Iglesia Evangelizadora en los Hechos de los Apóstoles: 4. El poder de la oración
Los evangelistas –particularmente San Lucas– habían
mostrado a Jesús en oración y habían recogido sus abundantes enseñanzas
acerca de la oración. El libro de los Hechos nos muestra también una Iglesia
orante, una comunidad profundamente enraizada en la oración. Tanto la
comunidad como los individuos oran sin cesar, cumpliendo así el mandato de
Jesús.
Nos encontramos sin duda ante otra de las claves
fundamentales de la Iglesia primitiva. Una Iglesia que ora es una Iglesia
que vive en la dependencia de su Señor, lo mismo que Jesús había vivido en
la dependencia del Padre. No percibimos en los Hechos una Iglesia
autosuficiente, segura de sí misma y de sus medios, sino una Iglesia que en
su debilidad se sostiene en el poder de Dios. La oración es su respiración
cotidiana.
Y la oración es también su fuerza. La comunidad
cristiana primitiva experimentó el poder de la oración, la eficacia que
Jesús había prometido a la súplica hecha en su nombre con fe y humildad. La
Iglesia de los Hechos se experimentó milagrosamente sostenida por la oración
que la hacía fuerte en medio de la debilidad.
A la espera del don de lo alto
Es significativo que lo primero que presenta San Lucas,
después de narrar la ascensión de Jesús, es el grupo de los 120 en oración
(1,14). Es la respuesta concreta a la indicación del Señor de que aguardasen
la Promesa del Padre (1,4), es decir, el Espíritu Santo prometido.
Ese grupo inicial tiene experiencia sobrada de la
hostilidad de los judíos que ha provocado la muerte de Jesús; de ahí que,
incluso después de la resurrección, permanezcan atrincherados, «con las
puertas cerradas por miedo a los judíos» (Jn 20,19).
Pero sobre todo tienen experiencia de su propia
debilidad. El evangelista Marcos se encarga de recordarnos que en el momento
del prendimiento de Jesús «todos le abandonaron y huyeron» (Mc 14,50). Y el
mismo Pedro le niega reiteradamente (Mc 14,66-72).
Ahora sólo pueden abrirse al don de lo alto, que los
capacitará para cumplir una misión sobrehumana que los desborda por todas
partes. Pues sólo siendo revestidos de poder desde lo alto (Lc 24,49) podrán
ser testigos de Cristo hasta los confines de la tierra (1,8). La oración de
este grupo inicial es una oración desde la pobreza: la oración de quien,
careciendo de todo, espera todo de lo alto.
El don del Espíritu en Pentecostés es cumplimiento de
la promesa de Cristo, pero también es en cierto modo respuesta a la oración
humilde y confiada de los discípulos. Con el dato de que estaban reunidos
«en un mismo lugar» (2,1), San Lucas parece evocar la «estancia superior»
(1,13) donde los Doce, con María, algunas mujeres y otros hermanos
«perseveraban en la oración» (1,14).
La Iglesia de toda época y lugar, en cualquier
circunstancia y dificultad, siempre tiene posibilidad de abrirse por la
oración al don de lo alto. No se nos pide tener una respuesta para todo.
Cristo no reclama de nosotros ser una especie de superhombres. Quiere que
estemos dispuestos a dejarnos revestir constantemente del poder desde lo
alto. Sólo una Iglesia que ora puede ser de nuevo inundada por el Espíritu,
pues el Espíritu sólo se recibe en oración.
Ante la persecución (4,23-31)
Tras la prohibición de hablar de Jesús (4,18) y las
amenazas recibidas por parte del Sanedrín (4,21), el camino de la Iglesia
parece quedar bloqueado. Es verdad que los apóstoles están decididos a
obedecer a Dios antes que a los hombres, conscientes de que no pueden callar
lo que han visto y oido (4,19-20). Pero no es menos cierto que esa
prohibición choca de frente con la misión recibida de Jesús (1,8) y parece
impedir su realización.
Es significativa la reacción de la comunidad: nada de
quejas, ni de lamentos, ni de desánimos. La reacción unánime es acudir al
Señor, su única fortaleza y apoyo: «al oirlo, todos a una elevaron su voz a
Dios» (4,24). La comunidad reacciona orando.
Y es significativo también el contenido de esa oración.
