Lección Octava: Los suplicios de los mártires
Destierro, deportación, trabajos forzados
El Derecho romano desconocía la pena de cárcel. Por eso el mártir que
recibía sentencia condenatoria podía ser destinado a destierro, deportación,
trabajos forzados o pena de muerte.
El destierro era la pena más suave en que podía incurrir el cristiano. No se
consideraba pena capital, porque, al menos en principio, no implicaba la
pérdida de los derechos civiles ni, por tanto, la confiscación de bienes.
Muchos cristianos sufrieron destierro entre los siglos I y IV.
El apóstol San Juan es desterrado a la isla de Patmos, las dos Flavias
Domitilas son relegadas a las islas de Pandataria y de Pontia; el Papa San
Cornelio muere desterrado en Civitá Vecchia. También son desterrados San
Cipriano, San Dionisio de Alejandría y tantos otros mártires sufren la misma
pena.
A veces los desterrados son tratados con relativa suavidad, como los dos
últimos citados. Parece, sin embargo, que el destierro de los cristianos fue
más duro que el de los paganos, pues, al menos en la persecución de Decio,
contra el derecho común, sufrían confiscación de bienes.
La deportación era pena más grave que el destierro. Era pena capital, que
implicaba una muerte civil. Los deportados eran tratados como forzados, y se
les enviaba a los lugares más inhóspitos. Un jurista, Modestino, decía que
«la vida del deportado debe ser tan penosa que casi equivalga al último
suplicio» (Huschke, Jurispru. antejustin. 644; Tácito, Annales II,45). A
veces el látigo y el palo de los guardianes apresuraban el fin del
deportado. Así murió deportado en Cerdeña en el año 235 el Papa Ponciano.
La condenación a trabajos forzados era la segunda pena capital, que se
cumplía en las canteras y en las minas que el Estado explotaba en diversos
lugares del imperio. Muchos cristianos de los primeros siglos sufrieron esta
terrible pena.
La matriculación de los condenados, al llegar a la cantera o la mina,
comenzaba por los azotes (San Cipriano, Epist. 67), para dejar claro desde
un principio que habían venido a ser «esclavos de la pena». En seguida eran
marcados en la frente, pena infamante que duró hasta Constantino, emperador
cristiano que la abolió «por respeto a la belleza de Dios, cuya imagen
resplandece en el rostro del hombre» (Código Teodosiano IX, XL,2). Además de
esa marca, se les rasuraba a los condenados la mitad de la cabeza, para ser
reconocidos más fácilmente en caso de fuga. Alternativa ésta muy improbable,
pues un herrero les remachaba a los tobillos dos argollas de hierro, unidas
por una corta cadena, que les obligaba a caminar con pasos cortos y les
impedía, por supuesto, correr.
Cristianos condenados a las minas los hubo en las diversas épocas que
estudiamos. Y de mediados del siglo III tenemos un precioso documento que
nos describe su situación, las cartas del obispo San Cipriano a los mártires
condenados a las minas de Sigus, en Numidia.
Entre ellos había obispos, sacerdotes y diáconos, laicos varones y mujeres,
y también niños y niñas. Estos últimos, no teniendo fuerza para excavar con
las herramientas de los mineros, se encargaban de transportar en cestos el
material; eran condenados in opus metallorum, única modalidad de esta
condena posible para las mujeres (Ulpiano, Digesto XLVIII, XIX,8, párrf.8).
Estos forzados cristianos, según describe San Cipriano, vivían dentro de la
mina, en las tinieblas que se veían acrecentadas por el humo pestilente de
las antorchas. Mal alimentados y apenas vestidos, temblaban de frío en los
subterráneos. Sin cama ni jergón alguno, dormían en el suelo. Se les
prohibían los baños, y a los sacerdotes se les negaba permiso para celebrar
el santo sacrificio. A estos confesores condenados por el odio de los
paganos a la suciedad y las tinieblas, San Cipriano les exhorta a perseverar
en la virtud, esperando los esplendores de la vida futura (Epist. 77).
Aún más terribles fueron los padecimientos de los cristianos condenados a
las minas en el Oriente, al fin de la última persecución, bajo Maximino
Daia. El gobernador de Palestina, en el 307, mandó que con hierro candente
se quemasen los nervios de uno de los jarretes. Y se llegó a una mayor
crueldad cuando en los años 308 y 309, a los cristianos, hombres, mujeres y
niños, que de las minas de Egipto eran enviados a las de Palestina, no sólo
se les dejó cojos al pasar por Cesarea, sino también tuertos: se les sacó el
ojo derecho, cauterizando luego con hierro candente las órbitas
ensangrentadas (Eusebio, De Martyr. Palest. 7,3,4; 8,1-3,13; 10,1).
