Lección Sexta: Padecimientos morales de los mártires
Confiscación de los bienes
Antes de sufrir las pruebas corporales de la tortura, los mártires han
salido victoriosos de pruebas morales que para muchos fueron verdaderamente
terribles. Como hemos visto en el estudio precedente, el sacrificio que a no
pocos se les exigía era tan grande como los bienes mundanos que habían de
perder si querían guardarse fieles a su fe. Tanto dejaban los mártires
cuanto más habían tenido. Antes del martirio, había, pues, una prueba
previa, que para algunos podía ser durísima, e implicar terribles
desgarramientos morales. A los mártires, como a su divino Maestro mártir,
les era ofrecido el cáliz antes que la cruz.
Orígenes, escribiendo a un amigo cristiano, encarcelado por serlo, y que
antes había tenido grandes riquezas y altos puestos, le decía: «¡Cómo
desearía yo, si hubiera de morir mártir, tener también que dejar casas y
campos, para recibir el céntuplo que el Señor ha prometido!... Nosotros, los
pobres, debemos eclipsarnos, aun en el martirio, ante vosotros, porque
habéis sabido menospreciar la gloria mentirosa del mundo, de la que tantos
otros se enamoran, y el apego a vuestros grandes bienes» (Exhort. ad mart.
14,15).
Suele parecer en ocasiones que los hombres están más apegados a los bienes
temporales que a su misma vida. Y esto, hasta cierto punto, puede tener a
veces cierta nobleza. Quien posee bienes, considerándolos un depósito
recibido de sus antepasados para transmitirlo a sus descendientes, ve esos
bienes con el aura majestuosa de las cosas hereditarias, integradas en la
santidad del hogar doméstico.
Por eso la confiscación de bienes resulta tan odiosa. Y en el derecho penal
romano ocupaba un gran lugar. La confiscación era el complemento terrible de
toda pena que implicase pérdida de la ciudadanía, condena de muerte,
trabajos forzados, deportación. Solamente una concesión graciosa del
emperador podía reservar para los hijos una parte o la totalidad del
patrimonio confiscado. Pero la ley prohibía expresamente esta gracia cuando
se trataba de crímenes de lesa majestad o de magia (Código Teodosiano IX,
47,2). Y según parece, profesar el cristianismo se equiparaba a estos dos
delitos.
Así fue al menos desde mediados del siglo III, época en que el tesoro
público estaba muy escaso. En tiempos de Decio, concretamente, vemos que sin
cesar se aplica la pena de confiscación, sea contra los cristianos
condenados a muerte o a las minas, sea a los castigados con destierro o
contra los que han huído. También Valeriano hizo gran uso de la pena de
confiscación, y el emperador Diocleciano llegó a privar a los hijos de toda
participación en los bienes de los condenados.
Los fondos de la Iglesia habían de subvenir a los cristianos que habían
sufrido el expolio de sus bienes. La confiscación era la ruina de la
familia, rei familiaris damna, según dice San Cipriano; la caída brusca de
la fortuna a la miseria. Y en no pocos casos llevaba consigo la degradación
-dignitate amissa, según el edicto de Valeriano-, pues al carecer de la
hacienda necesaria, los descendientes de quien había sufrido confiscación de
bienes pasaban necesariamente a la clase de los plebeyos. Ya no eran nobles
empobrecidos, sino pobres a secas. Para un padre de familia cristiana noble,
sufrir un proceso a causa de su fe significaba una perspectiva de suplicio
propio y de ruina completa de los suyos.
San Basilio narra el caso impresionante de una conciudadana suya, Julita,
viuda cristiana. Acosada por un depredador malvado de sus bienes, tuvo que
reclamar en juicio sus bienes contra el usurpador. Pero inmediatamente el
demandado alegó una excepción, sacada de un edicto del año 303, en el que se
negaba a los cristianos el derecho a personarse en juicio. Así las cosas, el
magistrado mandó traer un altar ante el tribunal, e invitó a los
contendientes a quemar incienso ante los dioses. Julita rehusó en absoluto:
«Perezca mi vida, perezcan las riquezas, perezca mi cuerpo, si es necesario,
antes que salga de mi boca una palabra contra mi Dios, mi Creador». Con
esto, inmediatamente, perdió el proceso, quedando completamente arruinada. Y
por si fuera poco, una segunda sentencia la condenó a ser quemada en la
hoguera por ser cristiana (Hom. V,1-2).
La prueba del mártir había de ser extraordinariamente amarga cuando se le
instaba a renegar su fe para salvar el interés de su familia; cuando voces
amistosas presionaban su conciencia de padre o de esposo en contra de la fe
cristiana.
Unas veces eran amigos paganos: «Si no obedeces al juez, no solo vas a
padecer horribles tormentos, sino que expondrás a tu familia a una ruina
segura. Serán confiscados tus bienes y desaparecerá tu linaje» (Passio S.
