JOSE MARIA IRABURU
Hechos de los apóstoles de América
Hechos de los apóstoles de América
La Reconquista de España, 1492 Después de sesenta años de estudios medievalistas y de cuarenta vividos en América, don Claudio Sánchez Albornoz quiso anticipar su homenaje al Quinto Centenario del Descubrimiento, presintiendo que ya no estaría presente en su celebración, y publicó en 1983 una obra impresionante, La Edad Media española y la empresa en América. En ella afirma «como verdad indestructible, que la Reconquista fue la clave de la Historia de España» y que «lo fue también de nuestras gestas hispanoamericanas» (7). «Repito lo que he dicho muchas veces: si los musulmanes no hubieran puesto el pie en España, nosotros no habríamos realizado el milagro de América» (70). En efecto, en los años 711-725 los árabes musulmanes ocupan toda la península ibérica, salvo pequeños núcleos cristianos en Asturias y los Pirineos, y en esos mismos años, Pelayo en Asturias (718-737) -«un rey nuevo que reina sobre un pueblo nuevo», según Ibn Jaldún-, y en seguida Alfonso I (739-757), inician contra el Islam invasor un movimiento poderoso de reconquista que durará ocho siglos, en los que se va a configurar el alma de España. «Desde el siglo VIII en adelante -escribe don Claudio-, la historia de la cristiandad hispana es, en efecto, la historia de la lenta y continua restauración de la España europea; del avance perpetuo de un reino minúsculo, que desde las enhiestas serranías y los escobios pavorosos de Asturias fue creciendo, creciendo, hasta llegar al mar azul y luminoso del Sur... A través de ocho siglos y dentro de la múltiple variedad de cada uno, como luego en América, toda la historia de la monarquía castellana es también un tejido de conquistas, de fundaciones de ciudades, de reorganización de las nuevas provincias ganadas al Islam, de expansión de la Iglesia por los nuevos dominios: el trasplante de una raza, de una lengua, de una fe y de una civilización» (125). Aquellos ocho siglos España luchó, en el nombre de Dios, para recuperarse a sí misma, es decir, para reafirmar su propia identidad cristiana. La causa de Cristo y la de España, empujando hacia el sur espada en mano, con la cruz alzada, se habían hecho una sola. Y «siempre en permanente actividad colonizadora, siempre llevando hacia el Sur el romance nacido en los valles septentrionales de Castilla, siempre propagando las doctrinas de Cristo en las tierras ganadas con la espada, siempre empujando hacia el Sur la civilización que alboreaba en los claustros románicos y góticos de catedrales y cenobios, siempre extendiendo hacia el mediodíalas libertades municipales, surgidas en el valle del Duero, y siempre incorporando nuevos reinos al Estado europeo, heredero de la antigüedad clásica y de los pueblos bárbaros, pero tallado poco a poco, por obra de las peculiaridades de nuestra vida medieval, en pugna secular con el Islam» (126). La divisa hispana en estos siglos fue lógicamente Plus ultra, más allá, más allá siempre... La lucha contra el Islam invasor fue lo que, por encima de muchas divisiones e intereses contrapuestos, unió en una causa común a todos los reinos cristianos peninsulares, y dentro de ellos a reyes y nobles, clérigos y vasallos, oficios y estamentos. Todos empeñaban la vida por una causa que merecía el riesgo de la muerte. Y la Reconquista iba adelante, con tenacidad multisecular, como empeño nunca olvidado. «Un valle, una llanura, una montaña, una villa, una gran ciudad eran ganadas al Islam porque el Señor había sido generoso; y como proyección de la merced divina, castillos, palacios, casas, heredades... Se habían jugado a cara o cruz la vida, habían tal vez caído en la batalla padres, hijos, hermanos... pero después, en lo alto de las torres, el símbolo magno de la pasión de Cristo. Y nuevas tierras que dedicar al culto del hijo de Dios. Y así un siglo, dos, cinco, ocho» (104)... En seguida venían nuevos templos, fundaciones y donativos para monasterios fronterizos, conversión de mezquitas en iglesias, organización de sedes episcopales, constitución de municipios nuevos, pues sólo poblando se podía reconquistar. En los audaces golpes de mano contra el moro, o en los embates poderosos de grandes ejércitos cristianos, todos invocaban siempre el auxilio de Cristo y de María, de Santiago y de los santos, alzando a ellos una oración «a medias humilde y orgullosa: «Sirvo, luego me debes protección»» (103), y ofreciéndoles después lo mejor del botín conquistado, pues ellos eran los principales vencedores. Tras la victoria, el Te Deum laudamus. En efecto, durante ocho siglos las victorias hispanas eran siempre triunfos cristianos: Fernando III vence en Córdoba, y hace devolver a Santiago las campanas arrebatadas por Almanzor, triunfa en Sevilla, y alza la santa Cruz sobre la torre más alta de la Alhambra granadina. Ni siquiera en tiempos calamitosos de crisis política y social, como en aquellos que precedieron al gran reinado restaurador y unificador de los Reyes Católicos, se olvidaba el empeño de la Reconquista. El programa de gobierno de la reina Isabel al ascender al trono de Castilla, en 1474, expresaba su intención con estas sinceras palabras: «el servicio de Dios, el bien de las Iglesias, la salvación de todas las almas y el honor de estos reinos». Finalmente, tras diez años de tenaz resistencia, caía en Granada el último bastión árabe. En 1492. La Reconquista que España hace de sí misma no es sino una preparación para la Conquista de América, que se realiza en perfecta continuidad providencial. El mismo impulso espiritual que moviliza a todo un pueblo de Covadonga hasta Granada, continuó empujándole a las Canarias y a las Antillas, y de allí a Tierra Firme y Nueva España, y en cincuenta años hasta el Río de la Plata y la América del Norte. La Reconquista duró ocho siglos, y la Conquista sólo medio. Esta fue tan asombrosamente rápida porque España hizo en el Nuevo Mundo lo que en la península venía haciendo desde hace ocho siglos. Estaba ya bien entrenada. Y del mismo modo, en continuidad con la tradición multisecular de avanzar, predicar, bautizar, alzar cruces, iglesias y nuevos pueblos para Cristo, ha de entenderse la rápida evangelización de América, esa inmensa transfusión de sangre, fe y cultura, que logró la total conversión de los pueblos misionados, fenómeno único en la historia de la Iglesia. «Sin los siglos de batallas contra el moro, enemigo del Altísimo, de María, de Cristo y de sus Santos, sería inexplicable el anhelo cristianizante de los españoles en América, basado en la misma férvida fe» (106). En las Indias, otra vez vemos unidos en empresa común a Reyes y vasallos, frailes y soldados, teólogos y navegantes. Otra vez castellanos y vascos, andaluces y extremeños, se van a la conquista de almas y de tierras, de pueblos y de oro. Otra vez las encomiendas y las cartas de población, los capitanes y adelantados, las capitulaciones de conquista, las libertades municipales de nuevos cabildos, los privilegios y fueros, la construcción de iglesias o la reconversión de los templos paganos, y de nuevo la destrucción de los ídolos y la erección de monasterios y sedes episcopales. La Conquista, pues, teniendo la evangelización como lo primero, si no en la ejecución, siempre en la intención, era llegar, ver, vencer, repoblar, implantar las formas básicas de una sociedad cristiana, y asimilar a los indígenas, como vasallos de la Corona, prosiguiendo luego el impulso por una sobreabundante fusión de mestizaje, ante el asombro de la esposa india, que se veía muchas veces como esposa única y no abandonada. La Conquista de las Indias es completamente ininteligible sin la experiencia medieval de la Reconquista de España. Concretamente, «la política asimilista pero igualitaria de Castilla, única en la historia de la colonización universal -política que declaró súbditos de la Corona, como los castellanos, a los indios de América y que no convirtió en colonias a las tierras conquistadas sino que las tuvo por prolongación del solar nacional-, no podría explicarse sin nuestro medioevo» (128). Los religiosos en la España del XVI Otro factor que tuvo influjo decisivo en la acción de España en las Indias fue la reforma religiosa que, en la península, anticipándose a la tridentina, se venía realizando ya desde fines del siglo XIV. Eso hizo posible que, en los umbrales del siglo XVI, las Ordenes religiosas principales y las Universidades vivieran una época de gran pujanza. Las más importantes Ordenes religiosas habían experimentado auténticas reformas, los jerónimos en 1373, los benedictinos de Valladolid en 1390. Los franciscanos, a lo largo del siglo XV, se afirmaron en la observancia; junto a ésta crecieron nuevas formas de vida eremítica, ya iniciadas en los eremitorios de Pedro de Villacreces (1395), y en 1555 culminaron su renovación con los descalzos de San Pedro de Alcántara (1499-1562). En cuanto a los dominicos, también durante el siglo XV vivieron intensamente el espíritu de renovación con Luis de Valladolid, el beato Alvaro de Córdoba, el cardenal Juan de Torquemada, o el P. Juan de Hurtado. La renovación cisterciense, por su parte, fue ligada a Martín de Vargas, la agustiniana a Juan de Alarcón, y la trinitaria a Alfonso de la Puebla. Los Reyes Católicos, con la gran ayuda del franciscano Cardenal Francisco Jiménez de Cisneros (1437-1517), arzobispo de Toledo, apoyaron y culminaron en su reinado la reforma de las Ordenes religiosas, ayudando así en grado muy notable a poner firmes fundamentos a la renovación religiosa de España en el siglo XVI. Esto que, como sabemos, tuvo una gran repercusión en el concilio de Trento, fue también de transcendencia decisiva para la evangelización de las Indias. Con todo esto, y con la expulsión de los judíos y los árabes, obrada por un conjunto de causas, España en el XVI es un pueblo homogéneo y fuerte, que tiene por alma única la fe cristiana. Las universidades de Salamanca y Alcalá, bajo el impulso de hombres como Cisneros o Nebrija, se sitúan entre las principales de Europa, uniendo humanismo y biblismo, teología tomista y misticismo. Figuras intelectuales de la talla de Vitoria, Báñez, Soto, Cano, Medina, Carvajal, Villavicencio, Valdés, Laínez, Salmerón, Maldonado, hacen de España la vanguardia del pensamiento cristiano de la época. Igualmente en novela y teatro, poesía y pintura, España está viviendo su Siglo de Oro. En fin, el XVI en España es sobre todo el siglo de un pueblo unido en una misma fe, que florece en santos; pero de ello hemos de tratar en el próximo capítulo. Un pueblo fuerte, elegido para una empresa grandiosa Para conocer una historia es necesario, pero no suficiente, conocer los hechos, pues es preciso también conocer el espíritu, o si se quiere la intención que animó esos hechos, dándoles su significación más profunda. El que desconozca el espíritu medieval hispano de conquista y evangelización que actuó en las Indias, y trate de explicar aquella magna empresa en términos mercantilistas y liberales, propios del espíritu burgués moderno -«cree el ladrón que todos son de su condición»-, apenas podrá entender nada de lo que allí se hizo, aunque conozca bien los hechos, y esté en situación de esgrimirlos. Quienes proyectansobre la obra de España en las Indias el espíritu del colonialismo burgués, liberal y mercantilista, se darán el gusto de confirmar sus propias tesis con innumerables hechos, pero se verán condenados a no entender casi nada de aquella grande historia. Oigamos aquí por última vez a don Claudio Sánchez de Albornoz: «No, no fueron casuales ni el descubrimiento ni la conquista ni la colonización de América. El descubrimiento fue fruto de un acto de fe y de audacia pero, además, de la idiosincracia de Castilla. Otro hombre de fe y de audacia habría podido proyectar la empresa; es muy dudoso que otro pueblo con otra histórica tradición que el castellano a fines del s. XV le hubiese secundado. Un pueblo de banqueros como Génova o un pueblo como Venecia, de características bien notorias, difícilmente hubiese arriesgado las sumas que la aventuradísima empresa requería. Sólo un pueblo sacudido por un desorbitado dinamismo aventurero tras siglos de batalla y de empresas arriesgadas y con una hipersensibilidad religiosa extrema podía acometer la aventura... «Pero admitamos lo imposible, que América no hubiese sido descubierta por Castilla; algo me parece indudable: sólo Castilla hubiese conquistado y colonizado América. ¿Por qué? He aquí el nudo del problema. La conquista no fue el resultado natural del descubrimiento. Imaginemos que Colón, contra toda verosimilitud, hubiese descubierto América al frente de una flotilla de la Señoría de Génova o de naves venecianas; podemos adivinar lo que hubiese ocurrido. Se habrían establecido factorías, se habrían buscado especias, se habría pensado en los negocios posibles... Podemos imaginar lo que hubiese ocurrido, porque tenemos ejemplos históricos precisos» (23). Si proyectamos el espíritu de hoy, burgués y liberal, comercial y consumista, sobre la empresa histórica de España en las Indias, la falsearemos completamente, y no podremos entender nada de ella. Roma confía América a España para que la evangelice Al regreso de Colón, los Reyes Católicos ven inmediatamente la necesidad de conseguir la autorización más alta posible para que España pueda cumplir la grandiosa misión que la Providencia le ha encomendado en América. El Tratado de Alcaçovas-Toledo, establecido con Portugal en 1479, había clarificado entre las dos potencias ibéricas las áreas de influjo en la zona de Canarias, África y camino del Oriente, pero nada había determinado de posibles navegaciones hacia el Oeste. Por eso, en cuanto Colón regresó de América, rápidas gestiones de los Reyes españoles consiguieron del papa Alejandro VI, antes del segundo viaje colombino, las Bulas Inter cætera (1493), en las que se afirman unas normas de muy alta transcendencia histórica. «Sabemos, dice el Papa a los Reyes Católicos, que vosotros, desde hace tiempo, os habíais propuesto buscar y descubrir algunas islas y tierras firmes lejanas y desconocidas, no descubiertas hasta ahora por otros, con el fin de reducir a sus habitantes y moradores al culto de nuestro Redentor y a la profesión de la fe católica; y que hasta ahora, muy ocupados en la reconquista del reino de Granada, no pudisteis conducir vuestro santo y laudable propósito al fin deseado». Pues bien, sigue diciendo el Papa, con el descubrimiento de las Indias llegó la hora señalada por Dios, «para que decidiéndoos a proseguir por completo semejante empresa, queráis y debáis conducir a los pueblos que viven en tales islas y tierras a recibir la religión católica». Así pues, «por la autoridad de Dios omnipotente concedida a San Pedro y del Vicariato de Jesucristo que ejercemos en la tierra, con todos los dominios de las mismas... a tenor de la presente, donamos, concedemos y asignamos todas las islas y tierras firmes descubiertas y por descubrir a vos y a vuestros herederos». Y al mismo tiempo, «en virtud de santa obediencia», el Papa dispone que los Reyes castellanos «han de destinar varones probos y temerosos de Dios, doctos, peritos y expertos para instruir a los residentes y habitantes citados en la fe católica e inculcarles buenas costumbres» (A. Gutiérrez, América 122-123). Roma, pues, envía claramente España a América, y en el nombre de Dios se la da para que la evangelice. En otras palabras, el único título legítimo de dominio de España sobre el inmenso continente americano reside en la misión evangelizadora. El profesor L. Suárez, medievalista, recuerda aquí que ya Clemente V, hacia 1350, enseñaba que «la única razón válida para anexionar un territorio y someter a sus habitantes es proporcionar a éstos algo de tanto valor que supere a cualquier otro. Y es evidente que la fe cristiana constituye este valor» (La Cierva, Gran Hª 503). El Patronato real fue históricamente el modo en que se articuló esta misión de la Corona de España hacia las Indias. El Patronato real sobre las Indias no fue sino una gran amplificación de la institución del patronato, desde antiguo conocida en el mundo cristiano: por él la Iglesia señalaba un conjunto de privilegios y obligaciones a los patronos o fundadores de templos o colegios, hospitales o monasterios, o a los promotores de importantes obras religiosas. El Padroao de los Reyes lusitanos fue el precedente inmediato al de la Corona española. Por el real Patronato, los Reyes castellanos, como delegados del Papa, y sujetos a las leyes canónicas, asumieron así la administración general de la Iglesia en las Indias, con todo lo que ello implicaba: percepción de diezmos, fundación de diócesis, nombramientos de obispos, autorización y mantenimiento de los misioneros, construcción de templos, etc. Julio II, en la Bula Universalis Ecclesiæ, concedida a la Corona de Castilla en la persona de Fernando el Católico, dió la forma definitiva a este conjunto de derechos y deberes. Pronto se crearon las primeras diócesis americanas, y las Capitulaciones de Burgos (1512) establecieron el estatuto primero de la Iglesia indiana. Cuando Roma vio con los años el volumen tan grande que iba cobrando la Iglesia en América, pretendió en 1568 suprimir el Patronato, pero Felipe II no lo permitió. Poco después, la Junta Magna de Madrid (1574) fue un verdadero congreso misional, en el que se impulsó la autonomía relativa de los obispos en las Indias para nombramientos y otras graves cuestiones. Las modernas Repúblicas hispanoamericanas mantuvieron el régimen del Patronato hasta el concilio Vaticano II, y en algunas todavía perdura, en la práctica al menos de algunas cuestiones. España, en efecto, con la ayuda de Dios, era un pueblo bien dispuesto para acometer la empresa inmensa de civilizar y evangelizar el Nuevo Mundo. Sin embargo, a los comienzos, cuando todavía no existía una organización legal, ni se conocían las tierras, todavía envueltas en las nieblas de la ignorancia, el personalismo anárquico y la improvisación, la codicia y la violencia, amenazaron con pervertir en su misma raíz una acción grandiosa. Para empezar, Cristóbal Colón, con altos títulos y pocas cualidades de gobernante, fracasó en las Indias como Virrey Gobernador. Tampoco el comendador Bobadilla, que le sucedió en 1500, en Santo Domingo, capital de La Española, pudo hacer gran cosa con aquellos indios diezmados y desconcertados, y con unos cientos de españoles indisciplinados y divididos entre sí. Alarmados los Reyes, enviaron en 1502 al comendador fray Nicolás de Ovando, con 12 franciscanos y 2.500 hombres de todo oficio y condición, Bartolomé de Las Casas entre ellos. En las Instrucciones de Granada (1501) los Reyes dieron a Ovando normas muy claras. Ellos querían tener en los indios vasallos libres, tan libres y bien tratados como los de Castilla: «Primeramente, procuraréis con mucha diligencia las cosas del servicio de Dios... Porque Nos deseamos que los indios se conviertan a nuestra santa Fe católica, y sus almas se salven... Tendréis mucho cuidado de procurar, sin les hacer fuerza alguna, cómo los religiosos que allá están los informen y amonesten para ello con mucho amor... Otrosí: Procuraréis como los indios sea bien tratados, y puedan andar seguramente por toda la tierra, y ninguno les haga fuerza, ni los roben, ni hagan otro mal ni daño». Si los caciques conocen algún abuso, «que os lo hagan saber, porque vos lo castigaréis». Los tributos para el Rey han de ser con ellos convenidos, «de manera que ellos conozcan que no se les hace injusticia». En fin, si los oficiales reales hicieran algo malo, «quitarles heis el oficio, y castigarlos conforme a justicia... y en todo hacer como viéredes que cumple al servicio de Dios, y descargo de nuestras conciencias, y provecho de nuestras rentas, pues de vos hacemos toda la confianza» (Céspedes del Castillo, Textos n.14). Ovando, caballero profeso de la orden de Alcántara, con gran energía, puso orden y mejoró notablemente la situación -Las Casas le elogia-, ganándose el respeto de todos. Pero en una campaña de sometimiento, en la región de Xaraguá, avisado de ciertos preparativos belicosos de los indios, ordenó una represalia preventiva, en la que fue muerta la reina Anacaona. La Reina Isabel alcanzó a saber esta salvajada, que ocasionó a Ovando, a su regreso, una grave reprobación por parte del Consejo Real. El Testamento de Isabel la Católica La reina Isabel veía que su vida se iba acabando, y con ésta y otras noticias estaba angustiada por la suerte de los indios, de modo que mes y medio después de hacer su Testamento, un día antes de morir, el 25 de noviembre de 1504, le añade un codicilo en el que expresa su última y más ardiente voluntad: «De acuerdo a mis constantes deseos, y reconocidos en las Bulas que a este efecto se dieron, de enseñar, doctrinar buenas