Lección Novena: El testimonio de los mártires
Naturaleza y valor del testimonio de los mártires
Hemos contemplado las atroces circunstancias en las que, en todas las
regiones del mundo antiguo, dieron testimonio de su fe mártires de toda
edad, sexo y condición. ¿Cuál es el valor objetivo de este testimonio?
Hay autores, que de ordinario son imparciales, aunque no militen en nuestro
mismo campo, como M. Boissier, que devalúan el valor demostrativo del
testimonio de los mártires:
«Este asunto, propiamente hablando, no es una cuestión religiosa. Lo sería
si pudiese afirmarse que la verdad de una doctrina se mide por la firmeza de
sus defensores. Apologistas hay del cristianismo que así lo han pretendido,
queriendo obtener de la muerte de los mártires una prueba indiscutible de la
veracidad de las opiniones por las que se sacrificaban: "No se deja nadie
matar por una religión falsa". Pero este razonamiento no es convincente, y
la misma Iglesia lo ha desvirtuado tratando a sus adversarios como sus
propios hijos habían sido tratados. Ante la muerte valerosa de valdenses,
husitas y protestantes que ella ha quemado o ahorcado, sin lograr con ello
arrancarles ninguna retractación de sus creencias, es necesario que renuncie
a sostener que nadie da la vida por afirmar una doctrina que no sea
verdadera» (La fin du paganisme I,400).
Estas palabras exigen varias correcciones. En primer lugar, nunca la Iglesia
ha sostenido que "nadie da la vida sino por una doctrina verdadera". Las
ejecuciones de herejes aludidas muestran claramente que es posible dar la
vida con valor y buena fe por una doctrina falsa.
Pero, a nuestro juicio, la cuestión ha de plantearse de modo muy diferente.
A pesar de ciertas extensiones frecuentes del término mártir, no todo el que
da la vida por una doctrina puede ser llamado propiamente mártir. El
significado etimológico de mártir es testigo. Pero nadie es testigo de sus
propias ideas. El testigo da testimonio de hechos. Y es en este sentido en
el que Jesucristo dice a sus discípulos: «vosotros seréis mis testigos» (Hch
1,8). Y ése el sentido de la afirmación de San Pedro y San Juan ante los
judíos que les querían imponer silencio: «nosotros no podemos dejar de decir
lo que hemos visto y oído» (4,20).
Los mártires son testigos no de una opinión, sino de un hecho: el hecho
cristiano. Algunos, según expresión de San Juan, lo han visto nacer, han
conocido a su autor, «han tocado con sus manos al Verbo de la vida» (1Jn
1,1). Otros han conocido ese hecho por una tradición viva, a través de una
cadena de la que pueden ser comprobados cada uno de sus eslabones. Entre el
testimonio que los mártires dan de esta tradición y la muerte de los
herejes, que rehusan abandonar una opinión nueva, casi siempre extraña a la
tradición y destructora del hecho cristiano, no hay una medida común. Aunque
en ambos casos fueran iguales la sinceridad y la valentía, el valor del
testimonio es desigual, o por decirlo mejor, solamente los primeros tienen
derecho al título de testigos.
Consideremos más detenidamente la calidad de estos testimonios martiriales.
Examen crítico del testimonio de los mártires
Algunos mártires son de la primera hora. Han asistido a la vida, muerte y
resurrección de Jesucristo. Son sus Apóstoles, sus discípulos inmediatos,
que estuvieron con Él desde el inicio de su predicación en Galilea y que le
contemplaron glorioso ya resucitado de entre los muertos. Cuando estos
hombres, dejándolo todo y a través de enormes dificultades, privaciones y
sufrimientos, se dedican a dar testimonio de lo que han visto y oído, hasta
dar su vida y morir, afirmando su fe en Cristo, no puede dudarse de ese
testimonio sellado con su sangre. Así entendió la antigüedad cristiana el
valor del testimonio de los apóstoles.
El mártir Ignacio escribe a los de cristianos de Esmirna: «Yo sé y creo que
[el Señor] vivió en la carne aun después de la resurrección. Y que cuando
vino a Pedro y a sus compañeros, les dijo: "Tocad y ved, que no soy un
espíritu sin cuerpo" (Lc 24,39). Y ellos al punto le tocaron y creyeron,
quedando compenetrados con su carne y su espíritu. Por esto es por lo que
despreciaron la muerte, o mejor, fueron superiores a la muerte» (Esmirna
3,1-2). Es decir, dieron su vida por atestiguar un hecho visto y comprobado
por ellos.