Ante todo, miran a Dios a quien contemplan como dueño soberano de todo, como
creador de todo lo que existe (4,24). Instalados en la omnipotencia de Dios,
pueden afrontar con serenidad la situación de persecución que están
padeciendo.
A continuación, con la ayuda de la Palabra de Dios
–concretamente el Salmo 2–, buscan luz para entender esa situación. Y la
encuentran, desde la Palabra y sobre todo desde la experiencia del propio
Jesús: también Jesús encontró oposición para realizar su misión por parte de
Herodes y Pilatos, y la persecución de que fue objeto se prolonga ahora en
la Iglesia. Del mismo modo que Herodes y Pilatos no obstaculizaron los
planes de Dios, sino que –sin saberlo– contribuyeron a su realización,
tampoco ahora la persecución impide que la Iglesia cumpla la misión recibida
de Cristo. La persecución está integrada en el plan de Dios (4,25-28).
Entendido el sentido de lo que está ocurriendo, no
piden que desaparezcan las dificultades, ni que los enemigos sean
aniquilados, sino simplemente valentía para seguir predicando la Palabra en
medio de la persecución (4,29-30). Una vez convencidos de que la persecución
no va a obstaculizar el avance del Evangelio, sólo piden ser revestidos de
nuevo de poder desde lo alto. No les importa ser ellos perseguidos, sino que
el Evangelio pueda ser predicado a todos.
El fruto de la oración es un nuevo Pentecostés que les
hace de hecho predicar la Palabra de Dios con valentía (4, 31). La oración
ha derribado el muro. No sólo les ha dado luz para entender el sentido de lo
que sucede: sobre todo les ha otorgado la fuerza divina del Espíritu para
transformar esa situación.
Así sucede a cada paso de la Iglesia peregrina. Sin la
oración quedamos desconcertados por las dificultades, caemos en el desánimo
y nos sentimos derrotados por ellas. La oración, en cambio, nos abre a
entender los misteriosos planes de Dios y, sobre todo, nos pone en conexión
con el poder infinito del Señor. La oración es el arma poderosa otorgada a
la Iglesia, gracias a la cual es fuerte en la debilidad (cf 2 Cor 12,8-10).
Ante las decisiones importantes
Cuando se trata de elegir el sustituto de Judas, se nos
dice: «Entonces oraron así: "Señor, que conoces los corazones de todos,
muéstranos a cual de estos dos has elegido"» (1,24).
Para completar el número de los Doce no basta el
discernimiento, que también realizan y es necesario. No bastan las luces
humanas, aunque sean de toda la comunidad. Son conscientes de que no eligen
ellos, sino Dios, y a ellos los toca acertar con el que Dios ha elegido. Son
conscientes de que sólo Dios conoce los corazones y que muchas veces las
apariencias externas engañan. Por eso oran: «Muéstranos a quién has
elegido». Así queda patente no la iniciativa humana, sino la divina.
También la primera gran misión a los gentiles brota de
la oración: «Mientras estaban celebrando el culto del Señor y ayunando, dijo
el Espíritu Santo: "Separadme ya a Bernabé y a Saulo para la obra a la que
los he llamado"» (13,2).
En este caso no se nos dice que hubiera una cuestión
sometida a discernimiento. Parece una iniciativa total y absoluta del
Espíritu, pero que es captada precisamente mientras se encuentran en
oración. El cómo se ha entendido la voz del Espíritu puede haber sido a
través de alguno de los que en el versículo anterior enumera como «profetas»
(13,1).
Vemos aquí a la Iglesia primitiva a la escucha del
Espíritu mediante la oración. Sólo en la oración se puede discernir con
certeza y sin error la voluntad de Dios. Y sólo en la oración se pueden
captar las mociones del Espíritu que constantemente sorprende y abre caminos
nuevos a la misión de la Iglesia...
Un caso claro de esto es la entrada en la Iglesia de la
primera familia pagana: la conversión del centurión Cornelio y los de su
casa (cp. 10). Pues aquí la oración parece ser el motor de todo lo sucedido.
Ya hemos visto las dificultades de los judíos para la
evangelización de los paganos. Sin embargo, la oración derriba los
obstáculos y prepara el camino tanto en el evangelizador como en los
evangelizados. Cornelio es un hombre piadoso, simpatizante del judaísmo y
que ora mucho; precisamente estando en oración entiende que tiene que hacer
venir a Pedro y obedece inmediatamente a lo que Dios le ha inspirado
(10,1-8).