Sufriendo tan terribles calamidades en las minas, todavía los cristianos en
algunas de ellas construían iglesias, como en Phaenos, en el 309. Allí
dispusieron oratorios improvisados junto a los pozos. Algunos obispos presos
celebraban el santo sacrificio y distribuían la eucaristía. Un forzado,
ciego de nacimiento, al que también se le había sacado un ojo, recitaba de
memoria en estas celebraciones partes de la Sagrada Escritura.
No faltaron delatores de estos cultos. Los mártires de Phaenos fueron
dispersados en Chipre y en el Líbano; los viejos, ya inútiles, fueron
decapitados; dos obispos, un sacerdote y un laico, que se habían distinguido
más en su fe, fueron arrojados al fuego. Así desapareció la diminuta iglesia
de una mina (ib. 11,20-23; 13,1-3,4,9,10).
La pena capital
Nos queda por contemplar el acto, perfectamente consciente y libre, por el
que los mártires, a través de terribles suplicios, llegaban a realizar la
ofrenda suprema de su vida, aceptando una muerte que en cualquier momento
podía ser evitada por la apostasía.
Ateniéndonos a las Actas más ciertamente auténticas, describiremos
sobriamente esta città dolente en la que durante tres siglos numerosos
cristianos hubieron de sufrir la muerte.
En primer lugar hemos de considerar la situación jurídica de los cristianos
respecto a los suplicios. A diferencia de las legislaciones modernas, la
pena de muerte era infligida entre los antiguos en modos diversos de
suplicio. Los juristas clasificaban estos modos estimando como el más cruel
e ignominioso la crucifixión; después venían la pena del fuego, la
exposición a las fieras y, por último, la decapitación (Calistrato, Digesto
XLVIII,XIX,28; Cayo, ib.29; Modestino, ib.31).
El fuego y las bestias eran penas introducidas solamente en el derecho penal
del Imperio. En tiempos anteriores no existían más penas capitales que la
cruz, para esclavos y gente vil, y la espada para los demás. En el Imperio
la cruz siguió siendo el suplicio de los más miserables; la espada se
reservó a los ciudadanos; el fuego y las bestias para los criminales sin
derecho de ciudadanía.
Todas estas distinciones se fueron borrando muy pronto en lo que se refería
al castigo de los cristianos.
Por primera vez, en el año 177, vemos deliberadamente marginadas estas
normas en un caso de los mártires de Lión. Los que eran ciudadanos romanos,
fueron condenados a decapitación, y el resto a las fieras. Pero Attalo,
ciudadano romano, fue expuesto a las bestias por exigencias del pueblo
(Eusebio, Hist. eccl. V,1,50). La arbitrariedad de los magistrados y el odio
del pueblo desbordaban las leyes romanas.
Los apologistas cristianos del siglo II y principios del III parecen
reflejar una situación en la que las normas penales romanas ya no se
respetaban en el caso de los cristianos condenados.
San Justino dice: «se nos corta la cabeza, se nos pone en la cruz, se nos
expone a las fieras, se nos atormenta con cadenas, con el fuego, con los
suplicios más horribles» (Dial. cum Tryph. 110). Y Tertuliano: «Pendemos en
la cruz, somos lamidos por las llamas, la espada abre nuestras gargantas y
las bestias feroces se lanzan contra nosotros» (Apolog. 31; cf. 12,50).
«Cada día, escribe Clemente de Alejandría, vemos con nuestros ojos correr a
torrentes la sangre de mártires quemados vivos, crucificados o decapitados»
(Strom. II).
Como hemos visto, la extensión del derecho de ciudadanía a todos los
habitantes del Imperio no comunicó a los provincianos los privilegios de los
ciudadanos romanos, sino que despojó a éstos de ciertos derechos suyos
peculiares; desde entonces todas las penas podían ser aplicadas a todos.
Sólo quedó el privilegio de los honestiores, es decir, de los nobles, desde
senadores a decuriones, y sus hijos, todos los cuales estaban exentos de
suplicios infamantes y, en muchos casos, también de la pena de muerte.
Pero todo hace pensar que este privilegio tampoco se conservó en lo
referente a los cristianos. Como varios edictos los condenaban, si
persistían en su fe, a la degradación cívica, perdían así su condición de
honestiores, y al quedar rebajados a simples plebeyos, podían ser castigados
con cualquier pena.
En suma, a partir del siglo II, las penas que sufrían los mártires
cristianos podían ser cualquiera que viniera dispuesta por el arbitrio de
sus jueces.
La decapitación
En Roma, donde la muerte de los condenados tantas veces es para el pueblo un
espectáculo placentero -como dice Prudencio, «el dolor de uno es el placer
de todos» (Contra Symmac. II,1126)-, la decapitación es prácticamente la
única pena que, aunque efectuada en público, se realiza sin solemnidad ni
patíbulo aparatoso.