costumbres e instruir en la fe católica a los pueblos de las islas y tierras firmes del mar Océano, mando a la princesa, mi hija, y al príncipe, su marido, que así lo hayan y cumplan, e que este sea su principal fin, e que en ello pongan mucha diligencia, y non consientan ni den lugar que los indios, vecinos y moradores de las dichas Indias y tierra firme, ganadas y por ganar, reciban agravio alguno en sus personas y bienes, mas manden que sean bien y justamente tratados. Y si algún agravio han recibido, lo remedien y provean». El terrible acabamiento de los indios Se remediaron algunos de los abusos más patentes de la primera hora, pero las cosas seguían estando muy mal. De los 100 o 200.000 indígenas, o quizá un millón, de La Española, en 1517 sólo quedaban unos 10.000. En los años siguientes, aunque no en proporciones tan graves, se produjo un fenómeno análogo en otras regiones de las Indias. ¿Cómo explicarlo? No puede acusarse simultáneamente a los españoles de asesinos y de explotadores de los indios, pues ningún ganadero mata por sadismo el ganado que está explotando. Tuvo que haber, además de las guerras y malos tratos, otra causa... Y la hubo. Hace tiempo se sabe que la causa principal de ese pavoroso declive demográfico se debió a las pestes, a la total vulnerabilidad de los indios ante agentes patógenos allí desconocidos. En lo referente, concretamente, a la tragedia de La Española, donde la despoblación fue casi total, estudios recientes del doctor Francisco Guerra han mostrado que «la gran mortalidad de los indios, y previamente de los españoles, se debe a una epidemia de influenza suina o gripe del cerdo» (La Cierva, Gran Hª 517). El mexicano José Luis Martínez, en su reciente libro Hernán Cortés, escribe que el «choque microbiano y viral, según Pierre Chaunu, fue responsable en un 90% de la caída radical de la población india en el conjunto entonces conocido de América» (19). Por lo demás, no se conoce bien cuánta población tenía América en tiempos del descubrimiento. Rosenblat calcula que en las Indias había «al tiempo de la Conquista 13.385.000 habitantes. Pues bien, cuarenta años después, en 1570, ella se había reducido a 10.827.000» (Zorrilla, Gestación 81). Otros autores, como José Luis Martínez, siguiendo a Borah, Cook o Simpson, del grupo de Berkeley, dan cifras muy diversas, y consideran que el número «de 80 millones de habitantes en 1520 descendió a 10 millones en 1565-1570» (Cortés 19). Parece, sin embargo, que sí hay actualmente coincidencia en ver las epidemias como la causa principal del trágico despoblamiento de las Indias, pues caídas demográficas semejantes se produjeron también entre los indios sin acciones bélicas: «Tal es el caso, escribe Alcina, de la Baja California que, entre los años 1695 y 1740, pierde más del 75 por 100 de su población, sin que haya habido acción militar de ningún género» (Las Casas 54; +N. Sánchez-Albornoz, AV, Historia de AL 22-23). Concretamente, el efecto de las epidemias en México, al llegar los españoles, fue ya descrito por el padre Mendieta, a fines del XVI, cuando da cuenta de las siete plagas sucesivas que abrumaron a la población india (Historia ecl. indiana IV,36). La primera, concretamente, la de 1520, fue de viruela, y «en algunas provincias murió la mitad de la gente». De esa misma plaga leemos en las Crónicas indígenas: «Cuando se fueron los españoles de México [tras su primera entrada frustrada] y aun no se preparaban los españoles contra nosotros se difundió entre nosotros una gran peste, una enfermedad general... gran destruidora de gente. Algunos bien les cubrió, por todas partes [de su cuerpo] se extendió... Muchas gentes murieron de ella. Ya nadie podía andar, no más estaban acostados, tendidos en su cama. No podía nadie moverse... Muchos murieron de ella, pero muchos solamente de hambre murieron: hubo muertos por el hambre: ya nadie tenía cuidado de nadie, nadie de otros se preocupaba... El tiempo que estuvo en fuerza esta peste duró sesenta días» (León-Portilla, Crónicas 122; +G. y J. Testas, Conquistadores 120). De todos modos, en los comienzos y también después, la despoblación angustiosa de los indios en toda América, aunque debida sobre todo a las epidemias, tuvo otras graves causas: el trabajo duro y rígidamente organizado impuesto por los españoles, al que los indios apenas se podían adaptar; la malnutrición sufrida con frecuencia por la población indígena a consecuencia de requisas, de tributos y de un sistema de cultivos y alimentación muy diversos a los tradicionales; los desplazamientos forzosos para acarreos, expediciones y labores; el trabajo en las minas; las incursiones bélicas de conquista y los malos tratos, así como las guerras que la presencia del nuevo poder hispano ocasionó entre las mismas etnias indígenas; la caída en picado del índice de natalidad, debido a causas biológicas, sociales y psicológicas... El sermón de fray Antonio de Montesinos, 1511 El primer domingo de Adviento de 1511 en Santo Domingo, el dominico fray Antonio de Montesinos, con el apoyo de su comunidad, predicó un sermón tremendo, que resonó en la pequeña comunidad de españoles como un trueno, pues en él denunciaba con acentos apocalípticos -no era para menos- los malos tratos que estaban sufriendo los indios: «¿Estos no son hombres? ¿Con éstos no se deben guardar y cumplir los preceptos de caridad y de la justicia? ¿Estos no tenían sus tierras propias y sus señores y señoríos? ¿Estos hannos ofendido en algo? ¿La ley de Cristo, no somos obligados a predicársela y trabajar con toda diligencia de convertirlos?... Todos estáis en pecado mortal, y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes». A todas estas exhortaciones y reprensiones morales gravísimas, que quizá no eran del todo nuevas para los oyentes, añadió Montesinos una cuestión casi más grave: «Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes, que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas de ellas, con muerte y estragos nunca oídos, habéis consumido?». Las Casas nos cuenta de Montesinos que «concluido el sermón, bájase del púlpito con la cabeza no muy baja»... (Céspedes, Textos n.15). Lo planteado por aquel fraile era sumamente grave: ¿Con qué derecho estamos, actuamos y mandamos aquí? Un clamor continuo de protestas La acción de España en las Indias fue sin duda mucho mejor que la realizada por otras potencias de la época en el Brasil o en el Norte de América, y que la desarrollada modernamente por los europeos en Africa o en Asia. Sin embargo, hubo en ella innumerables crímenes y abusos. Pues bien, la autocrítica continua que esos excesos provocó en el mundo hispano no tiene tampoco comparación posible en ninguna otra empresa imperial o colonizadora de la historia pasada o del presente. Por eso, al hacer memoria de los hechos de los apóstoles de América, es de justicia que, al menos brevemente, recordemos las innumerables voces que se alzaron en defensa de los indios, y que promovieron eficazmente su bien, evitando muchos males o aliviándolos. Los Reyes Católicos, cortando en seco ciertas ideas esclavistas de Colón o reprochando acerbamente a Ovando su acción de Xaraguá, van a la cabeza de la más antigua tradición indigenista. De las innumerables denuncias formuladas al Rey o al Consejo de Indias por representantes de la Corona en las Indias, recordaremos como ejemplo aquella carta que Vasco Núñez de Balboa, en 1513, escribe al Rey desde el Darién quejándose del mal trato que los gobernadores Diego de Nicuesa y Alonso de Hojeda daban a los indios, que «les parece ser señores de la tierra... La mayor parte de su perdición ha sido el maltratamiento de la gente, porque creen que desde acá una vez los tienen, que los tienen por esclavos» (Céspedes, Textos n.18). En todo caso, las denuncias sobre abusos en las Indias fueron formuladas sobre todo por los misioneros. Así, a finales del XV, llegaron a España las acusaciones de los franciscanos belgas Juan de la Deule y Juan Tisin (La Cierva,Gran Hª 523). En 1511 fue la explosión del sermón de Montesinos. En 1513, fray Matías de Paz, catedrático de Salamanca, escribe Del dominio de los reyes de España sobre los indios, denunciando el impedimento que los abusos ponen a la evangelización, y afirmando que jamás los indios «deben ser gobernados con dominio despótico» (Céspedes, Textos 31). José Alcina Franch hace un breve elenco de varias intervenciones semejantes (Las Casas 29-36). El dominico fray Vicente Valverde, en 1539, escribe al Rey desde el Cuzco acerca de los abusos sufridos por los indios «de tantos locos como hay contra ellos», y le refiere cómo «yo les he platicado muchas veces diciendo cómo Vuestra Majestad los quiere como a hijos y que no quiere que se les haga agravio alguno». En 1541, también desde el Cuzco, el bachiller Luis de Morales dirige al Rey informes y reclamaciones semejantes. También son de 1541 las graves denuncias que fray Toribio de Benavente, Motolinía, hace en su Historia de los indios de la Nueva España, contra los abusos de los españoles, sobre todo en los inicios de su presencia indiana, aunque también los defiende con calor de las difamaciones procedentes del padre Las Casas. Ya desde los comienzos de la conquista, que es cuando los abusos se produjeron con más frecuencia, las voces de protesta fueron continuas en todas las Indias. Podemos tomar en esto, como ejemplo significativo, la actitud de los obispos de Nueva Granada (Colombia-Venezuela), región que, como veremos más adelante, fue conquistada con desorden y mal gobernada en la primera época. El primer obispo de Santa Marta, de 1531, fue el dominico fray Tomás Ortiz, cuya enérgica posición indigenista es tanto más notable si se tiene en cuenta su relación de 1525 al emperador Carlos, en la que informa que aquellos indios «comen carne humana y [son] sodométicos más que generación alguna... andan desnudos, no tienen amor ni vergüenza, son como asnos, abobados, alocados, insensatos» (Egaña, Historia 15). Este obispo, que fue primer protector de los indios en Nueva Granada, escribe a la Audiencia de La Española, denunciando los atropellos cometidos en una entrada, que dejó a los indios «escandalizados y alborotados y con odio a los cristianos». Su sucesor, el franciscano Alonso de Tobes, se enfrentó duramente a causa de los indios con el gobernador Fernández de Lugo. El nuevo obispo, desde 1538, Juan Fernández de Angulo, en 1540 escribe con indignación al rey, y Las Casas hace un extracto de la carta en la Destrucción: «En estas partes no hay cristianos, sino demonios; ni hay servidores de Dios ni del rey, sino traidores a su ley y a su rey». Los indios están tan escandalizados que «ninguna cosa les puede ser más odiosa ni aborrecible que el nombre de cristianos. A los cuales ellos, en toda esta tierra, llaman en su lengua yares, que quiere decir demonios; y sin duda ellos tienen razón... Y como los indios de guerra ven este tratamiento que se hace a los de paz, tienen por mejor morir de una vez que no muchas en poder de cristianos». En 1544, fray Francisco de Benavides, obispo de la vecina Cartagena de Indias, tercer protector de los indios en Nueva Granada, comunica al Consejo de Indias: «Yo temo que las Indias han de ser para que algunos no vayamos al Paraíso. Y la causa más principal es que no queremos creer que lo que tomamos a los indios de más de lo tasado, somos obligados a restituirlo». En 1547, fray Martín de Calatayud, jerónimo obispo de Santa Marta y cuarto protector de los indios en Nueva Granada, estima que por entonces no hay posibilidad de evangelizar aquellos indios, «por ser de su natural de los más diabólicos de todas las Indias, y, sobre todo, por el mal tratamiento que les han hecho los pasados cristianos... tomándoles por esclavos y robándoles sus haciendas», y renuncia a su protectoría en protesta de tantos abusos de los españoles (Egaña 16,17). En 1548, el vecino obispo de Popayán, el protector de los indios Juan del Valle, se manifiesta también en muy fuertes términos pro indigenistas. En España, las Cortes Generales se hacen eco de todas estas voces, y en 1542, reunidas en Valladolid, elevan al emperador esta petición: «Suplicamos a Vuestra Majestad mande remediar las crueldades que se hacen en las Indias contra los indios, porque de ello será Dios muy servido y las Indias se conservarán y no se despoblarán como se van despoblando» (Alcina 34). Y por lo que se refiere a las denuncias literarias de los abusos en las Indias, fueron muchos los libros y panfletos, relaciones y cartas, destacando aquí la enorme obra escrita por el padre Las Casas, de la que en seguida nos ocuparemos. Recordemos aquí algunos ejemplos (36-41). En 1542 el letrado Alonso Pérez Martel de Santoyo, asesor del Cabildo de Lima, envía a España una Relación sobre los casos y negocios que Vuestra Majestad debe proveer y remediar para estos Reinos del Perú. En sentido semejante va escrita la Istoria sumaria y relación brevíssima y verdadera (1550), de Bartolomé de la Peña. De esos años es también La Destruyción del Perú, de Cristóbal de Molina o quizá de Bartolomé de Segovia. En 1550 el dominico fray Domingo de Santo Tomás, obispo de Charcas, autor de un Vocabulario y de una Gramática de la lengua general de los indios del Reyno del Perú (1560), escribe al Rey una carta terrible «acerca de la desorden pasada desde que esta tierra en tan mal pie se descubrió, y de la barbarería y crueldades que en ella ha habido y españoles han usado, hasta muy poco ha que ha empezado a haber alguna sombra de orden...; desde que esta tierra se descubrió no se ha tenido a esta miserable gente más respeto ni aun tanto que a animales brutos» (Egaña, Historia 364). En 1556, un conjunto de indios notables de México, entre ellos el hijo de Moctezuma II, escriben a Felipe II acerca de «los muchos agravios y molestias que recibimos de los españoles», solicitando que Las Casas sea nombrado su protector ante la Corona. En 1560 fray Francisco de Carvajal escribe Los males e injusticias, crueldades, robos y disensiones que hay en el Nuevo Reino de Granada. También en defensa de los indios está la obra del bachiller Luis Sánchez Memorial sobre la despoblación y destrucción de las Indias, de 1566. Esta autocrítica se prolonga en la segunda mitad del XVI, como en el franciscano Mendieta (Historia eclesiástica indiana, 1596, p.ej., IV,37), y todavía se prolonga en el siglo XVII, en obras como el Memorial segundo, de fray Juan de Silva (Céspedes, Textos n.70), la Sumaria relación en las cosas de Nueva España, de Baltasar Dorantes de Carranza; la Monarquía indiana de fray Juan de Torquemada; la Historia general de las Indias Occidentales, de fray Antonio de Remesal; el Libro segundo de la Crónica Mescelánea, de fray Antonio Tello; o los escritos de Gabriel Fernández Villalobos, marqués de Varinas, Vaticinios de la pérdida de las Indias, Desagravio de los indios y reglas precisamente necesarias para jueces y ministros, y Mano de relox que muestra y pronostica la ruina de América. Por otra parte, era especialmente en el sacramento de la confesión donde las conciencias de los cristianos españoles en las Indias eran sometidas a iluminación y juicio. De ahí la importancia que para la defensa de los indios y la promoción de su bien tuvieron obras como la del primer arzobispo de Lima, fray Jerónimo de Loayza, publicada en 1560, Avisos breves para todos los confesores destos Reynos del Perú (Olmedo, Loaysa, Apénd. IV), o entre 1560 y 1570 las Instrucciones de los padres dominicos para confesar conquistadores y encomenderos. Puede decirse, pues, que durante el siglo XVI la autocrítica hispana sobre la acción en las Indias fue continua, profunda, tenida en cuenta en las leyes y hasta cierto punto en las costumbres. Y esto nos lleva a considerar una realidad muy notable. Llama la atención que obras tan incendiarias como algunas de las citadas, no tuvieran dificultad alguna con la censura, en una época, como el XVI, en que cualquier libro sospechoso era secuestrado, sin que ello produjera ninguna reacción popular negativa. La Inquisición, iniciada en la Iglesia a principios del siglo XIII, fue implantada en Castilla en 1480, y no estuvo ociosa. Sin embargo, en el tema de las Indias, los autores más duros, como Las Casas, no sólamente no fueron perseguidos en sus escritos, sino que recibieron promociones a altos cargos reales o episcopales. Las Casas fue Protector de los indios y elegido Obispo de Chiapas, y toda su vida gozó del favor del Rey y del Consejo de Indias. Con razón, pues, han observado muchos historiadores que el hecho de que las máximas autoridades de la Corona y de la Iglesia permitieran sin límite alguno la proliferación de esta literatura de protesta -a veces claramente difamatoria, como en ocasiones la que difundió Las Casas-, es una prueba patente de que tanto en los que protestaban como en las autoridades que toleraban las acusaciones había una sincera voluntad de llegar en las Indias al conocimiento de la realidad y a una vida según leyes más justas. En el tema de las Indias, si exploramos la España de la época, no hubo miedo a la verdad, sino búsqueda apasionada de la misma. La encomienda fue en el XVI la clave de todas las discusiones sobre el problema social de los indios en América. Cuando los españoles llegaron a las Indias, aquel inmenso continente, de posibilidades formidables en la agricultura, ganadería y minería, estaba prácticamente sin explotar. La mayoría de los indios eran selváticos, pero los mismos indígenas más desarrollados, como aztecas e incas, tenían muy reducidas sus áreas de cultivo, pues ignoraban el arado, la rueda, no tenían animal alguno de tracción, y desconocían en general las técnicas que hacen posibles los amplios cultivos agropecuarios. Pero, sobre todo, ignoraban las formidables posibilidades creativas de un trabajo humano fijo y diario, organizado y sistemático. Así las cosas, ¿cómo hispanos e indios podían colaborar, asociados en un gigantesco trabajo común, que aunase la técnica e iniciativa moderna y la fuerza y habilidad de los indios? ¿Cómo establecer un sistema laboral que permitiese multiplicar la producción, como así sucedió, por diez o por cien en unos pocos decenios?... Prohibida la esclavitud por la Corona, se fue imponiendo desde el principio, con una u otra forma, el sistema de la encomienda, que ya tenía antecedentes en el Derecho Romano, en las leyes castellanas medievales y en algunas costumbres indígenas. Solórzano la define así: «Un derecho concedido por merced real a los beneméritos de las Indias para recibir y cobrar para sí los tributos de los indios que se le encomendaren por su vida y la de un heredero, con cargo de cuidar de los indios en lo espiritual y defender las provincias donde fueren encomendados» (Política indiana II,8). Carlos Alvear Acevedo, historiador mexicano actual -cuyaHistoria de México, por cierto, en 1986 había tenido ya 40 ediciones- describe así la encomienda: «Un grupo de familias de indios, que vivían en sus lugares de costumbre, que disponían de la propiedad de sus tierras y que contaban con la autoridad de sus mismos caciques, fueron sometidas al gobierno de un español. Los indios eran los encomendados. El español era el encomendero» (161). Unos y otros tenían sus derechos y obligaciones. El encomendero tenía la obligación de dirigir el trabajo de los indios, de cuidarles, y de procurarles instrucción religiosa, al mismo tiempo que tenía el derecho de percibir de los indios un tributo. Aun conscientes de los muchos peligros de abusos que tal sistema entrañaba, Cortés, los gobernantes de la Corona, y en general los misioneros, concretamente los franciscanos, aceptaron la encomienda, y se preocuparon de su moderación y humanización. A la vista de las circunstancias reales, estimaron que sin la encomienda apenas era posible la presencia de los españoles en la India, y que sin tal presencia corría muy grave peligro no sólo la civilización y humanización del continente, sino la misma evangelización. Por eso, cuando lasLeyes Nuevas de 1542, bajo el influjo de Las Casas, quisieron terminar con ellas, los superiores de las tres Ordenes misioneras principales, franciscanos, dominicos y agustinos, intercedieron ante Carlos I para que no se aplicase tal norma. De todos modos, la institución de la encomienda siempre fue criticada y moderada por los misioneros, que veían en ella una ocasión para múltiples abusos, y siempre fue restringida por la Corona, en parte por escrúpulos de conciencia, y en parte porque, como señala Céspedes del Castillo, «no podía tolerar la aparición [en América] de una nueva aristocracia señorial y con ribetes de feudal que, si lograba afirmarse, no habría modo de controlar desde el otro lado del Atlántico». Por eso, las leyes españolas de Indias, siempre con el apoyo de los misioneros, fueron siempre muy restrictivas, haciendo que