Lección Cuarta: Causas de las persecuciones
Número de los mártires
Quedaría incompleto el cuadro de las persecuciones si no analizáramos sus
causas: el prejuicio popular, el prejuicio de los políticos y la pasiones
personales de los soberanos.
El prejuicio popular
Al principio, se confundía en el Imperio a los cristianos con los judíos, y
compartían aquéllos la impopularidad de éstos. El pueblo romano acusaba a
los judíos de «ateísmo», porque su culto no admitía imágenes; de
exclusivismo, por su aversión a cualquier culto que no fuera el suyo; de
odio al género humano, porque por sus costumbres se separaban del común de
la gente. Distribuidos, en efecto, por todo el Imperio, formaban siempre en
él un pueblo aparte, y las leyes romanas les concedían una amplia autonomía.
Mucho tiempo los paganos pensaron que el cristianismo era una variante del
judaísmo. Pero a medida que iba difundiéndose el Evangelio en toda la
sociedad romana, se hizo patente que judíos y cristianos eran bien
distintos, aunque los segundos procedieran de los primeros. Y una vez
diferenciados los cristianos como tales, también ellos, y aún más, fueron
acusados de ateísmo y de odio al género humano.
El hecho queda ampliamente documentado en los apologistas cristianos y en
los autores paganos (San Justino, 1 Apol. 6; 2 Apol. 3; Atenágoras, Legat.
pro christ. 3; Eusebio, Hist. Eccl. IV, 15,18; Luciano, Alex. 25,38; Minucio
Félix, Octavius 8-10; Tertuliano, Apolog. 35,37; Tácito, Annal. 15,44).
Los cristianos parecían, incluso, a los paganos más ateos que los judíos,
pues éstos tenían sacrificios cruentos, y aquéllos no. Fuera de los romanos,
pues, había tres clases de hombres: griegos o gentiles, judíos en segundo
lugar, y cristianos, el tertium genus (Tertuliano, Ad nat. I, 8,20;
Scorpiac. 10).
Toda clase de crímenes abominables se atribuyen a esta tercera casta, que
parece ser inferior a la misma raza humana, hasta el punto de que Tertuliano
cree necesario en su Apologéticus confirmar que los cristianos tienen la
misma naturaleza que los otros hombres (Apol. 16).
Como puede comprobarse en los autores antes citados, los cristianos eran
acusados de incestos, asesinatos, antropofagia ritual. Corrían sobre ellos
historietas espeluznantes, afirmando que en las tinieblas encubrían
misterios indecibles de crueldad y depravación.
Por otra parte, eran considerados como gente inepta, incapaz para los
negocios públicos, postrados en una inercia morbosa (Tácito, Annal. XIII,
30; Hist. III,75; Suetonio, Domit. 15).
Durante el siglo II, no sólo el pueblo ignorante y crédulo, también no pocos
autores latinos, como los citados, y hombres cultos, creen en esta
caricatura de los cristianos, estimando que todos esos crímenes eran
inherentes a la profesión cristiana. Y de esta opinión general se sirvió
Nerón para atribuirles el incendio de Roma.
Los emperadores ilustrados del siglo II, Trajano, Adriano, Marco Aurelio,
Antonino, estimaron también a los cristianos tan peligrosos para el orden
público que con diversos rescriptos trataron de canalizar, de alguna manera,
el odio popular contra los cristianos, encauzándolo por el procedimiento
judicial.
Denuncias generalizadas contra los cristianos se producen en Bitinia;
tumultos en Asia y Grecia; ultrajes, violaciones de sepulcros, en Cartago;
en Lión, atroces calumnias sobre crímenes contra natura; en Roma y
Alejandría, terrores supersticiosos hacen culpar a los cristianos de toda
catástrofe; en Esmirna, como en Cartago, se levanta a veces en la multitud
del circo el grito: «¡Abajo los ateos! ¡Los cristianos a los leones!»
Esta aversión popular supersticiosa, iniciada pronto, y en la que se apoyó
Nerón para lanzar la primera persecución, fue creciendo en el siglo II. Los
emperadores de ese siglo, antes aludidos, son cultos y honrados; no tienen a
los cristianos por peligrosos ni criminales, pues prohiben a los magistrados
buscarles y perseguirles de oficio. No creen, por lo que se ve, reales las
acusaciones de que generalizadamente eran objeto. Por eso les otorgan una
semiprotección jurídica, procurando defender el orden público. Pero, sin
embargo, ordenan condenar a aquellos cristianos que, acusados ante los
tribunales, no abjuren de su fe. Consideran, por tanto, la perseverancia en
el cristianismo como un hecho punible, pues era clara desobediencia a la
antigua ley, nunca abrogada, que prohibía la existencia de los cristianos.