Mientras los enviados de Cornelio están de camino,
también Pedro se encuentra en oración, y sin que él sepa nada de lo que va a
suceder Dios mismo le prepara para acoger a esos paganos y para marchar con
ellos (10,9-16). Pedro acabará anunciándoles a Cristo y ellos recibirán el
Espíritu Santo y serán bautizados.
La oración ha preparado al evangelizador y a los
evangelizados para ese paso de tanta trascendencia en la Iglesia primitiva,
sin que ellos sepan cómo. La oración ha abierto camino a la evangelización
de manera inesperada y sorprendente. Desde su lógica y sus esquemas
mentales, los apóstoles quizá nunca hubieran dado ese paso. En cambio, al
abrirse radicalmente a Dios por la oración, han permitido que Dios mismo
preparase mentes y corazones para dar ese salto cualitativo, impensable
desde la mentalidad judía de la época.
La oración nos abre, y nos mantiene abiertos, a los
planes de Dios, desconocidos para nosotros en gran parte, y misteriosos,
pues superan nuestra lógica y nuestros esquemas mentales. La oración nos
dispone a acoger la acción sorprendente de Dios, que nos conduce muchas
veces por caminos que no entendemos y hacia metas que escapan a nuestro
control.
Para el envío misionero
Hemos visto cómo el envío de Pablo y Bernabé para la
primera gran misión se discierne y se decide en oración. Pero una vez tomada
la decisión, el texto continúa: «después de haber ayunado y orado, les
impusieron las manos y los enviaron» (13,3).
También hemos visto que la comunidad se siente
responsable de la misión. Y lo hace sobre todo sosteniendo a los misioneros
con la oración. Unos parten, la mayoría se quedan; pero todos oran y ayunan
con insistencia y fervor para que los evangelizadores puedan realizar con
fruto esa misión realmente sobrehumana. Con este gesto los encomiendan a la
gracia de Dios (14,26; 15,40). La misión se apoya en la oración. Sólo
después de haber ayunado y orado los envían. Los misioneros parten apoyados
en el Señor y sostenidos y confortados por la oración de la Iglesia.
También tras la elección de los siete, se nos refiere
que los apóstoles «habiendo hecho oración, les impusieron las manos» (6,6).
Han recibido una misión que ha de ser arropada con la oración. Por muy
material que parezca –en este caso, el servicio de las mesas– toda misión en
la Iglesia es sagrada. La oración lo pone de relieve, a la vez que implora
la gracia para que quien la ha recibido la realice en el espíritu de Cristo.
A medida que el Evangelio se va extendiendo, es preciso
instituir responsables en las nuevas comunidades que surgen. En la primera
misión, después de evangelizar Antioquia de Pisidia, Listra, Iconio, Derbe,
«designaron presbíteros en cada Iglesia y después de hacer oración con
ayunos, los encomendaron al Señor en quien habían creído» (14,23). Toda
misión en la Iglesia tiene un carácter netamente sobrenatural y sólo puede
cumplirse adecuadamente vivificada por la oración.
Después del impresionante discurso a los presbíteros de
Efeso, que suena a testamento, Pablo se despide de ellos en Mileto con la
convicción de que no volverá a verlos. Pero antes de despedirse, nos refiere
Lucas: «Dicho esto, se puso de rodillas y oró con todos ellos» (20,36). En
este caso no es tanto oración «por» ellos cuanto oración «con» ellos. Oran
juntos encomendando al Señor aquellas comunidades, a sus responsables, y al
propio Pablo, a quien aguardan «prisiones y tribulaciones» (20,23).
Perseveraban en la oración (1,14; 2,42)
Esta actitud en que hemos sorprendido al grupo inicial
de discípulos (1,14) es la que nos presenta también Lucas como una
característica de la primera comunidad (2,42). La oración impregna toda la
vida de la Iglesia primitiva. Oran las comunidades y oran los individuos.
Constatamos que se trata de una Iglesia en oración, literalmente colgada del
poder de Dios.