la encomienda de servicio fuera derivando a ser encomienda de tributo, «sin que el encomendero tenga contacto con los indios ni autoridad sobre ellos» (América hisp. 92-93). J. H. Elliot explica bien esta importante cuestión: «Para una Corona deseosa de consolidar y asegurar su propio control sobre los territorios recientemente adquiridos, el auge de la esclavitud y del sistema de encomienda constituía un serio peligro. Desde el principio, Fernando e Isabel se habían mostrado decididos a evitar el desarrollo, en el Nuevo Mundo, de las tendencias feudales que durante tanto tiempo habían minado, en Castilla, el poder de la Corona. Reservaron para ésta todas las tierras no ocupadas por los indígenas, con la intención de evitar la repetición de los hechos del primer período de la Reconquista, cuando las tierras abandonadas fueron ocupadas por la iniciativa privada sin títulos legales. Al hacer el reparto de las tierras tuvieron mucho cuidado en limitar la extensión concedida a cada individuo, para prevenir así la acumulación, en el Nuevo Mundo, de extensas propiedades según el modelo andaluz [...] «El desarrollo del sistema de la encomienda, sin embargo, podía frustrar perfectamente los planes de la Corona. Existían afinidades naturales entre la encomienda y el feudo, y se corría el peligro de que los encomenderos llegaran a convertirse en una poderosa casta hereditaria. Durante los primeros años de la conquista la Corte se vio inundada de solicitudes de creación deseñoríos indianos y de perpetuación de encomiendas en las familias de los primeros encomenderos. Con notable habilidad, el Gobierno se las arregló para dar de lado a estas peticiones y retrasar las decisiones que los colonizadores aguardaban con ansiedad. Debido a esto las encomiendas no llegaron nunca a ser hereditarias de un modo formal, y su valor se vio constantemente reducido por la imposición de nuevas cargas tributarias, cada vez que se producía una vacante. Además, cuantas más encomiendas revertían a la Corona más decrecía el número de los encomenderos, y éstos fueron perdiendo importancia como clase a medida que transcurría el siglo» XVI... No logró, pues, formarse en la América hispana una clase poderosa de grandes propietarios. «En vez de ello, los funcionarios de la Corona española consolidaron lentamente su autoridad en todos los aspectos de la vida americana, y obligaron a los encomenderos y a los cabildos a sometérseles. La realización es mucho más notable si se la ve recortada ante el sombrío telón de fondo de la Castilla del siglo XV. A mediados de este siglo, los reyes castellanos no podían ni siquiera gobernar su propio país; un centenar de años después eran los gobernantes efectivos de un vasto imperio que se hallaba a miles de millas de distancia. El cambio sólo puede explicarse gracias a la extraordinaria realización real durante los años intermedios: la edificación de un Estado por Isabel y Fernando» (La España 74-75). La concentración de la propiedad agraria en pocas manos, tan común hoy en muchas partes de Hispanoamérica, rara vez procede de la época primera del descubrimiento y la conquista, sino que se fue desarrollando con el tiempo, sobre todo a partir de la Independencia. Para valorar la repercusión social de este hecho se debe además tener en cuenta el cambio profundo que durante este proceso se fue operando en la misma concepción jurídica de la propiedad, y particularmente en lo referente a la propiedad de gran número de bienes que pertenecieron a los comunales de los pueblos o a la Iglesia, y que procedían, al paso de los años, de legados y donaciones. Estos bienes, de ser bienes vinculados, no vendibles, «de mano muerta», protegidos así para cumplir su función esencial al servicio del bien común -mantenimiento del culto y de doctrinas, de escuelas, hospitales y asilos, de tierras de pastos y de cultivos comunales o arrendadas para ayuda de los más necesitados-, pasaron en la «desamortización», durante la revolución liberal del XIX, a ser propiedades de libre disposición, con nuevos dueños que comerciaron con ellas, obtuvieron notables enriquecimientos, y consiguieron una acumulación progresiva de grandes propiedades. Este proceso ya fue parcialmente anticipado por la política ilustrada del XVIII, como se ve, por ejemplo, en la extinción de las reducciones jesuíticas. En efecto, la expulsión de los jesuitas (1768), inspirada por esa política, trajo consigo el empobrecimiento y la dispersión de los indios, cuando los padres de la Compañía de Jesús fueron sustituidos por administradores, y éstos más tarde por propietarios privados. De este modo, en el transcurso de algunas generaciones, gran número de tierras fueron pasando a manos de muy reducidos grupos oligárquicos, con lo cual los ricos se enriquecieron más y los pobres se quedaron más pobres. De ahí suelen proceder muchos de los grandes propietarios que han llegado hasta nuestros días. Es cierto, sin embargo, y conviene recordarlo, que algunos de estos nuevos grandes propietarios, manteniendo la conciencia católica y la tradición hispana, permanecieron en sus tierras, y administraron sus fundos con un cierto sentido benéfico hacia los trabajadores -procurando casas y escuelas, velando por su seguridad social, organizando misiones, etc.-; pero los más, integrándose en la alta burguesía de las capitales, cayeron de lleno en la dureza del capitalismo liberal. Pues bien, mientras la encomienda estuvo vigente, tuvo formas concretas, e incluso jurídicas, bastante diversas según las regiones de América. Frecuentemente restringida en el XVI, su extinción legal se fue preparando a lo largo del XVII -por ejemplo, con gravámenes desventajosos para los encomenderos-. Y por último, cambiadas ya las circunstancias sociales y laborales, la encomienda fue suprimida prácticamente en todas las Indias en 1718. Buena parte de los debates jurídicos y teológicos del XVI giraron en torno a la encomienda y el repartimiento, que fueron viéndose como un mal menor. A medida que se fue creando una opinión generalizada en cuanto a la inevitabilidad de la encomienda, la indignación de Las Casas fue creciendo, pues en ellas él veía algo, por decirlo así, intrínsecamente perverso. No era para él la encomienda un tema social y político discutible, sobre el cual varones prudentes y sinceramente amantes de los indios se dividían en sus opiniones, sino que era algo malo per se. Por eso cuando, ya muy anciano, supo que sus mismos hermanos dominicos de Guatemala informaban favorablemente de la situación de los indios, les envió en 1563 una carta amarga, llena de reproches. Pero hablemos del padre Las Casas más detenidamente, pues en el siglo XVI él fue sin duda el eje principal de todo el debate moral hispano sobre las Indias. Fray Bartolomé de Las Casas (1484-1566) Bartolomé de Las Casas nació en Sevilla hacia 1484, y ha tenido múltiples biógrafos, el más reciente y uno de los mejores, Pedro Borges. Tuvo Las Casas una instrucción elemental, y después de ser en 1500 auxiliar de las milicias que sofocaron la insurrección morisca en Granada, pasó a las Indias, a La Española, en 1502, en la escuadra de Ovando. Fracasó buscando oro en el Haina, y tampoco le fue bien luego en las minas de Cibao, al frente de una cuadrilla de indios que le dieron. Participó en campañas contra los indios en 1503 y 1505, y con los esclavos que recibió en premio explotó una estancia junto al río Janique de Cibao, extrayendo también oro. Se ordenó sacerdote en Roma en 1506, siguió sin demasiado éxito su explotación de Cibao, y en 1510 celebró su primera misa, aunque todavía no se ocupaba de ministerios espirituales. En 151l -el año del sermón de Montesinos- se alistó para la conquista de Cuba, y participó como capellán en la dura campaña de Pánfilo de Narváez contra los indios. Con los muchos indios que le tocaron en repartimiento, fue encomendero en Canarreo, hasta 1514, en que se produce su primera conversión, y renuncia a la encomienda. En 1515 gestiona la causa de los indios ante el rey Fernando y ante los cardenales Cisneros y Adriano de Utrecht. Cisneros le encarga que, con el padre Montesinos y el doctor Palacios Rubios, prepare un memorial sobre los problemas de las Antillas, y le nombra protector de los indios. En 1516 volvió a La Española con un equipo de jerónimos. Autorizados éstos como virtuales gobernadores, pronto dieron de lado al control de Las Casas, ya que ellos, lo mismo que los franciscanos, aceptaron las encomiendas como un sistema entonces necesario, tratando de humanizarlas. En 1517 inicia Las Casas un período de planes utópicos de población pacífica -laUtopía de Moro es de 1516-. Colonos honestos y piadosos formarían una «hermandad religiosa», vestirían hábito blanco con cruz dorada al pecho, provista de unos ramillos que la harían «muy graciosa y adornada» -el detallismo es frecuente en el pensamiento utópico-, serían armados por el Rey «caballeros de espuela dorada», y esclavos negros colaborarían a sus labores. Estos planes no llegaron a realizarse, y el que se puso en práctica en Tierra Firme, en Cumaná, Venezuela, fracasó por distintas causas. Por esos años, inspirándose quizá Las Casas en la práctica portuguesa del Brasil, y para evitar los sufrimientos de los indios en un trabajo organizado y duro, que no podían soportar, sugirió la importación de esclavos negros a las Indias. El mismo dice que «este aviso de que se diese licencia para traer esclavos negros a estas tierras dio primero el clérigo Casas» (Historia de las Indias III,102). Al dar este consejo, con un curioso sentido selectivo de los derechos humanos, cometió un grave error, del que sólo muy tarde se hizo consciente, hacia 1559, cuando revisaba la edición de la Historia de las Indias (III,129). López de Gómara resume la acción de Las Casas en Cumaná diciendo: «No incrementó las rentas del rey, no ennobleció a los campesinos, no envió perlas a los flamencos y se hizo hermano dominico» (Historia 203b). Efectivamente, gracias al fracaso de sus intenciones concretas, tuvo una segunda conversión y llegó a descubrir su vocación más genuina. En 1522, después de todos estos trajines, ingresó dominico en Santo Domingo, y vivió siempre en la Orden como buen religioso. Allí inició sus obras De unico vocationis modo (1522) e Historia de las Indias (1527), y se mantuvo «enterrado», según su expresión, hasta 1531. Tuvo éxito, en 1533, al conseguir la rendición del cacique Enriquillo, sublevado desde años antes. Un viaje al Perú, que el mar torció a Nicaragua, le llevó a México en 1536. También tuvo éxito cuando, contando con el apoyo de los obispos de México, Tlaxcala y Guatemala, realizó con sus hermanos dominicos una penetración pacífica en Tezulutlán o Tierra de Guerra, región guatemalteca, de la que surgieron varias poblaciones nuevas. No estuvo allí muchos meses, y en 1540 partió para España, intervino en la elaboración de las Leyes Nuevas (1542), así como en su corrección al año siguiente, y reclutó misioneros para las Indias. Su obra Brevísima relación de la destruición de las Indias es de 1542. En ese mismo año, rechazó de Carlos I el nombramiento de obispo de la importante sede del Cuzco, aceptando en cambio al año siguiente la sede episcopal de Chiapas, en Guatemala. Con 37 dominicos llegó en 1545 a su sede, en Ciudad Real, donde su ministerio duró un año y medio. La población española estaba predispuesta contra él porque conocía su influjo en la elaboración de las Leyes Nuevas. Y tampoco el obispo Las Casas se dio mucha maña en su nuevo ministerio. Comenzó pidiendo a los fieles que denunciaran a sus sacerdotes si su conducta era mala, a todos éstos les quitó las licencias de confesar, menos a uno, encarceló al deán de la catedral, y excomulgó al presidente de la Audiencia, Maldonado... Poco después, el alzamiento contra él de los vecinos de su sede le hizo partir a la ciudad de México, donde había una junta de obispos que le dio de lado. De entonces son sus Avisos y reglas para los confesores, en donde escribe cosas como ésta: «Todo lo hecho hasta ahora en las Indias ha sido moralmente injusto y jurídicamente nulo». Se comprende, pues, bien que todos cuantos en mayor o menor grado aborrecen la obra de España en las Indias hayan considerado en el pasado y estimen hoy a Las Casas como una figura gigantesca. Nadie, desde luego, ha dicho sobre las Indias enormidades del tamaño de las suyas. Sin licencia previa para ello, abandonó Las Casas su diócesis y regresó en 1547 a la Corte, en donde siempre se movió con mucha más soltura que en las Indias. Polemizó entonces duramente en Alcalá con el sacerdote humanista Juan Ginés de Sepúlveda, y logró que Alcalá y Salamanca vetaran su libro Democrates alter, que no fue impreso hasta 1892. Sepúlveda, devolviéndole el golpe, consiguió que el Consejo Real reprendiera duramente a Las Casas por sus Avisos a confesores, cuyas copias manuscritas fueron requisadas. De la gran polémica oficial entre Sepúlveda y Las Casas, celebrada en Valladolid en 1550-1551, y que terminó en tablas, hablaremos en seguida. En 1550, a los 63 años, renunció al obispado de Chiapas. Ya no regresó a las Indias, en las que su labor misionera fue realmente muy escasa. Como señala el franciscano Motolinía en su carta de 1555 al Emperador sobre Las Casas, acá «todos sus negocios han sido con algunos desasosegados para que le digan cosas que escriba conformes con su apasionado espíritu contra los españoles... No tuvo sosiego en esta Nueva España [ni en La Española, ni en Nicaragua, ni en Guatemala], ni aprendió lengua de indios ni se humilló ni aplicó a les enseñar» (Xirau, Idea 72, 7475). Retirado en el convento de Sevilla, su ciudad natal, tuvo entonces años de más quietud, en los que pudo escribir la Apologética historia sumaria, sobre las virtudes de los indios (1559); Historia de las Indias, iniciada en 1527 y en 1559 terminada, si así puede decirse, pues quedó como obra inacabada; De thesauris indorum, en la que condena la búsqueda indiana de tesoros sepulcrales (1561);De imperatoria seu regia potestate, sobre el derecho de autodeterminación de los pueblos (1563); y el Tratado de las doce dudas, contestando ciertas cuestiones morales sobre las Indias. Aparte de componer estas obras, consiguió también en esos años que el Consejo de Indias negara permiso a su adversarioel dominico fray Vicente Palatino de Curzola para imprimir su obra De iure belli adversus infideles Occidentalis Indiæ. En sus últimos años, aunque no llegó a negar «el imperio soberano y principado universal de los reyes de Castilla y León en Indias», sus tesis fueron cobrando renovada dureza e intransigencia. Le atormentó mucho en esta época, en que estaba completamente sordo, comprobar que en asuntos tan graves como el de la encomienda, hombres de la categoría de Vasco de Quiroga, obispo de Michoacán, o sus mismos compañeros dominicos de Chiapas y Guatemala, se habían pasado al bando de la transigencia. Murió en 1566 en el convento dominico de Atocha, en Madrid, a los 82 años, después de haber escrito y actuado más que nadie -unas veces bien y otras mal- en favor de los indios. Fray Francisco de Vitoria (1492-1546) A mediados del XVI, con el padre Las Casas, fueron el padre Vitoria y Ginés de Sepúlveda las figuras más importantes en el tema de la justificación de la presencia y acción de España en las Indias. Francisco de Vitoria, nacido en Burgos en 1492, ingresó muy joven en los dominicos, dando muestras extraordinarias de inteligencia. A los 18 años fue a París para estudiar filosofía y teología. Regresó en 1523, enseñó teología en Valladolid, y a partir de 1526 tuvo la cátedra de prima en Salamanca, en torno a la cual se formó aquella Escuela de Salamanca, que tan notable influjo habría de tener en el concilio de Trento y en la renovación de los estudios teológicos a la luz de Santo Tomás. Apenas dejó obras escritas, pero sus Relectiones, apuntes exactos tomados para las repeticiones escolares, que se conservaron cuidadosamente, permiten reconocerle como el fundador del Derecho Internacional, y su doctrina tuvo gran influjo sobre el holandés Hugo Grocio. Pues bien, en la Relectio de Indis, dictada a los alumnos salmantinos en 1539, enseñó Vitoria sobre la duda indiana tesis de mucho interés, que sólo podremos desarrollar aquí en síntesis brevísima. Distingue Vitoria entre los títulos que pueden legitimar la conquista de un pueblo, y aquellos otros que son inválidos. Y entre los títulos válidos, distingue también entre seguros y probables. Comienza por afirmar que la fundamentación clásica de la conquista -la donación pontificia- no es válida, opinión que ya entonces era frecuente en los ámbitos universitarios de España: «El Papa no es señor civil o temporal de todo el orbe, hablando con propiedad de dominio y potestad civil», y si no tiene autoridad civil sobre los bárbaros, «no puede darla a los príncipes seculares». Tampoco los bárbaros están obligados a creer al primer anuncio de la fe, ni es lícito declararles la guerra porque la rechacen. En cambio, «los españoles tienen derecho a andar por aquellas provincias», para comerciar y tratar con los indios y sobre todo para predicarles el evangelio. Pueden lícitamente defenderse de los indios si son atacados, «guardando moderación en la defensa». Otro título legítimo para una conquista «puede ser por la tiranía, o de los mismos señores de los bárbaros, o también de las leyes tiránicas que injurian a los inocentes, sea porque sacrifican a hombres inocentes o porque matan a otros sin culpa para comer sus carnes»... (Céspedes n.33; R. Hernández). Es toda una construcción de argumentos complejos y matizados, que apenas pueden ser sintetizados aquí sin deformarlos, y que manifiestan una inteligencia sumamente lúcida. Juan Ginés de Sepúlveda (1490-1573) Nacido en Pozoblanco, Córdoba, en 1490, estudió filosofía en Alcalá y teología en Siguenza. En 1515 obtuvo una beca para estudiar en el Colegio español de Bolonia, donde pasó ocho años, especializándose en el estudio de Aristóteles, y doctorándose en Artes y Teología. Fue después en la corte pontificia traductor oficial de Aristóteles, y sirvió al cardenal de Vio, Cayetano, y al Cardenal Quiñones. Al regresar a España en 1536, residió en Valladolid, sede de la Corte, donde fue cronista de Carlos I y preceptor de Felipe II. Sacerdote y humanista, pasaba los inviernos en su Huerta del Gallo, en Pozoblanco, allí compuso la mayor parte de su abundante obra histórica, filosófica y teológica, y allí murió en 1573. La historia conoce a Sepúlveda sobre todo por su encontronazo polémico con Las Casas, en lo referente a la justificación del dominio hispano en las Indias. Durante siglos, en cambio, hasta 1892, no se conoció la obra en que más explícitamente propuso sobre este tema su pensamiento, el Demócrates segundo o Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios, pues Las Casas consiguió, como vimos, que se prohibiera su publicación. En la edición mexicana de 1941, se lee en el prólogo de Marcelino Menéndez y Pelayo: «Quien atenta y desapasionadamente lo considere, con ánimo libre de los opuestos fanatismos que dominaban a los que ventilaron este gran litigio en el siglo xvi, tendrá que reconocer en la doctrina de Sepúlveda más valor científico y menos odiosidad moral que la que hasta ahora se le ha atribuido. Fr. Bartolomé de las Casas trató el asunto como teólogo tomista, y su doctrina, sean cuales fueren las asperezas y violencias antipáticas de su lenguaje, es sin duda la más conforme con los eternos dictados de la moral cristiana y al espíritu de caridad. «Sepúlveda, peripatético clásico, de los llamados en Italia helenistas o alejandristas, trató el problema con toda la crudeza del aristotelismo puro tal como en la Política se expone, inclinándose con más o menos circunloquios retóricos a la teoría de la esclavitud natural... Los esfuerzos que Sepúlveda hace para conciliar sus ideas con la Teología y con el Derecho canónico no bastan para disimular el fondo pagano y naturalista de ellas. Pero no hay duda que si en la cuestión abstracta y teórica, Las Casas tenía razón, también hay un fondo de filosofía histórica y de triste verdad humana en el nuevo aspecto bajo el cual Sepúlveda considera el problema». La disputa de Valladolid, 1550 Las denuncias concretas de abusos y las discusiones teóricas sobre la duda indiana no cesaban en España, sino que arreciaban a mediados del XVI. Desde hacía años venían, siempre enfrentadas, dos corrientes de pensamiento. Un sector, compuesto más bien por juristas laicos, en el que se contaban Martín Fernández de Enciso, el doctor Palacios Rubios, Gregorio López y Solórzano Pereira, seguían la doctrina clásica del Ostiense, cardenal Enrique de Susa, en la Summa aurea (1271), que atribuía al Papa, Dominus orbis, un dominio civil y temporal sobre todo el mundo. Otros, en general teólogos y