El condenado espera el golpe mortal de rodillas o de pie, junto a un poste,
como, por ejemplo, el mártir Aquileo. Solamente un arma honrosa, la espada,
debe cortar su cabeza. La ley dispone que no puede ser sustituida por el
hacha u otra arma (Ulpiano, Digesto XLVIII,XIX,8). Era una muerte penal
reservada a personas de elevada condición.
«El mártir -narra el cronista de la muerte de San Cipriano- fue llevado al
campo de Sextus, donde se quitó el manto, se puso de rodillas y se prosternó
en oración ante Dios. Después se quitó también la dalmática, la entregó a
sus diáconos y, revestido de una túnica de lino, esperó al verdugo. Llegado
éste, Cipriano ordenó a los suyos que le dieran veinticinco monedas de oro.
Luego los hermanos extendieron ante él telas y servilletas. Después, el
mismo bienaventurado Cipriano se vendó los ojos. Pero como no podía atarse
las manos, un sacerdote y un subdiácono le hicieron este servicio. Y así fue
ejecutado el bienaventurado Cipriano» (Acta proconsularia S. Cypriani 5). En
la muerte de Santo Tomás Moro, recordando a San Cipriano, también él dio al
verdugo treinta monedas de oro y se vendó los ojos.
Decapitados murieron numerosos mártires de los dos primeros siglos: San
Pablo, Flavio Clemente y otros nobles, Justino y sus discípulos, varios de
los mártires de Lión, los de Scillium, el senador Apolonio. Alguno, como el
esclavo Evelpisto, murió por la espada al estar su causa en conexión con un
mártir de elevada categoría. En el siglo III mueren decapitados, por
ejemplo, el soldado Besa; Ammonaria, Mercuria y Dionisia, en Alejandría; el
obispo Cipriano; Montano, Lucio y Flaviano; Santiago, Mariano y muchos otros
de Lambesa.
Pero posteriormente, cuando se producen ejecuciones apresuradas y en masa,
no se guardan ya las formas antiguas.
El Papa Sixto, por ejemplo, ni siquiera es juzgado; cuando es sorprendido
enseñando a los fieles en la cripta del cementerio de Pretextato, se le
decapita allí mismo, sentado en su sede; y cuatro diáconos son también
decapitados en el mismo subterráneo (San Cipriano, Epist. 80). En Lambesa,
después de varios días de ejecuciones, se hace arrodillar en filas a los
mártires que aún quedaban vivos, y pasa el verdugo haciendo rodar sus
cabezas.
En la última de las persecuciones, es tal la prisa por exterminar a todos
los cristianos, que se acude frecuentemente a la decapitación, se trate de
obispos o soldados, magistrados o mujeres, nobles o plebeyos.
«El gobernador Firmiliano, no pudiendo contener su cólera y no queriendo
tampoco retardar la muerte de los mártires con largos suplicios, mandó que
al punto se les cortase la cabeza» (Eusebio, De Martyr. Palest. 9).
La hoguera
En los dos primeros siglos parece que fueron pocos los mártires ejecutados
por el fuego.
La espantosa invención de Nerón, que hace quemar a muchos cristianos
convirtiéndolos en antorchas vivientes, fue un capricho. Y la jaula de
hierro candente, en que se obliga a sentarse en el anfiteatro a los mártires
de Lión en 177, es más una tortura que un modo de ejecución.
La pena regular del fuego tarda en establecerse en el derecho romano, y la
vemos aplicada por primera vez en el 155 contra el obispo mártir Policarpo
en Esmirna. Pero en el siglo II se hace más frecuente.
Se emplea muchas veces el fuego para matar en Alejandría, durante la
persecución de Decio (Eusebio, Hist. eccl. VI,41,15,17). Quemado muere San
Pionio en Esmirna; Luciano y Marciano en Nicomedia; Carpos, Papylos y
Agathonice en Pérgamo. Bajo Valeriano, muere en la hoguera el obispo de
Tarragona Fructuoso y los diáconos Augurio y Eulogio; y en Roma el diácono
San Lorenzo.
En la última persecución el suplicio mortal del fuego es el más
frecuentemente empleado contra los mártires, sobre todo en el Oriente. Un
contemporáneo, Eusebio, muchas veces testigo presencial de estas muertes, da
cuenta de los nombres de muchos mártires que así murieron (Hist. eccl.
VIII,6,8,9,11,12,14; De Martyr. Palest. 2-4,8,10,12,13).
