Paul Allard: Conclusión Final de las Diez Lecciones sobre el Martirio
El maravilloso testimonio de los mártires
Las diez lecciones de Paul Allard sobre el martirio en los primeros siglos
de la Iglesia resultan sumamente iluminadoras. Muestran la espiritualidad
pascual (pasión-resurrección) de los primeros cristianos con una claridad
que puede resultar cegadora para no pocos cristianos actuales.
Aquellos cristianos primeros, como Cristo, aceptaban perder su vida por el
Reino de Dios en este mundo; entendían con facilidad que no era posible ser
discípulo de Jesús sin tomar cada día su cruz; no pensaban, ni de lejos,
evaluar el cristianismo considerando su eventual éxito o fracaso en este
mundo; tampoco se les pasaba por la mente despreciar a la Iglesia al verla
rechazada y perseguida por los paganos; no soñaban siquiera que pudiera ser
lícito omitir o negar aquellas doctrinas o conductas que vinieran exigidas
por el Evangelio, aunque trajeran marginación, penalidades y muerte; estaban
dispuestos a perder prestigio, familia, situación cívica y económica o la
misma vida con tal de seguir unidos a Cristo, el Salvador del mundo.
Apostasía y rechazo del martirio
Esas primitivas actitudes martiriales han de ser recuperadas con urgencia
por el pueblo cristiano actual, empezando, claro está, por sus guías,
pastores y teólogos. Es verdad que en nuestro tiempo ha habido muchos,
muchísimos mártires, como recordábamos en la Introducción. Pero al mismo
tiempo es también verdad que en la historia de la Iglesia no se halla un
siglo en el que la apostasía haya sido tan amplia como en nuestro tiempo.
Han sido y están siendo incontables los cristianos que han apostatado de la
fe, han despreciado los mandamientos de Jesús, se han alejado masivamente de
la Eucaristía, es decir, se han marginado del memorial de la Pasión y
Resurrección del Señor, y han abandonado la Iglesia.
Y al menos en muchos países de antigua filiación cristiana, estos
innumerables cristianos lapsi (caídos) se han alejado de Cristo no tanto
perseguidos por el mundo, sino más bien seducidos por él, es decir,
engañados por el Padre de la Mentira.
He tratado de este tema con cierta amplitud en De Cristo o del mundo
(Fundación GRATIS DATE, Pamplona 1997).
En efecto, hoy, como siempre, no es posible a los cristianos ser fieles a
Cristo y a su Iglesia sin ser mártires. Y muchos, sobre todo en los países
más ricos, antes que ser mártires, han preferido ser apóstatas, han
rechazado la cruz de Cristo.
Juan Pablo II trata con cierta amplitud del martirio en la encíclica
Veritatis splendor (1993: 90-94), y afirma una vez más que todo cristiano
está gravemente obligado a guardar fidelidad a Cristo, cuando se ve en la
prueba extrema del martirio. No se refiere el Papa solo al martirio de
muerte, sino también a la fidelidad heroica que tantas veces es necesaria en
este mundo actual para «permanecer» en Cristo y en su Iglesia.
«Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que
relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de
coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día,
incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios. En efecto, ante
las múltiples dificultades que, incluso en las circunstancias ordinarias
puede exigir la fidelidad en el orden moral, el cristiano, implorando con su
oración la gracia de Dios, está llamado a una entrega a veces heroica» (93).
Pues bien, especialmente en los países más ricos, muchísimos cristianos,
antes que ser mártires, han preferido ser apóstatas. Han cedido, no se han
enfrentado con el mundo, han sacrificado a los ídolos, han dado culto
especialmente a los ídolos de la Riqueza y del Sexo, tan venerados por el
mundo actual.
Por otra parte, muchos de los apóstatas actuales o del pasado reciente han
ido perdiendo su fe sin renegar de ella conscientemente. La han perdido, en
la mayoría de los casos, poco a poco, sin darse siquiera cuenta de ello.
Simplemente, con una suave gradualidad, se han mundanizando de tal modo en
sus pensamientos y costumbres que, sin apenas notarlo, han dejado la fe, los
sacramentos, los mandamientos, y han abandonado la Iglesia de Cristo.
Rechazando ser mártires, han venido irremediablemente a ser apóstatas.
Ya dice el Apóstol que es preciso «sostener el buen combate con fe y buena
conciencia; y algunos que perdieron ésta, naufragaron en la fe». Son
cristianos que no supieron «guardar el misterio de la fe en una conciencia
pura» (1Tim 1,19; 3,9).
Causas hoy principales del rechazo del martirio
El rechazo del martirio, que ha producido en nuestro tiempo una gran
apostasía, tiene sin duda muchas causas, pero señalaré aquí las principales
brevemente.
