El ecumenismo espiritual, según el cardenal Kasper
Ponencia que pronunció el Cardenal Walter Kasper, presidente del Consejo
Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, en la
inauguración del encuentro «El Ecumenismo Espiritual y de la Caridad»
celebrado en Barcelona entre el 19 y el 20 de febrero.
I. Han transcurrido más de cuarenta años desde la clausura, el 8 de
diciembre del 1965, del Concilio Vaticano II, que marcó un giro decisivo al
compromiso ecuménico, al definir el Decreto sobre el ecumenismo Unitatis
redintegratio como uno de sus propósitos principales el restablecimiento de
la unidad de todos los cristianos. El documento empieza con estas palabras:
«Promover el restablecimiento de la unidad entre todos los cristianos es uno
de los propósitos principales del sagrado Concilio ecuménico Vaticano II.»
(UR 1). Esta opción del Concilio Vaticano II tiene su fundamento en el
mandato de nuestro Señor, que el anochecer de su muerte rogó: «que todos
sean uno». El Decreto aclara que no se trata de un ecumenismo cualquiera,
sino de un ecumenismo de la verdad y del amor, dirigido a recomponer la
unidad visible de la Iglesia (cfr. UR 2 s.).
Desde entonces, la opción ecuménica del Concilio ha sido declarada
irreversible por el Papa Juan Pablo II en la Encíclica Ut unum sint (1995)
(UUS 3), donde agrega que no se trata de un mero «apéndice» de la actividad
tradicional de la Iglesia (UR 20), sino de «una de las prioridades
pastorales» de su pontificado (UR 99). El Papa Benedicto XVI, el mismo día
siguiente a su elección como sumo pontífice, en un discurso programático
pronunciado ante los cardenales reunidos en el cónclave, se declaró
dispuesto a hacer todo lo que esté a su alcance para promover la causa
fundamental del ecumenismo; y reforzó estas palabras durante la ceremonia de
inauguración de su ministerio, el 24 de abril del 2005, en la Plaza San
Pedro. Desde entonces, el Papa Benedicto ha repetido esta afirmación en
numerosas ocasiones.
Desde que la Iglesia católica, con el Concilio Vaticano II, se ha abierto
oficialmente al movimiento ecuménico, el diálogo ecuménico ha dado grandes
pasos adelante. Esto ha ocurrido tanto a nivel de cada una de las iglesias
locales como a nivel de la Iglesia universal. El Pontificio Consejo para la
Promoción de la Unidad de los Cristianos (PCPUC) ha establecido diálogos
oficiales o conversaciones y encuentros con casi todas las Iglesias y
Comunidades eclesiales, con las Federaciones o Alianzas confesionales
mundiales y con el Consejo Ecuménico de las Iglesias. Han surgido un gran
número de documentos. Gracias a estos diálogos ha sido posible llegar a
acercamientos substanciales en varias materias y, en algún caso, llegar a un
consenso. Un hito muy importante de este proceso ha sido la firma de la
«Declaración Conjunta sobre la Doctrina de la Justificación» con la
Federación Luterana Mundial (1999), y la adhesión a esta Declaración por
parte del Consejo Metodista Mundial el pasado julio.
Junto a estos diálogos, es importante recordar las visitas del Papa Juan
Pablo II a casi todos los Patriarcas orientales y sobre todo la reciente
visita del Papa Benedicto XVI al Patriarca ecuménico y la visita a Roma del
Arzobispo de Atenas y de toda Grecia. Las dos visitas a las que acabo de
aludir pueden ser consideradas históricas. Además de éstas, la reanudación
del trabajo de la Comisión teológica internacional para el diálogo con las
Iglesias ortodoxas en su conjunto también ha significado una fase nueva en
las relaciones con las Iglesias ortodoxas. Aun así, esto no quiere decir que
hayamos olvidado los contactos con las comunidades nacidas con la Reforma
del siglo XVI. Nos podríamos referir a muchos encuentros alentadores de alto
nivel con estas Comunidades durante el último año, la última de las cuales
ha sido la visita de una delegación finlandesa a comienzos de la reciente
Semana de Oración para la unidad de los cristianos.
Aún más importante que los resultados concretos de los diálogos y de los
encuentros oficiales en el vértice de las iglesias es todo aquello a lo que
el Papa Juan Pablo II se refiere en su Encíclica sobre el ecumenismo Ut unum
sint (1995) o, en otras palabras, el redescubrimiento de la fraternidad
entre los cristianos. Hoy ya no hablamos tanto –como el Santo Padre hace
notar- de «cristianos separados» o de «hermanos y hermanas separados», sino
de «otros cristianos» y de «otros bautizados». Este cambio del vocabulario
es bastante representativo. Los cristianos de las diversas Iglesias y
Comunidades eclesiales ya no se ven hoy en día como adversarios; ya no se
ponen los unos enfrente de los otros con actitudes de antagonismo, de
competencia o de indiferencia, sino que se consideran mutuamente como
hermanos y hermanas que han emprendido juntos el camino hacia la unidad
plena.
