Domitila fue exiliada a una isla115. Es posible que Marcia, favorita del emperador Cómodo, en cuyo harén había trescientas mujeres y trescientos muchachos116, haya sido cristiana, por muy desorbitado que esto pueda parecer a nuestra sensibilidad actual. Por lo menos Marcia demostró simpatía a los cristianos haciendo que fuesen liberados los confesores condenados a las minas de Cerdeña"'. J. B. de Rossi118 ha encontrado entre los epitafios cristianos los nombres de familias romanas emparentadas con los emperadores antoninos.

La evangelización de la mujer revoluciona profundamente a la sociedad antigua. Hubo otros, como Plutarco, que lucharon por la igualdad de la cultura. Los estoicos preconizaban la misma formación para los dos sexos. Pero esto fueron sólo aspiraciones sin impacto en la sociedad. El cristianismo actúa más que enseña. Otorga a la mujer carta de nobleza cristiana, dignidad de una existencia maltratada por el paganismo; enseña con insistencia su igualdad con el hombre119.

El celibato voluntario por el reino de Dios daba fuerza a la libertad y autonomía de la mujer y a la primacía de la esperanza cristiana sobre los deseos de la carne, en una época que seguía considerando a la prostitución como una consagración religiosa. Los paganos tropiezan continuamente con un testimonio que es superior a la bastedad de sus sentidos. El mismo Galieno no puede explicarse «esta especie de pudor que inspira a los cristianos el recato en el uso del matrimonio». Si bien es cierto que existe una corriente cristiana que no está conforme con la restauración de la dignidad del matrimonio sino que considera sospechosa su legitimidad, esto no es jamás expresión de la postura de la Iglesia, «los cristianós se casan como todo el mundo —afirma la Carta a Diogneto120-. Tienen hijos, pero no abandonan a sus recién nacidos». Indisolubilidad y fidelidad restablecidas, sobre todo para el marido, parecen exigencias inauditas. Minucio Félix121 podía sin dificultad clavar una puya a las calumnias: «¡Nos acusáis de falsos incestos, pero vosotros los cometéis verdaderos!».

Pero es cierto que la armonía conyugal, la igualdad de los esposos son menos acentuadas que la sumisión de la mujer y su papel de educadora. La rehabilitación de la condición de la mujer se va realizando lentamente, progresivamente.

Al mismo tiempo que la dignidad de la mujer, el cristianismo exige el respeto a la vida, en una época en que el aborto es moneda corriente en todas las clases de la sociedad, tanto en Egipto como en Roma. El emperador Domiciano obligó a su sobrina a que abortara; ésta murió a consecuencia de ello122, lo cual provocó una gran conmoción. La exposición de los niños no era una plaga menor. Poseemos la carta de un obrero egipcio a su mujer encinta, de la que está alejado, porque ella trabaja en Alejandría; le pide que haga desaparecer al retoño, si es niña123.

Hay que poner cuidado en no idealizar a la Antigüedad cristiana a toda costa, y menos al precio de la verdad. El Evangelio no cambió milagrosamente a los hombres ni suprimió todas sus debilidades. El Pastor124 aconseja saber perdonar y, si es preciso, volver a convivir con la persona arrepentida. Mejor es perdonar que ver cómo el cónyuge vuelve a la idolatría.

Este realismo contrasta con el espíritu exaltado de ciertas sectas que prohíben a la mujer su función maternal. Tomás, en los Hechos que usurpan su nombre, enseña a la hija del rey Gundafar el día de su matrimonio, junto con la fe, la continencia absoluta. «He venido a abolir las obras de la mujer»125.

Hay gnósticos que llegan a presentar el matrimonio como una prostitución. En el extremo opuesto, otras sectas gnósticas, Simón, Apeles, Marcos, explotaban la credulidad de las mujeres hasta confundirlas de tal modo que consentían familiaridades que la simple moral reprueba126.

Las dificultades son mayores para la mujer casada cuando se convierte al cristianismo ella sola y no su marido. Situación ciertamente frecuente a lo largo de los primeros siglos en todas las clases de la sociedad. La Didascalia127 no dramatiza esta situación y hasta los tiempos de Mónica y Agustín la mujer cristiana ha de mostrar a su marido el verdadero rostro del cristianismo; su calidad de alma puede finalmente llevar también al marido hasta el Evangelio. De todas maneras, los paganos iban repitiendo: «Introducen la discordia en las familias»128.