En segundo lugar hallamos los innumerables testigos que creyeron lo que esos
primeros compañeros de Cristo afirmaban, sellando con sangre su testimonio.
Unos conocieron los prodigios de Pentecostés y la primera predicación de San
Pedro. Otros recibieron la fe de los Apóstoles y de los discípulos de ellos,
que, ya en treinta años, difundieron esa fe por toda la cuenca del
Mediterráneo. El martirio de estos discípulos de los Apóstoles merece
también, sin duda, el nombre de testimonio.
Algunos de los cristianos más autorizados de la antigüedad nos dan la
seguridad de que la antorcha de la tradición pasó de mano en mano, afirmando
con absoluta certeza los hechos de la fe. Podemos comprobarlo con algunos
ejemplos.
En el siglo I, San Ignacio, segundo obispo de Antioquía, fue oyente de los
Apóstoles, o como se decía entonces, fue «un hombre apostólico». Martirizado
en días de Trajano, hacia el 107, conoció probablemente en su juventud a San
Pedro y a San Pablo, fundadores de la iglesia de Antioquía, y en su edad
madura pudo también conocer personalmente a San Juan. El acento de sus
palabras asegura la veracidad de esas circunstancias.
«Sed sordos a quien quiera que os diga de Jesucristo algo diferente a esto:
que era de la estirpe de David, que era hijo de María, que nació
verdaderamente, que comió y bebió, que fue verdaderamente perseguido bajo el
poder de Poncio Pilato, que fue verdaderamente crucificado y que murió a la
vista de los que estaban en el cielo, en la tierra y bajo la tierra; que
además fue verdaderamente resucitado por su Padre de entre los muertos»
(Trallanos 9,1-2). Así hablaba Ignacio, ansioso por unirse mediante el
martirio a «su amor crucificado».
En el siglo II, conocemos mejor la vida de otro discípulo de los Apóstoles,
San Policarpo, obispo de Esmirna, martirizado bajo Antonino Pío. Su
testimonio prolonga el testimonio apostólico hasta mediados del siglo II,
pues fue dado en el año 155.
Cuando en Esmirna el procónsul le insta a la apostasía: «jura por la fortuna
del César, desprecia a Cristo, y te enviaré libre», Policarpo le responde:
«Hace ochenta y seis años que le sirvo, y nunca me ha hecho mal alguno, sino
que siempre me salvó. ¿Cómo podría yo odiar a quien he dado culto, a quien
tuve por bueno, a quien siempre deseé me favoreciera, a mi Rey, al Salvador
de salud y gloria?» (Martyr. Polic. 9).
Parece probable que Policarpo naciera de padres cristianos hacia el año 60.
El Asia proconsular era entonces uno de los centros principales del
cristianismo. Allí vivió el apóstol San Juan, que murió hacia el año 100,
como sobreviviente único de los Apóstoles, haciendo de Éfeso su cuartel
general, y visitando desde allí las regiones cercanas. El mayor gozo y
gloria de Policarpo era recordar a sus discípulos sus conversaciones con San
Juan.
San Ireneo, que tuvo por maestro a Policarpo, habla de éste «no sólo como de
quien ha sido instruído por los Apóstoles y ha vivido familiarmente con
muchos de los que habían visto a Cristo», sino también como de quien «había
sido ordenado en Asia obispo de Esmirna por los Apóstoles» (Adv. Hæres.
III,3,4). A la muerte de San Juan, tendría Policarpo unos treinta años. Y
sin duda él, que cincuenta años después acepta morir por Cristo, ha de ser
tenido por testigo suyo.