La muerte en la hoguera, pena normalmente reservada a gente de condición
inferior, suele realizarse en forma de espectáculo para el pueblo. Se
enciende la hoguera en el circo, el estadio o el anfiteatro. El mártir es
despojado de sus vestidos, que pasan a ser posesión de sus verdugos
(rescripto de Adriano: Digesto XLVIII, XX,6; cf. Mt 18,35; Mc 15,24; Lc
23,34; Jn 19,23-24). Una vez desvestido, es atado a un poste, normalmente
clavando sus manos a él, como en los casos de Carpos, Papylos y Agathonice.
En otros casos, como en el de Policarpo, las manos son atadas solamente, y
quedan libres al quemarse las cuerdas. Así sucedió también en Tarragona,
donde los mártires Fructuoso, Augurio y Eulogio, una vez quemadas sus
ligaduras, oraron de rodillas con los brazos en cruz en medio de las llamas.
La muerte solía ser rápida, y en algún caso, como en el de Policarpo, se
abreviaba mediante un «golpe de gracia».
A fines del siglo III, sin embargo, la pena del fuego se hace mucho más
cruel todavía. Tertuliano dice, «se nos llama sarmentiti o semaxi, porque,
atados a un poste, perecemos rodeados de un semicírculo de sarmientos
encendidos» (Apol. 50). Los mártires son dejados no en una pira, sino en el
suelo, y con frecuencia, para que las llamas y el humo les envuelvan mejor,
se les entierra hasta las rodillas (Passio S. Philippi 13). Con esto se
suprime prácticamente el espectáculo, del que, por lo demás, la plebe estaba
ya hastiada, y se busca la rápida eficacia.
Así muere en Heraclea el obispo Filipo y el sacerdote Hermes (ib.); en
Cesarea, el esclavo filósofo Porfirio (Eusebio, De Martyr. Palest. 11,19); y
otros innumerables mártires sobre todo en el Oriente, donde la ejecución se
reduce a empujar a las víctimas dentro de ese círculo de fuego, donde, como
dice Lactancio, mueren en tropel (De mort. persecut. 15).
El vivicomburium era, pues, una forma ordinaria de ejecutar por el fuego.
Pero los magistrados introducen arbitrariamente no pocas variantes
horribles. Se inventa entonces la caldera de aceite hirviendo, en donde, en
circunstancias apenas conocidas, es sumergido el apóstol San Juan
(Tertuliano, De præscr. 36); la caldera de betún encendido, en la que muere
Santa Potamiana (Eusebio, Hist. eccl. VI,5); la cal viva, en la que mueren
Epímaco y Alejandro, en tiempo de Decio (ib. VI,41,17); la jaula o lecho de
hierro candente, que a mediados del siglo III, y sobre todo en el IV, pasa
de ser forma de tortura a modo de ejecución.
Así muere el diácono San Lorenzo (Prudencio, Peri Stephan. II). Pedro,
chambelán de Diocleciano, es también asado vivo en parrillas, y para
prolongar sus padecimientos, sus miembros van siendo presentados uno a uno,
poco a poco, a las llamas (Eusebio, Hist. eccl. VIII,6). De este modo son
también asados varios mártires de Antioquía (ib. VIII,12). Timoteo es asado
en Gaza «a fuego lento» (Id. De Martyr. Palest. 3). El emperador Galerio, en
el 309, inventa una manera más dolorosa de quemar a los cristianos,
rociándoles con agua y dándoles a beberla, con lo que a veces el suplicio
dura todo el día (Lactancio, De Mart. pers. 21).
Es una época en la que la lucha contra los cristianos alcanza su mayor
fuerza y crueldad: se trata de matar pronto a cuantos más se pueda, y
haciéndoles sufrir todo lo posible.
Las fieras
El suplicio más dramático de los infligidos a los mártires cristianos es la
exposición a las fieras ante la muchedumbre pagana. Este codiciado
espectáculo solía reservarse, normalmente, para algún día de fiesta u otra
ocasión especial.
San Ignacio es arrojado a las fieras el 20 de diciembre del año 107, es
decir, en las venationes de las saturnales. En unos juegos ofrecidos por el
asiarca en Esmirna, fueron expuestos a las fieras Germánico y otros diez
cristianos de Filadelfia (Martyr. Polyc. 2,3,12). Los mártires de Lión son
expuestos en el anfiteatro en la gran feria del mes de agosto. Perpetua,
Felícitas y sus compañeros, en las fiestas quinquenales del César Geta.
Son muchos los casos como éstos. Probablemente la proximidad de alguna
celebración importante induce al juez a condenar a los cristianos a las
fieras. O a veces es el mismo pueblo, como ya vimos, quien lo exige: «¡Los
cristianos a los leones!». Otras veces es la notoriedad del mártir o su
especial fuerza física la que motiva al juez a dictar esta sentencia para
agradar al pueblo. En ocasiones, para halagar al emperador o a otros altos
poderes públicos, un gobernador de provincia les envía unos condenados a las
fieras (Modestino, Digesto XLVIII, XIX,31).