Plinio, siguiendo las instrucciones de Trajano, castiga en los fieles de
Bitinia «la testarudez y la inflexible obstinación» -pertinaciam certe e
inflexibilem obstinationem (Epist. X,96)-. Marco Aurelio, de modo semejante,
reprocha a los cristianos su «terquedad» y el «fasto trágico» con que van a
la muerte (Pensamientos XI,3).
El prejuicio de los políticos
El prejuicio político contra los cristianos se inicia ante todo con Septimio
Severo, que considera excesivo el número de conversiones al cristianismo. Ve
en ello un peligro. Pero cuando ese temor se hace más grave es a mediados
del siglo III, en tiempos de Decio y luego de Valeriano.
Si Decio, a quien la historia no acusa de crueldad, pone a los cristianos en
el trance de volver al paganismo o morir; si Valeriano, tan favorable en un
principio a los fieles que su palacio se asemejaba a una iglesia (San
Dionisio de Alejandría, en Eusebio: Hist. eccl. VI,10,3), se vuelve de
pronto contra los cristianos, sobre todo contra sus jefes, es porque
consideran que la Iglesia se ha hecho ya incompatible con la seguridad y la
vida misma del Imperio.
No es fácil saber por qué razones se llegó a estimar esta incompatibilidad
entre Iglesia e Imperio. Hacia el siglo III, concretamente, ya los antiguos
prejuicios populares, al menos los más groseros, estaban ampliamente
desmentidos por la realidad. Pero los políticos seguían viendo en los
cristianos con gran reticencia: se les veía alejados de cargos públicos,
apartados de las fiestas cívicas, reacios por completo al culto nacional y a
la adoración idolátrica, más aún, empeñados en apartar a otros ciudadanos de
una religión cuyos principales pontífices eran el Emperador y las altas
autoridades políticas. Todo esto lo entendían como misantropía, como «odio
al género humano».
Ahora bien, los cristianos eran obedientes a las leyes, a los magistrados,
al Emperador; pero se negaban a adorar a los falsos dioses del Estado, y por
eso mismo se mantenían alejados en lo posible de las fiestas cívicas, en las
que se les daba culto. Reprobaban también, en efecto, los espectáculos
licenciosos, así como los juegos sangrientos.
Y así es como los cristianos, en medio de la unanimidad social del Imperio,
introducían un elemento nuevo que podía hacerla estallar. Se alzaban ante el
Estado como una nueva libertad, que los políticos entendían incompatible con
aquél. Se trataba de un delito de opinión, leve, al parecer, pues consistía
más bien en una abstención; pero era castigado con terribles penas, porque
los políticos del siglo III entendían esa abstención como una deserción
cívica.
En el fondo había un malentendido que el Estado romano tardará aún sesenta
años en descubrir. Y cuando lo descubra, será ya demasiado tarde para su
prosperidad y salud. A poco que se considere, se entenderá fácilmente que el
prejuicio político contra el cristianismo carecía de base real. En el siglo
III, concretamente, muchos eran los que se alejaban de cargos públicos o del
servicio militar, que ya por entonces no era obligatorio. Los cristianos,
por su parte, no tenían nada en contra del servicio público cívico o
militar, y de hecho asumían tales cargos bajo emperadores tolerantes, como
Alejandro Severo y Filipo, que en ellos no les exigían actos de culto
inadmisibles para sus conciencias.
Es cierto que hubo algunos autores cristianos especialmente intransigentes
en estas cuestiones, como Tertuliano (De corona militis; De idolatría, 19;
De pallio, 9; De resurrectione carnis 16), Orígenes (Contra Celsum VIII,71),
Lactancio (Div. instit. VI,20); pero enseñaban en esto contra la doctrina de
la Iglesia. Ésta nunca impuso a los fieles la obligación de separarse
sistemáticamente de la vida pública. Como el mismo Tertuliano reconoce, los
cristianos no eran brahamanes ni gymnosofistas de la India, sumidos en
contemplación distante, sino buenos súbditos y aún buenos soldados del
Imperio.
El género de la vida cristiana en modo alguno implicaba amenaza contra la
sociedad vigente. No adoraban a los emperadores, pero oraban por ellos. No
soñaban siquiera con un régimen político nuevo, sino que solo pretendían
mejorar el que ya existía.
Por otra parte, mientras los políticos romanos perseguían al cristianismo,
permitían en todo el Imperio la difusión de cultos orientales, que adoraban
a Mithra, a Cibeles, y que no pocas veces unían a sus fieles en una especie
de francmasonería extraña y misteriosa. No mostraban temor a que estos
cultos nuevos acabaran con las antiguas divinidades del Imperio.