En nuestros días, trabajan unidos a favor de la paz y de la justicia en el
mundo. Desde el inicio del movimiento ecuménico moderno, la promoción de la
unidad y la misión en el mundo han caminado al mismo paso. Porque en la
promoción de la unidad y en la misión en el mundo actúa la
auto-trascendencia de la Iglesia y empieza la reunión escatológica de todos
los pueblos que los profetas ya anunciaron.
En el fundamento de este desarrollo tan positivo y alentador cuando el
movimiento ecuménico es entendido en la manera justa, no hay ni un
filantropismo liberal, ni un relativismo o un pluralismo post-moderno que no
tiene en cuenta las diferencias confesionales o abandona la identidad
católica; sino que más bien en la base de los diálogos hay la común
confesión de la fe en la Santísima Trinidad y en Jesucristo, único y
universal salvador y redentor, y el reconocimiento mutuo del único bautismo,
a través del cual todos los bautizados entran a formar parte del único
Cuerpo de Cristo y se encuentran, por lo tanto, desde ahora, en una comunión
real y profunda, aunque no completa. La nueva fraternidad ecuménica no
significa, por lo tanto, una realidad sentimental o una sensación familiar
de cordialidad, sino que contemplamos una realidad espiritual fundamentada
ontológicamente.
Pese a estos progresos tan alentadores, no se puede negar que, más allá de
las dificultades singulares, normales y que forman parte de la vida, el
diálogo de alguna manera se haya encallado, aunque no se hayan parado los
coloquios y los encuentros, las visitas y la correspondencia. La situación
ha cambiado, la atmósfera ya no es la misma, aparecen en el horizonte nuevos
retos, como por ejemplo el crecimiento enorme de los movimientos
evangélicos, pentecostales y carismáticos, que se han desarrollado sobre
todo en el hemisferio sur. Por otro lado, en algunas comunidades
protestantes se muestran tendencias liberales, sobre todo en cuestiones de
ética, que crean nuevas diferencias y dificultades. Mientras que en los
momentos inmediatamente posteriores al Concilio se constataba quizás una
atmósfera optimista e incluso utópica, hoy se puede prever que el camino
ecuménico, al menos según las medidas de los hombres, será todavía largo.
Como fruto de esta reflexión, el tema de la última Sesión plenaria del
PCPUC, en noviembre del 2006, tuvo como título «El ecumenismo en vía de
transformación».
Como siempre, hay varios motivos para el cambio de una situación. Uno de los
motivos ha sido el hecho de que, tras haber superado muchos malentendidos y
haber conseguido un consenso fundamental sobre el fulcro de nuestra fe,
ahora hemos llegado al núcleo duro de nuestras diferencias eclesiológicas o,
mejor, de nuestras diferencias institucionales y eclesiológicas. En el
diálogo con las Antiguas Iglesias Orientales y con las Iglesias ortodoxas,
esta divergencia afecta la cuestión del ministerio petrino; mientras que, en
las relaciones con las Iglesias reformadas, concierne la cuestión de la
sucesión apostólica del ministerio episcopal. Este último punto es tan sólo
la punta del iceberg de una diferencia muy profunda en la manera de entender
la eclesiología. Para poder resolver estos puntos, la Iglesia católica
sostiene que es imprescindible afrontar dos cuestiones fundamentales.
Primero: nos hace falta un ecumenismo fundamental; es decir, debemos
reforzar los fundamentos de nuestro compromiso ecuménico, la fe en Dios y en
Jesucristo. No solamente en las otras Iglesias, sino también a menudo entre
nosotros estas verdades fundamentales y centrales están desapareciendo de
muchos fieles. Pero ¿Cómo se puede hablar de la justificación de los
pecadores por parte de Dios, si ya no hay una viva relación con Dios y si ya
no existe la conciencia de ser pecador y de tener necesidad de la redención?
Segundo: la cuestión de las Iglesias, entendidas como Comunión. Entretanto,
hemos de estar agradecidos que la Comisión Fe y Constitución del Consejo
mundial de las Iglesias haya publicado un documento todavía provisional
sobre «La naturaleza y la misión de la Iglesia», en cuya elaboración ha
colaborado nuestro Consejo y a la redacción final del cual queremos
continuar cooperando muy activamente. Esperamos que esto pueda ser un paso y
una contribución importante para lograr la plena comunión, es decir, la
comunión eucarística con nuestros hermanos y hermanas, que es el objetivo
del compromiso ecuménico.
II. Tras haber afirmado todo esto y tomando en consideración también los
diversos pasos de aproximación, permanece aun así un cierto sentimiento de
desilusión y de frustración. Para poner en movimiento la situación actual,
es necesario un impulso más fuerte y vigoroso que aquél que, por su
naturaleza, los diálogos académicos puedan dar. En este momento crítico,
hemos de acudir a la fuerza motriz originaria del movimiento ecuménico y a
la dimensión pneumatológica de la existencia cristiana y de la Iglesia. Por
esto, junto a los fundamentos teológicos y eclesiológicos antes mencionados,
es necesario reflexionar sobre las bases pneumatológicas y espirituales.