A principios del siglo III muere San Ireneo, que procedente del Asia, había
venido a Lión. En esta ciudad asistió al martirio de los cristianos
inmolados en tiempo de Marco Aurelio, y sucedió al anciano obispo Potino,
que en esa persecución murió en la cárcel. Ireneo conservaba con toda viveza
las lecciones recibidas en Esmirna de labios de Policarpo:
«Estas lecciones se han avivado a medida que se desarrollaba mi vida y se
han identificado con ella. Yo podría indicar el lugar donde se sentaba el
bienaventurado Policarpo cuando nos enseñaba, describir sus idas y venidas,
su manera de vivir y su figura corporal, repetir los discursos que hacía al
pueblo y cómo él nos contaba sus relaciones con San Juan y con los demás que
habían visto al Salvador, y cómo repetía sus palabras. Y cuanto de ellos
había aprendido acerca del Señor y de sus milagros y enseñanzas, Policarpo,
como quien lo ha recibido de testigos oculares del Verbo de la vida, lo
refería en consonancia con las Escrituras. Yo tenía costumbre de escuchar
con toda atención, por la gracia de Dios, las cosas que me eran así
expuestas, y las escribía no en papel, sino en mi corazón. Y siempre, por la
gracia de Dios, las recuerdo fielmente en mi interior» (cta. a Florino, en
Eusebio, Hist. eccl. V,20).
Con San Ireneo el eco de la Palabra divina pronunciada en Galilea, pasando
por la enseñanza de Policarpo en las playas de Esmirna, llega ahora a las
orillas del Ródano. Esto nos autoriza a considerar como verdaderos testigos
no solo a los mártires del siglo I, muertos bajo Nerón y Domiciano, sino
también a los del II, que confesaron su fe bajo Trajano, Adriano, Antonino y
Marco Aurelio.
A principios del siglo II hay todavía no pocos cristianos que conocieron al
Señor, como Simeón, obispo de Jerusalén y primo de Jesús, torturado y
crucificado en los primeros años de Trajano. Estos confesores han conocido
personalmente o han recibido en transmisión directa de testigos oculares
todo un conjunto de datos sobre hechos, palabras, lugares, referentes a
Cristo y a sus historia salvadora. Ellos, por tanto, impregnan todo el siglo
II de un ambiente saturado del perfume del Evangelio, en el que sigue
vibrando la Palabra apostólica. Es un tiempo en el que los eslabones de la
cadena apostólica son conocidos en todos sus detalles. En cada iglesia local
es posible seguir los pasos de los evangelizadores primeros y, como dice San
Ignacio, poner el pie en la misma huella dejada por ellos (Efesios 12).
Los mártires del siglo II, cristianos convertidos muchas veces en edad
madura, conocen perfectamente la tradición apostólica que ha hecho llegar a
ellos la fe en Cristo. Son testigos que se dejan matar no tanto por «una
doctrina», sino por dar testimonio de «una historia». Precisamente, esa
conexión profunda entre el hecho histórico y la doctrina es una de las notas
más originales del cristianismo.
En efecto, el cristianismo siempre se apoya en unos hechos, en unos
acontecimientos históricos de salvación. Por eso siempre y en todas las
épocas puede tener testigos, mártires.
En el siglo III los cristianos se van alejando de los orígenes de su fe,
pero tienen todavía frente a ellos monumentos bien elocuentes que se los
recuerdan. Cayo, por ejemplo, a comienzos de ese siglo, muestra en Roma «los
trofeos», es decir, las tumbas de los apóstoles (Eusebio, Hist. eccl.
II,25,7). Esta Iglesia, fiel a la misión originaria del Salvador, está viva,
vive entre los hombres, y es para los fieles y para los paganos el hecho
cristiano. Los cristianos son también ahora testigos heroicos de la doctrina
derivada de este hecho y de la vida sobrenatural que ha infundido en sus
almas. La fe por la que mueren es a un tiempo personal y tradicional, y
estos dos aspectos de su fe constituyen una sola realidad. De esta fe darán
su testimonio sangriento bajo Decio, Valeriano, Diocleciano, hasta que
finalmente caiga la espada de las manos de sus perseguidores vencidos por su
martirio.
De esta misma fe siguen dando testimonio los mártires cristianos hasta
nuestros días en Oriente y Occidente, pues las venas de la Iglesia están
llenas de sangre generosa que está pidiendo ser derramada por amor a Cristo
y a los hombres.
Católicos y herejes ante el martirio en los primeros siglos
El martirio tiene diferencias muy notables entre los católicos y los herejes
de los primeros siglos. Las posiciones doctrinales y prácticas frente al
martirio difieren no poco entre unos y otros.
En el siglo I rechazaban el martirio una parte de los gnósticos, los
basilidianos y los valentinianos. Ante el docetismo de estos herejes, todo
eran apariencias, también la realidad humana de Cristo y la veracidad, por
tanto, de su pasión. Según esto, ¿para qué padecer por Cristo?