Theodoti 8). Otras, el mismo juez: «Piensa en tu salud, piensa, sobre todo
en tus hijos» (Passio S. Philippi 9). «Eres riquísimo, y tienes bienes como
para alimentar casi a una provincia... Tu pobre mujer te está mirando» (Acta
SS. Philæ et Philoromi 2). Los abogados, los parientes, todos suplican al
mártir que «mire por su esposa, que cuide de sus hijos» (Eusebio, Hist.
eccl. VI,2,6) .
No todos los cristianos tenían el heroísmo del joven Orígenes, cuando
escribía a su cristiano padre, que tenía siete hijos, y estaba amenazado de
suplicio: «mantente firme, no cambies de conducta por causa de nosotros».
Seguramente, muchos cristianos, combatidos por quienes debían confortarles,
cedieron a estas pruebas, que eran peores que las torturas. Y los que
vencieron, solamente pudieron vencer asistidos por una fuerza sobrehumana.
Degradación cívica y militar
En el Imperio romano se había establecido una vinculación muy profunda entre
el Estado y la Religión pública, hasta el punto que casi ninguna solemnidad
cívica carecía de carácter religioso. Los magistrados, concretamente, aunque
en su vida privada fueran librepensadores, casi continuamente habían de
realizar acciones cultuales en honor de los dioses del Estado.
Un gobernador en su provincia no podía evitar ciertos ritos de adoración en
aniversarios imperiales y en fiestas cívicas. Un senador apenas podía
abstenerse de participar en el sacrificio anual ofrecido en el Capitolio o
de quemar un grano de incienso, al celebrar una sesión, ante el altar de la
Victoria. En el comienzo de sus funciones, era preciso que un cónsul
ofreciera sacrificios y organizara juegos sangrientos e indecentes. Pretores
y cuestores tenían que presidir estos juegos. Ediles, decenviros, habían de
cuidar la conservación de los templos, la organización de sacrificios y
banquetes religiosos, así como juegos de gladiadores.
El cristiano que por nacimiento y situación era llamado a funciones
semejantes se veía en situaciones de conciencia muy difíciles. Una actitud
de absoluta intransigencia, rehusando totalmente cualquier honor y cargo,
hubiera ido en detrimento de la Iglesia y del Imperio. Por eso en los tres
primeros siglos hubo en ciertas cuestiones que llegar a un modus vivendi.
Tertuliano, uno de los maestros cristianos menos conciliadores frente al
mundo, admitía en principio la conveniencia de ciertas concesiones: «Que uno
ejerza las funciones del Estado, pero sin sacrificar, sin favorecer con su
autoridad los sacrificios, sin proveer de víctimas, sin cuidar de la
conservación de los templos, sin asegurarles rentas, sin dar espectáculos a
sus expensas o a las del erario público, ni presidirlos, yo lo concedo, si
es que la cosa es posible» (De idololatria 17).
Y posible lo era, pues el mismo autor argumenta a veces en defensa de los
cristianos, asegurando sus leales servicios en el Senado o en los Consejos
ciudadanos (Apolog. 37). Era posible, al menos, en ciertas épocas de
emperadores tolerantes, menos fanáticos o cansados de perseguir.
¿Cómo distinguir en conciencia qué participaciones en lo mundano son lícitas
y cuáles ilícitas? Ningún documento eclesial de la época lo determina en
forma exacta. Ciertas acciones podían ser consideradas lícitas o reprobables
según se realizaran teniendo en cuenta principalmente su aspecto civil o el
religioso.
Esculpir, por ejemplo, figuras de dioses con fin decorativo era tolerable;
pero se hacía inadmisible si el fin del ídolo era recibir culto en un templo
(Traditio apostolica 16; Tertuliano, Adv. Marcion II,2). Podía un soldado
cristiano venerar las águilas romanas de los símbolos militares, como se
reverencia una bandera; pero no podía adorarlas, como hacían ingenuamente
los paganos.
Algo semejante habría de decirse de la conducta de magistrados, senadores y
demás autoridades, así como de la actitud cristiana conveniente en medio de
las muchas celebraciones familiares -esponsales, aniversarios, imposición
del nombre al hijo, toma de la toga, etc.- que tenían formas cultuales.
Según Tertuliano,
«si se me invita, con tal de que mis servicios y funciones nada tengan que
ver con este sacrificio, puedo asistir. ¡Dios quiera que nunca tuviéramos
que ver lo que nos está prohibido hacer! Pero, ya que el espíritu malo ha
envuelto al mundo de tal modo en la idolatría, nos será lícito asistir a
algunas ceremonias si vamos a ellas por el hombre, no por el ídolo». Y
añade: en tales casos «no soy más que un simple espectador del sacrificio»
(De idololatria 16).
