Iglesia Evangelizadora en los Hechos de los Apóstoles:
6. «Signos y prodigios»
Otra de las características de la Iglesia primitiva es
la presencia de obras maravillosas que Dios realiza a través de los
apóstoles. En dos de los resúmenes de la vida de la comunidad se nos insiste
en este aspecto.
En el primero se afirma que «el temor se apoderaba de
todos, pues los apóstoles realizaban muchos prodigios y señales» (2,43); se
trata, evidentemente, de obras que llevan el sello de Dios, pues de hecho la
reacción de la gente es que se apodera de ellos el temor del Señor. E
inmediatamente después se nos narra la curación del tullido a la puerta del
templo de Jerusalén (3,1-10).
En el tercero repite casi lo mismo: «por mano de los
apóstoles se realizaban muchas señales y prodigios en el pueblo» (5,12). Se
ve que es una constante de la Iglesia primitiva. De hecho, a continuación
San Lucas añade explicitando lo anterior: «hasta tal punto que incluso
sacaban los enfermos a las plazas y los colocaban en lechos y camillas, para
que, al pasar Pedro, siquiera su sombra cubriese a alguno de ellos. También
acudía la multitud de las ciudades vecinas a Jerusalén trayendo enfermos y
atormentados por espíritus inmundos; y todos eran curados (5,15-16).
Más adelante se nos narrará que Pedro cura a un hombre
paralítico desde hacía ocho años (9,32-35) y resucita a una discípula que
había enfermado y muerto (9,36-42).
También Pablo curará en Iconio a un hombre «tullido de
pies, cojo de nacimiento y que nunca había andado» (14, 8-10) y resucitará
en Troada a un joven discípulo que había muerto al quedar dormido y caer por
la ventana (20, 7-12). Igualmente en Malta curará a varios enfermos
(28,7-9).
Del mismo modo, la predicación de Felipe va acompañada
de innumerables curaciones, tanto físicas como espirituales (8,6-7).
Acreditados por Dios
En su primera proclamación de Cristo el día de
Pentecostés, Pedro le presenta como «hombre acreditado por Dios entre
vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre
vosotros, como vosotros sabéis» (2,22).
Hombre real y verdadero, Jesús debe de algún modo
presentar credenciales de que es un enviado de Dios, más aún, de que es el
Hijo muy amado del Padre. Sus milagros son esas credenciales que
autentifican su misión y sus pretensiones y demuestran que no es un impostor
que pretendiera hacerse pasar por lo que no es.
Ésta es, además, una constante en la historia de la
salvación. Ya Moisés, el gran caudillo y legislador de Israel, se había
quejado al Señor cuando este le envió a liberar a su pueblo: «No van a
creerme, ni escucharán mi voz; pues dirán: No se te ha aparecido Yahveh» (Ex
4,1). A continuación, el Señor le reviste de su poder otorgándole la
capacidad de realizar prodigios (Ex 4,2-9). Los signos y milagros
autentifican al enviado de Dios: manifiestan que no va en nombre propio y
que es portador de un poder superior, del poder del Dios que le envía, le
impulsa y le sostiene.
Pues bien, en este mismo sentido podemos decir que los
apóstoles son acreditados por Dios con signos y prodigios. Siendo hombres
«sin instrucción ni cultura» (4,13), ponen de relieve –para todo el que
tiene la mirada limpia y el corazón abierto– que a través de ellos actúa «el
dedo de Dios» (Ex 8,15).
Por eso, los signos y prodigios no son algo
extraordinario y superfluo. En cualquier época y lugar la Iglesia necesita
mostrar al mundo que es portadora de un poder divino, sobrehumano, que viene
de lo alto y le ha sido otorgado gratuitamente y sin méritos propios. Los
signos y prodigios manifiestan el señorío de Jesús: que Él es el Señor y
sigue actuando por medio de la Iglesia que va en su nombre. No es casual que
a lo largo de su historia muchos santos hayan realizado milagros y prodigios
asombrosos...