Los ejemplos abundan. Justino129 cuenta la historia de una romana de la buena sociedad que, convertida al cristianismo, se esforzaba en vano por sacar a su marido del libertinaje. Acabó divorciándose. Despechado, el marido la denunció como cristiana. Resentimiento conyugal que arroja una luz sobre los dramas domésticos de cada día. Tertuliano130 relata el caso del gobernador de Capadocia, Claudio, quien para vengarse de la conversión de su mujer, persigue a los cristianos.

La experiencia explica la reticencia de la Iglesia hacia los matrimonios mixtos entre un pagano y una cristiana. Tertuliano131 describe el riesgo y el desafío para la mujer casada: «Le será imposible cumplir sus deberes con el Señor, teniendo a su lado un servidor del Diablo, encargado por tal maestro de trabar su fervor y su piedad. Si ella desea asistir a la asamblea litúrgia, su marido la citará temprano en los baños. Si quiere ayunar, su marido organizará ese día un festín. Si debe salir, jamás tendrá tanto que hacer en casa». Y éste es un cuadro descrito por un hombre casado.

La conversión de una muchacha ensombrecía su porvenir. ¿Cómo encontrar partido en un grupo en el que la mayoría eran mujeres? Si la muchacha pertenecía a la aristocracia o a las clases dirigentes, su elección era todavía más limitada, en una comunidad donde los jóvenes casaderos eran de condición más modesta. En tiempos de Marco Aurelio, la patricia perdía su título de «clarísima» si se casaba con un villano. Por esta razón se veía a muchachas aristocráticas vivir en concubinato con libertos o incluso con esclavos, para no perder su título132.

Tertuliano reprueba esta manera de comportarse y exhorta vivamente a la muchacha cristiana a que prefiera la nobleza de la fe a la nobleza de la sangre. La armonía de la fe en un amor auténtico compensa ampliamente la diferencia social133. El papa Calixto tolerará esta práctica morganática y llegará incluso a autorizarla, a pesar del derecho romano, entre una persona de condición superior y un villano nacido libre o incluso un esclavo.

A las mujeres sin marido y en la plenitud de la edad, que arden por un hombre indigno de su propio rango y no quieren sacrificar su propia condición, les permitió —cuenta Hipólito escandalizado— como cosa lícita unirse al hombre, esclavo o libre, que hubieran escogido como compañero de lecho, y sin estar casados ante la ley, considerarlo como marido134.

Estas uniones libres, frecuentes en esa época, las autoriza el papa con la condición de que sean sancionadas por la Iglesia y se sometan a las reglas comunes de la fidelidad y de la indisolubilidad135. El riesgo de estos matrimonios, legítimos en el fuero interno, contraídos más o menos en la clandestinidad —pues el derecho no los reconocía—, consistía en que fueran estériles o en que llevaran a los cónyuges a practicar el aborto, antes que reconocer al hijo de un liberto o de un esclavo. El concubinato mismo autorizado por la ley disponía a la esterilidad voluntaria.

Aunque le disguste a Hipólito, que la emprende cruelmente contra el papa Calixto, hay que descubrirse ante el realismo de un pastor que supo liberar a la conciencia de los cristianos, que luchaban contra situaciones sin salida.

Los escritos de los autores cristianos de la época abundan en recomendaciones que constituían la levadura en un mundo decrépito. Tertuliano dedica todo un tratado al «velo de las vírgenes» para imponer y motivar su uso a las jóvenes cristianas. La Didascalia136 recomienda a las mujeres casadas que lleven cubierta la cabeza con un velo en la plaza pública y en la asamblea, para celar su belleza y no despertar malos deseos. Los baños mixtos, que las disposiciones del Digesto137 no pudieron suprimir, donde se encontraban mujeres de costumbres dudosas, están formalmente desaconsejados a los cristianos de uno y otro sexo138.

Las jóvenes viudas, a las que Pablo ya recomendaba que se casaran para evitar convertirse en víctimas de su ociosidad, son tomadas a cargo de la caja común. Las más fervorosas se agrupan en comunidades139.

En ningún sitio la dignidad y la igualdad de la mujer con el hombre resaltan mejor que en la gesta del martirio. El número de mujeres que encontramos en el martirio está en función de su heroísmo. Casi no existe relato que no mencione la presencia de mujeres o de muchachas140. Los paganos parece que con sadismo se ensañan especialmente en ellas, como si personificaran la victoria del cristianismo.