1. El horror a la cruz
Los primeros cristianos, al aceptar la fe y bautizarse, ya sabían que si
Cristo fue perseguido, ellos también iban a serlo (Jn 15,18-21). La
persecución y la muerte les hacía sufrir, pero no les causaba perplejidad
alguna: ya sabían lo que hacían al hacerse discípulos del Crucificado,
Salvador del mundo.
En cambio, muchos cristianos modernos no quieren saber nada de la cruz de
Jesús; piensan que ellos tienen derecho a evitarla como sea; quieren
realizarse plenamente en este mundo, sin ningún obstáculo, y estiman que
aceptando ciertas cruces echan a perder sus vidas; les parece, en efecto,
una locura eso de «perder la propia vida», «tomar la cruz y seguir» a Jesús;
de ningún modo están dispuestos, si llega el caso, a «arrancarse» un ojo,
una mano, un pie; no están, en fin, dispuestos en absoluto a sufrir por
Cristo y por su propia salvación, ni siquiera un poquito.
Y lo peor del caso es que quienes así piensan tienen no pocos maestros
espirituales que justifican su actitud. Un cristianismo signado por la cruz
y el martirio es considerado por ellos un cristianismo fanático e inviable.
Estos maestros del error «no sirven a nuestro Señor Cristo, sino a su
vientre, y con discursos suaves y engañosos seducen los corazones de los
incautos» (Rm 16,18). «Son enemigos de la cruz de Cristo. El término de
éstos será la perdición, su Dios es el vientre, y la confusión será la
gloria de los que tienen el corazón puesto en las cosas terrenas» (Flp
3,18-19).
2. La seducción de un mundo lleno de riqueza
Nunca el mundo había conocido una época de riqueza económica tan grande y
tan generalizada entre los ciudadanos como la que en nuestro tiempo se ha
dado en un tercio o un cuarto de la humanidad.
Pues bien, precisamente en esos países ricos de nuestro tiempo es donde más
cuantiosa ha sido la apostasía. Muchos cristianos en esos pueblos, habiendo
de elegir necesariamente entre dar culto a Dios o dar culto a las Riquezas,
han elegido a éstas. No están, pues, dispuestos a «dejarlo todo» para
seguirle (Lc 14,26-27.33; 18,28-29), y menos aún a «perder la propia vida»
por amor a Cristo ( 9,24).
A muchos cristianos de nuestro tiempo les ha pasado lo que aquel joven rico,
que no quiso seguir a Cristo: «se fue triste, porque tenía muchos bienes»
(Mt 19,22).
3. El pelagianismo y el semipelagianismo
Éste es otro gran condicionante del rechazo actual del martirio. Los
cristianos verdaderos, como humildes discípulos de Jesús, saben que todo el
bien es causado por la gracia de Dios, y que el hombre colabora en la
producción de ese bien dejándose mover libremente por la moción de la
gracia. Por eso, al combatir el mal y promover el bien bajo la acción de la
gracia, se dejan mover por ésta, sin temor a verse marginados, encarcelados
o muertos. Llegada la persecución, que en uno u otro modo es continua en el
mundo, ni se les pasa por la mente pensar que su disminución social o la
pérdida de sus vidas va a frenar la causa del Reino en este mundo. Están,
pues, prontos para el martirio.
Esta mentalidad aparece clarísima en todos los Padres, por ejemplo, en San
León Magno: «Las persecuciones no van en detrimento, sino en provecho de la
Iglesia, y el campo del Señor se viste siempre con una cosecha más rica al
nacer multiplicados los granos que caen uno a uno» (Sermón 82, natal. Pedro
y Pablo 6).
Muy de otro modo ve las cosas en los últimos siglos aquel cristianismo
antropocéntrico que va generalizando entre los fieles el voluntarismo
pelagiano o semipelagiano. En esta manera de pensar, los cristianos
entienden que la obra buena procede en parte de Dios y en parte del hombre,
como si se tratara de dos fuerzas que se coordinan para producir el bien.
Lógicamente, en esta visión voluntarista, los cristianos, tratando de
proteger la parte humana, no quieren en modo alguno sufrir disminución,
marginación social o detrimento alguno, y menos aún ser encarcelados o
muertos; más aún, ni siquiera estiman posible que Dios pueda querer salvar
al mundo permitiendo tales sufrimientos en sus fieles.
Rehuyen, en consecuencia, el martirio en cualquiera de las formas en que se
presente. Y lo hacen con buena conciencia, tratando por todos los medios de
mantenerse en buena salud y bien situados y considerados en el mundo, para
mejor servir así a Cristo entre los hombres -y, de paso, evitar la Cruz-.