Saulo está en oración cuando ve que un tal Ananías le
impone las manos para devolverle la vista (9,11-12). Y el propio Ananías
debía estar en oración –aunque no se diga explícitamente– cuando percibe la
llamada del Señor a ir donde Saulo (9,10-11) a pesar de sus resistencias
(9,13-16).
Esteban ora en el momento del martirio. Muere orando.
Mediante su oración confía su vida en manos del Señor Jesús (7,59) y suplica
ardientemente –«con fuerte voz»– el perdón para sus asesinos (7,60).
También vemos a los apóstoles poniéndose en oración
antes de los milagros. Ciertamente todas las curaciones se realizan «en el
nombre de Jesucristo» (3,6; 9,34). Pero en algunos casos se dice
explícitamente que la curación va precedida de la oración. Cuando le llevan
ante la discípula Tabita, ya muerta, Pedro «se puso de rodillas y oró»
(9,40); sólo después le dijo: «Tabita, levántate». En Malta el padre de
Publio, que ha hospedado a Pablo y a sus compañeros, se encuentra enfermo;
Pablo «entró a verle, hizo oración, le impuso las manos y le curó» (28,8).
De este modo se pone de relieve que es el Señor quien obra los prodigios,
aunque sea «por mano de los apóstoles» (5,12).
Cuando Pedro es encarcelado, Lucas nos refiere que
«mientras la Iglesia oraba insistentemente por él a Dios» (12,5) y da a
entender que la prodigiosa liberación posterior (12,6-11) es fruto de esa
oración de la Iglesia. La oración rompe las cadenas, derriba los muros y
arranca de las manos de los enemigos. Cuando Pedro queda libre y se dirige a
casa de María, madre de Juan Marcos, en busca de los hermanos, encuentra que
«se hallaban muchos reunidos en oración» (12,12).
Particularmente conmovedora resulta la oración de Pablo
y Silas en la cárcel de Filipos, pues después de haber sido azotados con
varas, «hacia la media noche estaban en oración cantando himnos a Dios»
(16,25). No se quejan, ni siquiera suplican: alaban. Cantan a Dios
reconociendo su grandeza y su poder. Y la respuesta no se hace esperar: un
terremoto conmueve los cimientos de la cárcel, las puertas se abren y caen
las cadenas. La alabanza es liberadora. El poder de la alabanza libera de la
prisión y cambia el curso de los acontecimientos, provocando la conversión
del carcelero y de su familia.
La oración se hace presente en toda circunstancia y
ocasión. Al despedir a los hermanos de Tiro, con quienes han permanecido
siete días, Lucas nos refiere: «en la playa nos pusimos de rodillas y
oramos» (21,5). Y al ser recibidos por los hermanos de Roma que salen a su
encuentro, Pablo «dio gracias a Dios» (28,15).
La oración impregna y sostiene toda la vida de la
Iglesia de los Hechos de los Apóstoles, hasta el punto de que casi se podría
definir a los cristianos como «los que invocan el nombre del Señor» (2,21;
9,14.21; 22,16).
«Nos dedicaremos a la oración» (6,4)
Siendo la oración algo propio de toda la comunidad
cristiana, aparece especialmente resaltada en la vida de los apóstoles.
Ya hemos visto diversos textos donde los apóstoles
aparecen en oración. La curación del tullido se produce cuando Pedro y Juan
«subían al Templo para la oración de la hora nona» (3,1).
Ante las dificultades que encuentra en Corinto, Pablo
es confortado y alentado en la oración. Durante la noche oye al Señor
decirle: «No tengas miedo, sigue hablando y no calles; porque yo estoy
contigo y nadie te pondrá la mano encima para hacerte mal, pues tengo yo un
pueblo numeroso en esta ciudad» (18,9-10). Y del mismo modo, «estando en
oración en el Templo», entiende que debe marchar de Jerusalén porque su
testimonio no va a ser recibido» (22,17-18).
Pero la conciencia que ellos tienen del valor
absolutamente prioritario de la oración en su misión apostólica la vemos
sobre todo cuando aumenta el número de los discípulos y se acrecientan las
tareas. Entonces optan por encargar a otros el servicio de las mesas y
dedicarse ellos a la oración y al ministerio de la Palabra (6,1-4). Siendo
el servicio de las mesas una tarea de caridad, totalmente digna y santa,
entienden que su misión especifica es la oración y la predicación.