A pesar de las debilidades y de los tropiezos en el fervor de la fe, la comunidad cristiana buscaba hacer surgir otra sociedad, una sociedad nueva en la que las barreras sociales, étnicas, sexuales se derrumbaban ante la voluntad impetuosa de vivir con toda verdad la fraternidad cristiana. El hermano, la hermana, rico o pobre, aparece, a la ley del Evangelio, no según las categorías humanas, sino en la comunidad de una misma vida y de una misma acción de gracias.
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1 ORIGENES, Contra Celso, I, 28.

2 Ibid., III, 39; I, 62.

3 Orat., II. Ver A. DEMAN, Science marxiste et histoire romaine, en Latomus 1960, pp. 781-791.

4 A. BIGELMEIR, Die Beiteilung der Christen am Of fentlichen Leben, Munich 1902, pp. 211-216.

5 Hechos, 13, 6-12.

6 Hechos, 17, 4, 12.

7 Cfr. Rom 16, 5; 1 Cor 16, 19.

8 Rom 16, 23.

9 Carta, 10, 96.

10 Contra Celso, III, 9.

11 MINUCIO FELIx, Octavio, 9, 3; ARISTIDES, Apol., 15; LUCIANO, Peregrin., 1, 13; TERTULIANO, Apol., 39.

12 Contra Celso, III, 24.

13 Para las excepciones, ver H. LECLERCO, art. Esclaves, DACL, V, pp. 390-391. Cfr. también P. ALLARD, Les esclaves chrétiens, París 1900, p. 240.

14 DION CASIO, Hist., 67, 14; SUETONIO, Domitianus, 15; EUSEBIO, Hist. ecl. III, 17. Ver A. HARNACK, Die mission und Ausbreitung..., p. 572.

15 Cfr. HIPOLITO, Philosophoumena, IX, 12: CIL, VI, 13 040. Ver también para los «Cesariani equites», Acta Petri cum Simone, 4. Ver A. HARNACK, Mission..., p. 562.

16 Adv. haer., IV, 30, 1.

17 Acta Just., 4. Sobre la importancia de los esclavos orientales, ver M. L. GORDON, The Nationality of Slaves under the Early Roman Empire, JRT, 14, 1924, pp. 93-111.

18 HIPOLITO, Philosophoumena, IX, 12. Ver B. AURE, Le christianisme de Marcia, en Revue archéologique, 37, 1879, pp. 154-175.

19 Apol., 37, 4; Ad Scapula, 4.

20 De corona, 12.

21 G. DE Ross1, Roma sotterranea., II, tabl. 49/50, n. 22. 27; tabl. 41, n.

22 IRENEO, Adv. haer., IV, 30, 1.

23 2 Apol., 2.

24 Acta Just., 3, 3.

25 TERTULIANO, De praescript., 30.

26 H. LIETZMANN, ad loc.

27 IGNACIO, Ad Rom., 1; Hist. ecl., IV, 23, 10; cfr. VII, 5, 2.

28 HIPOLITO, Philosoph., IX, 12.

29 HERMAS, Similitudes, II, 1-8.

30 Apol., 67.

31 Passio Sixti et Laurentii, ed. Delehaye, Analecta Boli., 51, 1933, pp. 33-98.

32 G. LA PIANA, Roman Church at the end of 2 Century, en Harvard Theol. Review, 18, 1925, pp. 201-277.

33 G. BARDY, La question des langues dans l'Eglise ancienne, París 1948, pp. 87-94.

34 BARDY, ibid., p. 116.

35 Hist. ecl., V, 1, 10, 43.

36 Ibid., V, 1, 18.

37 Ibid., V, 1, 14.

38 Ibid., V, 1, 17.

39 Adv. haeres., I, 13, 3.

40 Hist. ecl., V, 1, 18-19; 41-42.

41 E. RENAN, El Anticristo, París, p. 175.

42 Relato publicado en nuestra Geste du sang, París 1953, pp. 60-62.

43 Apol., 39.

44 La pasión de Perpetua y Felicidad está traducida al francés en nuestra Geste du sang, pp. 70-86. De ahí tomamos estos detalles.

45 El texto no dice que Felicidad fuera de condición servil, y menos que fuera esclava de Perpetua. Ver la demostración de M. POIRIER, Studia Patristica, X, TU, 107, pp. 306-309.

46 LACTANCIO, Inst. div., V, 16.

47 LUCIANO, Fugitiv., 12 y ss.

48 FILOST1&ATO, Vita Apoll., IV, 32.

49 G. DE Rossi, Inscriptiones christ., I, 49, 62.

50 Basta con volver a leer las cartas de san Pablo.

51 IGNACIO, Ad Polycarp., 5, 1.

52 Apol., 42, 2-3.

53 1Cor7,17.