El martirio no tenía sentido para estos superhombres, que se estimaban por
encima de los mismos preceptos morales: «el oro -decían- puede arrastrarse
por tierra sin mancharse» (San Ireneo, Adv. hæres. I,6,2). Para ellos «el
verdadero testimonio que hay que dar de Dios es conocerlo tal cual es», y en
cambio «confesar a Dios con la muerte es un suicidio» (Clemente de
Alejandría, Strom. IV,4; S. Ireneo, Adv. hæres. III,18,5; IV,33,9).
Algunos herejes afirmaban que la apostasía es cosa indiferente, y que es
lícito renegar con la boca, siempre que el corazón permanezca fiel
(Orígenes, en Eusebio, Hist. eccl. VIII,32). Los valentinianos decían que el
martirio no puede agradar a Dios, ya que su bondad le impide alegrarse en la
muerte del justo (Tertuliano, Scorpiac. I). Los basilidianos pensaban que
los tormentos sufridos por los mártires no eran muchas veces sino el justo
castigo por pecados cometidos en una vida anterior.
Por el contrario, otros herejes exaltaban a los mártires y se gloriaban de
tener muchos de entre los suyos. Así los gnósticos seguidores de Marción
(Eusebio, Hist. eccl. III,12; IV,15; V,16; De Martyr. Palest. 10;
Tertuliano, Adv. Marc. I,27). Este fervor por el martirio sedujo también a
los montanistas, herejía que de Frigia pasó al Occidente y sedujo al mismo
Tertuliano. El montanismo, exaltado y sombrío, exigía el deber de buscar el
martirio.
Cualquier esfuerzo por librarse de la persecución había de considerarse
desconfianza ante la ayuda del Espíritu Santo. Huir era para los montanistas
casi tan culpable como apostatar (Tertuliano, De fuga in persecutione). Este
error llegó al extremo entre los circunceliones del siglo IV, [herejes
africanos de una secta donatista], hasta el punto de que éstos no se
limitaban a procurar el martirio, sino que buscaban la misma muerte,
pidiendo a cualquiera que los matara, para llegar así antes al Paraíso (S.
Agustín, Epist. 185; Contra Cresconium III,6; Teodoreto, Hæreticorum fabulæ
IV,6).
El horror al martirio o la búsqueda excesiva del mismo se dan entre los
primeros herejes, de una u otra forma, en contraste con la autoridad
doctrinal y la prudencia disciplinar de la Iglesia. En ésta, tanto en
Oriente como en Occidente, todo es verdad y armonía, y también ante el
martirio todo es fidelidad y discreción.
Nunca hubo vacilaciones o contradicciones en la doctrina de la Iglesia sobre
el martirio: nada puede justificar que un cristiano reniegue de Cristo ante
los poderes del Estado. A los renegados se les separa, o más bien ellos
mismos se separan, de la comunión de la Iglesia, que los considera muertos,
hasta que por un arrepentimiento firme y sincero vuelvan a la vida (Cta. de
los cristianos de Lión y Viena, en Eusebio, Hist. eccl. V,1,45). Ahora bien,
si la Iglesia exige valiente fidelidad, no pide actitudes temerarias, sino
que aconseja la prudencia en tiempos de persecución.
Y esto por varios motivos. La humildad ha de recordar siempre al cristiano
que «el espíritu está pronto, pero la carne es flaca» (Mt 26,41). Los que
más se fían de sí mismos suelen ser después los más cobardes, y muchos de
los apóstatas por los que hubo de llorar la Iglesia fueron de los que se
habían presentado espontáneamente a los jueces paganos (Martyr. Polic. 4). Y
con la humildad, la caridad: si es pecado inducir a alguien al mal, tampoco
es bueno azuzar voluntaria e innecesariamente a los magistrados para que
persigan (Orígenes, Comm. in Ioann. XI,54).
La doctrina era clara. No doblegarse jamás ante los perseguidores, pero
desconfiar de las propias fuerzas, y no provocar o desafiar a los enemigos.
Ésa fue la norma de la Iglesia durante los primeros siglos de persecuciones.