religiosos, más próximos a Santo Tomás, como John Maior, Las Casas, Francisco de Vitoria, fray Antonio de Córdoba, fray Domingo de Soto o Vázquez Menchaca, rechazaban la validez de la donación pontificia de las Indias, y fundamentaban en otros títulos, como ya hemos visto, la acción de España en las Indias. A tanto llegaba en la Península la tensión de estas dudas morales, que el Consejo de Indias propuso al rey en 1549 suspender las conquistas armadas y debatir el problema a fondo. Así lo decidió el Rey en 1550, pues las conquistas, de proseguirse, habían de ser realizadas según él quería, «con las justificaciones y medios que convenga, de manera que nuestros súbditos y vasallos las puedan hacer con buen título y nuestra conciencia quede descargada». El gran debate se inició en agosto de 1550, en la Junta de Valladolid, y los dos campeones contrapuestos fueron Juan Ginés de Sepúlveda y el padre Bartolomé de Las Casas, que acababa de renunciar a su sede episcopal. Tres grandes teólogos dominicos, Melchor Cano, Domingo de Soto y Bartolomé de Carranza moderaron la polémica. Y fue Soto, presidente de la junta, el encargado de centrar el debate: Se trataba de saber «si es lícito a S. M. hacer guerra a aquellos indios antes que se les predique la fe, para sujetarlos a su imperio, y que después de sujetados puedan más fácil y cómodamente ser enseñados y alumbrados por la doctrina evangélica. El doctor Sepúlveda sustenta la parte afirmativa, el señor Obispo defiende la negativa» (Céspedes n.36; BAE 110, 293-348). Sepúlveda, ateniéndose al tema, expuso de modo conciso, y sin descalificaciones personales, su pensamiento acerca de la validez de la donación pontificia, y acerca del derecho, más aún del deber que un pueblo más racional tiene de civilizar a otro más primitivo. Este derecho sería tanto más patente si el pueblo bárbaro practicara atrocidades contra natura, y si el hecho de dominarlo, guardando la moderación debida en los medios, estuviera orientado a la evangelización. Sería ilusoria la posibilidad de evangelizar en tanto no se consiguiera una pacificación suficiente de los referidos pueblos bárbaros. Las Casas, partiendo de un pensamiento más cristiano y mucho más sensible a los derechos de la persona, atacó con fuerza las tesis precedentes y las personas de quienes las sustentaban, y en prolongadas intervenciones, denunció -unas veces con verdad y otras sin ella- las atrocidades cometidas en las Indias. Sobre estas crueldades y excesos, Sepúlveda alegaba que «en la Nueva España [México], a dicho de todos los que de ella vienen y han tenido cuidado de saber esto, se sacrificaban cada año más de veinte mil personas, el cual número multiplicado por treinta años que ha se ganó y se quitó este sacrificio, serían ya seiscientos mil, y en conquistarla a ella toda, no creo que murieran más número de los que ellos sacrificaban en un año» (objeción 11ª). Esto era para Las Casas una difamación intolerable de los indios: «Digo que no es verdad que en la Nueva España se sacrificaban veinte mil personas, ni ciento, ni cincuenta cada año, porque si esto fuera no halláramos tan infinitas gentes como hallamos. Y esto no es sino la voz de los tiranos, por excusar y justificar sus violencias tiránicas y por tener opresos y desollar los indios». Sin embargo, autores modernos mexicanos, como Alfonso Trueba en su libro sobre Cortés, basándose en los datos de las crónicas primitivas y en el estudio del calendario religioso mexicano, calculan que «en el imperio azteca se sacrificaban veinte mil hombres al año» (100). En fin, los dos polemistas, no sin razón, se atribuyeron la victoria en el debate. Las exageraciones de Las Casas Las enormidades de las Casas son tan grandes que también quienes le admiran reconocen sus exageraciones, aunque las consideran con benevolencia (+V. Carro; M. Mª Martínez 114s). Sin embargo, éstas llegan a tales extremos que a veces son simples difamaciones. Las Casas se muestra lúcido y persuasivo en sus argumentaciones doctrinales -esto es lo que hay en él de más valioso, y en ocasiones genial-, pero pierde con frecuencia esa veracidad al referirse a las situaciones reales de las Indias, cayendo en esa enormización de la que habla Menéndez Pidal (321), uno de sus más severos críticos. Si tomamos, por ejemplo, La destrucción de las Indias (1542) -que es la obra de Las Casas más leída en Europa y la que ha tenido más ediciones, también hoy-, vamos encontrando falsedades tan grandes que causan perplejidad. Así, al referirse a la trágica despoblación de las Antillas, de la que antes hemos hablado, asegura que «habiendo en la isla Española sobre tres cuentos [millones] de almas que vimos, no hay hoy de los naturales de ella doscientas personas». Más aún, «daremos por cuenta muy cierta y verdadera que son muertas en los dichos cuarenta años por las dichas tiranías e infernales obras de los cristianos, injusta y tiránicamente, más de doce cuentos de ánimas, hombres y mujeres y niños; y en verdad que creo, sin pensar engañarme, que son más de quince cuentos» (15). En la Española, asegura Las Casas, los cristianos quemaban vivos a los naturales «de trece en trece», y precisa delicadamente «a honor y reverencia de Nuestro Redentor y de los doce apóstoles» (18). En Venezuela han matado y echado al infierno «de infinitas e inmensas injusticias, insultos y estragos tres o cuatro» millones de indios (88). Y en la región de Santa Marta los españoles «tienen carnicería pública de carne humana, y dícense unos a otros: "Préstame un cuarto de un bellaco de ésos para dar de comer a mis perros hasta que yo mate otro"» (112)... Y todavía Las Casas no queda conforme con lo que ha dicho, pues añade que «en todas cuantas cosas he dicho y cuanto lo he encarecido, no he dicho ni encarecido, en calidad ni en cantidad, de diez mil partes (de lo que se ha hecho y se hace hoy) una» (113). Cuando, por ejemplo, dice Las Casas que en la Española hay «treinta mil ríos y arroyos», de los cuales «veinte y veinte y cinco mil son riquísimos de oro» (21), podemos aceptar -con reservas, tratándose de un informe serio- tan enorme hipérbole. También nosotros empleamos expresiones semejantes: «Te he dicho mil veces»... Pero en otros lugares, como los citados, nos vemos obligados a estimar que se trata de afirmaciones falsas. Concretamente, las cifras para el historiador Las Casas nunca constituyeron un problema especial. En denigración de los españoles puede decir, por ejemplo, que Pedrarias, en los pocos años que estuvo de gobernador en el Darién, mató y echó al infierno «sobre más de 500.000 almas» (Hª Indias III,141); en tanto que, en defensa de los indios no trepida en asegurar que en Nueva España los aztecas no mataban al año «ni ciento ni cincuenta»... Tampoco la fama de las personas requiere de Las Casas un tratamiento cuidadoso. Hablando, por ejemplo, del capitán Hernando de Soto, de cuya muerte cristianísima sabemos por el relato de un portugués, dice en la Destrucción que «el tirano mayor», después de cometer toda clase de maldades, «murió como malaventurado, sin confesión, y no dudamos sino que fue sepultado en los infiernos, si quizá Dios ocultamente no le proveyó, según su divina misericordia y no según los deméritos de él» (95). Al disponerse a referir la muerte de Núñez de Balboa, que fue degollado por sus rivales políticos, escribe con manifiesto regodeo: «Comencemos a referir el principio y discurso de cómo se le aparejaba su San Martín» -día acostumbrado en España para degollar los cerdos- (Hª Indias III,53). Y del ya muerto, añade: «Y será bien que se coloque a Vasco Núñez en el catálogo de los perdidos, con Nicuesa y Hojeda» (III,76). Es un grave error pensar que no puede haber exceso ni falsedad en la defensa de los inocentes. Los inocentes deben ser defendidos honradamente con el arma de la verdad exacta, que es la más fuerte. Nunca la falsedad es buen fundamento para una causa justa, sino que más bien la debilita. Cuando se leen algunos de estos relatos de Las Casas es como para dudar de si estaba en sus cabales. Todo hace pensar que Las Casas no mentía conscientemente, sino que se obnubilaba defendiendo su amor y justificando su odio. Ya algunos contemporáneos, como Motolinía, fueron conscientes de la condición anómala de la personalidad de Las Casas. El mismo padre Las Casas cuenta que, después que tuvo una violenta discusión con el obispo Fonseca, los del Consejo de Indias pensaron que no se podía hacer demasiado caso del Clérigo, «como hombre defectuoso y que excedía, en lo que de los males y daños que padecían estas gentes y destruición de estas tierras afirmaba, los términos de la verdad» (Hª Indias III,140). Por eso tiene razón Ramón Menéndez Pidal cuando afirma que Las Casas «no tiene intención de falsear los hechos, sino que los ve falsamente» (108). Por lo demás, todas las enormidades de Las Casas sirvieron para estimular la defensa de los indios, para alimentar la leyenda negra -que en sus escritos, especialmente en la Destruición, encontró su base fundamental-, y para restar credibilidad a las importantes verdades que, con otros teólogos más exactos, estuvo llamado a transmitir. Organización municipal y administrativa En la primera organización de las Indias hispanas tuvo el municipio una importancia particular. Para comprender el origen de este fenómeno singular es preciso recordar que, mientras que el feudo fue en el medioevo europeo la institución política básica, en España casi no se conoció, pues los reconquistadores hispanos, se asentaban en las tierras ganadas al moro, y obtenían de los reyes fueros y libertades, privilegios y exenciones, organizándose en seguida en municipios, concejos y cabildos. Esto originó, sobre todo en las tierras del norte del Duero, las más difíciles de conquistar, un pueblo profundamente democrático, con fuertes instituciones comunales, en las que una directa representatividad popular se expresaba en una democracia orgánica, como diríamos hoy, ajena al pluralismo partidista. Así pues, a las Indias llegó un pueblo con una gran experiencia de lucha, de repoblación y de organización política y administrativa, en la que no podía faltar el fraile, pero tampoco el escribano. Lo primero, por ejemplo, que hizo Cortés en Nueva España fue fundar en Veracruz un municipio, y amparándose en las leyes y tradiciones castellanas, recibir de su cabildo toda clase de autorizaciones, de las que no andaba sobrado. En cuanto a la administración, en general, de aquellos inmensos dominios de las Indias, «mucho se ha ponderado la ineficacia administrativa española -escribe Manuel Lucena Salmoral-; sin embargo ya es hora de afirmar que resultó extraordinariamente funcional para dirigir aquel enorme complejo mundial; difícilmente podría haberse organizado mejor con otro sistema. La prueba es su funcionamiento durante siglos. La fórmula consistió en sostener las administraciones regionales y en crear las generales absolutamente imprescindibles. La llave maestra fueron los Consejos, que teóricamente eran órganos consultivos de la monarquía y que en la práctica eran resolutivos, ya que el Rey se limitaba las más de las veces a estampar su firma en los documentos que le presentaban» (AV, Iberoamérica 431). Concretamente, la hacienda pública, en aquel continente enorme y apenas conocido, logró organizarse desde el principio en formas considerablemente eficaces. «Visto a distancia -escribe Ismael Sánchez Bella-, el juicio sobre el sistema es favorable, porque permitió un alto rendimiento y la rápida adaptación a la marcha de la conquista y colonización de inmensos territorios. Al éxito indudable del sistema contribuyó sin duda el respeto profundo que sentían entonces hacia todo lo relacionado con la institución real» (La organización 328). Quien visite el Archivo de Indias en Sevilla no podrá menos de quedar asombrado del orden administrativo que durante tres siglos rigió la presencia de España en América. Allí constan hasta los alfileres que iban o venían entre España y las Indias. Tras unos primeros años en que adelantados, gobernadores y auditores, apenas lograban establecer un orden político, entre vacíos legales y conflictos de autoridad, muy pronto la Corona fue dando a las Indias españolas una organización política suficiente. En la península, junto al Consejo de Castilla y al de Aragón, en 1526 se estableció el Consejo de Indias, operante en las cuestiones prácticas mediante la Casa de Contratación, situada en Sevilla. En América la autoridad política española se organizó en Virreinatos, Audiencias y Capitanías generales o presidencias-gobernaciones, y en su primera configuración histórica tuvieron particular importancia hombres de gran categoría personal, como en México don Antonio de Mendoza y don Luis de Velasco, o en el Perú don Pedro de la Gasca y don Francisco de Toledo. Cuando terminó la autoridad de España en América, a principios del siglo XIX, Hispanoamérica estaba organizada en los Virreinatos de Nueva España (México), de Nueva Granada (Colombia), del Perú y del Río de la Plata (Argentina, Paraguay y Uruguay), y en las Capitanías Generales de Cuba, Guatemala, Venezuela y Chile. A todo lo cual hay que añadir que en América las Audiencias tuvieron una gran importancia, pues no sólo centraban, como en la península, todo el sistema judicial, sino que tenían también funciones de gobierno y hacienda. El arraigo real de todas estas organizaciones políticas se pone de manifiesto, por ejemplo, en el momento de la Independencia. De hecho «las Audiencias -dice Morales Padrón- fueron el elemento básico o solar donde se alzaron los actuales Estados soberanos de Hispanoamérica. En efecto, todas, salvo la de Guadalajara en México, han cumplido tal fin. Paraguay y Uruguay, junto con cuatro de los seis Estados centroamericanos, se asientan sobre gobernaciones. Cuba, Venezuela y Chile se apoyan en sendas capitanías generales. El resto de las naciones se levantan donde antes existían Audiencias» (La Cierva, Gran Hª 1382-1383). El protagonismo de Castilla en el descubrimiento y otras circunstancias políticas de la península hispana explican, como dice Ots Capdequi, que los territorios de las «Indias Occidentales quedaran incorporados políticamente a la Corona de Castilla y que fuera el derecho castellano -y no los otros derechos españoles peninsulares- el que se proyectase desde España sobre estas comarcas del Nuevo Mundo» (El Estado 9). Según el mismo autor, los rasgos característicos de este nuevo derecho indiano son éstos: «Un casuismo acentuado», más bien que amplias construcciones jurídicas. «Una tendencia asimiladora y uniformista», acentuada en la época borbónica. «Una gran minuciosidad reglamentista», por la que se pretendía llegar hasta la cuestiones más pequeñas. «Un hondo sentido religioso y espiritual. La conversión de los indios a la fe en Cristo y la defensa de la religión católica en estos territorios fue una de las preocupaciones primordiales en la política colonizadora de los monarcas españoles. Esta actitud se reflejó ampliamente en las llamadas Leyes de Indias. En buen parte fueron dictadas estas Leyes, más que por juristas y hombres de gobierno, por moralistas y teólogos» (12-14). Los Reyes españoles decretaron «que se respetase la vigencia de las primitivas costumbres jurídicas» de los indios, en tanto no fueran inconciliables con la legislación hispana, con lo cual los derechos tradicionales de los indios «dejaron huella considerable en orden a la regulación del trabajo, clases sociales, régimen de la tierra, etc., instituciones tan representativas como los cacicazgos, la mita y otras» (11,15). Por otra parte, «frente al derecho propiamente indiano, el derecho de Castilla sólo tuvo en estos territorios un carácter supletorio» (15), es decir, sólo se aplicaba cuando en las leyes de Indias había algún vacío legal. Finalmente, otro rasgo muy peculiar del derecho indiano fue que las autoridades locales, «frente a Cédulas Reales de cumplimiento difícil, o en su concepto peligroso, apelaron con frecuencia a la socorrida fórmula de declarar que se acata pero no se cumple», explícitamente reconocida como legítima en la Recopilación de 1680 (Leyes XXII y XXIV, tit.I, lib.II). En efecto, «recibida la Real Cédula cuya ejecución no se consideraba pertinente, el virrey, presidente o gobernador, la colocaba solemnemente sobre su cabeza, en señal de acatamiento y reverancia, al propio tiempo que declaraba que su cumplimiento quedaba en suspenso. No implicaba esta medida acto alguno de desobediencia, porque en definitiva se daba cuenta al Rey de lo acordado para que éste, en última instancia y a la vista de la nueva información recibida, resolviese» (14). En busca de leyes justas En aquel tiempo, como hemos visto, los Reyes prestaban oído al consejo de los teólogos y misioneros. Recordemos brevemente algunos de los pasos dados en búsqueda de la justicia en las Indias. Tras el sermón de fray Antonio de Montesinos, Fernando el Católico convocó una junta de notables, de la que nacieron las Leyes de Burgos (1512), en las que se declaró la libertad de los indios, la prioridad de la evangelización, y una serie de derechos fundamentales, al tiempo que se humanizaba el régimen de la encomienda. Poco después, en 1514, el Rey ordenó que no se hicieran conquistas sin previo requerimiento pacífico, medida que fue tenida en cuenta por todos los conquistadores, pero que no servía de mucho. En 1525 las protestas de conciencia eran tan graves, que de momento se suspendieron los descubrimientos y conquistas. Al año siguiente, en las Ordenanzas de Granada (1526), establecidas por el Consejo de Indias, se dieron normas «sobre el buen tratamiento a los indios y manera de hacer nuevas conquistas», exigiendo en ellas requerimiento y presencia de dos clérigos que velasen por el buen trato, y prohibiendo de nuevo toda esclavización de los indios. Por otro lado, el tema de las encomiendas sigue siendo objeto de dudas continuas y de frecuentes retoques jurídicos, siempre insatisfactorios. En 1529, una cédula real enviada desde Génova, impulsa a los tres grandes Consejos -Real, de Indias y de Hacienda- a regular de nuevo la encomienda, haciéndola pasar de servicio a tributo moderado (Céspedes, Textos n.34). En 1537, el primer obispo de Tlaxcala, en México, el dominico fray Julián Garcés, escribió al papa Pablo III una notable carta, en la que ensalza la racionalidad y libertad de los indios, así como su idoneidad religiosa, y denuncia con fuerza a quienes, queriendo explotar a los indios, alegan para excusarse que éstos son como brutos sin entendimiento. Esta carta, según parece, fue causa principal de la Bula pontificia Sublimis Deus, de ese mismo año, en la que se reiteran, con la plena autoridad apostólica, esas mismas verdades (Xirau 87-101). En 1541, a las muchas quejas que iban llegando, se añadieron las de cuatro dominicos procedentes de México, Perú y Cartagena, los padres Juan de Torres, Martín de Paz, Pedro de Angulo y Bartolomé de Las Casas, que reclamaron ante la corte de Carlos I. El emperador, que estaba dispuesto a suspender su acción en América si se demostraba que no tenía títulos legítimos para ella, convocó una junta extraordinaria del Consejo de Indias, y bajo el influjo de Las Casas, se promulgaron las famosas Leyes Nuevas (1542), un cuerpo legal de normas claras: «por ninguna vía se hagan los indios esclavos», sino que han de ser tratados como vasallos de la Corona; «de aquí en adelante ningun visorrey, gobernador... no pueda encomendar indios por nueva provisión, sino que muriendo la persona que tuviere los dichos indios sean puestos en nuestra real Corona» (Céspedes n.35). Sin embargo, las convulsiones producidas en las Indias por estas Leyes Nuevas, sobre todo en lo referente a las encomiendas, fueron tales, en forma de recursos y alzamientos, que fue preciso suavizarlas o suspender su aplicación. No sólo los representantes de la Corona, sino la gran mayoría de los misioneros, estimaron que la acción de España en América, sin la base laboral de las encomiendas, al menos por entonces, se hacía imposible. De nuevo en 1549, antes de la Junta de Valladolid, el emperador está dispuesto aabandonar las Indias a sus antiguos señores si su dominio allí no tuviera justos títulos. Tal decisión no se ejecutó al mediar en contrario el dictamen del padre Vitoria y otros consejos, de modo que se asentó ya moralmente la presencia de España en las Indias. Recordemos, finalmente, la Recopilación de las leyes de los Reynos de las Indias, de 1681. En el prólogo de la excelente edición realizada en México en 1987, don Jesús Rodríguez Gómez, presidente del mexicano Colegio Nacional de Abogados, escribe: «De entre las numerosas legislaciones españolas de la época, son las castellanas las que se reflejan sobresalientemente en las Leyes de Indias, que no soslayan el derecho indígena, a tal