54 Protréptico, X, 100.

55 Sat., IV, verso 150.

56 Didascalia, XIX, 11, 1.

57 Hist. ecl., V, 1, 49-51.

58 G. DE Rossi, Roma sotterranea, I, p. 342, pl. XXI, n. 9.

59 El bouleute es el miembro de un consejo. Ver F. CUMONT, Les inscriptions chrétiennes d'Asie Mineure, en Mélanges d'archéologie et d'histoire, 15, 1895, n. 162.

60 Ver la pasión de Montano y Lucio, en la Geste du sang, p. 161.

61 Adv. haer., IV, 30, 1.

62 De idolatr., 11.

63 TERTULIANO, Apol, 42, 1.

64 Ibid., 42, 9.

65 Sobre esta cuestión, ver A. BIGELMEIR, Die Beteilung der Christen am Sf fentlichen Leben, p. 121.

66 HERMAS, Sim., VIII, 1; 20, 1-2; cfr. Sim., 1, 1-11, sobre todo, 5.

67 PAEDAGOGUS, II, 3.

68 Grave problema planteado con frecuencia a lo largo de la historia de la Iglesia, desde la Antigüedad hasta nuestros días.

69 HERMAS, Sim., IX, 26, 2. Ver nuestras Vie liturgique et vie sociale, París 1968, p. 97.

70 Se puede leer el relato bastante tendencioso en Philosophoumena, IX, 12.

71 Stromata, 1, 28, 177; ORIGENES, In Matth., 22. 23. 24; Ps. CLEM. ROM., II, 51; III, 50; XVIII, 20.

72 Const. ap., II, 36.NOTAS DE LAS PAGINAS 57-61

73 Ver por ej. HERMAS, Sim., IX, 26, 2.

74 CIPRIANO, De lapsis.

75 Ver H. DELEHAYE, Etude sur le légendaire romain, Bruxelas 1936, pp. 171-186.

76 Trad. ap., 16. Ver también TERTULIANO, De idolatr., 17; MINUCto FÉLix, Octavio, 8; ORIGENES, Contra Celso, VIII, 75.

77 Sobre los cristianos y el servicio militar, ver el libro clásico de A. HARNACK, Militia Christi, reed. Darmstadt 1963. Más reciente, J. M. HoRNUS, Evangile et Labarum, Ginebra 1960. Ver bibliografía razonada en J. Fontaine, en Concilium, 7, 1965, pp. 95-105.

78 Militia Christi, de Harnack es muy ilustrativa sobre este tema.

79 1 Clemente, 37.

80 SÉNECA, De clementia, II, 2, 1; I, 5, 1. En M. SPANNEUT, El estoicismo de los Padres de la Iglesia, París 1957, p. 388.

81 Ver A. HARNACK, Militia Christi, pp. 41-42, que ofrece un buen muestreo militar.

82 1 Apol., 39, 5.

83 Apol., 37, 4.

84 En TERTULIANO, Apol, 5, 6; Ad Scapul., 4; EUSEBIO, Hist. ecl., V, 5, 1-3; DION CASTO, Hist. Roman., VI, 71.

85 Ver J. GuEY, Encore la pluie miraculeuse, dans Revue de philologie, 22, 1948, pp. 16-62; 105-127. Poseemos varios epitafios de soldados roma-nos cristianos de los siglos II y III, cfr. Inscriptiones latinae christianae, ed. Diehl, n. 1593A, I593B.

86 Textos de HARBNACK, Militia Christi, pp. 57-73.

87 Cfr. H. AcHELIS, Das Christentum in den drei ersten Jahshunderten, Leipzig 1912, II, p. 442.

88 Contra Celsum, VIII, 68.

89 !bid., VIII, 73.

90 Apol., 42.

91 La obra clásica sobre este tema es el estudio de H. I. MARROU, Histoire de 1'éducation dans l'Antiquité, París 1948, sobre todo, pp. 283-296.

92 Strom., VI, 16.

93 IRENEO, Adv. haer., III, 25, 1.

94 1 APOL., 46; 2 Apol., 10.

95 Tertuliano escribe, no obstante: «Seneca saepe noster», De anima, 20.

96 De idolat., 10.

97 Ibidem.

98 Trad. apost., 16.

99 Algunas inscripciones en G. DE Rossi Inscriptiones christ., I, nn. 1242, 1167.

100 TACIANO, Orat., 8-11.

101 H. DAVENSON, Traité de la musique, Neuchátel 194, p. 104.

102 Trad. apost., 16. Ver también TERTULIANO, De spectaculis, 4.

103CIPRIANO, Ep. 2; TACIANO, Orat., 22, 23.