Con obras y palabras
Por lo demás, estos «signos y prodigios» forman parte
del modo como Dios se revela y da a conocer.
El Concilio Vaticano II afirma en su Constitución sobre
la divina revelación que «la economía de la revelación se realiza por obras
y palabras intrínsecamente unidas entre sí, de tal manera que las obras
realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y corroboran
la doctrina y las realidades significadas por las palabras, y a su vez las
palabras proclaman las obras e iluminan el misterio en ellas contenido» (Dei
Verbum, 2).
No bastan las palabras, que deben ser corroboradas y
confirmadas por las obras que les dan autoridad y credibilidad. Tampoco
bastan las obras, que deben ser explicadas por las palabras que manifiestan
su sentido y significado.
Así fue en la antigua alianza. En ella, Dios ante todo
se da a conocer actuando, realizando gestos y obras maravillosas,
humanamente inexplicables, que muestran su poder y su voluntad de salvar.
Este es el significado, por ejemplo, de las famosas plagas de Egipto (Ex
7-11): a través de ellas Dios manifiesta que está presente y actúa con
poder, y da a entender al Faraón y a los egipcios que lo que dice a través
de su enviado Moisés no es una pretensión absurda. La salida de Egipto, la
conducción por el desierto, la entrada en la Tierra prometida... serán otros
tantos hechos a través de los que Dios seguirá revelándose a su pueblo.
Así fue en Jesús. Él no sólo anunció con su palabra que
el Reino de Dios había llegado; manifestó con sus milagros que efectivamente
el Reino de Dios, con todo su poder, había irrumpido en la historia de los
hombres (Lc 11,20). Él no sólo proclamó la misericordia de Dios; la mostró
visiblemente conviviendo con los publicanos y pecadores (Mt 9,10-13). Él no
sólo dijo que amaba a los hombres; lo confirmó entregando su vida por ellos
(Jn 13,1; 15,13).
Así fue en la Iglesia primitiva. Los signos y prodigios
mostraban que Jesús estaba vivo, que los apóstoles no eran unos impostores
al proclamar que Jesús había resucitado. De ahí la fuerza de las palabras de
Pedro en la curación del tullido: «¿Por qué nos miráis fijamente, como si
por nuestro poder y piedad hubiéramos hecho caminar a este? El Dios de
Abraham... ha glorificado a su siervo Jesús... Dios le resucitó de entre los
muertos... y por la fe en su nombre, este mismo nombre ha restablecido a
este que vosotros veis y conocéis» (3,12-16). Las palabras explican las
obras... y las obras confirman las palabras.
Y así ha de ser en la Iglesia de todas las épocas y
lugares. Los signos y prodigios muestran la veracidad del testimonio central
de los discípulos: que Cristo está vivo, que ha resucitado y es el Señor. No
puede ser de otra manera: así Dios se ha revelado y así quiere seguir
dándose a conocer hasta el fin del mundo y hasta los confines de la tierra.
«Se adherían al Señor» (5,12)
En el tercer resumen de la vida de la primitiva
comunidad, después de mencionar las muchas señales y prodigios que
realizaban los apóstoles, San Lucas añade que «el pueblo hablaba de ellos
con elogio» y afirma que «los creyentes cada vez en mayor número se adherían
al Señor, una multitud de hombres y mujeres» (5,13-14). Con este inciso da a
entender –aun sin decirlo explícitamente– que esos signos y prodigios
ayudaban a muchos a dar el paso a la fe.
Sí se dice de manera explícita en los dos milagros de
Pedro narrados en el capítulo 9. Tras la curación del paralítico Eneas, el
relato afirma: «Todos los habitantes de Lida y Sarón le vieron y se
convirtieron al Señor» (9,35). Del mismo modo, después de la resurrección de
Tabita: «Esto se supo en todo Joppe y muchos creyeron en el Señor» (9,42).
Sin embargo, es cierto que los signos por sí solos son
ambiguos. Cuando Pablo cura al tullido de Iconio, la gente grita
entusiasmada: «Dioses en figura de hombres han bajado hasta nosotros»
(14,11). Y a duras penas pudieron evitar que les ofrecieran un sacrificio
(14,13-18).