No alcanzaron a entender que las antiguas costumbres severas de la cultura
romana se veían amenazadas por esos cultos exóticos, mientras que podían
fortalecerse y renovarse con la difusión del cristianismo, mucho más afín al
genio latino.
Quien más groseramente parece haberse equivocado en esto fue el perseguidor
Aureliano. Cuando el Este y el Oeste habían logrado unirse en un Imperio, él
quiso restablecer «la unidad moral», y para ello dictó un «sangriento»
edicto (Lactancio, De morte persecut. 6). Pero al mismo tiempo que persigue
a la nueva religión, este hijo de una sacerdotisa de Mithra, junto al culto
imperial, instituye un culto al Sol, «señor del Imperio romano», con un
segundo colegio de pontífices.
Nada prueba, en fin, que la libertad de conciencia proclamada por los
cristianos amenazara la vida del Imperio, sino que muchos indicios
demuestran lo contrario. Los muchos años en que durante el siglo III el
Imperio dejó respirar a la Iglesia, sin padecer por eso daño alguno, prueban
claramente que el Imperio hubiera podido convivir perfectamente con los
cristianos.
Las pasiones personales
Las persecuciones contra la Iglesia procedieron, como hemos visto, de
prejuicios que afectaban al pueblo, y más tarde especialmente a los
políticos. Pero tuvieron también su origen en mezquinas pasiones personales.
Nerón culpa a los cristianos del incendio de Roma, y da origen a una
horrible legislación persecutoria. Maximino persigue a los cristianos por
odio a su predecesor Alejandro Severo, que los había favorecido. Decio
persigue a los cristianos dejándose llevar también de su aversión contra
Filipo, cuyo puesto había usurpado, y que había sido tolerante. Valeriano,
persigue a los jefes cristianos porque era ocultista, dado a las artes
mágicas e sujeto al influjo de adivinos. Su persecución está causada también
por la ambición de hacerse con los bienes de una Iglesia despojada. De modo
semejante Diocleciano comienza la última persecución azuzado por arúspices y
oráculos. Y sobre su ánimo pesaba también mucho el odio anticristiano de su
colegia imperial Galerio, hijo de una aldeana que había sido sacerdotisa.
Número de los mártires
¿Cuántos fueron los mártires cristianos producidos por la conjunción de
todos estos prejuicios y pasiones mezquinas?
Imposible saberlo. Nos faltan datos estadísticos. Tampoco sabemos, ni
siquiera aproximadamente, las víctimas del Terror en la Revolución Francesa.
Si desconocemos los datos de un suceso grave, relativamente próximo, nos es
aún menos conocido cuantitativamente lo que sucedió hace tantos siglos.
Sabemos que las iglesias de los siglos II y III conservaban listas de sus
mártires, pero eran muy incompletas. El llamado Martirologio jeronimiano,
vasta compilación del siglo VI, ya es un ejemplo de que muchos mártires
ilustres, de cuya pasión hay datos ciertos, faltaban en su recuerdo.
Faltan en su lista de mártires el Papa Telesforo, San Justino, y
aristocráticas víctimas como Clemente, Domitila, Acilio Galabrio... ¡Cuánto
más habrían caído en el olvido muchísimos mártires del pueblo, apenas
conocidos!
Un texto de Orígenes, escrito hacia el 249, antes de la persecución de
Decio, haría pensar que los mártires de Cristo fueron por aquella época un
número reducido:
«Los entregados a la muerte por causa de la fe han sido pocos, y fáciles de
contar, pues Dios no quería que fuese aniquilada toda la familia de los
cristianos» (Contra Cels. III,8).
Las mayores persecuciones se produjeron más tarde. Pero además parece que
Orígenes quiere decir que el número de los mártires fue pequeño en
comparación al número total de los cristianos, lo cual es cierto.
En los doscientos años que van del 64, en la persecución de Nerón, hasta el
250, tiempo de la persecución de Decio, se puede afirmar que hubo muchos
mártires.
Autores paganos, como Tácito, hablan de «la gran muchedumbre de cristianos»
muertos en Roma por la persecución neroniana del año 64 (Annales XV,44); y
lo mismo asegura el Papa San Clemente (Corintios 6).