grado que sorprende encontrar la minuciosa referencia a las costumbres de la República de Tlaxcala; pero más asombran disposiciones como las relativas a la jornada de ocho horas, interrumpidas por un descanso de dos, y a la inviolabilidad de la correspondencia»... (pg. XI). Es indudable que la Corona española, asistida por los misioneros, teólogos y juristas más valiosos, procuró desde el principio con gran empeño leyes justas, que fueran favorables a los indios. El historiador norteamericano Lewis Hanke, en su obra sobre La lucha por la justicia en la conquista de América (1949), dice con razón en su prólogo que «la conquista de América por los españoles... fue uno de los mayores intentos que el mundo haya visto de hacer prevalecer la justicia y las normas cristianas en una época brutal y sanguinaria» (17). Efectivamente, puede decirse que la Corona española fue siempre en América, con los misioneros, la principal protectora de los indios. Hoy se reconoce con una considerable unanimidad que las leyes hispanas de Indias fueron muy buenas, y que en muchas cuestiones pudieron servir de modelo a otras legislaciones posteriores. Pero con frecuencia se añade simultáneamente que «no se cumplían», con lo que se desvirtúa prácticamente la afirmación anterior. Pues bien, las leyes cívicas y penales, ciertamente -basta mirar las situaciones presentes-, sean nacionales o internacionales, con gran frecuencia se incumplen, o se cumplen a medias, pero no por eso puede afirmarse que carecen de todo influjo benéfico. Como observa el padre Lopetegui, «las leyes, y más cuando se urgen periódicamente, acaban por forjar una opinión, una conciencia, una norma de conducta, y esto indudablemente se dio también en las Indias Occidentales en un grado apreciable, especialmente cuando, después de las primeras guerras, se entró en un período de paz y de prosperidad relativa» (Historia102). Es cierto que para afirmar que «las leyes no se cumplían» en las Indias, donde la autoridad quedaba a veces tan lejos, podrá citarse una gran batería de hechos criminales comprobados. Pero la dureza de algunas resistencias, incluso armadas, que a veces se produjeron contra determinadas legislaciones, «los mismos nimios detalles de ciertas ordenanzas, las consultas continuas a virreyes o gobernadores, y de éstos a Madrid, con la repetición machacona de las mismas disposiciones, indican bien que se cumplían en grado apreciable» (103). El cumplimiento de las leyes en las Indias se vio considerablemente favorecido por los juicios de residencia, en los que las autoridades reales, por altas que fueran -como el mismo Cortés-, habían de rendir cuenta de lo hecho en su gobierno. Estos juicios se realizaron con frecuencia, y quien los ha estudiado, como José María Mariluz Urquijo, estima que en los «tres siglos de gobierno español en América... no se escatimaron esfuerzos para lograr la máxima efectividad de las residencias, y lo que es más, esos esfuerzos dieron buen resultado» (Ensayo 293). El Papa, como vimos, concedió la soberanía del Nuevo Mundo a los Reyes hispanos con la condición de que éstos promovieran allí la evangelización misionera. Pues bien, como dice Pedro Borges, «desde el momento en que los monarcas españoles» asumieron esa responsabilidad, enviaron continuamente misioneros al Novus Orbis: «he aquí por qué, desde el siglo XV al XIX, e independientemente de cualquier interpretación que se le pudiera dar a la bulaInter cætera, e independientemente también de la mayor o menor religiosidad personal de cada monarca, la Corona española consideró siempre suya, y de hecho le incumbía, la responsabilidad espiritual de América y, por lo mismo, la del envío a ella de los misioneros necesarios como único medio para responder de dicha responsabilidad» (AV, Evangelización 577). Hay que tener en cuenta además que hasta comienzos del siglo pasado, durante tres siglos, un peruano o mexicano era tan español como un andaluz o un aragonés, y que la solicitud religiosa de los Reyes hispanos llegaba con igualdad a todos sus reinos. En este aspecto, como bien observa Salvador de Madariaga, «la idea de colonia en su sentido moderno no existía en la España del siglo XVI. Méjico una vez conquistado vino a ser otro de tantos Reinos como los que constituían la múltiple Corona del Rey de España, en lista con Castilla, León, Galicia, Granada y otros de la Península, con Nápoles y Sicilia y otros de Ultramar -reinos de todos los que el Rey de España respondía ante Dios-» (Cortés 543-544). Es decir, «la colonización en el sentido moderno de la palabra, el desarrollo económico de un pueblo atrasado a beneficio de la metrópoli, no existía todavía» (47), aunque, añadiremos nosotros, este planteamiento se hizo predominante ya en el siglo XVIII, con el espíritu de la Ilustración, y del liberalismo después. Pues bien, los Reyes Católicos, fieles a los compromisos espirituales de su Patronato regio, ya para el segundo viaje de Colón, enviaron una pequeña expedición de misioneros, presidida por fray Bernardo Boil, benedictino de Montserrat, para quien habían conseguido del Papa en la Bula Piis fidelium, de junio de 1493, altos poderes apostólicos. Esta primera misión, en buena parte por la ignorancia de la lengua indígena, fue un fracaso. Pero en las Capitulaciones del tercer viaje los Reyes insisten: «Item, se ha de proveer que vayan a dichas Indias algunos religiosos clérigos y buenas personas para que allí administren los sacramentos a los que allí están y procurarán de convertir a nuestra santa fe católica a los dichos indios» (AV, Evangelización583). Lo mismo reiteran las instrucciones dadas a Ovando en 1501; igual voluntad se expresa, con intensidad patética, en elTestamento de la Reina Católica; análogas instrucciones son dadas por Fernando el Católico en 1509 a Diego Colón, y son establecidas en las Leyes de Burgos de 1512. Carlos I (1516-1556) dió un fuerte impulso al paso de misioneros a las Indias, y para ellos consiguió del papa Adriano VI el Breve Omnimoda (1522), en el que se organizaba mejor el esfuerzo misionero y se daba a los evangelizadoresomnímodas facultades canónicas. Y parecido celo misional mostró Felipe II (1556-1598). En fin, para no alargar nuestro memorial, puede decirse que en los tres siglos que duró la presencia hispana en América, el apoyo de los Reyes a la evangelización fue continuo, aunque ya en el siglo XVIII, hasta la Independencia, como veremos, este apoyo fue decreciendo claramente. 4. Conquistadores y pobladores cristianos Un pueblo cristiano Para la evangelización de las Indias, Dios formó en la España del XVI un pueblo fuerte y unido, que mostraba una rara densidad homogénea de cristianismo. Y es que, como escribe Mario Hernández Sánchez-Barba, «en la historia del Cristianismo hay épocas en las que el creyente es cristiano con naturalidad y evidencia... Esta es la situación clave para la mayoría de los hombres de la sociedad cristiana latina occidental, durante la Edad Media y siglos después. El individuo crece en un ambiente cristiano unitario y en él inmerge totalmente su personalidad... Este es el concepto eclesial vigente en la época del Descubrimiento (1480-1520) y de la Conquista (1518-1555)» (AV, Evangelización 675). Si la España del XVI floreció en tantos santos, éstos no eran sino los hijos más excelentes de un pueblo profundamente cristiano. Alturas como la del Everest no se dan sino en las cordilleras más altas y poderosas. Un pueblo de muchos santos En el XVI, América fue evangelizada por un pueblo muy cristiano que tenía muchos santos. Así lo quiso Dios. Quizá no haya habido en la historia de la Iglesia ningún pueblo que en una época determinada haya contado con un número tan elevado de santos. Todos ellos, directa o indirectamente, participaron en los hechos de los Apóstoles de América, y es justo que hagamos aquí breve memoria de ellos. En la España peninsular, que tenía ocho millones y medio de habitantes, los santos muertos o nacidos en el siglo XVI son muchos: el hospitalario San Juan de Dios (+1550), el jesuita San Francisco de Javier (+1552), el agustino obispo Santo Tomás de Villanueva (+1555), el jesuita San Ignacio de Loyola (+1556), el franciscano San Pedro de Alcántara (+1562), el sacerdote secular San Juan de Avila (+1569), el jesuita Beato Juan de Mayorga y sus compañeros mártires (+1570), el jesuita San Francisco de Borja (+1572), el dominico San Luis Bertrán (+1581), la carmelita Santa Teresa de Jesús (+1582), el franciscano Beato Nicolás Factor (+1583), el carmelita San Juan de la Cruz (+1591), el agustino Beato Alonso de Orozco (+1591), el franciscano San Pascual Bailón (+1592), el franciscano San Pedro Bautista y sus hermanos mártires de Nagasaki (+1597), el jesuita Beato José de Anchieta (+1597), el franciscano Beato Sebastián de Aparicio (+1600), el obispo Santo Toribio de Mogrovejo (+1606), el franciscano San Francisco Solano (+1610), el obispo San Juan de Ribera (+1611), el jesuita San Alonso Rodríguez (+1617), los trinitarios Beato Juan Bautista de la Concepción (+1618), Beato Simón de Rojas (+1624) y San Miguel de los Santos (+1625), la carmelita Beata Ana de San Bartolomé (+1626), los jesuitas San Alonso Rodríguez (+1628) y San Juan del Castillo (+1628), el dominico San Juan Macías (+1645), el escolapio San José de Calasanz (+1648), el jesuita San Pedro Claver (+1654), y la capuchina Beata María Ángeles Astorch (1592-1665). Y los santos de la España americana deben ser añadidos a los anteriormente citados: los niños mexicanos tlaxcaltecas Beatos Cristóbal, Juan y Antonio (+1527-1529), el mexicano Beato Juan Diego (+1548), el franciscano mexicano San Felipe de Jesús (+1597), la terciaria dominica peruana Santa Rosa de Lima (+1617), el jesuita paraguayo San Roque González de Santacruz (+1628), y el dominico peruano San Martín de Porres (+1639). Esta España, peninsular y americana, que floreció en tantos santos, es la que, con Portugal, evangelizó las Indias. En el capítulo precedente recordábamos el clamor continuo de protesta contra el maltrato de los indios, y de aquella evocación podríamos sacar la impresión de que los españoles en las Indias no hicieron otra cosa que salvajadas y crímenes. Pero eso estaría muy lejos de la verdad histórica. Los esquemas maniqueos distribuyen bondad y maldad en forma automática, por gremios o nacionalidades. Pues bien, al recordar la evangelización de América conviene desechar desde un principio tal esquema, según el cual los indios y misioneros serían los buenos, y los otros, conquistadores y encomenderos, funcionarios y comerciantes, serían los malos. Es preciso reconocer que los españoles en las Indias respiraban un espíritu común, y por eso imaginar que los religiosos, impulsados por un evangelismo heroico, se gastaban y desgastaban por el bien de los indios, arriesgando incluso sus vidas, en tanto que sus mismos hermanos, amigos y vecinos se dedicaban a explotar o matar indios, es algo que no corresponde a la realidad. En Hispanoamérica entonces, como ahora, había de todo en cada uno de los grupos. Ya conocemos qué clase de hombres eran en el XVI aquellos españoles, en su mayoría andaluces, extremeños, castellanos y vascos, que pasaron a las Indias. Había entre ellos santos y pecadores, honrados trabajadores y pícaros de fortuna, pero lo que puede afirmarse de todos ellos sin dudas es que formaban un pueblo de profunda convicción de fe cristiana, y que fueron capaces de transmitir su fe a los naturales de las Indias. Ellos eran más cristianos que nosotros. Ellos, por ejemplo, creían en la posibilidad de condenarse en el infierno para siempre, y muchos pensaban, siquiera a la hora de la muerte, que era necesario estar a bien con Dios. Lo veremos luego, recordando testamentos y restituciones. Y por otro lado los españoles en América no sólo temían a Dios, sino también al Rey. La autoridad de la Corona, sobre todo en el XVI y primera mitad del XVII, es decir, cuando se realizó la evangelización fundamental, no era cosa de broma. Las Indias, ciertamente, estaban muy lejos de la Corte, pero el brazo del Rey era muy largo, y no pocos españoles pagaron duramente sus crímenes indianos. En los capítulos siguientes describiremos una acción apostólica que se dió en un mundo muy diverso del actual, y conviene que ya desde ahora tomemos conciencia de estas diferencias. Concretamente, en el XVI era el hombre, indio o blanco, sumamente violento, aficionado a la caza, la guerra y los torneos más crueles, y con todo ello, altamente resistente al sufrimiento físico. En esto último apenas podemos hacernos una idea. La resistencia física de aquellos hombres al dolor y al cansancio apenas parece creíble. Cabeza de Vaca, ocho años caminando miles y miles de kilómetros, medio desnudo, atravesando zonas de indios por una geografía desconocida; Hojeda, con la pierna herida por una flecha envenenada, haciéndose aplicar hierros al rojo vivo, y escapando así de la muerte; Soto, aguantando en pie sobre los estribos de su caballo durante horas de batalla, con una flecha atravesada en el trasero..., forman un retablo alucinante de personajes increíbles. La dureza de los castigos físicos y de la disciplina militar de la época apenas es tampoco imaginable para el hombre de nuestro tiempo. Hernán Cortés, querido por sus soldados a causa de su ecuanimidad amigable, cuando conoció una conspiración contra él de partidarios de Velázquez, «se mostró -dice Madariaga- capaz de una moderación ejemplar en el uso de la fuerza». Fingió ignorar la traición del sacerdote Juan Díaz, mandó ahorcar sólo a Escudero y Cermeño, y cortar los pies al piloto Umbría. «Habida cuenta de la severidad de la disciplina militar y de sus castigos, no ya en aquellos días sino hasta hace unos cien años, estas medidas de Cortés resultan más bien suaves que severas» (Cortés 181). Con los indios traidores manifestaba un talante semejante: por ejemplo, a los diecisiete espías confesos enviados por Xicotenga, Cortés se limitó a devolverlos vivos, mutilados de nariz y manos. Muy duro se mostraba contra quienes ofendían a los indios de paz. Mandó dar cien azotes a Polanco por quitar una ropa a un indio, y a Mora le mandó ahorcar por robar a otro indio una gallina. Este fue salvado in extremis por Alvarado, que de un sablazo cortó la soga... Todo perfectamente normal, se entiende, entonces. Los indios, por supuesto, eran de costumbres todavía más duras. A los indígenas incas, por ejemplo, no debió causarles un estupor excesivo ver cómo Atahualpa exterminaba a toda la familia real, centenares de hombres, mujeres y niños, y cómo él, hijo de doncella (ñusta), para usurpar el trono imperial, asesinaba a su hermano Huáscar, hijo de reina (coya), guardaba su cráneo para beber en él, y su pellejo para usarlo de tambor; y tampoco debió causarles una perplejidad especial ver cómo, finalmente, era ejecutado por Pizarro, su vencedor. Normal. Y normal no sólo en las Indias: «Cuando Pizarro mataba al Inca Atahualpa... Enrique VIII de Inglaterra asesinaba a su mujer, Ana Bolena. Ese mismo Rey ahorcaba a 72.000 ingleses» (C. Pereyra, Las huellas 256)... Tampoco los españoles peruanos de entonces eran de los que tratan de arreglar sus diferencias por medio del «diálogo». En losAnales de Potosí, que refieren las guerras civiles libradas entre ellos, puede leerse por ejemplo: «Este mismo año 1588, dándose una batalla, de una parte andaluces y extremeños, y criollos de los pueblos del Perú; y de la otra vascongados, navarros y gallegos, y de otras naciones españolas, se mataron unos a otros 85 hombres». Banderías y luchas, que duraron un par de decenios. Normal. Otra gran diferencia que nos distancia de los hombres del XVI, y de la que debemos ser conscientes, se da en que tanto los europeos, como en mayor grado los indios, estaban habituados a ciertas modalidades, más o menos duras, de servidumbre, y la consideraban, como Aristóteles, natural. Puede incluso decirse que, allí donde era normal que los indios presos en la guerra fueran muertos, comidos o sacrificados a los dioses, una supervivencia en esclavitud podía ser interpretada a veces como signo de la benignidad del vencedor. Por otra parte, el respeto sincero, interiorizado, del inferior al superior o del vencido al vencedor era en las Indias relativamente frecuente. El inca Garcilaso, por ejemplo, en la Historia General del Perú, hace notar que los indios veneraban y guardaban leal servidumbre hacia quienes veían como superiores: «Cada vez que los españoles sacan una cosa nueva que ellos no han visto... dicen que merecen los españoles que los indios los sirvan». Esta actitud de docilidad sincera era aún mayor en los indios cuando habían sido vencidos en guerra abierta: «El indio rendido y preso en la guerra, se tenía por más sujeto que un esclavo, entendiendo, que aquel hombre era su dios y su ídolo, pues le había vencido, y que como tal le debía respetar, obedecer, servir y serle fiel hasta la muerte, y no le negar ni por la patria, ni por los parientes, ni por los propios padres, hijos y mujer. Con esta creencia posponía a todos los suyos por la salud del Español su amo; y si era necesario, mandándolo su señor, los vendía sirviendo a los Españoles de espía, escucha y atalaya» (cit. Madariaga, Auge 74). Esta sumisión de los indios a aquellos hombres, que en el desarrollo cultural iban miles de años por delante, era sincera en muchos casos. Y concretamente, cuando había mediado una batalla, la sujeción del indio al vencedor blanco no indicaba con frecuencia una actitud meramente servil, sino también caballeresca. Cuenta, por ejemplo, Alvar Núñez Cabeza de Vaca en sus Comentarios que, una vez vencidos al norte de La Plata los indios guaycurúes, se produjo esta escena: «hasta veinte hombres de su nación vinieron ante el Gobernador, y en su presencia se sentaron sobre un pie como es costumbre entre ellos, y dijeron por su lengua que ellos eran principales de su nación de guaycurúes, y que ellos y sus antepasados habían tenido guerras con todas las generaciones de aquella tierra, así de los guaraníes como de los imperúes y agaces y guatataes y naperúes y mayaes, y otras muchas generaciones, y que siempre les habían vencido y maltratado, y ellos no habían sido vencidos de ninguna generación ni lo pensaron ser; y que pues habían hallado [en los españoles] otros más valientes que ellos, que se venían a poner en su poder y a ser sus esclavos» (cp.30). La gran mayoría de los indios de Hispanoamérica fueron siempre fieles a la autoridad de la Corona española, incluso en los tiempos de la Independencia, no sólo porque estaban habituados a encontrar defensa en ella y en sus representantes, sino por respeto leal a una autoridad que internamente reconocían. El maltrato y la sujeción servil de los indígenas eran prácticas consideradas en el siglo XVI más o menos como en el siglo XX son considerados el aborto, el divorcio o la práctica de la homosexualidad, es decir, como algo que, sin ser ideal -ni tampoco practicado por la mayoría-, debe ser tolerado, pues de su eventual eliminación se seguirían males peores. Entre aquella situación moral y ésta hay, sin embargo, una diferencia importante. Mientras que en el XVI hispano se alzaba contra aquellos males un clamor continuo de protestas, que modificaba con frecuencia las conciencias y conductas, y que llegaba a configurar las leyes civiles, en cambio, en el siglo XX, las denuncias morales de los males aludidos son mucho más débiles, afectan menos las conciencias y conductas, y desde luego no tienen fuerza para modelar las leyes. Eran otros tiempos, sin duda. La primera época de España en las Indias era un tiempo muy diverso del nuestro actual, y no podríamos juzgar rectamente a aquellos hombres sin colocarnos mentalmente en su cuadro histórico cultural y circunstancial. Por lo demás, si hiciéramos una comparación entre la moralidad de los encomenderos o de los representantes de la Corona en las Indias, y el grado de honradez de los empresarios o políticos españoles e hispanoamericanos de hoy, probablemente saldrían ganando aquéllos. Y de los soldados, funcionarios, artesanos y comerciantes, habría que decir lo mismo. Será mejor, pues, que no juzguemos a aquellos hombres con excesiva dureza, ya que nuestro presente no nos permite hacer duras acusaciones a nuestro pasado. Y menos aún deben hacerlas quienes hoy más las hacen, es decir, aquéllos que durante cuarenta años no han tenido nada que denunciar en los países esclavizados por el comunismo en Europa, sino que por el contrario, cuando eran invitados a visitarlos, volvían cantando alabanzas... Descubridores, conquistadores y cronistas Pero estamos aquí para recordar los hechos de los Apóstoles de América, es decir las grandes gestas misioneras que deben ser conmemoradas en su quinto centenario. Y antes de entrar a contemplar la figura de los santos apóstoles de las