No es casual que a renglón seguido se nos diga que «la
Palabra de Dios iba creciendo y en Jerusalén se multiplicó considerablemente
el número de los discípulos» (6,7). La consecuencia inmediata de esta
decisión es el crecimiento de la comunidad. Cuando los ministros de la
Iglesia oran y anuncian a Cristo, el Evangelio se extiende y la Iglesia
crece.
La fracción del pan
Otro de los pilares de la primera comunidad, tal como
la presenta San Lucas, es la eucaristía: «acudían asiduamente a la fracción
del pan» (2,42).
Es interesante constatar que ya desde elprincipio la
Eucaristía era fuente de vida cristiana, que desde los inicios mismos del
cristianismo los discípulos entendieron que Cristo es el Pan de vida (Jn
6,48).
La fracción del pan se celebraba «por las casas»
(2,46), lo que contribuía a afianzar en la Iglesia los lazos de familia
alrededor de la mesa eucarística.
Es conmovedor contemplar a las primeras comunidades
reunidas «el primer día de la semana para la fracción del pan» (20,7). El
domingo, como memoria de la resurrección del Señor y día de la eucaristía,
es ya signo de identidad para los cristianos. No tiene nada de particular
que sea también día de vida nueva y de resurrección para los discípulos,
como lo fue para el joven Eutico (20,9-12).
Oración y ayuno
En varias ocasiones hemos podido ver que la oración se
presenta unida al ayuno (13,2.3; 14,23). Además de las numerosas privaciones
originadas por las tareas apostólicas y evangelizadoras, se añade en
ocasiones el ayuno explícito.
En este punto la Iglesia primitiva sigue la práctica
judía, aunque enriquecida por el sentido nuevo dado por Jesús.
Ya en el A.T. el ayuno (por ejemplo, Lev 23,27-32)
tiene un sentido profundamente religioso –como, por lo demás, en otras
religiones–. Expresa de manera también corporal una vinculación espiritual
con Dios. Lejos de ser una hazaña ascética que llevaría al orgullo (y frente
a la cual Jesús pone en guardia: Mt 6,16), el ayuno, acompañado de la
oración suplicante, sirve para expresar la humildad delante de Dios. El que
ayuna se vuelve hacia el Señor en una actitud de dependencia y abandono
totales (Dan 9,3; Esd 8,21). Aun con variedad de matices, se trata siempre
de situarse con fe en una actitud de humildad para acoger la acción de Dios
y ponerse en su presencia.
Por esto es significativo que Jesús comience su vida
pública con cuarenta días de ayuno. Es una manera de expresar que inaugura
su misión mesiánica con un acto de abandono confiado en su Padre (Mt 4,1-4).
La Iglesia de los Hechos nos manifiesta así el
manantial secreto de su fuerza y su vitalidad. Por la oración vive de Dios.
Y tiene una vida sobrehumana, sobrenatural, divina.
La Iglesia prolonga en la historia la oración de
Cristo, el Verbo encarnado. Gracias a la mediación orante de la Iglesia, las
bendiciones de Dios descienden constantemente sobre el mundo y el mundo es
salvado de sí mismo e introducido en el Paraíso.
En cambio, una Iglesia sin oración es una Iglesia
impotente, como Sansón sin su cabellera. Con la oración es capaz de romper
todo tipo de amarras y cadenas por muchas y fuertes que sean, como Sansón
las ataduras (Jue 16,6-14). Sin la oración, la Iglesia se queda sin vigor,
es sometida fácilmente por sus enemigos y queda ciega y dando estérilmente
vueltas a sí misma (Jue 16,16-21).
Sólo la oración hace milagros, pues nos conecta con el
poder de Dios. Ella es el arma poderosa otorgada por Dios a su Iglesia para
ganar las batallas en medio del mundo y alcanzar la conversión de los
hombres y los pueblos. La oración y el ayuno son el arma secreta para la
difusión del Evangelio. Con la oración la Iglesia es omnipotente, pues
permite que resida en ella el poder de Dios para quien nada hay imposible
(Lc 1,37). La oración es capaz de cambiar el curso de los acontecimientos.
Verdaderamente, la Iglesia que ora «tiene las manos en el timón de la
historia» (S. Juan Crisóstomo)