San Juan apóstol escribe su Apocalipsis al final de la persecución de
Domiciano, y refiriéndose concretamente a iglesias del Asia, parece aludir a
la sangre derramada de muchos fieles:
«He visto debajo del altar las almas de aquellos que han sido muertos a
causa de la palabra de Dios y del testimonio que han dado. Ellos clamaban
con voz fuerte: "¿Hasta cuándo, Señor, tú que eres santo y verdadero,
aplazarás el tiempo de juzgar y vengar nuestra sangre en los habitantes de
la tierra?" Y a cada uno de ellos se le dio una vestidura blanca, y se les
dijo que aguardasen aún un tiempo, hasta que fuese completo el número de sus
servidores y hermanos que han de ser muertos como ellos» (6,9-11).
Muchos debieron ser también los mártires del Asia en el reinado de Adriano,
pues refiere Justino que la intrepidez de aquellos que afrontaban la muerte
por Cristo fue lo que a él le llevó al cristianismo (2 Apol. 12). También
hacen pensar en un gran número de ejecuciones mortales las cartas que
«muchos» gobernadores de provincia dirigieron al mismo emperador,
solicitando instrucciones (Eusebio, Hist. eccl. IV,26,10).
Años más tarde, en tiempos de Antonino Pío, a mediados del siglo II, escribe
San Justino:
«Judíos y paganos nos persiguen en todas partes, nos despojan de nuestros
bienes y sólo nos dejan la vida cuando no pueden quitárnosla. Nos cortan la
cabeza, nos fijan en cruces, nos exponen a las bestias, nos atormentan con
cadenas, con fuego, con atrocísimos suplicios. Pero cuanto mayores males nos
hacen padecer, tanto más aumenta el número de los fieles» (Dialogo Tryph.
110).
En ese mismo tiempo, precediendo al martirio del obispo San Policarpo, en
Esmirna, doce fieles son expuestos a las fieras (Martyrium Policarpi 19). Y
el mismo Justino, en su II Apología, nos muestra la facilidad con la que en
tiempos de Marco Aurelio se condenaba a un cristiano. Mientras era juzgado
el catequista Ptolomeo, uno de los asistentes protesta contra la
condenación, y él mismo es conducido al punto a la muerte (2).
Raro es que se juzgue a un fiel solo. Justino, acusado de cristiano en Roma
por el filósofo rival Crescente, comparece ante el prefecto con seis
compañeros. Celso, enemigo de los cristianos, en tiempo de Marco Aurelio,
presenta a los fieles como «ocultándose, porque por todas partes se los
busca para conducirlos al suplicio» (Orígenes, Contra Celsum VIII,69).
En Galia, donde no hay todavía muchos cristianos, se ejecuta en la ciudad de
Lión a cuarenta y ocho fieles en las fiestas de agosto de 177. «Cada día,
escribe Clemente de Alejandría en años de Septimio Severo, vemos con
nuestros propios ojos correr a torrentes la sangre de mártires quemados
vivos, crucificados o decapitados» (Strom. II,125).
Todo esto nos hace pensar que en los dos primeros siglos hubo muchos
mártires, y que de Nerón a Cómodo, los cristianos vivían con la posibilidad
del martirio siempre a la vista. Esto exigía para hacerse cristiano y para
seguir siéndolo un gran valor moral, o más bien un verdadero heroísmo. Por
eso, si fueron muchos los mártires de sangre, muchísimos más fueron los
mártires de deseo o de resignación, es decir aquellos que de antemano
estaban dispuestos a aceptar la muerte antes que renunciar a la fe.
Pero si respecto de los dos primeros siglos hay a veces ciertas dudas
respecto al gran número de los mártires, nadie puede ponerlo en duda en lo
que se refiere a la segunda mitad del siglo III. Es cierto que las
persecuciones de entonces no fueron muy largas -Decio muere al año y medio
de desencadenar una en 250, y Valeriano pierde el trono a los dos años y
medio de haber lanzado la suya en 257-, pero fueron violentísimas. Abundaron
en esos años los cristianos renegados, pero también fueron muchos los
mártires que en todas las partes del Imperio padecieron o murieron por
mantenerse fieles.
San Dionisio de Alejandría, en una carta escrita sobre los mártires de
Decio, escribe sobre Egipto: «Otros, en grandísimo número, fueron degollados
por los paganos en ciudades y aldeas» (Eusebio, Hist. eccl. VI,42). Y en
otra carta: «No os diré los nombres de los nuestros que han perecido. Sabed
solamente que hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, soldados y ciudadanos,
personas de toda condición y edad, unos por los azotes, otros por el fuego,
aquéllos por el hierro, han vencido en el combate y ganado la corona del
martirio» (ib. VII,11,20).