Por eso, lo normal es que al signo –como en la curación
del tullido de la puerta Hermosa del templo– vaya unido el anuncio explícito
de Cristo (3,12-26), y que a ambos siga la conversión y la fe en el Señor
Jesús (4,4).
Por lo demás, este modo de actuar sigue el estilo y la
pedagogía de Jesús en los evangelios. Él sabe que los signos son
insuficientes y ambiguos. Sabe que el que no quiere creer, jamás dará el
paso a la fe por muchos signos que vea (Lc 16,31), como de hecho ocurrió a
muchos testigos de sus milagros. Y por otra parte no se fía del que cree
sólo por los signos que ve (Jn 2,23-24). Por eso elogia al que cree apoyado
sólo en su palabra (Jn 4,50; Mt 8,8-10), aunque condesciende en hacer
milagros que ayuden a la fe (Mc 2,9-11).
Podemos decir que si los signos y prodigios fueron
necesarios para que el Evangelio se abriera paso en el mundo pagano de la
antigüedad, también lo son para la nueva evangelización de nuestro mundo
neopagano. Sin absolutizarlos, pues son sólo signos, indicios que apuntan a
la veracidad y realidad de Cristo; sin absolutizarlos, pues la fe será
siempre un acto libre del hombre que decide entregarse al Señor. Pero
tampoco restándoles nada del valor que Dios mismo ha querido darles como
signos de credibilidad del mensaje, como ayuda para la fe al hombre de buena
voluntad.
Por tanto, ni buscar el milagro por el milagro, ni
tampoco despreciarlos dando por sentado que Dios no los quiere otorgar o que
no son convenientes. Son signos de la fe, dados por el Señor a los creyentes
y como ayuda para creer (Mc 16,17-20). No son fin en sí mismos, sino dones
con los que Cristo equipa a su Iglesia para evangelizar con poder y abrir
las mentes y corazones al Evangelio.
Dones y carismas
En este mismo sentido hemos de entender los diversos
dones y carismas que aparecen en el libro de los Hechos. Con ellos el Señor
sostiene y conforta –de manera evidente y sobrehumana– a una Iglesia
empeñada en la misión –también sobrehumana– de llevar el Evangelio hasta los
confines de la tierra.
Ya hemos hablado de los milagros de curaciones y
resurrecciones obradas por Dios a través de los apóstoles. También vimos en
el capítulo anterior el don de la profecía. Pero se mencionan otros.
Cuando se elige a los siete se pide que sean hombres
llenos de Espíritu de sabiduría (6,3), don que aparece especialmente
resaltado en la posterior actuación de Esteban (6,10); con él defiende la fe
y da testimonio del Señor (7,2ss).
Un don especial de conocimiento de los corazones es
otorgado a Pedro para conocer el fraude de Ananías y Safira (5,3ss).
También encontramos el don de la fe. No nos referimos a
la fe dogmática, sino a esa fe de la que Jesús había hablado como capaz de
mover montañas (Mt 21,21) y de hacer obras mayores que las suyas propias (Jn
14,12); se trata de esa fe que confía ciegamente en el Señor aun en
circunstancias especialmente difíciles y es capaz de realizar obras que
superan toda posibilidad humana. Tal es la fe de Pedro y Juan cuando curan
al tullido de nacimiento (3,16).
Encontramos también el don de lenguas (2,4.11; 10,46;
19,6), que es ante todo una oración de alabanza y glorificación de Dios,
aunque puede también contener un mensaje para la comunidad que ha de ser
interpretado (cf 1 Cor 14).
Del mismo modo, cuando es necesario, el Señor guía a
los suyos sirviéndose de visiones y sueños (10,3.9ss; 16,9-10).
Y don especial del Espíritu parece también la capacidad
de detectar el espíritu del mal y vencerlo con el poder de Cristo en el caso
de Simón el mago (8,9-24), del mago Elimas (13,6-12) o de la muchacha
poseída de espíritu adivino (16,16-18).