En el libro que antes he citado describo este lamentable proceso:
La Iglesia voluntarista, puesta en el mundo en el trance del Bautista, «se
dice a sí misma: "no le diré la verdad al rey, pues si lo hago, me cortará
la cabeza, y no podré seguir evangelizando". Por el contrario, sabiendo que
la salvación del mundo la obra Dios, la Iglesia [verdadera de Cristo] dice y
hace la verdad, sin miedo a verse pobre y marginada. Y entonces es cuando,
sufriendo persecución, evangeliza al mundo».
«El cristianismo semipelagiano [y más aún el pelagiano] entiende que la
introducción del Reino en el mundo se hace en parte por la fuerza de Dios y
en parte por la fuerza del hombre. Y así estima que los cristianos,
lógicamente, habrán de evitar por todos los medios aquellas actitudes ante
el mundo que pudieran debilitar o suprimir su parte humana -marginación o
desprestigio social, cárcel o muerte-.
«Y por este camino tan razonable se va llegando poco a poco, casi
insensiblemente, a silencios y complicidades con el mundo cada vez mayores,
de tal modo que cesa por completo la evangelización de las personas y de los
pueblos, de las instituciones y de la cultura. ¡Y así actúan quienes decían
estar empeñados en impregnar de Evangelio todas las realidades temporales!.
«No será raro así que al abuelo, piadoso semipelagiano conservador, le haya
salido un hijo pelagiano progresista; y es incluso probable que el nieto
baje otro peldaño, llegando a la apostasía» (De Cristo o del mundo, 137).
Está claro: los mártires pueden florecer en tierra católica, pero no en
campo pelagiano o semipelagiano.
4. El liberalismo
Cuando el pensamiento filosófico y religioso del liberalismo se difunde
ampliamente en el pueblo en los últimos siglos, el martirio va siendo
eliminado de la vida del pueblo cristiano mundanizado porque se han
generalizado en él unos marcos mentales que lo hacen prácticamente
imposible. Éstos son los principales.
1. La aversión al heroe y la veneración consecuente del hombre
estadísticamente normal. Este culto, en sus formas más radicales, llega
incluso a promover la admiración del antiheroe. En esta perspectiva el
mártir, que no se doblega a la ortodoxia vigente del mundo, es un fanático,
un raro, un inadaptado.
2. El relativismo doctrinal y moral. Ya se comprende que si nadie tiene la
verdad, si existen en la mentalidad liberal muchas «verdades»
contradictorias entre sí, igualmente válidas, queda eliminada la posibilidad
del martirio. En efecto, el mártir, entregando su vida para afirmar la
verdad universal de una doctrina y la unicidad de un Salvador, no es más que
un pobre iluso, un fanático. ¿Qué se ha creído, para dar su vida por la
verdad? ¿Acaso estima, pobre ignorante, que tiene el monopolio de ella
frente a todos?
3. La estimación mercantil de la persona humana. Erich Fromm analizaba cómo
con frecuencia el hombre moderno se estima y se aprecia a sí mismo «como una
mercancía, y al propio valor como un valor de cambio» (Ética y
psicoanálisis, México 1969,82).
En esta actitud, el cristiano se prohibe en absoluto hacer todo aquello que
el mundo persigue y condena. Pero adviértase bien que eso no lo hace
necesariamente por cobardía o por oportunismo, no -aunque a veces también
pueda hacerlo por eso-. Hay más. Es que, experimentándose a sí mismo «como
vendedor y, al mismo tiempo, como mercancía, su autoestimación depende de
condiciones fuera de su control. Si tiene éxito, es valioso, si no lo tiene,
carece de valor» (ib. 86). Es decir, si sus pensamientos y caminos difieren
de los de la inmensa mayoría y son, pues, ampliamente rechazados, deja de
creer en ellos, o al menos vacila mucho en su convicción, y desde luego no
está dispuesto a sacrificar su vida por esas verdades.
Según esta visión, el obispo, el rector de una escuela o de una universidad
católica, el político cristiano, el párroco en su comunidad, el teólogo
moralista en sus escritos, el padre de familia, es un cristiano
impresentable, que no está a la altura de su misión, si por lo que dice o lo
que hace ocasiona grandes persecuciones del mundo. Con sus palabras y obras,
está visto, desprestigia a la Iglesia, le ocasiona odios y desprecios del
mundo, dificulta las conversiones, y es causa de divisiones en la comunidad
eclesial. Debe, por tanto, ser silenciado, marginado o retirado por la misma
Iglesia. Aunque lo que diga sea la pura verdad del Evangelio y aunque lo que
haga sea el bien más necesario al mundo.
Si el martirio es un fracaso total, si es un rechazo absoluto del mundo,
está claro que el martirio es algo sumamente malo, algo que debe evitarse
por todos los medios posibles.