Éste fue, quizá, el motivo por el que Ignacio es enviado desde Antioquía a
Roma para morir bajo las fieras, pues ese año, el 107, se celebró la
victoria de Trajano sobre los dacios con ciento veintitrés días de festejos,
en los que fueron muertas once mil bestias feroces, que antes habían matado
a muchos hombres.
La exposición a las fieras se organizaba de modo muy espectacular. Así como
antes de las carreras de carros había una cabalgata en la que, con pompa
circensis, desfilaban ante el público aurigas y escuderos; o así como en las
luchas de gladiadores desfilaban éstos primero, y los morituri saludaban al
emperador y al pueblo; así también los condenados a las fieras era
previamente presentados al público, en medio de ultrajes y crueldades.
A veces los mártires, como en Lión, antes de ser expuestos a las fieras,
eran torturados con látigo o jaula de hierro candente. Más ordinario era que
hubieran de ir en procesión miserable en torno a la arena bajo el látigo de
los bestiarios. En ocasiones, para unir a la crueldad la burla pintoresca,
se disfrazaba a los mártires como una mascarada.
Las cristianas expuestas a las fieras en el circo de Nerón fueron
disfrazadas de hijas de Danaos o de la bacante Circe (Clemente, Corintios
6,2). Perpetua y sus compañeros se negaron a disfrazarse de sacerdotes de
Saturno, los hombres, o de sacerdotisas de Ceres, las mujeres; y el oficial
romano aceptó la negativa.
Como los condenados al fuego, los destinados a las fieras eran expuestos en
un lugar elevado de la arena, como un estrado, en el que se alzaba un poste.
Por unas rampas las fieras subían a esa altura, donde el mártir estaba atado
por las manos al poste, sin defensa posible. Se conservan lámparas y
medallones de barro cocido representando la escena. Las bestias entonces
desgarraban su víctima sobre el estrado, o la arrancaban del poste y la
arrastraban.
Algunas veces, ahítas ya las fieras de carne humana, se mostraban remisas
para atacar y habían de ser lanzadas varias sucesivamente, sin causar graves
daños a sus víctimas. Esto le sucedió, por ejemplo, al mártir Saturo que,
puesto en el pulpitum con Saturnino, fue atacado sucesivamente por un
leopardo, un oso, un jabalí, que lo arrastró, y un leopardo, que lo mató
(Passio S. Perpetuæ 21). Un joven mártir, Germánico, azuzó en Esmirna a las
fieras, para que le devorasen (Martyr. Polic. 3). San Ignacio de Antioquía,
camino del martirio, donde iba a ser arrojado a las fieras, escribe en una
carta a los romanos: «Yo espero hallarlas bien dispuestas. Las azuzaré para
que en seguida me devoren, y no hagan como con otros, a quienes tienen miedo
a tocar. Y si se muestran remisas, las forzaré» (Romanos 5,2).
Cuando las fieras herían a los mártires, pero no los mataban, se les
remataba. Ésa fue la suerte de Perpetua, Felícitas y Saturo. En Cesarea,
Adriano, Eubulo y Agapito, después de pasar por los ataques de las fieras,
fueron degollados los dos primeros, y arrojado al mar el tercero, según
refiere Eusebio (De Martyr. Palest. 11).
El mismo Eusebio, testigo presencial de hechos semejantes, reconoce que a
veces las fieras, siendo irracionales, parecían respetar a los testigos de
Cristo, dando así una señal del poder divino que guardaba a éstos. En el
anfiteatro de Tiro, concretamente, presenció la siguiente escena:
«Yo estuve presente en este espectáculo, y sentí visible y manifiesta la
asistencia del Señor Jesús, de quien los mártires daban testimonio. Animales
voraces pasaban largo tiempo sin osar tocar los cuerpos de los santos, ni
acercarse a ellos. Volvían, por el contrario, toda su rabia contra los
paganos que se empeñaban en azuzarlos, y permanecían alejados de los atletas
de Cristo, que desnudos e indefensos, los provocaban con gestos, según la
orden que habían recibido. Se lanzaban a veces contra ellos, pero
inmediatamente retrocedían, como rechazados por una fuerza divina. Esto duró
largo tiempo, bajo el asombro de los espectadores, que una, otra y otra vez
veían fieras inútilmente lanzadas contra el mismo mártir. La firmeza e
intrepidez de los mártires y la fuerza espiritual que irradiaban sus
debilitados cuerpos causaban admiración.