La crónica de los mártires Santiago y Mariano, en tiempo de Valeriano,
afirma que en la primavera del 250 las ejecuciones duraron en Cirta varios
días. Y como al último día aún quedaran muchos fieles por ejecutar, fueron
arrodillados a la orilla de un río, por donde habría de correr la sangre, y
el verdugo fue recorriendo la fila y cortando cabezas (Passio 12).
También las cartas de San Cipriano atestiguan y describen los innumerables
martirios producidos en el norte de África con Decio, Galo y Valeriano.
Describe la situación de los cristianos «despojados de su patrimonio,
cargados de cadenas, arrojados en prisión, muertos por la espada, por el
fuego y por las bestias» (Ad Demetrianum 12). Y en Roma, dice también, los
prefectos en el 258 está ocupados «todos los días en condenar a fieles y en
confiscar sus bienes» (Epist.80).
En esos mismos años, el mártir africano Montano, grita a los herejes poco
antes de morir: «¡Que la multitud de nuestros mártires os enseñe dónde está
la Iglesia verdadera!» (Passio Montani et Lucii 14).
Llegamos así a la última persecución, que duró, con alguna intermitencia,
del 303 al 313. Eusebio de Cesarea, contemporáneo, da un testimonio del
conjunto de aquellas persecuciones, aunque su testimonio se refiere solo al
Oriente. Pero en el Occidente también aquellos diez «años terribles»
hicieron semejantes estragos.
Los mártires, afirma, se contaron por millares, y excede la posibilidad
humana dar cuenta de su número inmenso. En el 303, en Nicomedia, se decapita
o se quema a una «compacta muchedumbre». A «otra muchedumbre» se le arroja
al mar. «¿Quién podrá decir cuántos fueron entonces los mártires en todas
las provincias, pero especialmente en Mauritania, en la Tebaida y en
Egipto?». En Egipto, concretamente, la persecución mató a «diez mil
hombres», sin contar mujeres y niños. En la Tebaida él mismo presenció
ejecuciones en masa: de veinte, treinta, «hasta ciento en un solo día,
hombres, mujeres, niños... Yo mismo vi perecer a muchísimos en un día, los
unos por hierro y los otros por fuego. Las espadas se embotaban, no
cortaban, se quebraban, y los verdugos, cediendo a la fatiga, tenían que
reemplazarse unos a otros» (Hist. eccl. VIII, 4-13).
Lactancio dice que, cuando los condenados al fuego eran muchos, no se les
quemaba uno a uno, sino por grupos (De mort. persec. 15). En Sebaste fueron
martirizados cuarenta soldados, en tiempo de Licinio. Y a fin del siglo III,
debieron ser varios cientos los soldados sacrificados de la legio Thebæa.
También en Roma hubo mártires ejecutados a cientos, como se refleja en
algunas tumbas de los cementerios subterráneos, en donde en lugar de nombres
aparece un número.
El poeta Prudencio, que visita Roma al fines del siglo IV, tiempo en que los
sepulcros de los mártires se mantenían intactos, escribe: «He visto en la
ciudad de Rómulo innumerables tumbas de santos. ¿Quieres saber sus nombres?
Me es difícil responderte: ¡tan numerosa fue la muchedumbre de fieles
inmolada por un furor impío cuando Roma adoraba a sus dioses nacionales!
Muchas tumbas nos dicen el nombre del mártir y hacen su elogio. Pero hay
otras muchas silenciosas, en sus mudos mármoles, solamente señaladas con un
número, que da a conocer el de los cuerpos anónimos allí amontonados. En una
sola piedra vi una vez que estaba indicado el sepulcro de sesenta mártires,
cuyos nombres son conocidos de Cristo, que los ha unido a todos en su amor»
(Peri Stephanon XI,1-16). Lo mismo se dice en los poemas epigráficos de San
Dámaso. Veinte, cuarenta, trescientos sesenta y dos mártires, más aquí, aún
más allá. Y eso siendo así que no fue Roma la ciudad donde hubo más
ejecuciones masivas. Éstas fueron más comunes en el Oriente.
Y además de todos estos mártires de sangre aludidos, hemos de recordar a los
martyres sine sanguine, a la multitud de confesores de la fe, que por ella
sufrieron destierro, deportación, trabajos forzados, aunque no fueron
entregados a la muerte. Eran tantos, concretamente, los cristianos
desterrados en los primeros siglos, los prisioneros y los forzados, que
tanto en Oriente como en Occidente la Iglesia oraba públicamente por ellos.
Resto de aquella tradición litúrgica es la oración que perdura en la
liturgia milanesa, donde se pide «pro fratribus in carceribus, in vinculis,
in metallis, in exilio constitutis».
No cabe duda. La verdad histórica nos asegura el gran número de los mártires
cristianos en los primeros siglos.