Sin embargo, hubo sin duda excepciones a este planteamiento general. En una
ciudad de Asia, por ejemplo, una muchedumbre de cristianos se presenta ante
el tribunal del procónsul, que asustado por el número, rehusa juzgarlos
(Tertuliano, Ad Scapulam 5).
Otras veces es la inexperiencia o el ardor de la juventud o de la infancia
la que explica estas actitudes atrevidas. Es el caso de las dos vírgenes tan
niñas de España e Italia, Eulalia e Inés, que huyen de la casa paterna para
dar testimonio de su fe ante los perseguidores (Prudencio, Peri Stephan.
III,36-65). En otros casos, el impulso procede de un corazón aguerrido de
viejo soldado: así el centurión Gordius, retirado en las montañas de
Capadocia haciendo vida eremítica, al suscitarse el clamor de la
persecución, se presenta en Cesarea, corre al circo, confiesa a Cristo,
increpa al gobernador y camina al suplicio diciendo al pueblo: «¿Pensabais
que un centurión no puede ser piadoso y que un militar no tiene derecho a la
salvación?» (S. Basilio, Hom. XVIII).
La excepción sublime salta a veces por encima de los preceptos. Pero éstos
permanecen estables. La Iglesia prohibe terminantemente que los cristianos
se denuncien a sí mismos. «Nosotros no aprobamos a los que espontáneamente
van a presentarse: el Evangelio no enseña nada semejante» (Martyr. Polic.
4).
Escribe San Cipriano: «cada uno debe estar pronto a confesar su fe, pero
nadie debe buscar el martirio» (Epist. 81). En el siglo IV los cánones
disciplinares promulgados por San Pedro de Alejandría reprendían a los
laicos y castigaban a los clérigos que se ofrecían espontáneamente a los
jueces (PG XVIII,488).
Otra norma importante de la Iglesia: no irritar a los paganos ultrajando su
culto. «No está permitido -dice Orígenes- insultar, abofetear las estatuas
de los dioses» (Contra Celsum VIII,38). Con más razón se prohibe, salvo en
circunstancias excepcionales, romperlas.
La mártir Valentina, llevada por la fuerza para que sacrifique ante un
altar, le da un puntapié y derriba el altar y las ofrendas preparadas
(Eusebio, De Martyr. Palest. 8,7). Pero, como norma general, por ejemplo, un
canon del Concilio de Elvira, hacia el 300, declara que «si un cristiano
rompe un ídolo y es muerto por ello, no ha de ser contado en el número de
los mártires». Y añade: «tal acto no se recomienda en el Evangelio, y no
creemos que se haya dado en el tiempo de los Apóstoles» (can.60).
Menos aún estaba permitido atentar contra los templos paganos de los ídolos,
como hace notar el obispo Teodoreto, del siglo V, reprobando la acción de un
obispo persa que había destruido en su país un templo:
«Cuando San Pablo estuvo en Atenas y vio en esta ciudad tantos altares en
honor de falsos dioses, no destruyó ninguno de aquellos altares, sino que
habló de éstos, y con su discurso iluminó sus tinieblas y les enseñó la
verdad» (Hist. eccl. V,19).
Siempre la prudencia caracteriza la actitud de la Iglesia. Cuando algunos,
por ejemplo, compran con dinero la tolerancia de los perseguidores,
Tertuliano se indigna (De fuga persecut. 12,13), pero San Pedro de
Alejandría lo aprueba, pues estima que quienes así proceden muestran tener
más apego a Cristo que a su dinero, ya que gastaban éste para escapar del
peligro de la apostasía (can.12).
En tiempo de persecución, la Iglesia aprobaba y aún aconsejaba la fuga,
contrastando en esta doctrina abiertamente con la temeridad de los
montanistas. Entre ellos, Tertuliano decía: «un soldado mortalmente herido
en el campo de batalla es más bello que otro que se salva con la fuga» (De
fuga persecut. 10). Pero la Iglesia seguía la doctrina de Cristo, que había
enseñado lo contrario: «cuando se os persiga en una ciudad, huid a otra» (Mt
10,23). Es la conducta que siguieron muchos de los hombres principales de la
Iglesia antigua.
San Policarpo obispo huye al campo, y confiesa alegremente su fe cuando en
Esmirna es quemado vivo. En el siglo III, especialmente, muchos guías
insignes, como Clemente de Alejandría, Orígenes, Dionisio Alejandrino,
Cipriano, Gregorio Taumaturgo, Pedro de Alejandría, aconsejan a los fieles
perseguidos la fuga, para evitar tanto el peligro corporal como el peligro
espiritual; y ellos mismos siguen esta humilde actitud.