Indias, en su gran mayoría religiosos, debemos recordar también a los buenos cristianos que, sin ser propiamente misioneros, colaboraron positivamente en la evangelización. Y en primer lugar hemos de recordar a aquellos descubridores, conquistadores y cronistas que, cada uno a su manera, supieron colaborar a la difusión de la fe en Cristo. Ya hemos dedicado un breve capítulo a Cristóbal Colón, y en seguida estudiaremos en otro el talante apostólico de Cortés. Aludiremos ahora brevemente a algunos otros personajes que interesan a nuestro tema. Compañero de Colón en el segundo viaje, en 1493, era Hojeda un hombre muy atractivo, «de los más sueltos hombres en correr y hacer vueltas y en todas las otras cosas de fuerzas», dice Las Casas, y añade: «todas las perfecciones que un hombre podía tener corporales, parecía que se habían juntado en él, sino ser pequeño». Obtuvo Hojeda la gobernación de la Nueva Andalucía -parte de la actual Colombia-Venezuela-, donde él y los suyos pasaron innumerables calamidades. Hojeda siempre llevaba consigo una imagen de la Virgen que le había regalado en España el obispo Juan Rodríguez de Fonseca, el del Consejo de Indias. Cuando al fin tuvieron que pasar a La Española en busca de socorros, fueron a dar en una costa cenagosa del sur de Cuba, y hubieron de caminar varias semanas con barro hasta las rodillas y la vida en peligro. Cada vez que descansaban sobre las raíces de algún mangle, allí plantaba Hojeda su imagen de la Virgen, exhortando a todos a que le rezasen y pusieran en ella su confianza. En la mayor angustia, hizo voto de regalar la imagen en el primer pueblo que hallasen, que fue Cueyba, en Camagüey, donde les acogieron compasivos unos indios infieles. Hojeda, en el lenguaje de la mímica, se ganó al cacique para hacer allí una ermita. Y el padre Las Casas cuenta: «Yo llegué algunos días después de este desastre de Hojeda», y estaba la imagen bien guardada por los indios, «compuesta y adornada». Quiso Las Casas quedarse con ella, ofreciendo otra a los indios, pero éstos no quisieron ni oir hablar del tema. Y cuando al otro día fue a celebrar misa en la ermita, la imagen no estaba, pues el cacique se la había llevado al monte, y no la volvió hasta que se fueron los españoles. Según parece es ésta la actual Virgen de la Caridad del Cobre. Así que el primer santuario mariano de las Indias lo fundó un laico (Historia II,60). También Cortés, como veremos, hacía lo mismo al afirmarse en un lugar: lo primero de todo, un altar con una cruz y la imagen de la Virgen con su glorioso Niño. Y muchas flores. Por lo demás, estos hombres que iban de exploración o de guerra con una imagen de la Virgen a la espalda no eran santos, sino cristianos pecadores, y no raras veces prevalecía en ellos el pecado sobre la gracia. Hojeda, por ejemplo, fue a veces muy duro con los indios, y Balboa tuvo que denunciarle en carta al emperador. Tampoco Fonseca, que le regaló la imagen de la Virgen, era un obispo demasiado ejemplar, si pensamos que tuvo en La Española sus buenos intereses económicos y un no pequeño repartimiento de indios. Eran pecadores, cristianos pecadores, para ser más exactos. Es decir, cristianos. Hojeda en 1510 entró en un convento de Santo Domingo, para dedicarse sólo a Dios. Vasco Núñez de Balboa (1475-1519) Fue Balboa un hidalgo extremeño pobre, que desde 1501 viajó por el Caribe, viviendo oscuramente. Sin embargo, después de Hojeda y Nicuesa, entre 1510 y 1513 gobernó con mano prudente en Santa María de La Antigua, el único enclave de España en Tierra Firme. Y usando un mínimo de fuerza, en contraste con la brutalidad de sus predecesores, pudo establecer con los indios unas relaciones amistosas, respetando sus estructuras tribales, y llegando a ser árbitro entre tribus enfrentadas. Pues bien, a este Balboa le eligió Dios para descubrir el Océano Pacífico, o como se decía entonces, con gran ignorancia, Mar del Sur. El cronista Gonzalo Fernández de Oviedo cuenta el acontecimiento muy bien contado: «Un martes, veinte y cinco de septiembre de aquel año de mil quinientos y trece, a las diez horas del día, yendo el capitán Vasco Núñez en la delantera de todos los que llevaba por un monte raso arriba, vio desde encima de la cumbre dél la Mar del Sur, antes que ninguno de los cristianos compañeros que allí iban; y volvióse incontinente la cara hacia la gente, muy alegre, alzando las manos y los ojos al cielo, alabando a Jesucristo y a su gloriosa Madre la Virgen Nuestra Señora; y luego hincó ambas rodillas en tierra y dio muchas gracias a Dios por la merced que le había hecho en le dejar descubrir aquella mar... Y mandó a todos los que con él iban que asimismo se hincasen de rodillas y diesen las mismas gracias a Dios... Todos lo hicieron así muy de grado y gozosos, y incontinente hizo el capitán cortar un hermoso árbol, de que se hizo una cruz alta, que se hincó e fijó en aquel mismo lugar... Y porque lo primero que se vio fue un golfo o ancón que entra en la tierra, mandóle llamar Vasco Núñez golfo de San Miguel, porque era la fiesta de aquel arcángel desde a cuatro días» (Historia gral. XXIX,2 y 3). Al modo de Colón, alzó Balboa una gran cruz y dió nombre cristiano a aquellos lugares. Más tarde se produjo una escena grandiosa que pasó a la historia. En aquellos parajes bellísimos, «llenos de arboleda», ante 26 hombres de armas, uno de ellos Francisco Pizarro, y cuando el sol iniciaba su caída en el horizonte, Balboa «llegó a la rivera a la hora de víspera, y el agua era menguante». Esperó a la pleamar, y «estando así creció la mar a vista de todos mucho y con gran ímpetu». Sólo entonces fue cuando Balboa, con la bandera real de Castilla y León, «con una espada desnuda y una rodela en la mano entró en el agua de la mar salada, hasta que le dio en las rodillas», y tomó posesión del Océano Pacífico en el nombre de Dios y de los Reyes Católicos. El extremeño Valdivia fue desde 1539 conquistador y poblador de Chile, la tierra de los araucanos. De ellos dijo Alonso de Ovalle: «Los indios de Chile, a boca de todos los que los conocen y han escrito de ellos, [son] de los más valerosos y más esforzados guerreros de aquel tan dilatado mundo» (Histórica relación 56). En situación militar tan hostil, era necesario unir a las armas el valor de la fe. Y así lo hacía Valdivia: Habiendo «llegado el ejército de los cristianos al valle de Mapocho», cuenta Mariño de Lobera, supieron que se les venía encima la indiada, cantando victoria anticipadamente. Los españoles, sin atemorizarse, se pertrecharon «de las cosas necesarias para tal conflicto, y ante todas cosas la oración, la cual siempre tiene el primer lugar entre todas las municiones y estratagemas militares. Y muy en particular invocando todos el auxilio del glorioso Apóstol Santiago, protector de las Españas y españoles en cualquier lugar donde se ofrece lance de pelea. Tras esto se siguió un breve razonamiento del general [Valdivia] a sus soldados, en que sólamente les daba un recuerdo de que eran españoles y mucho más de que eran cristianos, gente que tiene de su parte el favor y socorro del Señor universal» (Crónica26). En otra ocasión, «estando los dos ejércitos frente a frente, se apeó [del caballo] el gobernador [Valdivia], postrándose en tierra en voz alta con hartas lágrimas, profesando y haciendo protestación de nuestra santa fe católica, y suplicando a Nuestro Señor le perdonase sus pecados y favoreciese en aquel encuentro, interponiendo a su gloriosa Madre, y diciendo otras palabras con mucha devoción y ternura» (71). Pláticas igualmente devotas pone el cronista en labios del teniente Alonso de Monroy (40). Por otra parte, la religiosidad de Valdivia no se despertaba sólo en la guerra, sino que se mantenía igualmente en la paz. Según escribe el historiador chileno Gabriel Guarda, citando crónicas antiguas (197-202), Valdivia, «conociendo que Dios le quería para que fuese instrumento de que estos gentiles viniesen al conocimiento de su santísima fe, muy contento y muy animado comenzó a publicar su jornada [a alistar personas] y buscó lo primero dos sacerdotes que le acompañasen y fuesen capellanes de su ejército y ministros del evangelio entre los infieles». Su buen intento se fue realizando, y en 1550 el Cabildo de Concepción podía escribirle al príncipe Felipe que Valdivia, al fundar esa ciudad, comenzó por reunir a los indios para «darles a entender y mostrarles quién fue su Creador y que así les daría maestro a sus hijos para que lo deprendiesen y a ellos lo declarasen y fuesen cristianos y viviesen el verdadero conocimiento del Creador de todas las cosas criadas». De él testificaba también Diego García de Cáceres en 1548: «los indios le tienen afición porque aún cuando se venía entraban caciques llorando, pensando que no había de volver más allá; porque este deponente no ha visto tratar hombre tan bien a los indios como él trata, y esto hace tanto que a muchos, que no son tan buenos cristianos, les pesa que tenga tanto cuidado de que no se les haga mal». Y añade el mismo testigo que, al fundar Valdivia la ciudad de su nombre, no quiso hacer repartimiento de los indios, sino que «en lugar de encomenderos señaló personas que atendiesen al bien de los indios, los cuales les doctrinasen y sosegasen en la paz y quietud», y también tuvo cuidado de que en su encomienda de Quillota los indios fueran adoctrinados por un maestro de escuela. En fin, otro testigo ocular, Góngora Marmolejo, pudo asegurar: «Yo me hallé presente con Valdivia al descubrimiento y conquista, en la cual hacía todo lo que era en sí como cristiano». Por lo demás, tanto Valdivia como Martín García Oñez de Loyola, ambos gobernadores, murieron despedazados por los naturales. Entre los primeros conquistadores y gobernadores de Chile no fue Valdivia el único buen cristiano. Escribe Guarda: «De don García Hurtado de Mendoza y de Francisco de Villagra, sucesores de Valdivia en el gobierno de Chile, hay varios testimonios acerca de su cristiandad. Más relevantes, sin embargo, son los relativos a sus otros sucesores, Pedro de Villagra y Rodrigo de Quiroga, ambos veteranos de la conquista» (201). Francisco López de Gómara (1511-1560) Este soriano, que estuvo en Alcalá y en Roma, se hizo sacerdote y fue en España capellán de Hernán Cortés. Su Historia de las Indias y conquista de México comienza con una solemne Dedicatoria al emperador, en la que se expresa bien cómo un español idealista y literato veía las cosas de las Indias por 1552: «La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo creó, es el descubrimiento de las Indias... Los hombres son como nosotros, fuera del color; que de otra manera bestias y monstruos serían, y no vendrían, como vienen, de Adán. Mas no tienen letras, ni moneda, ni bestias de carga: cosas principalísimas para la policía y vivienda del hombre; que ir desnudos, siendo la tierra caliente y falta de lana y lino, no es novedad. Y como no conocen al verdadero Dios y Señor, están en grandísimos pecados de idolatría, sacrificios de hombres vivos, comida de carne humana, habla con el diablo, sodomía, muchedumbre de mujeres, y otros así. Aunque todos los indios, que son vuestros súbditos, son ya cristianos por la misericordia y bondad de Dios, y por la vuestra merced y de vuestros padres y abuelos, que habeis procurado su conversión y cristiandad. El trabajo y peligro vuestros españoles lo toman alegremente, así en predicar y convertir como en descubrir y conquistar. «Nunca nación extendió tanto como la española sus costumbres, su lenguaje y armas, ni caminó tan lejos por mar y tierra, las armas a cuestas... Quiso Dios descubrir las Indias en vuestro tiempo y a vuestros vasallos, para que las convirtiéseis a su santa ley, como dicen muchos hombres sabios y cristianos. Comenzaron las conquistas de indios acabada la de moros, porque siempre guerreasen españoles contra infieles; otorgó la conquista y conversión el Papa; tomasteis por letra Plus ultra, dando a entender el señorío del Nuevo-Mundo. Justo es pues que vuestra majestad favorezca la conquista y los conquistadores, mirando mucho por los conquistados. Y también es razón que todos ayuden y ennoblezcan las Indias, unos con santa predicación, otros con buenos consejos, otros con provechosas granjerías, otros con loables costumbres y policía. Por lo cual he yo escrito la historia: obra, ya lo conozco, para mejor ingenio y lengua que la mía; pero quise ver para cuánto era». Y poco después, inicia gloriosamente su crónica: «Es el mundo tan grande y hermoso, y tiene tanta diversidad de cosas tan diferentes unas de otras, que pone admiración a quien bien lo piensa y contempla...» Para Gómara la finalidad de España en las Indias es muy clara: «La causa principal a que venimos a estas partes es por ensalzar y predicar la fe de Cristo, aunque juntamente con ella se nos sigue honra y provecho que pocas veces caben en un saco» (cp.120). En otra obra importante narra Gómara la Conquista de México, y en ella se muestra admirador de Cortés y un tanto inclinado hacia lo maravilloso, como cuando refiere piadosamente una batalla en la que los españoles reciben la asistencia visible de los apóstoles Pedro y Santiago... Francisco de Xerez (1497-1565) En 1514 llegó a Tierra Firme este sevillano en la expedición de Pedrarias Dávila, y allí fue uno de los primeros pobladores. Fue más tarde secretario de Francisco Pizarro y le acompañó como escribano en el descubrimiento y conquista del Perú. Su Verdadera relación de la Conquista del Perú, aunque breve, es fuente imprescindible para el conocimiento de aquellos hechos. Transcribiendo largos parlamentos textuales de Pizarro, deja claros Xerez los principios que impulsaron aquellas acciones tan audaces: llevar a los indígenas al conocimiento de la santa fe católica, y sujetarlos al vasallaje del emperador Carlos. Xerez narra con todo detalle, como testigo presencial, aquel dramático encuentro de Cajamarca entre Pizarro y Atahualpa, y cuenta cómo lo primero que se trató fue de la fe cristiana. Y lo mismo refiere Diego de Trujillo (véase al final de la Relación de Xerez) en su mucho más breve Crónica, donde dice así: Estaba todavía Atahualpa en las andas en que le habían traído, cuando «con la lengua [el intérprete], salió a hablarle Fray Vicente de Valverde y procuró darle a entender al efecto que veníamos, y que por mandado del Papa, un hijo que tenía, Capitán de la cristiandad, que era el Emperador nuestro Señor. Y hablando con él palabras del Santo Evangelio, le dijo Atabalipa: "¿Quién dice eso?". Y él respondió: "Dios lo dice". Y Atabalipa dijo: "¿Cómo lo dice Dios?". Y Fray Vicente le dijo: "Ves las aquí escritas". Y entonces le mostró un breviario abierto, y Atabalipa se lo demandó y le arrojó después que le vio, como un tiro de herrón [disco de hierro, perforado, que se arrojaba en un juego] de allí, diciendo: "¡Ea, ea, no escape ninguno!"» (Xerez 110-112, 202)... Y allí fue la tremenda... Esta primacía de la finalidad misionera, Xerez la resume, al terminar su Relación, en un poema dedicado al emperador, que dice así: «Aventurando sus vidas / han hecho lo no pensado / hallar lo nunca hallado / ganar tierras no sabidas / enriquecer vuestro estado: / Ganaros tantas partidas / de gentes antes no oídas / y también como se ha visto, / hacer convertirse a Cristo / tantas ánimas perdidas». Alvar Núñez Cabeza de Vaca (1510-1558) Este sevillano se fue a las Indias en 1527, con la expedición de Pánfilo de Narváez. Bajó Alvar con un grupo a tierra en Tampa, Florida, y al volver a la costa se habían ido las naves. Ahí comenzó una odisea increíble. Como pudieron, construyeron unas embarcaciones y llegaron por el Golfo de México hasta la Isla del Mal Hado, hoy Galveston, donde fueron apresados por los indios. Alvar y tres compañeros supervivientes escaparon, y a pie, completamente perdidos entre indios hostiles, y en ocho años de marcha incesante, hicieron miles y miles de kilómetros, atravesando Texas, hasta llegar a Sinaloa, al extremo oeste, y descender al sur de México. Todo esto lo narra en sus Naufragios y Relación de la jornada de la Florida, que publicó en 1542. Aún le pedía el cuerpo más aventura, y fue nombrado Adelantado del Río de la Plata, en Asunción, donde fue gobernador con no pocas vicisitudes que narra en Comentarios. En la isla del Mal Hado, estando Alvar y sus compañeros presos de los indios, éstos, esperando que habría algún poder extraño en aquellos blancos barbudos, les llevaban enfermos para que los curasen, y ellos, jugándose la vida, intentaban el milagro: Uno de ellos, Castillo «los santiguó y encomendó a Dios nuestro Señor, y todos le suplicamos con la mejor manera que podíamos les enviase salud, pues él veía que no había otro remedio para que aquella gente nos ayudase y saliésemos de tan miserable vida; y El lo hizo tan misericordiosamente que, venida la mañana, todos amanecieron tan buenos y sanos, y se fueron tan recios como si nunca hubieran tenido mal ninguno. Esto causó entre ellos muy gran admiración, y a nosotros despertó que diésemos muchas gracias a nuestro Señor, a que más enteramente conociésemos su bondad y tuviésemos firme esperanza que nos había de librar y traer donde le pudiésemos servir»... «Por toda esta tierra, cuenta Alvar, anduvimos desnudos, y como no estabamos acostumbrados a ello, a manera de serpientes mudabamos los cueros dos veces al año... Nos corría por muchas partes la sangre, de las espinas y matas con que topábamos... No tenía, cuando en estos trabajos me veía, otro remedio ni consuelo sino pensar en la pasión de nuestro redentor Jesucristo y en la sangre que por mí derramó, y considerar cuánto más sería el tormento que de las espinas él padeció que no aquel que yo entonces sufría» (Naufragios cp.22). Estos hombres, malos o buenos, malos y buenos, eran cristianos y misioneros, pues tenían una firmeza absoluta en su fe. Y así, por ejemplo, descubridores y conquistadores, donde quiera que llegaban, atacaban la antropofagia, que estaba difundida, en unos sitios más, en otros menos, por casi todas las Indias. Desde el principio, en un planteamiento netamente cristiano, y no en una ética meramente natural, enseñaban que la ofensa al hombre era aborrecible sobre todo porque era ofensa a su Creador divino. Así, por ejemplo, siendo Cabeza de Vaca, años después, gobernador del Paraguay, llegaron a él muchas quejas, y él «mandó juntar todos los indios naturales, vasallos de Su Majestad; y así juntos, delante y en presencia de los religiosos y clérigos, les hizo su parlamento diciéndoles cómo Su Majestad lo había enviado a los favorecer y dar a entender cómo habían de venir en conocimiento de Dios y ser cristianos, por la doctrina y el enseñamiento de los religiosos y clérigos que para ello eran venidos, como ministros de Dios, y para que estuviesen debajo de la obediencia de Su Majestad, y fuesen sus vasallos, y que de esta manera serían mejor tratados y favorecidos que hasta allí lo habían sido. Y allende de esto, les fue dicho y amonestado que se apartasen de comer carne humana, por el grave pecado y ofensa que en ello hacían a Dios, y los religiosos y clérigos se lo dijeron y amonestaron; y para les dar contentamiento, les dio y repartió muchos rescates, camisas, ropas, bonetes y otras cosas, con que se alegraron» (Comentarios cp.16). La lucha contra los ídolos era también uno de los primeros objetivos de los conquistadores, y así, por ejemplo, lo consideró Cabeza de Vaca como gobernador: «Según informaron al Gobernador, adelante la tierra adentro tienen los indios ídolos de oro y de plata, y procuró con buenas palabras apartarlos de la idolatría, diciéndoles que los quemasen y quitasen de sí, y creyesen en Dios verdadero, que era el que había criado el Cielo y la Tierra, y a los hombres, y a la mar, y a los peces, y a las otras cosas, y que lo que ellos adoraban era el diablo, que los traía engañados». Esta primera evangelización elemental de los conquistadores, al venir propuesta por el gran jefe de los blancos, con frecuencia impresionaba sinceramente a los indios. «Y así, quemaron muchos de ellos, aunque los principales de los indios andaban atemorizados, diciendo que los mataría el Diablo, que se mostraba muy enojado... Y luego que se hizo la iglesia y se dijo misa, el Diablo huyó de allí, y los indios andaban asegurados, sin temor» (Comentarios 54). Muchas crónicas primeras de las Indias nos muestran que los conquistadores, con eficacia frecuente, fueron exorcizando los pueblos indios, liberándolos del Demonio y de su servidumbre idolátrica. En general, los conquistadores procuraban sujetar a los indios por la amistad y la alianza, antes que por las armas. Y así procedía también Cabeza de Vaca, que una vez, por ejemplo, subiendo por el río Iguatú, hizo asiento con su expedición en un lugar determinado, y en seguida mandó hacer una iglesia, celebrar la misa y los oficios, y alzar «una cruz de madera grande, la cual mandó hincar junto a la ribera». Reunió luego a los españoles y guaraníes amigos, que acompañaban la expedición, dándoles orden severa de que respetasen a los indios pacíficos de aquel lugar, y mandándoles que «no hiciesen daño ni fuerza ni otro mal ninguno a los indios y naturales de aquel puerto, pues eran amigos y vasallos de Su Majestad, y les mandó y defendió [prohibió] no fuesen a sus pueblos y casas, porque la cosa que los indios más sienten y aborrecen y por que se alteran es por ver que los indios y cristianos van a sus casas, y les revuelven y toman las cosillas que tienen en ellas; y que si trajesen y rescatasen con ellos, les pagasen lo que trujesen y tomasen de sus rescates; y si otra cosa hiciesen, serían castigados» (Com. 53). Al parecer, el hecho de que gobernadores, como Cabeza de Vaca, hicieran abierto apostolado misionero en sus expediciones de descubrimiento y conquista fue relativamente frecuente en las Indias. Gonzalo Fernández de Oviedo, por ejemplo, cuenta del gobernador Pedro de Heredia, fundador de Cartagena de Indias, que «por las mejores palabras que podía les daba a entender [a los indios] la verdad de nuestra fe, y les amonestó que no creyesen en nada de aquello [falso], y que fuesen cristianos y creyesen en Dios trino e uno, y Todopoderoso, y que se salvarían e irían a la gloria celestial. Y con estas y otras muchas y buenas amonestaciones se ocupaba muchas veces este gobernador para enseñar a los indios y los traer a conocer a Dios y convertirlos a su santa Iglesia y fe católica» (Historia General XVII,28). Pedro Cieza de León (1518?