104 De idolatr., 6.

105 Ibid., 7, 3.

106 Ver el tratado de TERTULIANO, Contra Hermogenem.

107 ESTRABÓN, Geografía, 337, VII, 3, 4.

108 JUVENAL, Sátiras, IX, 22-26.

109 Código de Justiniano, V, 1, 6; Dig., L, 14, 3.

110 Una de las razones que explican la severidad contra los espectáculos era la puesta en escena de mujeres ligeras, que ponían en peligro la fidelidad conyugal. La mujer honesta perdía atractivo. Ver nuestra Vie quotidienne en A f rique du Nord au temps de saint Augustin, París 1979, cap. 6.

111 Para las reacciones paganas, ver por ejemplo ATENÁGORAS, Legatio, 11; ORIGENES, Contra Celso, III, 44.

112 Léase la excelente introducción de Fr. QUERE-JAULMES a La femme, col. Ictys, n. 12, París 1968.

113 EusEBIO, Hist. ecl., V, 17. Ver las observaciones de P. NAUTIN, Lettres et écrivains chrétiens, París 1961, pp. 66-68.

114 Hist. ecl., V, 17, 24. Leer también las observaciones de E. PETERSON, Frühkirche, Judentum und Gnosis, Friburgo 1959, p. 214.

115 EusEBIO, Hist. ecl., III, 16, 4; DION CASio, Hist. Rom., LXVII, 14, 1.

116 S. H. A. COMMODIEN, Hist. August., 5, 4.

117 HIPÓLITO, Philosophoumena, IX, 12.

118 Roma sotterranea, I, pp. 309, 315; II, p. 366.

119 Por ejemplo JUSTINO, Dial., 23; CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Paed., 1, 4.

120 Diogneto, 5, 6.

121 Octavio, 30, 2.

122 SuETONIO, Domit., 22; PLINIO, Carta, IV, 10, 6. Ver art. Abtreibung, RAC, I. 55-60.

123 Publicado por GRENFELL y HUNT, The Oxyrhinchos Papyri, IV, n. 744, en A. DEISSMANN, Licht vom Osten, Tubinga 1923, p. 134. Otros testimonios: Didaché, 2, 2; Bernab., 19, 5; JUSTINO, 1 Apol., 27-29; MINUCIO FELIx, Octavio, 32, 2; ATENAGORAS, Suppl., 35; TERTULIANO, Apol., 9; CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Paed., II, 10, 95-96. Ver también F. J. DOELGER, Antike und Christentum, 4, 1930, pp. 23-28.

124 HERM., Mand., IV, 9.

125 Acta Thomae, 11-12.

126 IRENEO, Adv. haer., I, 13, 4.

127 Didascalia, III, 10, 1.

128 ARISTIDES, Oratio platonica, 2, ed. Dindorf, II, p. 394. Ver no obstante P. DE LABRIOLLE, La réaction paienne, París 1934, p. 83.

129 2 Apol, 2.

130 Ad Scapul., 3.

131 Ad uxor., II, 4, 1, Ver también Apol., 3, 4. Ver CIPRIANO, De lapsis, 6; Testim., 3, 62.

132 TERTULIANO, Ad uxor., II, 8.

133 J. B. DE Rossl encontró en las catacumbas mujeres de la gran familia de los Cecilios llamadas simplemente honesta femina, porque segura-mente sus maridos eran de rango inferior (Roma sotterranea, II, p. 144). El cementerio de Domitila tiene un epitafio que un tal Onesíforo, posiblemente un liberto, hizo para Flavio Speranda, su clarissima faemina coniux.

134 HIPÓLITO, Philos., IX, 12. Cfr. A. L. BALLINI, Il valore giuridico della celebrazione nuziale cristiana, Milán 1939, p. 24.

135 Cfr. Trad. apost., 16.NOTAS DE LAS PAGINAS 66-77

136 Didasc., III, 8, 24. Ver ARISTIDES, Or., 15; Trad. apost., 18.

137 Cfr. QUINTILIANO, Inst. or., V, 9, 14; DION CASIO, Hist. rom., 49, 8.

138 Didasc., 111, 19, 1-2. Cfr. CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Paed., III, 5, 32-33; CIPRIANO, De hab. virg., 19; De lapsis, 30.

139 Ver nuestra Vie liturgique et vie sociale, pp. 140-143.

140 Por ejemplo EUSEBIO, Hist. ecl., V, 1, 17, 41, 55; VI, 5; VIII, 3, 14.