Ahora bien, cuando estos mismos grandes cristianos han de confesar
valientemente a Cristo, no vacilan en absoluto. Aguantan, por ejemplo, como
Orígenes, graves tormentos en un largo tiempo de prisión. O aceptan la
muerte, como Cipriano o Pedro de Alejandría.
El exilio voluntario, en fuga de la persecución, con la motivación de no
apostatar, implicaba normalmente la confiscación de bienes y la ruina, y
según expresión de San Cipriano, venía a ser un martirio de segundo grado
(De lapsis 3).
Como se ve en todo esto, los mártires de la Iglesia están lejos del
fanatismo exaltado de algunos sectarios o de la locura de aquellos
gimnosofistas de la India, que se arrojaban al fuego voluntariamente
(Clemente de Alejandría, Stromat. IV,4). Los mártires, procediendo con
humildad y prudencia, obedecen a la Iglesia, y llegado el caso, dan de su fe
un testimonio firme y perfectamente libre. En estos términos describe San
Justino la confesión de Ptolomeo:
«Siempre sincero, enemigo de astucias y mentiras, confesó que era cristiano,
por lo que el centurión mandó encadenarlo y lo mantuvo largo tiempo en la
cárcel. Llevado, por fin, ante el prefecto Urbico, como la primera vez, sólo
se le preguntó si era cristiano. Y él, conociendo todos los bienes que debía
a la doctrina de Cristo, confesó de nuevo su fidelidad a la escuela de la
moral divina» (2 Apolog. 2).
El mismo Justino afirma la alegría con que los mártires confesaban la fe
cristiana: «para no mentir ni engañar a los jueces, nosotros confesamos a
Cristo alegremente y morimos» (1 Apolog. 40).
Efecto en los paganos de la firmeza de los mártires
San Justino, habiendo conocido personalmente varios procesos de mártires,
superó todos los prejuicios que le mantenían distante de la fe cristiana, y
se hizo cristiano. Cuando él, a su vez, hubo de comparecer ante el prefecto
de Roma, sabiendo éste que se trataba de un hombre muy culto, le pregunta:
«-¿En qué ciencias y en qué estudios te ocupas tú? -Yo me he dedicado a
estudiar una tras otra todas las ciencias y de ponerlas todas a prueba, y he
venido a quedarme en la doctrina de los cristianos, aunque ella desagrade a
aquellos que se dejan arrastrar del error pensando falsamente» (Acta S.
Justini 1).
En efecto, Justino había buscado la verdad en Aristóteles, en Pitágoras, en
Platón, según él mismo refiere (Dialog. cum Tryph. 18). Pero halló la verdad
gracias al testimonio de los mártires:
«Cuando yo era discípulo de Platón, al oír las acusaciones contra los
cristianos, viéndolos yo tan valientes ante la muerte y ante todo aquello
que a los demás aterra, me decía que era imposible que vivieran en el mal y
en la orgía. ¿Qué hombre impuro y pervertido, que gusta saciarse de carne
humana, puede recibir con alegría la muerte que le priva de todos los
bienes? ¿No preferirá más bien gozar de la vida presente? ¿No se ocultará de
los magistrados antes que exponerse a la muerte voluntariamente?» (2 Apolog.
12).
La suprema valentía de los mártires le demostró la inocencia de los
cristianos, ajenos a las calumnias que sobre ellos se difundían, y le
convenció de la veracidad de su doctrina, más que los estudios que él había
hecho para compararla con otras.
Y esta misma experiencia se produjo en muchos otros hombres sinceros de la
época. Como consigna Tertuliano,
«muchos hombres, maravillados de nuestra valerosa constancia, han buscado
las causas de tan extraña paciencia, y cuando han conocido la verdad, se han
pasado a los nuestros y han caminado con nosotros» (Ad Scapulam. 5). «Esta
obstinación de la que nos acusáis es una enseñanza para vosotros. ¿Quién
puede verla sin conmoverse y sin tratar de hallar su causa? ¿Y quién,
habiéndola conocido, no se vendrá con nosotros?» (Apolog. al final).