La ausencia de los cristianos en ciertas celebraciones cívicas era
disimulada por las autoridades paganas en tiempos de tolerancia. Y su
presencia en ellas era tolerada por la Iglesia, aunque con sumo cuidado para
que no fuera más allá de ciertos límites (p. ej., Concilio de Elvira, hacia
300: can. 3,4,55,56).
La tolerancia de la autoridad pagana se dio en varios períodos. En el siglo
I, casi toda la época de la dinast��a Flaviana. En el II, durante el reinado
de Cómodo. En el III, en los años de Alejandro Severo y de Filipo, en el
comienzo del imperio de Valeriano, en el de Galieno y en los primeros años
de Diocleciano.
Éste aplicó al principio a los cristianos la tolerancia que sus predecesores
habían concedido a los judíos. En una disposición del comienzo del siglo III
se dice: «El divino Severo y Antonio Caracalla han permitido a los que
siguen la superstición judaica obtener los honores públicos, eximiéndoles de
aquellas obligaciones que pudieran lesionar su conciencia religiosa»
(Digesto L,II,2, párr.3). Eusebio confirma que ésa fue al principio la
política de Diocleciano: «Tales eran entonces las consideraciones de los
príncipes con los nuestros, que se les nombraba gobernadores de provincias,
dispensándolos de toda inquietud en cuanto a los sacrificios» (Hist. eccl.
VIII,1,2).
Pero esas épocas de tolerancia tácita o expresa en cualquier momento podían
estallar en persecuciones imprevistas, brutales, repentinas, como rayo que
rasga un cielo sereno. Y ciertamente esta prueba tendría que resultar muy
cruel para aquellos que hasta entonces, con una conciencia segura, habían
ascendido en su carrera cívica, al lado de sus colegas paganos. De pronto,
como escribe Eusebio, se caía en «la agonía de sacrificar» (ib.), y en caso
de negarse a ello, sobrevenía sobre el mártir cristiano la dimisión forzosa
o la destitución, la ruina, la muerte.
Flavio Clemente, en tiempo de Domiciano, es condenado a muerte siendo
cónsul, y con él un grupo de personas nobles que, hasta entonces, habían
podido conciliar su fe con su categoría social. En las Actas de San Apolonio
se recoge una frase que el prefecto del pretorio, conmovido por la firmeza
del mártir, al parecer colega suyo, le dirige: «Quédate, vive con nosotros».
Realmente, en condiciones semejantes, era necesaria una firmeza sobrehumana
para permanecer en la fe y elegir la muerte. La muerte o algo igualmente
terrible, la degradación social. Los augustos Diocleciano y Maximiano
Hércules y el césar Galerio, concretamente, deciden eliminar a los
cristianos del ejército. Todos los oficiales que se negaran a sacrificar
habían de ser degradados, y algunos, como narra Eusebio, «perdieron por
defender su fe no sólo su cargo, sino su vida»; fueron muchos los que
«prefirieron sin vacilar la confesión de Cristo a la gloria y a las ventajas
del mundo» (Hist. eccl. VIII,4). Abrazándose a la cruz, hubieron de quebrar
su espada.
Poco después Diocleciano impulsa no solo la degradación militar, sino
también la civil. «Los que están elevados en dignidad pierdan toda dignidad»
(Eusebio, ib.). Lactancio precisa más el alcance de esta decisión imperial:
«Privados de todos sus honores y cargos, quedarán sujetos a tortura,
cualquiera que sea su nobleza y función» (De mort. persec. 13).
Los nobles y, en general, todas las personas honestas, en el sentido latino
del término, gozaban del privilegio de no poder ser sometidos a tortura, ni
condenados a suplicios infamantes. Pues bien, los cristianos, por el hecho
de serlo y fuera cual fuere su categoría, pierden definitivamente este
privilegio. Quedan civilmente muertos y, como dice Lactancio, pierden hasta
el derecho de intentar acciones ante los tribunales.
En estos inicios del siglo IV, cuando tantos patricios y magistrados eran ya
cristianos, cuál sería su angustia ante esta trágica elección necesaria
entre su fe y la degradación, la aniquilación jurídica...
Apostasías
En toda la primera época martirial fueron muchos los que sucumbieron en las
pruebas.
El clero romano, escribiendo a la iglesia de Cartago, le comunica que en la
persecución de Decio hubo muchos apóstatas, y entre ellos cita a «personas
de alta categoría», insignes personæ. En un escrito falsamente atribuido a
Tertuliano se habla de «un senador, antiguo cónsul, que de la religión
cristiana ha vuelto a la esclavitud de los ídolos», y al que se le dice:
«Después de haber sido introducido en la luz, después de haber conocido a
Dios durante años, ¿cómo conservas lo que debieras haber dejado y dejas lo
que hubieras debido guardar?». Quizá haya todavía alguna esperanza:
«corregido por la ancianidad, cansado de tus errores, quizá vuelvas a
nosotros. Sigue entonces los consejos de la edad, y aprende a ser fiel a
Dios» (Migne, PL 2,1106).