-1560) Extremeño de Llerena, en las Indias desde 1535, Cieza luchó en las guerras civiles del Perú, y fue cronista de La Gasca. También este soldado escritor, la mejor fuente de la historia de los incas y de la conquista del Perú, se nos muestra en la Crónica de la conquista del Perú y en El señorío de los incas como hombre cristiano empeñado en una empresa evangelizadora. Así expresa en el Proemio de su Crónica su inesperada vocación de escritor: «Como notase tan grandes y peregrinas cosas como en este Nuevo Mundo de Indias hay, vínome gran deseo de escribir algunas de ellas, de lo que yo por mis propios ojos había visto... Mas como mirase mi poco saber, desechaba de mí este deseo, teniéndolo por vano... Hasta que el todopoderoso Dios, que lo puede todo, favoreciéndome con su divina gracia, tornó a despertar en mí lo que ya yo tenía olvidado. Y cobrando ánimo, con mayor confianza determiné de gastar algún tiempo de mi vida en escribir esta historia. Y para ello me movieron las causas siguientes: «La primera, ver que en todas las partes por donde yo andaba ninguno se ocupaba en escribir nada de lo que pasaba. Y que el tiempo consume la memoria de las cosas de tal manera, que si no es por rastros y vías exquisitas, en lo venidero no se sabe con verdadera noticia lo que pasó. «La segunda, considerando que, pues nosotros y estos indios todos, todos traemos origen de nuestros antiguos padres Adán y Eva, y que por todos los hombres el Hijo de Dios descendió de los cielos a la tierra, y vestido de nuestra humanidad recibió cruel muerte de cruz para nos redimir y hacer libres del poder del demonio, el cual demonio tenía estas gentes, por la permisión de Dios, opresas y cautivas tantos tiempos había, era justo que por el mundo se supiese en qué manera tanta multitud de gentes como de estos indios había fue reducida al gremio de la santa madre Iglesia con trabajo de españoles; que fue tanto, que otra nación alguna de todo el universo no lo pudiera sufrir. Y así, los eligió Dios para una cosa tan grande más que a otra nación alguna». Cieza de León reconoce que en aquella empresa hubo crueldades, pero asegura que no todos actuaron así, «porque yo sé y vi muchas veces hacer a los indios buenos tratamientos por hombres templados y temerosos de Dios, que curaban a los enfermos». Sus escritos denotan un hombre de religiosidad profunda, compadecido de los indios al verlos sujetos a los engaños y esclavitudes del demonio... «hasta que la luz de la palabra del sacro Evangelio entre en los corazones de ellos; y los cristianos que en estas Indias anduvieren procuren siempre de aprovechar con doctrina a estas gentes, porque haciéndolo de otra manera no sé como les irá cuando los indios y ellos aparezcan en el juicio universal ante el acatamiento divino» (Crónica cp.23). Bernal Díaz del Castillo (1496-1568) Las crónicas que los autores literatos, como López de Gómara, escribían sobre las Indias, muy al gusto del renacimiento, daban culto al héroe, y en un lenguaje muy florido, engrandecían sus actos hasta lo milagroso, ignorando en las hazañas relatadas las grandes gestas cumplidas por el pueblo sencillo. Frente a esta clase de historias se alza Bernal Díaz del Castillo, nacido en Medina del Campo, soldado en Cuba con Diego Velázquez, compañero de Cortés desde 1519, veterano luchador de ciento diecinueve combates. Siendo ya anciano de setenta y dos años, vecino y regidor de Santiago, en Guatemala, con un lenguaje de prodigiosa vivacidad, no exento a veces de humor, reivindica con pasión la parte que al pueblo sencillo, a los soldados, cupo tanto en la conquista como en la primera evangelización de las Indias. Como dice Carmen Bravo-Villasante, «en la literatura española su Historia verdadera de la Nueva España[1568] es uno de los libros más fascinantes que existen» (64). En primer lugar, la importancia de los soldados en la conquista. Ciertamente fue Cortés un formidable capitán, pero, dice Bernal, «he mirado que nunca quieren escribir de nuestros heroicos hechos los dos cronistas Gómara y el doctor Illescas, sino que de toda nuestra prez y honra nos dejaron en blanco, si ahora yo no hiciera esta verdadera relación; porque toda la honra dan a Cortés» (cp.212). ¿Dónde quedan los hechos heróicos y las fatigas de los soldados de tropa?... Yo mismo, «dos veces estuve asido y engarrofado de muchos indios mexicanos, con quien en aquella sazón estaba peleando, para me llevar a sacrificar, y Dios me dió esfuerzo y escapé, como en aquel instante llevaron a otros muchos mis compañeros». Y con esto, todos los soldados pasaron «otros grandes peligros y trabajos, así de hambre y sed, e infinitas fatigas» (cp.207). «Muy pocos quedamos vivos, y los que murieron fueron sacrificados, y con sus corazones y sangre ofrecidos a los ídolos mexicanos, que se decían Tezcatepuca y Huichilobos» (cp.208). Sí, es cierto que no es de hombres dignos alabarse a sí mismos y contar sus propias hazañas. Pero el que «no se halló en la guerra, ni lo vio ni lo entendió ¿cómo lo puede decir? ¿Habíanlo de parlar los pájaros en el tiempo que estábamos en las batallas, que iban volando, o las nubes que pasaban por alto, sino sólamente los capitanes y soldados que en ello nos hallamos?» (cp.212). Tiene toda la razón. La conquista en modo alguno hubiera podido hacerse sin la abnegación heroica de aquellos hombres a los que después muchas veces se ignoraba, no sólo en la fama, sino también en el premio. Por eso Bernal insiste: «y digo otra vez que yo, yo, yo lo digo tantas veces, que yo soy el más antiguo y he servido como muy buen soldado a su Majestad, y dígolo con tristeza de mi corazón, porque me veo pobre y muy viejo, una hija por casar, y los hijos varones ya grandes y con barbas, y otros por criar, y no puedo ir a Castilla ante su Majestad para representarle cosas cumplideras a su real servicio, y también para que me haga mercedes, pues se me deben bien debidas» (cp.210). En segundo lugar, Bernal, con objetividad popular sanchopancesca, purifica las crónicas de Indias de prodigios falsos, como «el salto de Alvarado» (cp. 128), o de victorias fáciles debidas a maravillas sobrenaturales, como aquel triunfo que López de Gómara atribuía a una visible intervención apostólica: «Pudiera ser, escribe Bernal con una cierta sorna, que los que dice el Gómara fueran los gloriosos apóstoles señor Santiago o señor san Pedro, y yo, como pecador, no fuese digno de verles; lo que yo entonces vi y conocí fue a Francisco de Morla en un caballo castaño, que venía juntamente con Cortés, que me parece que ahora que lo estoy escribiendo, se me representa por estos ojos pecadores toda la guerra... Y ya que yo, como indigno pecador, no fuera merecedor de ver a cualquiera de aquellos gloriosos apóstoles, allí había sobre cuatrocientos soldados, y Cortés y otros muchos caballeros..., y si fuera así como lo dice el Gómara, harto malos cristianos fuéramos, enviándonos nuestro señor Dios sus santos apóstoles, no reconocer la gran merced que nos hacía» (cp.34). En tercer lugar, y este punto tiene especial importancia para nuestro estudio, Bernal afirma con energía la importancia de los soldados en la evangelización de las Indias. En un plural que expresa bien el democratismo castellano de las empresas españolas en América, escribe: hace años «suplicamos a Su Majestad que nos enviase obispos y religiosos de todas órdenes, que fuesen de buena vida y doctrina, para que nos ayudasen a plantar más por entero en estas partes nuestra santa fe católica». Vinieron franciscanos, y en seguida dominicos, que ambos hicieron muy buen fruto, cuenta, y en seguida añade: «Mas si bien se quiere notar, después de Dios, a nosotros, los verdaderos conquistadores que los descubrimos y conquistamos, y desde el principio les quitamos sus ídolos y les dimos a entender la santa doctrina, se nos debe el premio y galardón de todo ello, primero que a otras personas, aunque sean religiosos» (cp. 208). En efecto, entonces como ahora, al hablar de la evangelización de las Indias sólo se habla de los grandes misioneros, y ni se menciona la tarea decisiva de estos soldados y cronistas que, de hecho, fueron los primeros evangelizadores de América, y precisamente en unos días decisivos, en los que todavía un paso en falso podía llevar a quedarse con el corazón arrancado, palpitando ante el altar de Huitzilopochtli. Por lo demás, es Bernal Díaz del Castillo un cristiano viejo de profundo espíritu religioso, y cuando escribe lo hace muy consciente de haber participado en una gesta providencial de extraordinaria grandeza: «Muchas veces, ahora que soy viejo, me paro a considerar las cosas heroicas que en aquel tiempo pasamos, que me parece que las veo presentes. Y digo que nuestros hechos no los hacíamos nosotros, sino que venían todos encaminados por Dios; porque ¿qué hombres ha habido en el mundo que osasen entrar cuatrocientos y cincuenta soldados, y aun no llegábamos a ellos, en una tan fuerte ciudad como México?»... y sigue evocando aquellos «hechos hazañosos» (cp. 95). ¿Cómo se explica la religiosidad de estos soldados cronistas?... Parece increíble. Cieza pasó a las Indias a los 15 o 17 años, Xerez y Alvar a los 17, Bernal Díaz del Castillo, a los 18... ¿De dónde les venía una visión de fe tan profunda a éstos y a otros soldados escritores, que, salidos de España poco más que adolescentes, se habían pasado la vida entre la soldadesca, atravesando montañas, selvas o ciénagas, en luchas o en tratos con los indios, y que nunca tuvieron más atención espiritual que la de algún capellán militar sencillico? Está claro: habían mamado la fe católica desde chicos, eran miembros de un pueblo profundamente cristiano, y en la tropa vivían un ambiente de fe. Si no fuera así, no habría respuesta para nuestra pregunta. El testimonio de los descubridores y conquistadores cronistas -Balboa, Valdivia, Cortés, Cabeza de Vaca, Vázquez, Xerez, Díaz del Castillo, Trujillo, Tapia, Mariño de Lobera y tantos otros-, nos muestra claramente que los exploradores soldados participaron con frecuencia en el impulso apostólico de los misioneros y de la Corona. Así Pedro Sancho de Hoz, sucesor de Xerez como secretario de Pizarro, declara que a pesar de que los soldados españoles hubieron de pasar grandes penalidades en la jornada del Perú, «todo lo dan por bien empleado y de nuevo se ofrecen, si fuera necesario, a entrar en mayores fatigas, por la conversión de aquellas gentes y ensalzamiento de nuestra fe católica» (+M.L. Díaz-Trechuelo: AV, Evangelización 652). Eran aquellos soldados gente sencilla y ruda, brutales a veces, sea por crueldad sea por miedo, pero eran sinceramente cristianos. Otros hombres quizá más civilizados, por decirlo así, pero menos creyentes, sin cometer brutalidad alguna, no convierten a nadie, y aquéllos sí. En ocasiones, simples soldados eran testigos explícitos del Evangelio, como aquel Alonso de Molina, uno de los Trece de la Fama, que estando en el Perú se quedó en Túmbez cuando pasaron por allí con Pizarro. De este Molina nos cuenta el soldado Diego de Trujillo, en su Relación, una conmovedora anécdota: Va Trujillo, acompañando a Pizarro en la isla de Puna, al pueblecito El Estero, y cuenta: «hallamos una cruz alta y un crucifijo, pintado en una puerta, y una campanilla colgada: túvose por milagro [pues no tenían idea de que hasta allí hubiera llegado cristiano alguno]. Y luego salieron de la casa más de treinta muchachos y muchachas, diciendo: Loado sea Jesucristo, Molina, Molina... Y esto fue que, cuando el primer descubrimiento, se le quedaron al Gobernador dos españoles en el puerto de Payta, el uno se llamaba Molina y el otro Ginés, a quien mataron los indios en un pueblo que se decía Cinto, porque miró a una mujer de un cacique. Y el Molina se vino a la isla de la Puna, al cual tenían los indios por su capitán contra los chonos y los de Túmbez, y un mes antes que nosotros llegásemos le habían muerto los chonos en la mar, pescando; sintiéronlo mucho los de la Puna su muerte» (Xerez 197). En poco tiempo, el soldado Molina, abandonado y solo, ya había hecho en aquella isla su iglesia, con cruz y campana, y había organizado una catequesis de treinta muchachos. Gonzalo Fernández Oviedo cuenta también una curiosa historia sucedida a Hernando de Soto, que estaba en La Florida. Habiendo Soto hecho pacto con el cacique de Casqui, alzaron en el lugar una cruz, a la que los indios comenzaron a dar culto; pero la amistad se cambió en guerra al aliarse Soto con otro cacique enemigo del jefe de Casqui. Este le reprochó a Soto: «Dísteme la cruz para defenderme con ella de mis enemigos, y con ella misma me querías destruir». El jefe español, conmovido, se excusa diciéndole: «Nosotros no venimos a destruiros, sino a hacer que sepáis y entendáis eso de la cruz», y le asegura luego que lo quiere «más bien de lo que piensas... porque Dios Nuestro Señor manda que te queramos como a hermano... porque tú y los tuyos nuestros hermanos sois, y así nos lo dice nuestro Dios» (Hª general XXVII, 28). Recordemos, en fin, una información de 1779, procedente de San Carlos de Ancud, en el lejanísimo Chiloé, al fin del lejano Chile, en la que se dice que Tomás de Loayza, soldado dragón con plaza viva, llevaba catorce años enseñando a los indios «no sólo los primeros rudimentos de la educación, sino la doctrina cristiana y diversas oraciones, de tal manera que a la sazón aquellos eran maestros de sus padres» (cit. Guarda 57). En el libro presente, al narrar los Hechos de los Apóstoles de América, centraremos nuestra atención en la figura de los máximos héroes de la actividad misionera en las Indias. Como veremos, casi todos ellos fueron religiosos, que, al modo de los apóstoles elegidos por Jesús, lo dejaron todo, y se fueron con él, para vivir como compañeros suyos y ser así sus colaboradores inmediatos en la evangelización del mundo (+Mc 3,14). En efecto, como decía en 1588 el excelente jesuita José de Acosta, brazo derecho de Santo Toribio de Mogrovejo, «nadie habrá tan falto de razón ni tan adverso a los regulares [religiosos], que no confiese llanamente que al trabajo y esfuerzo de los religiosos se deben principalmente los principios de esta Iglesia de Indias» (De procuranda indorum salute V,16). No diremos más ahora de la obra apostólica de los religiosos en América, pues en los capítulos siguientes que siguen hemos de describir la vida y las acciones de estos grandes misioneros, fijándonos sobre todo en aquéllos que fueron después canonizados o que están en vías de serlo. «El clero secular, escribe Pedro Borges, como grupo, en el caso de América nunca fue considerado propiamente misionero, debido a que fueron pocos y siempre aislados los sacerdotes diocesanos que viajaron al Nuevo Mundo para entregarse a la tarea misional. El viaje lo realizaron muchos, pero aun en el mejor de los casos, su fin no era tanto la evangelización propiamente dicha cuanto la cura pastoral de lo ya evangelizado por los religiosos. Por su parte, la Corona tampoco recurrió a él como a fuerza evangelizadora, salvo en contados casos, cuyo desenlace o no nos consta, o fue positivamente negativo» (AV,Evangelización 593). Se dieron casos, sin duda, de curas misioneros, y el franciscano Mendieta los señala cuando escribe que «quiso Nuestro Señor Dios poner su espíritu en algunos sacerdotes de la clerecía, para que, renunciadas las honras y haberes del mundo, y profesando vida apostólica, se ocupasen en la conversión y ministerio de los indios, conformando y enseñándoles por obra lo que les predicasen de palabra» (Hª ecl. indiana cp.3). Pero no fueron muchos. Una elevación espiritual, doctrinal y pastoral del clero diocesano no se produjo en forma generalizada sino bastante después del concilio de Trento, y llegó, pues, tardíamente a las Indias en sus frutos misioneros y apostólicos. En 1778, tratando el Consejo de Indias de «los eclesiásticos seculares» en un informe al rey, dice que «han manifestado siempre poco deseo de ocuparse en el ministerio de las misiones, lo que proviene sin duda de que no se verifique el que ellos se hallen ligados con los votos de pobreza y obediencia, que ejecutan los regulares, necesitando mayores auxilios, y no se ofrecen con tanta facilidad como los religiosos a desprenderse de sus comodidades e intereses particulares y a sacrificarse por sus hermanos» (AV, Evangelización 594). En cambio entre los obispos de la América hispana, tanto entre los religiosos como los procedentes de la vida secular, laical o sacerdotal, hallamos grandes figuras misioneras, como lo veremos más adelante. Zumárraga, Garcés, Vasco de Quiroga, Loaysa, Mogrovejo, Palafox... son excelentes modelos de obispos misioneros. Las primeras diócesis de la América hispana En Hispanoamérica se fundaron con gran rapidez numerosas diócesis. Recogemos los datos proporcionados por Morales Padrón (América hispana149-152): Las tres primeras, en 1511, se crearon en Santo Domingo, Concepción de la Vega y San Juan de Puerto Rico. El Papa León X creó la primera diócesis continental, Santa María de la Antigua, del Darién, trasladada a Panamá en 1513; y poco después las diócesis de Santiago de Cuba (1517), Puebla (1519) y Tierra Florida (1520). Clemente VII estableció las diócesis de México (1524), Nicaragua (1531), Venezuela (1531), Comayagua (1531), Santa Marta (1531, trasladada en 1553 a Bogotá, y restablecida en 1574) y Cartagena de Indias (1534). El Papa Paulo III erigió los obispados de Guatemala (1534), Oaxaca (1555), Michoacán (1536), Cuzco (1537), Chiapas (1539), Lima (1541), Quito (1546), Popayán (1546), Asunción (1547) y Guadalajara (1548). En tiempo de Julio III sólo se erigió la diócesis de la Plata (1552). A Pío IV se debe el nacimiento de los obispados de Santiago de Chile (1561), Verapaz (agregado a Guatemala en 1603), Yucatán (1561), Imperial o Concepción (1564) y la constitución de Santa Fe de Bogotá como arzobispado (1564). El gran impulsor de las misiones San Pío V, fundador de la Congregación para la Propagación de la Fe, erige Tucumán (1570). Y Gregorio XIII, continuando su impulso, funda los obispados de Arequipa (1577), Trujillo (1577) y Manila (1579), que fue sufragánea de México hasta 1595. En el XVII se crean cinco nuevas diócesis, durante el reinado de Felipe III; y siglo y medio más tarde se fundan ocho más, reinando Carlos III. Y a las cuatro antiguas sedes metropolitanas se añaden cuatro: Charcas (La Plata o Sucre) (1609), Guatemala (1743), Santiago de Cuba (1803) y Caracas (1803). La pujanza impresionante de este desarrollo eclesial aparece más patente si nos damos cuenta, por ejemplo, que en el Brasil la diócesis de Bahía, fundada en 1551, fué la única hasta 1676. En el Norte de América no empieza propiamente la acción misional hasta 1615, en tiempo de Samuel de Champlain. El Beato Francisco de Montmerency-Laval, en 1674, fue el primer obispo canadiense, con sede en Québec. Y la evangelización de Alaska no se inició hasta finales del siglo XIX. Laicos cristianos evangelizadores Como decíamos al hablar de los cronistas y soldados, hemos de tener siempre presente que el sujeto principal de la acción evangelizadora de las Indias fue la Iglesia, entendida como el pueblo cristiano. Es decir, la evangelización de América no fue hecha sólo por los