Las ejecuciones eran en la época una gran fiesta, que atraía multitud de
espectadores. Todos ellos eran conscientes de que bastaba una palabra del
mártir cristiano, abjurando de Cristo, aunque fuera dicha en el último
momento, para que quedara libre. Por eso mismo el interés de los
espectadores iba creciendo hasta el instante final.
Participaba así el público, como el coro de una tragedia griega, en el
suceso profundo e intenso que estaban viendo. Expresaban a veces los
asistentes sus sentimientos con comentarios, gritos, exhortaciones. Mientras
el mártir era torturado, unos pedían más suplicios, otros se compadecían,
algunos lloraban (Martyr. Polic. 4). Otros había que, como en el caso de los
mártires de Lión y Viena, quedaban perplejos, asombrados ante la firmeza de
las víctimas (Eusebio, Hist. eccl. V, I,56). Se preguntaban confundidos:
¿como es posible padecer tanto con plena libertad para evitarlo?
Un autor anónimo, en los años de Decio, en el libro De laude martyrum,
describe los sentimientos de quienes veían atormentar a un mártir en el
caballete. «Mientras manos crueles desgarraban el cuerpo del cristiano, y el
verdugo trazaba surcos sangrientos en sus lacerados miembros, yo oía las
conversaciones de los asistentes. Unos decían: "Hay algo, no sé qué, de
grande en esa resistencia al dolor, en esa capacidad para soportar tales
angustias". Otros añadían: "Estoy pensando en que tiene hijos y una esposa
está sentada en el hogar. Y con todo, ni el amor paterno ni el amor conyugal
pueden quebrantar su voluntad. Hay aquí algo que estudiar, una valentía que
es preciso examinar a fondo. Es para meditar en aquella creencia que permite
a un hombre padecer tanto y consentir en morir"» (5).
Muchos de estos espectadores reaccionaron ante el testimonio impresionante
de los mártires como el centurión en el Calvario y cómo aquellos que
volvieron a Jerusalén golpeándose el pecho y confesando la fe en Jesucristo
(Lc 23,47-48). O al menos, como refiere la iglesia de Esmirna en su carta
sobre la muerte de Policarpo, «todo el pueblo comprobaba maravillado la
diferencia que hay entre los infieles y los cristianos, y qué era lo mejor»
(13). Esto explica que cuanto más se multiplicaban los martirios de
cristianos más eran los paganos que venían a la fe. En efecto, la muerte de
los mártires, según aquella frase célebre de Tertuliano, era semilla de
nuevos cristianos -plures efficimur quoties metimur a vobis; semen est
sanguis christianorum- (Apolog. 50).
Ciertamente que no todos los paganos reaccionaban con nobleza ante los
mártires. No pocos de ellos se burlaban de ellos como los judíos se burlaban
del Crucificado, y decían, por ejemplo, ante los mártires de Lión y Viena:
«¿dónde está su Dios? ¿De qué les sirve esa religión a la que han
sacrificado sus vidas?» (Eusebio, Hist. eccl. V,1,60). También entre los más
intelectuales se daban reacciones muy diversas. Unos, como Justino en el
siglo II o como Arnobio en el IV, se convirtieron ante la confesión de los
mártires. Otros no llegaban a tanto, pero al menos, como Séneca, se
conmovían de admiración:
«¿Qué es la enfermedad comparada con las llamas, el caballete, las chapas
ardientes o los hierros aplicados a las heridas no cicatrizadas, para
renovarlas y ahondarlas más? En medio de estos dolores ha habido quien ni
siquiera ha gemido; menos aún, ni siquiera ha suplicado; menos, no ha
respondido; menos todavía, ha sonreído, ha sonreído de buen grado» (Epist.
78).
En el siglo II, Celso, uno de los peores adversarios del cristianismo, en su
Discurso verdadero, reconoce la valentía de los mártires: «mantienen
indomable firmeza para guardar su doctrina, y no seré yo quien les acuse por
esa obstinación. Bien vale la verdad que uno sufra por ella, y yo me
guardaré de decir que se haya de abjurar de la fe abrazada, o fingir
negarla, para escapar de los peligros que ella pueda traer entre los
hombres» (Orígenes, Contra Celsum 1,6).