Los monumentos sepulcrales de la catacumba de Santa Priscila nos dan a
conocer, por ejemplo, hasta la era de Constantino, la historia religiosa de
la familia noble de los Acilio Glabrio. En esta familia, cuya jefe fue
mártir en tiempos de Domiciano, se entremezclan los fieles cristianos y los
sacerdotes, sacerdotisas y niños de colegios idolátricos. A un linaje
cristiano como éste, que tanto empeño puso en conciliar su íntima fe con sus
ambiciones sociales, podría decírsele aquella frase de Tertuliano: «Tu
nacimiento y tus riquezas te defienden mal de la idolatría» (De idololatria
18).
No pocos de estos cristianos nobles, que oscilaban entre la fe y la
conciliación con las exigencias idolátricas del mundo, procuraban luego
favorecer a los cristianos fieles: «Hay entre los poderosos muchos pecadores
de esta clase -dice Orígenes-, que hacen cuanto pueden en favor de los
cristianos» (In Math. com.: ML 13,1772).
Y por otra parte, los nobles que se habían guardado en la fe eran los
primeros en entender las dificultades por las que pasaban sus amigos menos
fieles, y la propia fidelidad solamente la atribuían a la fuerza de la
gracia de Dios. En la Passio S. Mariani et Jacobi se recoge este diálogo
entre el mártir Emiliano y un pagano, que estaba desconcertado por aquella
extrema fidelidad martirial.
Le decía Emiliano, según él mismo lo refiere: «-"Los soldados de Cristo
tienen en las tinieblas una luz esplendorosa y en el ayuno un maravilloso
alimento, que es la Palabra divina". Oyéndome hablar así, me dijo: -"¿Y
vosotros no sabéis que, estando encarcelados, si persistís en vuestra
obstinación, padeceréis la pena capital?". Y yo, temeroso de que se burlase
de mí con una mentira, quise que me confirmara el cumplimiento de mi deseo:
-"¿De verdad que todos padeceremos?". Él lo aseguró de nuevo: -"La espada
está sobre vuestras cabezas y va a correr la sangre. Pero yo quisiera saber
si a todos los que despreciáis esta vida presente os están reservados
iguales premios?". Le respondí: -"Yo no tengo opinión sobre cuestión tan
alta. Pero eleva un instante los ojos al cielo, y verás una multitud
innumerable de astros brillantes: ¿todos tienen una misma luminosidad?". Él
vio con esto acrecentada su curiosidad: -"Si hay alguna diferencia entre
unos y otros, ¿quiénes serán los preferidos por vuestro Dios?"... Yo le
respondí: -"Aquellos para quienes la victoria ha sido más difícil y
trabajosa reciben una corona más gloriosa. De ellos está escrito: Más
fácilmente pasará un camello por el ojo de una aguja, que entrará un rico en
el reino de los cielos"».
Graves obstáculos para la conversión
Los mismos obstáculos que ocasionaron la caída de tantos cristianos nobles,
retenían fuera de la Iglesia a otros muchos que en tiempos de paz hubieran
entrado en ella. Esto explica, concretamente, que aún a fines del siglo IV,
en plena victoria del cristianismo, todavía muchos nobles, cristianos de
corazón, retardaban hasta la vejez la hora del bautismo, para gozar mientras
tanto más libremente de la vida y del poder.
Las mujeres hallaban menos obstáculos en el camino de su conversión. No les
era difícil conciliar su condición de cristianas y su posición social. La
vida exterior de una dama cristiana noble no debía diferir necesariamente en
mucho de una pagana honesta de su misma condición. Tampoco era para ellas
tan difícil abstenerse de cultos idolátricos y de espectáculos indecentes.
Algunas, sin embargo, presionadas por las circunstancias, hacían concesiones
injustificables, llevando una vida medio cristiana y medio pagana.
Una antiguo epitafio describe así a una de estas damas: «Fue mi hija fiel
entre los fieles, y pagana entre los paganos (Filia mea inter fideles
fidelis fuit, inter paganos pagana fuit)» («Bull. di Arch. crist.» 1877,
118-124).
En todo caso, bajo el imperio pagano, la profesión cristiana fue mucho más
fácil entre los nobles para las mujeres que para los varones. Y por eso
aquéllas, en los primeros siglos, fueron en la Iglesia bastante más
numerosas que éstos.