«Hubierais visto allí a un joven de apenas veinte años que, libre de
ataduras, con los brazos en cruz, oraba con paz inalterable, sin retroceder,
sin moverse, aguardando al oso y al leopardo que, al principio, parecían
respirar fiereza, pero que luego se retiraban, como si una fuerza misteriosa
les desviara. Así pasó todo aquello, como lo estoy contando. Hubierais visto
a otros, pues eran cinco, expuestos a un toro bravo. Había lanzado ya al
aire a varios paganos, retirados exánimes; pero cuando iba a lanzarse contra
los mártires, no podía dar un paso, ni siquiera excitado con un hierro
candente: hería la tierra con sus pezuñas, sacudía los cuerpo, pero se
apartaba de los mártires como empujado por mano divina. Y después de estas
bestias, se lanzaron otras. Al fin los mártires, incólumes de unas y otras,
fueron decapitados y arrojados al mar» (Hist. eccl. VIII, 7,4-6).
Cuando se celebraban venationes, el toro solía desempeñar un papel especial.
Antes de ser atacado por los bestiarios, para enfurecerlo, se le azuzaba
contra unos maniquíes rellenos de paja y sujetos al suelo. Pero no era
infrecuente que la crueldad romana sustituyera a veces estos muñecos por
personas vivas.
Eso sucedió en Tiro, y también en Lión, el año 177, cuando Santa Blandina
fue atacada por un toro, que la lanzó varias veces al aire (Eusebio, Hist.
eccl. V,1,56). Y la misma suerte terrible sufrieron Perpetua y Felícitas,
atacadas por una vaca brava. En tales casos, para evitar que las víctimas
esquivasen las embestidas feroces, se les sujetaba envolviéndoles desnudos
con una red. Así se hizo con Santa Blandina.
Y así se intentó hacer con Perpetua y Felícitas. Éstas, sin embargo, por
exigencia del público conmovido, fueron vestidas. Perpetua, lanzada al aire
en una acometida de la vaca, cayó de espaldas, quedando sus piernas al
descubierto. Y «olvidándose al momento del dolor, para no acordarse sino del
pudor», se cubrió inmediatamente con sus ropas desgarradas. Se acercó
después a la esclava Felícitas, que yacía en tierra quebrantada, y le ayudó
a levantarse. Así, las dos juntas, esperaron el golpe mortal (Passio S.
Perpetuæ 20).
Nunca los mártires lucharon con las fieras. No se conoce ningún caso. Se
dejaban herir y matar sin defenderse.
La crucifixión
El suplicio de la cruz, considerado por los romanos como infamante y
santificado por Nuestro Señor, fue aplicado con gran frecuencia a los
cristianos. Después de la crucifixión del Salvador, la más famosa es la del
apóstol San Pedro.
En los siglos I y II, Clemente Romano (Corintios 5,6) y Dionisio Alejandrino
(Eusebio, Hist. eccl. II,25) hablan del martirio del apóstol en Roma, pero
no indican cómo murió. Tertuliano dice que San Pedro «sufrió una pasión
semejante a la del Salvador», pues «fue crucificado» (De præscr. 36;
Scorpiac. 15). Orígenes precisa que fue crucificado «con la cabeza hacia
abajo», porque el mismo «Pedro pidió por humildad que se le pusiera así en
la cruz» (Eusebio, Hist. eccl. III,1), crueldad que no era extraña en
tiempos de Nerón, según escribe Séneca: «Yo veo cruces de diversos modos; a
algunos se les suspende en ellas con la cabeza hacia abajo» (Consol. ad
Marciam 20).
En el siglo I otros mártires fueron también crucificados. Muchos cristianos
murieron así en los jardines de Nerón, según refiere Tácito (Annal. XV, 44).
En la cruz murió San Simeón, obispo de Jerusalén, en tiempos de Trajano
(Eusebio, Hist. eccl. III,32). Cien años más tarde, un pagano le dice con
aire de triunfo al apologista cristiano Minucio Félix: «no es ahora tiempo
de adorar la cruz, sino de padecerla -jam non sunt adorandæ cruces, sed
subeundæ-» (Octavius 12).
San Justino, Tertuliano, Clemente de Alejandría, hablan de cristianos
crucificados, y conocemos los nombres: Claudio, Asterio y Neón; Calíope;
Teódulo; Agrícola; Timoteo y Maura. Eusebio habla de muchos cristianos
anónimos que murieron en Egipto crucificados: «fueron crucificados como
suele hacerse con los malhechores; pero hubo algunos a quienes, con
particular crueldad, se los clavó en la cruz cabeza abajo». Y añade: «así
permanecieron vivos hasta que murieron de hambre en sus patíbulos» (Hist.
eccl. VIII, 8).