Otros intelectuales, sin embargo, duros y despectivos ante los mártires
cristianos, se cerraban a toda compasión o admiración, rehusando toda virtud
verdadera al cristiano que moría por su fe. Marco Aurelio censuraba lo que
él estimaba terquedad y fasto trágico de los mártires (Pensamientos XI,3).
Epícteto, el estoico, no veía en el martirio cristiano sino una obstinación
fanática (Arriano, Dissert. IV,7). Y en términos semejantes se expresan el
retórico Elio Arístides (Oratio XLVI) o el satírico Luciano, que se divierte
haciendo la caricatura de un mártir (De morte peregrini).
Eran generalmente los hombres sencillos del pueblo los que entendían la
lección heroica de los mártires. Hay de ello muchas huellas documentales.
A principios del siglo III, por el edicto de Septimio Severo, el prefecto de
Egipto condena a muerte a la cristiana Potamiana y a su madre Marcela.
Aquella joven cristiana, habiendo vencido toda clase de lazos tendidos
contra su fe y su virtud, es conducida al suplicio por el soldado Basílides,
que está conmovido por su valentía y que la defiende de los gestos y gritos
obscenos de algunos espectadores. Llegados al lugar del suplicio, Potamiana
le da las gracias por su compasión y le promete interceder por él ante Dios.
Nunca olvidó el soldado lo que entonces oyó y vio. La joven fue sumergida
lentamente en una caldera de betún inflamado, y murió cuando fue introducida
hasta el cuello. Una noche se le apareció Potamiana, la cual le puso una
corona en la cabeza y le aseguró que le había sido concedida la gracia
divina. Algún tiempo después aquel soldado se declaraba cristiano, y
conducido ante el prefecto, persistió en la confesión de la fe. Encarcelado,
él mismo contó a los cristianos que le visitaban esta historia, y poco
después fue decapitado. El martirio de una virgen transformó a un soldado en
un mártir (Eusebio, Hist. eccl. VI,5).
Aún se dieron casos más espectaculares en los mismos que juzgaban o
guardaban en prisión a los mártires cristianos, maravillados por la
diferencia que había entre éstos y los presos ordinarios. Un actuario, antes
que escribir la condenación de un mártir, arrojó sus tablillas y estilete y
se confesó él también cristiano (Passio S. Cassiani). Carceleros hubo que,
conmovidos por la bondad de los mártires, fueron convertidos y aún
bautizados por ellos. Los soldados, concretamente, hombres del pueblo,
muchas veces se conmovían ante el testimonio de los mártires.
Así lo vemos, por ejemplo, en la prisión militar de Cartago, en el martirio
de Perpetua, Felícitas y compañeros. El suboficial Pudente, encargado de su
guardia, escribe Perpetua, «comenzó a tenernos en mucho, entendiendo que
había en nosotros gran virtud de Dios» (9). Y añade el narrador que sigue su
crónica: pronto «creyó enteramente» (16). Éste fue precisamente el encargado
de llevarlos al anfiteatro. Sáturo, después de ser acometido por varias
fieras que apenas le tocaron, le dice a Pudente: «Fíjate cómo, según te lo
había predicho, no he sentido aún las mordeduras de ninguna fiera. Ahora,
pues, no demores más el creer de todo corazón, porque yo me voy ya, y la
dentellada de un leopardo me matará». Así fue, y el mártir, antes de morir,
le añade: «Adiós, acuérdate de mi fe. Que este espectáculo no te
escandalice, sino que te confirme». Y pidiendo al soldado su anillo, lo mojó
en la sangre de sus heridas, y se lo devolvió (21). Sangre fecunda de los
mártires: el nombre de Pudente quedó pronto agregado al martirologio de
Cartago.
La fecundidad inmensa de la sangre de los mártires sigue engendrando
cristianos al paso de los siglos. En 1888, pasada la terrible persecución de
Conchinchina, escribía un misionero en los Anales de la propagación de la fe
(enero 1889,33) que, en lo más duro de la persecución, se le presentó un
pagano para pedirle el bautismo. «-¿Y cómo ha sido tu conversión? -Porque he
visto morir a cristianos, y quiero morir como ellos mueren. He visto
echarlos a los ríos y pozos, quemarlos vivos y atravesarlos con lanzas. Y
todos morían con una alegría que me dejaba asombrado, rezando y animándose
unos a otros. Solamente los cristianos mueren así, y por eso me he
convertido».