Por eso entonces fue relativamente frecuente que en un matrimonio la esposa
fuera cristiana y el marido no. Lo que daba lugar en ocasiones a situaciones
sumamente difíciles. En las Acta SS. Agapes, Chioniæ, Irenes, una mujer de
Macedonia confiesa al juez: «Considerábamos a nuestros maridos como nuestros
peores enemigos, y siempre vivíamos en el temor a que nos denunciasen». En
la última persecución, por ejemplo, sucedió en Antioquía que el marido
pagano de la rica y noble Damnina condujo a los soldados que la perseguían
en su fuga (Eusebio, De martyr. Palest. VIII,12; S. Juan Crisóstomo, Hom.
51).
Así las cosas, el problema de los matrimonios mixtos era gravísimo en la
Iglesia perseguida. Tertuliano los desaconseja vivamente, Cipriano los
prohibe, y medio siglo después el Concilio de Elvira, can. 15) castiga con
penas canónicas a los fieles que entreguen sus hijas para que se casen con
idólatras.
El mismo Concilio alude a la excusa más frecuente: copiam puellarum, que las
muchachas eran muchas, es decir, que no había suficiente número de varones
cristianos para ser sus maridos. Lo que nos indica de nuevo que por aquellos
años eran más en la Iglesia las mujeres que los varones.
En el siglo III, algunas cristianas nobles, pertenecientes al género de las
clarissimae, que querían casarse, pero que no hallaban cristianos de su
linaje para ello, se veían forzadas o bien a permanecer solteras, o bien a
casarse con un cristiano sin nobleza, lo que traía consigo la pérdida de su
antigua dignidad cívica. Pues bien, en el siglo III algunas, para evitar tan
grave inconveniente, acudieron al recurso del matrimonio secreto con
personas cuyo matrimonio no reconocía el derecho civil. Conservaban así su
condición de nobleza, puesto que ante la ley seguían siendo célibes. El
derecho especial de la nobleza no consideraba válido el matrimonio de una
mujer clarísima con un esclavo o un liberto.
Quedaba por saber si tal solución era lícita ante la Iglesia. El Papa
Calixto, que de joven había sido esclavo, respondió a esta cuestión
afirmativamente (Philosophumena IX,11). Esta decisión pontificia, a un
tiempo misericordiosa y atrevida, le fue reprochada por algún contemporáneo
que, quizá no sin fundamento, afirmaba que tales matrimonios solían resultar
mal.
De todos modos, hay que recordar que muchas mujeres cristianas de la
aristocracia romana afirmaron más directamente su fidelidad a la Iglesia. Y
de hecho, entre la nobleza, fueron entonces más las mujeres mártires que los
hombres. Por el contrario, si consideramos el número global de todos los
mártires cristianos de aquellos siglos, hubo más mártires varones que
mujeres. Y se comprende, al vivir éstas más ocultas a la sombra del hogar
doméstico.
Las mujeres ante el martirio
Las mujeres cristianas hubieron de sufrir antes del martirio pruebas muy
especialmente crueles. Cualquiera que fuese su condición social, tenían
escasa protección jurídica ante los jueces. Los romanos, a pesar de su
civilización refinada y sumamente culta, ignoraban por completo una
delicadeza que hoy nos parece elemental. ¿Quizá la costumbre de tratar con
esclavos les había privado de todo respeto hacia los débiles? ¿Eran los
espectáculos sangrientos los que habían hecho insensibles sus corazones a
todo sentimiento de compasión? ¿O era, simplemente, la inmoralidad pagana la
que de tal modo les había endurecido, haciendo de ellos, como dice San
Pablo, hombres despiadados, sine affectione (Rm 1,31).
Corresponde ciertamente al cristianismo el honor de haber sembrado en la
humanidad esa flor de compasión y de pudor, que perfuma las civilizaciones
nacidas del Evangelio. Y se comprende bien que las sociedades que se alejan
de la fe marchiten esa flor. La dureza antigua vuelve a surgir en las
costumbres privadas y públicas de aquellos pueblos que ya no quieren seguir
siendo cristianos.
Entre los paganos de Roma la dureza antigua resalta de modo patente en la
falta de compasión e indulgencia con que se trataba el puer, al niño, y de
la que ciertamente no era menos digna la puella, la niña. El derecho romano
consideraba que la niña a los doce años alcanzaba ya la edad núbil, y los
jueces y verdugos se creían en el deber de tratar a estas niñas o
adolescentes como si fueran jóvenes o adultas. A ningún magistrado se le
ocurre absolver «por falta de discernimiento» a una niña de doce años que ha
insultado a los dioses y que se presenta como cristiana. Con ellas se
mostraban inexorables.
Doce años tiene Inés, la célebre mártir de Roma, cuando huyendo la
vigilancia de sus padres, corre a profesar ante los jueces su fe cristiana.