Lo ordinario era que los romanos no rematasen a los crucificados. El
crurifragium, como el de Jesús, era completamente excepcional (Jn 19,31-33;
Cicerón, Philipp. XIII,12). En una Pasión se nos dice de dos esposos
cristianos que permanecieron crucificados frente a frente, y que vivieron
nueve días, padeciendo al mismo tiempo el tormento de una sed ardentísima
(Passio Timothei et Maurae). Este suplicio penal espantoso no fue abolido
hasta que Constantino llegó a imperar.
La sumersión
Otro modo de ejecutar a los mártires fué con frecuencia durante la última
persecución el ahogamiento por sumersión.
Eusebio narra que en el 303, al publicarse el primer edicto de Diocleciano,
«innumerables cristianos» fueron conducidos en barcas, atados, al alta mar y
allí arrojados entre las olas (Hist. eccl. VIII,6). Otros en Egipto son
arrojados al mar (ib. VIII,8). En el 304, en Roma, dos mártires son
arrojados desde un puente al Tíber (Acta SS. Beatricis, Simplicii et
Faustini, en Acta SS julio, VII,47). En Cesarea fue ahogada una joven de
dieciocho años (Eusebio, De Martyr. Palest. 7). En Panonia, Quirino, obispo
de Siscia, es arrojado al Save con una piedra de molino al cuello (Passio S.
Quirini 5). En Palestina, arrojan al mar a Ulpiano, metido en una piel de
buey junto a un perro y un áspid; y lo mismo se hace en Cilicia con Juliano,
tras encerrarlo en un saco lleno de tierra y de animales ponzoñosos
(Eusebio, De Martyr. Palest. 5; S. Juan Crisóstomo, Homil. de Mart. S.
Juliani).
El ahogamiento era una pena legal. Se sumergía a los parricidas encerrados
en un saco en compañía de animales dañinos (Digesto XLVIII,IX,9). Pero en
tiempos del Imperio era una pena, incluso para los parricidas, caída en
desuso (Pablo, Senten. V, XXV). Y ninguna ley o edicto había establecido
esta pena para los cristianos. Aplicársela era, pues, una evidente
ilegalidad. ¿Pero qué quedaba en el Imperio de legalidad cuando el emperador
Galerio, según dice Lactancio (De mort. persec. 23), había suprimido en sus
Estados la mendicidad haciendo ahogar a los mendigos?
Otros suplicios
Son innumerables los modos de ejecución que hubieron de sufrir los mártires
cristianos bajo el odio de los paganos, a veces, simplemente, en el furor de
una revuelta imprevista.
En Cartago, la muchedumbre ataca a Numídico, a su mujer y a un grupo de
fieles, quema a unos y deja a otros aplastados debajo de piedras (San
Cipriano, Epist. 35). En Alejandría, el pueblo enfurecido apedrea a las
santas mártires Meta y Quinta, y arroja de lo alto de una casa al mártir
Serapión (Eusebio, Hist. eccl. VI,41). En Roma son emparedados en una cripta
de las catacumbas cristianos que asistían a los Sagrados Misterios (Passio
SS. Chrisanti et Dariæ, en Acta SS. X,483).
Estas formas brutales de la muchedumbre enfurecida se ve, sin embargo,
superada por la fría crueldad de ciertos magistrados. San Cipriano escribe a
un magistrado africano: «tu ferocidad e inhumanidad no se contenta con los
tormentos usuales; tu maldad es ingeniosa e inventas nuevas penas» (Ad
Demetrianum 12). Y Eusebio atestigua lo mismo, hablando del Oriente en el
siglo IV, refiriéndose a los magistrados que, inventando tormentos
desconocidos, parecen rivalizar entre ellos en la crueldad.
En Antioquía le cortan la lengua al diácono Romano, «suplicio nuevo», según
Eusebio, y después se le estrangula (De Martyr. Palest. II,4). Dorotea,
Gorgonio y otros mueren estrangulados en Nicomedia (Id., Hist. eccl. VIII,
6,5).
El estrangulamiento era una de las más antiguas penas romanas (Salustio,
Catil. 55; Valerio Máximo V,4; VI,3), pero había caído en desuso. Era
suplicio practicado también en otros pueblos y épocas; lo sufrieron, por
ejemplo, los Macabeos en la Antioquía de los sirios (2Macabeos 7,4ss).
Eusebio narra que en Arabia matan a varios fieles a hachazos (Hist. eccl.
VIII,6,5), suplicio prohibido por la ley. Informa que en Capadocia son
matados otros quebrándoles las piernas; en Mesopotamia se les cuelga cabeza
abajo sobre un fuego lento; en Alejandría se les cortan narices, orejas y
manos; en el Ponto se les clavan espinas bajo las uñas, se les derrama en la
espalda plomo derretido, se les desgarran las entrañas (Hist. eccl.