El martirio de Cristo y de los cristianos
Los cristianos verdaderos saben que con bastante frecuencia -hoy, como en
otros siglos- van a verse ante esta sencilla alternativa: o dan testimonio
de Cristo con sus palabras y sus obras, como mártires suyos ante los
hombres, o desfallecen en la prueba y, renegando del Salvador, vienen a ser
lapsi, caídos, vencidos, cristianos infieles.
De esta visión de fe firme y verdadera es de donde viene a los mártires de
cualquier condición -soldados, nobles, obispos, madres de familia, niños- el
valor para enfrentarse con los tribunales, afirmando sin vacilar unas
palabras de vida que les van a ocasionar la muerte.
Pero ese valor martirial no puede proceder en modo alguno de una fe
falsificada, según la cual tantos cristianos de hoy estiman que un deber
absoluto de los discípulos de Jesús en este mundo es «conservar la propia
vida» -la personal y la comunitaria de la Iglesia-, evitando como sea
marginaciones, desprecios y persecuciones del mundo.
Cuando se parte de esta convicción, los padres de familia permiten a sus
hijos y se autorizan a sí mismos cualquier cosa que venga exigida por el
mundo bajo pena de «excomunión» social; los catequistas y los teólogos no se
atreven a transmitir a los hombres -¡ni siquiera a los cristianos!- aquellas
verdades que más chocan con la mentalidad del mundo actual -necesidad de los
sacramentos, posibilidad real de cielo o infierno, castidad juvenil y
conyugal, etc.-; y los obispos estiman prudente no eliminar eficazmente de
su Iglesia local ciertas herejías y sacrilegios, con tal de evitar graves
persecuciones de aquellos grupos o medios de comunicación más agresivos del
mundo -o de la misma Iglesia-.
Hemos leído en este libro los testimonios impresionantes de los mártires
antiguos. ¿Significa eso que aquellos cristianos heroicos -un soldado
analfabeto, una niña de doce años, un obispo viejo y enfermo, etc.- tenían
ante la persecución una voluntad más fuerte que la que hoy muestran tantos
padres de familia, teólogos o pastores? Sí, tenían, sin duda, una voluntad
más firme; pero antes y sobre todo tenían un entendimiento muy diverso al
hoy generalizado en muchos ambientes de la Iglesia.
Simplemente, estaban convencidos de que no es posible seguir a Cristo en
este mundo si no se acepta tomar la cruz un día y otro, hasta la muerte.
Ésta era entre ellos una verdad de fe que bien podía ser considerada como de
«cultura general». Hoy son demasiados los bautizados en Cristo que la
ignoran o que la niegan.
La Iglesia martirial, centrada en la Cruz, «confiesa a Cristo» en el mundo,
y por eso es fuerte y alegre, clara y firme, unida y fecunda, altamente
apostólica y expansiva.
La Iglesia no-martirial, que se avergüenza de la Cruz, que trata de evitarla
como sea, es débil y triste, oscura y ambigua, dividida, estéril y en
disminución continua. «No confiesa a Cristo» ante los hombres, a no ser en
aquellas verdades que no susciten persecución.
Volvamos a recordar el ejemplo de los mártires. San Esteban fue apedreado,
fue mártir, porque predicó el Evangelio a los judíos. No podrá negarse que
ésa es una misión ciertamente querida por Dios, entonces y ahora; pero
tampoco se podrá ignorar que cumplirla resulta, entonces y ahora,
extremadamente peligroso. No hubiera muerto mártir Esteban si,
discretamente, se hubiera limitado como diácono a practicar sus ministerios
litúrgicos y a ejercitar la caridad eclesial con los pobres.
Otro ejemplo, aunque éste no sea un mártir en el estricto sentido del
término. San Atanasio, en el tiempo en que fue obispo de Alejandría
(328-373), fue expulsado de su diócesis cinco veces, en destierros que
duraron unos diez años; diez años de exilio, de marginación, de menosprecios
y sufrimientos dentro de la misma Iglesia. Pues bien, la causa de las
persecuciones que sufrió fue, evidentemente, haberse atrevido a dar
testimonio de la verdad católica en medio de un mundo católico grandemente
infectado de arrianismo.
Está claro. Sólo abrazada a la Cruz de Cristo puede «la Iglesia del Dios
vivo» ser en el mundo «columna y fundamento de la verdad» (1Tim 3,15).
En fin, de las maravillas espirituales del martirio y del horror de su
rechazo espero tratar, si Dios me lo concede, en una próxima obra sobre el
martirio de Cristo y de los cristianos.
Pero ya ahora mismo, estas diez lecciones de Paul Allard sobre el martirio
nos han ofrecido cientos de enseñanzas preciosas sobre la verdadera
condición pascual y martirial de la vida cristiana.
J. M. I.