Doce años tiene la española Eulalia, cuando hizo lo mismo en Mérida. Es
también mártir Segunda, en Tuburbo, niña de doce años, por querer unirse a
dos campesinas de catorce años que habían sido detenidas. En el epitafio de
estas niñas africanas la devoción popular escribió: «Tres mártires: Máxima,
Donatila y Segunda, la buena niña (bona puella)».
Un juez romano se atreve a condenar a una niña de doce años -¡y a tantas
otras!- a morir decapitada. Conductas despiadadas semejantes las vemos con
los niños, como Póntico y Pancracio. En algún caso, como en el de Dióscoro,
de quince años, el juez le absuelve: «Quiero dejar a este joven tiempo de
arrepentirse» (Eusebio, Hist. eccl. V,41,19).
Pero esta prisa de los magistrados en condenar niñas ha de ser considerada
como un gesto de piedad si pensamos en otras pruebas a las que con
frecuencia eran sometidas. Las Pasiones que nos narran el martirio de las
niñas o jóvenes mártires refieren cómo eran obligadas con frecuencia a
elegir entre abjurar la fe o ser enviadas con prostitutas. Esta tortura
moral indecible se convertía en medio procesal que, para vergüenza de la
civilización pagana, reemplazaba a las bestias o a la hoguera.
Tertuliano refiere el caso de una cristiana que en lugar de ser expuesta a
los leones, fue llevada al lenocinio: «ad lenonem potius quam ad leonem»
(Apolog. 56). Y dice también: «El mismo siglo rinde testimonio a esa virtud
[de la castidad], que tanto estimamos nosotros, cuando trata de castigar a
nuestras mujeres manchándolas, más bien que atormentándolas, para
arrancarles aquello que prefieren a la misma vida» (De pudicitia I,2).
Y Eusebio, de modo semejante, en el siglo IV, afirma que en el Oriente de su
tiempo la virtud de las cristianas se había convertido en juguete de sus
perseguidores; que varias habían sido condenadas a la prostitución, y que
algunas se libraron de ella por el suicidio (Hist. eccl. VIII,12,14). El
mismo hecho viene atestiguado por San Juan Crisóstomo (Hom. 40,51), San
Ambrosio (De virginitate IV,7; Epist. 37) y San Agustín (De civitate Dei
I,26).
En este espectáculo amargo y miserable del mundo luce en toda la gallardía
de su esplendor la virtud de las mártires cristianas. La misma amenaza
impura de sus perseguidores es ya su primer homenaje, pues ellos no ignoran
que las cristianas dignas prefieren la virtud a todas las cosas, y esperan
que a ella sacrificarán su misma religión. Pero ellas, con heroica firmeza,
vencen la lógica perversa de sus jueces:
«Sea todo lo que Dios quiera», responde la esclava Sabina al neócoro Polemón
(Passio S. Afræ 2). «Pienso -dice Teodora al prefecto de Egipto- que tú no
ignoras que Dios ve nuestros corazones y considera en nosotros una sola
cosa: la firme voluntad de permanecer castas. Si me obligas, pues, a sufrir
un ultraje, padeceré violencia. Estoy dispuesta a entregar mi cuerpo, sobre
el que tú tienes poder; pero sólo Dios tiene poder sobre mi alma» (Passio S.
Pionii 7).
A veces las mártires, para escapar al ultraje de su pudor, provocan
furiosamente al juez para conseguir la pena de muerte. Así lo hace, a
principios del siglo III, la esclava Potamiana, cuya historia refiere
Eusebio. El prefecto de Egipto, después de haberla hecho torturar, la
amenaza con un destino ignominioso. Entonces ella se recoge un instante, y
enseguida profiere tal serie de blasfemias contra los dioses que el
magistrado, encolerizado, la condena a ser sumergida en una caldera de pez
hirviente (Hist. eccl. VI,5).
En Gaza, cien años después, una cristiana es condenada a suerte infame por
el prefecto Firmiliano, uno de los agentes más odiosos de Maximino Daia.
Pero mientras está leyendo la sentencia, la mártir le interrumpe gritando
que es un crimen que un tirano dé poder de juzgar a un magistrado tan
indigno. El juez, ciego de ira, la hace azotar y desgarrar con garfios de
hierro, y finalmente manda que sea quemada viva, acompañada de otra
cristiana que había protestado con vehemencia (Eusebio, De martyr. Palest.
8).
Antes de dejar atrás este tema tan doloroso, podemos preguntarnos: ¿en
verdad hubo edictos imperiales que mandasen ejecutar a los jueces tales
indignidades? No parece verosímil, al menos en los tres primeros siglos;
pero el poder discrecional de los magistrados, tanto en los procedimientos,
como en las penas era muy grande. Hay, sin embargo, datos, como en la Passio
de Dídimo y Teodora, que hacen creer que los edictos de Diocleciano y de sus
colegas condenaron a vírgenes cristianas a la pena afrentosa.