VIII,12). La amputación de manos no era ilegal, pues era pena aplicada a los
desertores en el siglo I (Valerio Máximo II, VII,II); y la vemos reaparecer
en el siglo V, pues una Novella de Maggioriano (IV,6) castiga así a un
funcionario que había destruído ciertos monumentos antiguos.
En la Tebaida se despelleja a los mártires con cascos (Eusebio, Hist. eccl.
VIII,8); mujeres desnudadas, son volteadas cabeza abajo en el aire por una
máquina; y algunos hombres son atados por las piernas a ramas de distintos
árboles que, al separarse de repente, les divide en dos partes (VIII,9). En
la Armenia romana, cuarenta soldados romanos son puestos en un estanque
helado durante una noche de invierno, y después son arrojados al fuego (S.
Gregorio Niseno, Orat. II in XL martyres). En esos mismos años, reinando
Licinio, al fin de las persecuciones, hacia el 320, algunos cristianos son
descuartizados a golpes de espada y luego arrojados los pedazos a los peces
(Eusebio, Hist. eccl. X, 8,17; De vita Const. II,2).
No hay invención maligna, por cruel que sea, que no fuera imaginada por
magistrados y verdugos, exasperados por la paciencia de los mártires. Y en
cierto sentido le ley les daba licencia para aplicar tales penas atroces,
pues, según un jurista del siglo III, la pena capital «consiste en ser uno
arrojado a las fieras, en padecer otras penas semejantes o en ser
decapitado» (Marciano, Digesto XLVIII, XIX,11, párr.3). ¡Otras penas
semejantes!... En el caso de los cristianos, esa fórmula significaba que
cualquier atrocidad, inspirada por el infierno, podía serles aplicada.
Los magistrados romanos podían siempre sentirse absueltos de crueldad cuando
jurisconsultos prestigiosos, como Claudio Saturnino, establecían como
doctrina: «a veces sucede que se exacerban las penas aplicadas a ciertos
malhechores, cuando esto es necesario para el escarmiento de otros muchos»
(Digesto XLVIII, XIX, 16, párr.9).
Asistencia divina
El hecho comprobado de que tormentos tan variados y horribles, sufridos no
en un corto período, en el que pudiera producirse un heroísmo contagioso,
sino a lo largo de tres siglos, y por millares de hombres, mujeres y niños,
pertenecientes a regiones muy diversas, cuando, de hecho, bastaba una
palabra, un leve signo de su voluntad, para alejar por completo todos esos
padecimientos, que, sin embargo, fueron aceptados libremente y con plena
libertad ¿puede explicarse por los comunes recursos de las fuerzas humanas o
hace necesario acudir a una asistencia sobrenatural?
Nosotros podríamos intentar dar a esta pregunta una u otra respuesta. Pero
ya los mismos mártires la dieron con frecuencia, atribuyendo a Dios, sin
duda alguna, sus victorias.
Los cristianos de Esmirna nos muestran a varios fieles en el anfiteatro de
esa ciudad, «de tal manera desgarrados por los azotes, que sus venas, sus
arterias, todo el interior de su cuerpo, estaba al descubierto, y con todo
eso, se les veía tan firmes que los asistentes se conmovían y lloraban,
mientras que ellos no exhalaban ni un suspiro ni una queja». Y los mismos
cronistas dan la explicación: «Presente con ellos el Señor, aceptando tan
fiel ofrenda de sus siervos, no solo los encendía en el amor de la vida
eterna, sino que templaba la violencia de aquellos tormentos, de manera que
el sufrimiento del cuerpo no quebrantara la resistencia del alma. El Señor
conversaba con ellos y Él era espectador y fortalecedor de sus ánimos, y con
su presencia moderaba los sufrimientos, y les prometía, si perseveraban
hasta el final, los imperios de la corona celestial» (Martyr. Polic. 2).
Cuando la mártir Felícitas, joven esclava, estando en la prisión, se ve
acometida por los dolores del parto, sin poder contener los gemidos, no
falta quien se burla de ella, poniendo en duda que sea capaz de sufrir los
ataques de las fieras. A lo que ella contesta:
«Ahora soy yo quien padece. Pero entonces habrá en mí Otro que padecerá por
mí, porque yo estaré padeciendo por Él» (Passio SS. Perpetuæ et Felicitatis
15).
Es necesario reconocerlo. Los prolongados, terribles y voluntarios
sufrimientos de los mártires cristianos son un caso extraordinario, único y
sin semejantes en los anales de ningún pueblo y de ninguna religión. Ésta es
la conclusión que sacamos de los datos hasta aquí expuestos.