santos religiosos, cuya biografía recordaremos, y por los grandes obispos misioneros, con su clero. Aquellos santos religiosos, en primer lugar, no eran figuras aisladas, sino que vivían y actuaban en cuanto miembros de unas comunidades religiosas, con frecuencia santas y apostólicas. Pero hemos de recordar además que aquellos héroes misionales contaban siempre con la oración y la cooperación de un pueblo creyente, que estaba decidido a irradiar su fe. Y esto no es solamente una cuestión histórica, sino algo que parte de principios profundamente teológicos. En efecto, la acción misionera y apostólica, aunque tenga unos órganos específicos para su ejercicio, es acción de toda la Iglesia. Si consideráramos la admirable fecundidad de una cierta madre de familia, y sólo apreciáramos en ella una matriz particularmente sana, caeríamos en grave error: la fecundidad de esa mujer se debe igualmente o más a la salud de sus órganos internos, a la energía de su sistema muscular y respiratorio, a la fuerza de su corazón; y mucho más debe ser atribuida a su espíritu, a su capacidad personal de transmitir vida, de hacer aflorar en este mundo hombres nuevos. Algo semejante ocurre con la Iglesia Madre, cuya fecundidad apostólica procede siempre de Cristo Esposo, y de la participación orante y activa de todo el Cuerpo eclesial. En este sentido, hay que señalar que, junto con los misioneros, las familias cristianas fueron el medio principal de la evangelización de América. Un fenómeno tan complejo y extenso, apenas puede aquí ser indicado brevemente, pero es de la mayor importancia. Es indudable que el mestizaje, la educación doméstica de los hijos, la solicitud religiosa hacia la servidumbre de la casa, fueron quizá los elementos más importantes para la suscitación y el desarrollo de la vida cristiana. Pensemos también en las cofradías reunidas por gremios o en torno a una devoción particular, recordemos los trabajos apostólicos en las doctrinas o catequesis, o la función importantísima de los maestros de escuela, cuya responsabilidad misionera fue impulsada por Lima en 1552; y no olvidemos tampoco a los fundadores innumerables de iglesias y ermitas, conventos y hospitales, escuelas y asilos. Sólo un ejemplo, traído por el cronista Mariño de Lobera: «Estaba en la Imperial [de Chile] una señora llamada Mencía Marañón, mujer de Alonso de Miranda, que habían venido de junto a Burgos. Y como gente acostumbrada a vivir según la caridad con que se procede en Castilla, tenían esta buena leche en los labios, y se esmeraban más en obras pías cuanto más crecían los infortunios de esta tierra, de suerte que esa señora daba limosna a cuantos indios llegaban a su puerta, y recogía en su casa a los enfermos, curándolos ella misma con mucha diligencia y cuidado. Y saboreábase tanto en estas ocupaciones, que se metía cada día más en ellas hasta hacer su casa un hospital, y amortajar los indios con sus manos» (83). Pensemos en la institución de los fiscales, laicos con responsabilidad pastoral, que eran creados donde no había presencia habitual de un sacerdote. Ya activos desde 1532 en Nueva España y regulados en 1552 en el concilio primero de Lima, prestaron -y todavía prestan en algunas zonas de América- excelentes servicios al pueblo cristiano. Hemos de recordar aquí, por ejemplo, a los dos hermanos Juan Bautista y Jacinto de los Angeles, mártires mexicanos. Ambos eran fiscales indígenas casados, que hacían su servicio en San Francisco de Cajonos, Oaxaca, y que en 1700 fueron matados con garrotes y machetes por denunciar reuniones idolátricas. Sus restos se hallan en la Catedral de Oaxaca, y ha sido iniciado recientemente su proceso de canonización. Y pensemos también en los encomenderos... Las Leyes de Burgos (1512), primer código de los españoles en las Indias, mandaban a éstos adoctrinar a los indios que tuvieran encomendados, y a los indios les ordenaba vivir cerca de los poblados de los españoles, «porque con la conversación continua que con ellos tendrán, como con ir a la iglesia los días de fiesta a oir misa y los oficios divinos, y ver cómo los españoles lo hacen», más pronto lo aprenderán. Esta teoría delbuen ejemplo resultó en la práctica bastante discutible, de manera que en muchas ocasiones, concretamente en las reducciones, y antes en las instrucciones del obispo Vasco de Quiroga, se prefirió para la educación cristiana de los indios la separación habitual de los españoles seglares. El estudio de los testamentos dejados por los encomenderos manifiesta en qué medida estaba viva en ellos la conciencia de sus responsabilidades cristianas hacia los indios. «Esta documentación -dice María Lourdes Díaz-Trechuelo- es de gran riqueza e interés para conocer la mentalidad religiosa de los españoles asentados en América, o nacidos en ella, en los siglos XVI y XVII» (AV,Evangelización 654). Francisco de Chaves, por ejemplo, español de Trujillo, que fue regidor de Arequipa, donde murió en 1568, funda una misa en su testamento «por los indios cristianos naturales de los reinos del Perú a los que yo soy en cargo, vivos y difuntos; quiero el Señor sea servido de los perdonar, a los vivos alumbre el entendimiento y los atraiga al verdadero conocimiento de la santa fe católica». Hernán Rodríguez, cordobés de Belalcázar, que tuvo una encomienda en Popayán, reconociendo que estaba obligado a instruir a los indios «en las cosas de nuestra santa fe católica y no lo hizo», encarga en el testamento al obispo que restituya tomando de sus bienes, «para que mi ánima no pene por ello». Otro cordobés, Juan de Baena, en su testamento de 1570 manda celebrar diez misas del Espíritu Santo para que «se infunda y arraigue su santísima fe en los naturales de esta gobernación [de Venezuela] convertidos». La frecuencia de estas mandas en los testamentos permite deducir que había en los encomenderos una conciencia generalizada, mejor o peor cumplida, del deber de procurar la formación cristiana de los indios. Uno de los Trece de la fama, Nicolás de Ribera el Viejo, en 1556 funda un hospital para indios en Ica, Perú, pues aunque ha obrado de buena fe haciendo guerra justa a los indios y teniéndolos en encomienda, quiere reparar lo que pesa en su conciencia por haberlos maltratado alguna vez, o por haberles exigido más tributos de los que «sin mucho trabajo ni fatiga de sus personas me podían y debían tributar... o por no les haber dado tan bastante y cumplida doctrina como debía» (ib. 654-655). Indios apóstoles de los indios Desde el primer viaje de Colón se pensó en que los indios habían de ser los apóstoles de los indios. Y así algunos naturales tomados por el Almirante fueron instruidos y bautizados en España, teniendo como padrinos a los Reyes Católicos, y de uno al menos, llamado Diego, se sabe que vuelto a Cuba, de donde era originario, explicaba la misa a sus hermanos indígenas (Guarda 32). Con cierta frecuencia los intérpretes venían a hacerse verdaderos colaboradores de los frailes misioneros. El padre Mendieta cuenta, por ejemplo: «Me acaeció tener uno que me ayudaba en cierta lengua bárbara y habiendo yo predicado a los mexicanos en la suya... entraba él, vestido de roquete y sobrepelliz, y predicaba a los bárbaros en la lengua que yo a los otros había dicho, con tanta autoridad, energía, exclamaciones y espíritu, que a mí me ponía harta envidia de la gracia que Dios le había comunicado» (Hª ecl. indiana III,19). Las cofradías de naturales -la más antigua la fundada en Santo Domingo en 1554-, con sus normas internas para la atención de pobres y enfermos, para la catequesis y otras actividades cristianas, tuvieron en toda la América hispana mucha vitalidad, y ellas, desde luego, participaron decisivamente en la evangelización de los indios. También fue decisiva en la evangelización la contribución de los niños educados en los conventos misionales, y cuanto se diga en esto es poco. Volveremos sobre el tema cuando tratemos de los niños mártires de Tlaxcala. Los indios catequistas prestaron igualmente un servicio insustituible en la construcción de la Iglesia en el Mundo Nuevo. Algunos de ellos, incluso, llevados de un celo excesivo, rezaban reunidos, como si fueran cabildo de canónigos, las Horas litúrgicas, y celebraban misas secas en ausencia de los sacerdotes, de modo que el primer concilio de México hubo de moderar y concretar sus funciones. Especial mención hemos de hacer de aquellas muchachas indias, hijas de principales, que recibían en ocasiones una mejor formación en internados religiosos. Ellas, según Mendieta, ayudaban en hospitales y en otras obras buenas, y sobre todo iban «a enseñar a las otras mujeres en los patios de las iglesias o a las casas de las señoras, y a muchas convertían a se bautizar, y ser devotas cristianas y limosneras, y siempre ayudaron a la doctrina de las mujeres» (Hª ecl. indiana III,52; +Motolinía, Memoriales I,62). Por otra parte, y parte muy principal, desde el principio de la evangelización de América, hubo numerosos indios santos, que evidentemente colaboraron en forma decisiva a la evangelización de sus hermanos indígenas. Cuando hablamos del Beato Juan Diego, volveremos sobre el tema. Recordemos, pues, aquí sólo algún caso. El siervo de Dios Nicolás de Ayllón, peruano, educado por los franciscanos de Chiclayo, era sastre, casado con la mestiza María Jacinta, y con ella fundó en Lima el célebre monasterio de Jesús María, para acoger doncellas españolas e indígenas. Murió en olor de santidad en 1677, y está incoado su proceso de beatificación (Guarda 170). El indio Baltasar, de Cholula, en México, organizó todo un pueblo al estilo de la vida comunitaria cenobítica. Motolinía y Mendieta nos refieren cómo grupos de tlaxcaltecas salían a regiones vecinas a predicar el Evangelio. Incluso algunas familias se fueron a vivir con los recalcitrantes chichimecas, para evangelizarlos a través de la convivencia. Casos de martirio por la castidad, al estilo de María Goretti, se dieron muchos entre las indias neo cristianas, como aquél que narra Mendieta, y que ocasionó la conversión del fracasado seductor: «Hermana, tú has ganado mi alma, que estaba perdida y ciega» (Hª ecl. indiana III,52). ¿Cómo se podrá, en fin, encarecer suficientemente el influjo de los mejores indios cristianos en la evangelización de América?... A pesar de los malos cristianos San Lucas, al contar la historia de la primera difusión del Evangelio, no insiste mucho en los escándalos producidos por los malos cristianos, al estilo de Ananías y Safira, sino que centra su relato en las figuras de los verdaderos evangelizadores, Pedro y Pablo, Esteban y Felipe... Y es natural que así lo hiciera, pues estaba escribiendo precisamente los hechos de los apóstoles. Es lógico que, haciendo crónica de la primera evangelización del mundo pagano, dejara a un lado las miserias de los malos cristianos, ya que ellos no colaboraron a la evangelización; por el contrario, ésta se hizo a pesar de ellos. Pues bien, tampoco los cristianos infieles o perversos merecen ser recordados al hablar de las hechos de los apóstoles de América. Pero no quedaría completo nuestro cuadro sin mencionar brevemente su existencia. Los cronistas primitivos, al hablar de descubrimientos y conquistas, no ocultan los hechos criminales, sino que los denuncian con amargura. Así Mariño de Lobera, después de narrar una acción cruel de sus compañeros españoles, afirma: «Esta gente que conquistó Chile por la mayor parte de ella tenía tomado el estanco de las maldades, desafueros, ingratitudes, bajezas y exorbitancias» (Crónica 58). Pero tampoco faltaban en tiempos de paz los abusos y extorsiones. En el Perú de 1615, el mestizo Felipe Guaman Poma de Ayala, el mismo que elogia a Lima, «a donde corre tanta cristiandad y buena justicia», o Tucumán, «toda cristiandad y policía y buena gente caritativos, amigo de los pobres», hablando así de muchas otras ciudades -Bogotá, Popayán, Riobamba, Cuenca, Loja, Cajamarca- (Nueva crónica C,1077-1154), en otras páginas de su escrito dice cosas como ésta: «Todos los españoles son contra los indios pobres de este reino. Hay que considerar en éste mucho... Y no hay cristianos ni santos, que todos están en el cielo» (C, 1014). Eso le lleva a una oración ingenua y desesperada: «Jesucristo, guárdame de los justicias, del corregidor, alcalde, pesquisidor, jueces, visitadores, padre doctrinante, de todos los españoles, los ladrones, los despojadores de hombres. Protégeme. Cruz» (B,903)... Siendo tanto lo malo en las Indias, debió ser enorme lo bueno, para que la evangelización fuera posible, como lo fue. Un pueblo apostólico y misionero La Iglesia en las Indias fue una madre capaz de engendrar con Cristo Esposo más de veinte naciones cristianas. Y en esta admirable fecundidad misionera colaboraron todos, Reyes y virreyes, escribanos y soldados, conquistadores y cronistas, escribanos y funcionarios, frailes y padres de familia, encomenderos, barberos, sastres y agricultores, indios catequistas, gobernadores y maestros de escuela, cofradías de naturales, de criollos, de negros, de españoles o de viudas, gremios profesionales, patronos de fundaciones piadosas, de hospitales y conventos, laicos fiscales y religiosas de clausura, párrocos y doctrinos, niños hijos de caciques, educados en conventos religiosos, corregidores y alguaciles... Todo un pueblo cristiano y fiel, con sus leyes y costumbres, con sus virtudes y vicios, con sus poesías y danzas, canciones y teatros, con sus cruces alzadas y templos, sus fiestas y procesiones, y sobre todo con sus inmensas certezas de fe, a pesar de sus pecados, fue el sujeto real de la acción apostólica de la Iglesia. Ese pueblo, evidentemente confesional, que no fue a las Indias a anunciar a los indígenas la duda metódica, sino que recibió de Dios y de la Iglesia el encargo de transmitir al Nuevo Mundo la gloriosa certeza de la Santa Fé Católica, cumplió su misión, y es el responsable de que hoy una mitad de la Iglesia Católica piense y crea, sienta, hable y escriba en español. España católica El proceso de secularización de las naciones de Occidente, iniciado sobre todo a partir de la Revolución fracesa, además de traer la pérdida de la confesionalidad pública, rara vez ha conducido simultáneamente a la pérdida o deterioro grave de la conciencia de identidad nacional en esos países, a pesar de que todos ellos proceden de una antigua y fuerte raíz cristiana. Por el contrario, esto ha sucedido muy acusadamente en España. Mientras que hoy, habitualmente, un alemán se sigue sintiendo alemán, como sus antepasados, y no desea ser otra cosa; y un inglés, al finalizar un espectáculo, canta con entusiasmo el tradicional God save the Queen!; o un francés, sea cual sea su ideología, suele ser bien consciente de la grandeur de la France; o un joven canadiense, adonde quiera que vaya, lleva en la mochila el signo de su patria; es patente que entre los españoles no suele suceder hoy nada parecido. ¿Por qué?... Cada nación ha tenido su propia historia, y un conjunto muy complejo de factores de diversa índole han contribuido a forjar la propia identidad nacional. Pues bien, el influjo decisivo de la fe católica en la configuración de la unidad nacional española es lo que explica ese hecho diferencial enigmático acerca del cual nos interrogamos. Durante ocho siglos vivió España el singular proceso de la Reconquista, que no tuvo paralelo en ninguna otra nación europea, si se exceptúa Portugal. Aquel arduo empeño de siglos fue lo que reunió en torno a la fe en Cristo a los pueblos de la península, racial y culturalmente muy diversos, transcendiendo sus luchas e intereses particulares encontrados. Y toda la historia posterior de España, durante muchos siglos, ha estado marcada precisamente por aquella fe que, como ningún otro factor, forjó la unidad nacional e inspiró sus empresas colectivas. En esta perspectiva se debe contemplar cómo la secularización actual de la vida pública española, considerada como imperativo necesario de las «libertades modernas» tanto por comunistas y socialistas, como por liberales y democristianos, ha roto el nudo fundamental que mantenía unidas a las partes, ha producido una pérdida casi completa de la identidad española, y ha hecho al mismo tiempo artificiales las fórmulas políticas que se vienen dando para tratar de sustentar de modo ideológico, y no meramente pragmático o de crasa conveniencia, la unidad en España de pueblos y regiones. En efecto, ningún país europeo tiene como España a sus pueblos integrantes unidos desde hace tantos siglos -cinco, siete o más-, y en ninguno de ellos, sin embargo, se dan fuerzas separatistas tan violentas como en España. Mientras que la identidad nacional de Hispania es una de las más antiguas y de las más profundamente caracterizadas de Occidente y del mundo, hoy, a pesar de eso, en la península el nombre mismo de «España» va quedando proscrito: unos dirán «este país», otros hablarán del «Estado», como los separatistas, y aquel irónico dirá «Carpetovetonia» o lo que sea, pero fuera de las instancias oficiales obligadas, o del pueblo sencillo, rara vez se pronuncia el nombre de «España»... ¿Y esto por qué? ¿Es que nuestra historia carece de las glorias que iluminan la memoria colectiva de otros pueblos? ¿Es que nuestros males pasados o presentes no hallan comparación con los habidos o cometidos en otras naciones?... No, no, en absoluto, no es por eso. Sólamente podría pensar así quien ignorase por completo la historia de las naciones. Todos los pueblos, también España, son pueblos pecadores, sin duda alguna, y en todos los siglos de su historia, como en el presente, abundan indeciblemente las miserias más vergonzosas: pero en cualquiera de ellos, menos en España, se canta el himno nacional, se honra la bandera y la propia historia, o se celebran con alegría las fiestas patrias. Y tampoco este fenómeno extraño puede explicarse en referencia «al carácter nacional» del español, pues éste más bien ha sido siempre enérgico y seguro de sí mismo. No, el efecto procede de otra causa. El aborrecimiento hacia «España», el sentimiento de vergüenza hacia su historia, el complejo de inferioridad frente a los otros pueblos desarrollados, se da hoy en aquellos españoles más avisados que han comprendido a tiempo que para ser «modernos», para incorporarse definitivamente «a las corrientes progresistas de la historia», es imprescindible afirmarse en un humanismo autónomo, es preciso renunciar al cristianismo, o al menos relegarlo muy estrictamente al secreto más íntimo de la conciencia, evitando toda proyección pública y social: es decir, se hace necesario dejar de ser «español». Ésta es la verdad. Por otra parte, apagado en España el principio católico de su vida nacional, que había mantenido unidos durante siglos a pueblos muy diversos, el liberalismo, ya en avanzada secularización de la vida pública, dio lugar, como en otros pueblos, a un nacionalismo centralista sumamente idóneo para suscitar a la contra nacionalismos regionalistas. Y en ésas estamos. Ahora, en zonas como el centro de la península, los ilustrados actuales, como herederos espirituales de los ilustrados del XVIII y de los liberales del XIX, cuya política ha sido dominante en esas regiones desde comienzos del siglo pasado, siguen manteniendo la unidad nacional, pero vaciada de todo contenido religioso, y por eso, si rehúsan mencionar el nombre de «España», es precisamente por la densidad de fe y de tradición católica que este nombre entraña. En esas mismas zonas, sin embargo, el amor patrio todavía se mantiene, a duras penas, en el pueblo sencillo, que durante mucho tiempo ha sido ajeno y poco vulnerable a las ideas y sentimientos anti tradicionales de las clases gobernantes y de las élites ilustradas. Por otra parte, en la periferia peninsular, en aquellas regiones que antes fueron de las más acusadamente católicas y antiliberales, como el País Vasco y gran parte de Cataluña, el secularismo, dejando de lado a Dios como principio de unidad social, alza con fuerza el culto religioso a la lengua y a la etnia propias... y siembra con eficacia, esta vez también entre el pueblo sencillo, la aversión a «España»... 1992. Así, en esta situación agónica, España, avergonzada de sí misma y de su historia, y avergonzada también por supuesto de su historia americana, «celebró» -es un decir- el V Centenario del descubrimiento y evangelización de América. Que Dios nos pille a todos confesados. Por lo que a nosotros se refiere, terminada esta I Parte de nuestra obra, ya no hablaremos más, como no sea ocasionalmente, de los aspectos políticos y populares de la acción de España en América, sino que nos centraremos en el estudio de las personalidades individuales apostólicas más notables. Es decir, nos dedicaremos ya, gozosa y libremente, a narrar los grandes Hechos de los apóstoles de América. La Virgen de Guadalupe nos ayude.