Cabe también preguntarse si una condenación tan abominable era realmente
ejecutada. Varias Pasiones nos presentan a las mártires preservadas o por el
respeto que ellas mismas infundían o por intervenciones milagrosas. Pero hay
textos históricos que hacen saber que no siempre sucedió así.
La obrita, por ejemplo, De vera virginitate, del s. IV, falsamente atribuida
a S. Basilio (PG 30,670) muestra que las que padecieron violencia no por eso
dejaron de ser amadas por Aquel a quienes por amor pertenecían.
La tentación de los familiares
No hemos hablado todavía de una de las pruebas morales más duras que habían
de sufrir los mártires, fueran hombres o mujeres, nobles o plebeyos, ricos o
pobres. Es difícil describir los sufrimientos de aquellos que se veían en la
alternativa de guardarse fieles a Cristo o de ceder a los reclamos de la
propia familia, llenos de amor y de angustia.
Poco después del año 200, Perpetua, la célebre mártir de Cartago, escribe de
su propia mano la primera parte de su Pasión, relatando las pruebas
terribles que por parte de su padre hubo de pasar antes de morir.
Apenas detenida, es visitada por su padre: «Se esforzaba por apartarme de mi
designio por el amor que me profesaba. -"Padre, le dije, ¿ves este vaso que
hay en el suelo?" -"Sí, lo veo". -"¿Podrías tu darle otro nombre que el de
vaso?" -"No, no podría". -"Pues de igual modo yo tampoco puedo llamarme otra
cosa que cristiana". Mi padre, irritado por mis palabras, se arrojó sobre mí
para arrancarme los ojos; pero sólo me hizo algún daño y se fue».
Ella y sus compañeras fueron encerradas en la prisión de Cartago, donde
podían ser visitadas a veces por sus padres. «Yo, sigue escribiendo
Perpetua, daba entonces el pecho a mi niño, medio muerto de hambre, e
inquieta hablaba de él a mi madre, consolaba a mi hermano y a todos
recomendaba a mi hijo. Estas preocupaciones me duraron algunos días, y al
fin conseguí que se me dejase tener conmigo a mi hijo en la cárcel. Al punto
recobré fuerzas, cesó la inquietud que él me ocasionaba, y la prisión se me
convirtió en lugar de delicias, que yo prefería a cualquier otro».
Pasaron así algunos días, y «se divulgó el rumor de que íbamos a ser
interrogados. Mi padre llegó de la ciudad, abrumado de dolor, y subió a
donde yo estaba, esperando persuadirme. "Hija mía, ten compasión de mis
cabellos blancos, ten compasión de tu padre, si es que aún soy digno de este
nombre. Acuérdate de que mis manos te alimentaron, de que gracias a mis
cuidados has llegado a la flor de la juventud, de que te he preferido a
todos tus hermanos, y no me hagas blanco de las burlas de los hombres.
Piensa en tus hermanos, en tu madre, en tu tía; piensa en tu hijo, que sin
ti no podrá vivir. Desiste de tu determinación, que nos perdería a todos.
Ninguno de nosotros se atreverá a levantar la voz si tú eres condenada al
suplicio".
«Así hablaba mi padre, llevado de su afecto hacia mí. Se arrojaba a mis
pies, derramaba lágrimas y me llamaba no ya "hija mía", sino "señora mía". Y
yo me compadecía de los cabellos blancos de mi padre, el único de mi familia
que no había de alegrarse de mis dolores. Yo le tranquilicé diciéndole: "En
el camino del tribunal pasará lo que Dios quiera, porque no nos pertenecemos
a nosotros mismos, sino a Dios". Él se alejó de mí tristísimo».
Llega el día del interrogatorio. «Cuando me llegó el turno de ser
interrogada, apareció de pronto mi padre con mi hijo en los brazos. Me llamó
aparte y me dijo con voz suplicante: "Ten compasión de tu hijo". Y el
procurador Hilariano, que había recibido el derecho de espada en lugar del
difunto procónsul Minucio Timiniano, me dijo: "Compadécete de los cabellos
blancos de tu padre y de la infancia de tu hijo. Sacrifica por la salud de
los emperadores". Yo le respondí: "No sacrifico". Hilariano preguntó: "¿Eres
cristiana?". Respondí: "Sí, soy cristiana". Y como mi padre siguiera allí
para hacerme caer, Hilariano mandó que lo echasen, y le golpearon con una
vara. Sentí el golpe como si yo misma lo hubiera recibido: ¡tanta pena me
daba la infeliz ancianidad de mi padre! Entonces el juez pronunció la
sentencia que nos condenaba a todos a las fieras, y volvimos alegres a la
cárcel.
«Como mi hijo estaba acostumbrado a que yo le diese el pecho y a estar
conmigo en la cárcel, inmediatamente envié al diácono Pomponio a pedírselo a
mi padre. Pero mi padre no quiso dárselo. Tuvo Dios a bien que el niño no
volviese a pedir el pecho y que yo no fuera molestada por mi leche, de
suerte que me quedé sin inquietud y sin dolor».
Aún Perpetua ha de verse probada de nuevo por los suyos. «Como se acercaba
el día del espectáculo, vino a verme mi padre, consumido de angustia. Se
mesaba la barba, se arrojó al suelo y hundía la frente en el polvo,
maldiciendo la edad a que había llegado y diciendo palabras capaces de
conmover a cualquier persona. Yo estaba tristísima, pensando en tan
desventurada ancianidad».
«Tales son mis sucesos hasta el día antes del combate. Lo que en el mismo
combate suceda, si alguno quiere, que lo escriba». En efecto, lo escribió
Sáturo, y por él sabemos que una de las últimas palabras de Perpetua fue
para su familia. Estando ya en pie, en el anfiteatro, esperando a la muerte,
llama a su hermano, y cuando éste llega acompañado de otro cristiano, les
dice: «Permaneced firmes en la fe, amaos los unos a los otros, y no os
escandalicéis de mis padecimientos».
Cuántos mártires, como Perpetua, tuvieron en sus familiares su más atroz
tormento. Y también, como dice San Agustín, «cuántos fieles, a la hora de
confesar a Cristo, flaquearon por causa de los abrazos de sus parientes»
(Sermo 284). Por el contrario, otro ejemplo impresionante de fidelidad nos
viene dada a principios del siglo IV por el mártir San Ireneo, joven obispo
de Sirmio, que a principios del siglo IV sufre pasión bajo Probo, gobernador
de Panonia, en esta región evangelizada hacía poco.
Comparece Ireneo ante Probo, que para hacerle abjurar le somete a tortura.
«Llegaron sus familiares, y al verlo en el tormento, le suplicaban, y sus
hijos, abrazándole los pies, le decían: "¡Padre, compadécete de ti y de
nosotros!" Su mujer le conjura, llorando. Todos sus parientes lloraban y se
dolían sobre él, gemían los criados de la casa, gritaban los vecinos y se
lamentaban los amigos y, como formando un coro, le decían: "Ten compasión de
tu juventud".
«Pero él, manteniendo fija su alma en aquella sentencia del Señor: "Si
alguno me negare ante los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre
que está en los cielos", los dominaba a todos y no respondía a ninguno, pues
tenía prisa en que se cumpliese la esperanza de su vocación altísima.
«El prefecto Probo le dice: -"¿Qué dices a todo esto? Reflexiona. Que las
lágrimas de tantos dobleguen tu locura y, mirando por tu juventud,
sacrifica. Ireneo responde: -"Lo que tengo que hacer para mirar por mi
juventud es precisamente no sacrificar". Queda, pues, en la cárcel, donde
por muchos días es sometido a diversas penas.
«Después de un tiempo, a media noche, sentado en su tribunal el presidente
Probo, hace traer al beatísimo mártir Ireneo y le dice: -"Sacrifica por fin,
Ireneo, y te ahorrarás penas [...] Ahórrate la muerte. Que te basten ya los
tormentos que has sufrido». Todo es inútil ante la firmeza del mártir, y
Probo intenta hacer vibrar las fibras afectivas más íntimas del mártir:
«-"¿Tienes esposa?". -"No la tengo". -"¿Tienes hijos?" -"No los tengo".
-"¿Tienes parientes?" -"No". -"¿Quiénes eran, entonces, todos aquellos que
lloraban en la sesión anterior?". Ireneo responde: -"Mi Señor Jesucristo ha
dicho: El que ama a su padre o a su madre o a su esposa o a sus hijos o a
sus hermanos o a sus parientes más que a mí, no es digno de mí". Y elevando
los ojos al cielo, y fija su mente en aquellas promesas, todo lo despreció,
confesando no tener pariente alguno sino a Él.
«-"Sacrifica siquiera por amor a ellos". Responde Ireneo: -"Mis hijos tienen
el mismo Dios que yo, que puede salvarlos. Tú haz lo que han mandado
hacer"».
Con los ojos obstinadamente fijos en el cielo, citando palabras de la
Escritura, dando respuestas breves y concisas o callando sin dar respuesta,
para escapar así al mismo tiempo a las trampas de su juez y a los dulces
lazos familiares, se ve claro que el mártir pretende guardarse de su propia
flaqueza y, como dice el cronista, también se nota que tiene prisa en que se
cumpla en él cuanto antes la esperanza de su vocación altísima.