Porque la unidad de los discípulos de Cristo no se puede «hacer» mediante
diálogos teológicos, aunque son muy importantes e irrenunciables, ni
mediante una cierta denominada diplomacia eclesiástica o mediante acciones
pragmáticas, aunque tengan su utilidad. En última instancia, la unidad de la
Iglesia es, si bien visible, una realidad pneumatológica y por lo tanto un
don del Espíritu de Dios. Según el apóstol Pablo hay una diversidad de
carismas dentro la Iglesia, pero uno solo es el Espíritu (1 Cor 12,4), que
es como el alma de la Iglesia. Es significativo que las palabras de Jesús
«que todos sean una sola cosa» no son un mandato, sino una plegaria; y el
ecumenismo en último término no es otra cosa que unirse a esta plegaria de
nuestro Señor y hacerla nuestra.
Estas no son para mí reflexiones puramente abstractas, sino pensamientos que
vienen de mi experiencia personal, madurada a lo largo de muchos años, día
tras día. En este periodo de tiempo he participado en muchos diálogos y en
muchos encuentros ecuménicos. Y siempre era lo mismo. Si estos diálogos
quedaban sólo a nivel académico, resultaban quizás interesantes, pero no
traían fruto alguno. A menudo, si no había oración y una atmósfera
espiritual, se podían olvidar. Mientras que, si había un clima de oración,
los corazones se abrían, era posible superar malentendidos y prejuicios,
promover la comprensión también sobre las diferencias, encontrar
convergencias y tal vez consensos y sobre todo acrecentaba el amor mutuo y
el empuje para continuar.
Esta experiencia personal concuerda con la experiencia histórica de la
Iglesia. Las divisiones en el seno de la cristiandad no son debidas
primariamente a disputas a nivel de discusiones o a controversias sobre
fórmulas doctrinales divergentes, sino a una experiencia de vida que ha
llevado a un alejamiento recíproco. Algunas formas de vida de fe cristiana
han resultado extrañas las unas a las otras, hasta no poderse entender. Así,
las divisiones del pasado son el resultado –como el Concilio ha dicho- de un
enfriamiento del amor. Problemas que como tales eran solucionables se han
convertido en obstáculos insalvables; de las diferencias, de por si
legítimas, han salido controversias, que se han exagerado y absolutizado. Al
final se han alejado y ya no se comprenden. Y esto ha conducido a fracturas
inevitables. Varias condiciones y circunstancias culturales, sociales y
políticas han desarrollado un papel importante en todo esto. Con esto no
queremos olvidar que se ha tratado también de una búsqueda de la verdad y de
diferencias de fe. Volveremos enseguida sobre este importante aspecto. La
búsqueda de la verdad, sin embargo, ha estado siempre inscrita en la
experiencia concreta y atada a ésta de manera inseparable.
Por otro lado, ya desde los inicios, el movimiento ecuménico se ha nutrido
en gran parte por un movimiento espiritual, que ha encontrado su expresión
sobre todo en la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, puesta
en marcha el año 1933 por el Abbé Paul Couturier, y que para nosotros es
siempre el centro ecuménico del año litúrgico.
El Concilio Vaticano II, en su Decreto sobre el Ecumenismo Unitatis
Redintegratio, contempla el movimiento ecuménico como impulso y obra del
Espíritu Santo (UR 1; 4). Y no por casualidad el Concilio y el Papa de
entonces describieron el ecumenismo espiritual como el corazón del
movimiento ecuménico (UR 8). El ecumenismo espiritual según el Concilio
significa: oración, sobre todo oración ecuménica común, conversión personal
y reforma institucional, penitencia y esfuerzo por la santificación personal
(UR 5-8). El Papa Juan Pablo II en su Encíclica Ut unum sint y en otros
muchos documentos ha repetido y subrayado muchas veces esta idea y el Papa
Benedicto XVI continúa en la misma estela.
Recientemente el PCPUC ha publicado un pequeño libro sobre el ecumenismo
espiritual, que se basa en muchas experiencias concretas. La publicación
había sido recomendada por la Plenaria del 2003. Un primer proyecto había
sido presentado y discutido en la Conferencia internacional tenida en Rocca
di Papa en noviembre del 2004 con ocasión de la celebración del 40
aniversario del Decreto sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio del
Concilio Vaticano II. Desde entonces hemos recibido muchas sugerencias de
organismos ecuménicos internacionales y locales. Así, el libro es el
resultado de muchas experiencias personales mías y de otros muchos en varias
situaciones y partes del mundo. La intención de la publicación es aportar
sugerencias concretas y prácticas a todos aquellos que –como se suele decir
están en la base, es decir en las diócesis, en las parroquias y en las
diversas comunidades- se esfuerzan en el trabajo ecuménico.
El acento particular puesto en el ecumenismo espiritual es importante
también a la luz de la situación espiritual actual que, por una parte, está
marcada por el relativismo y por el esteticismo post-modernos y, por otra,
presenta un deseo nostálgico de esperanza espiritual, a menudo vago e
impreciso. Es evidente un descontento que brota del vacío dejado por una
civilización técnica, funcional y economicista. Se percibe también el
descontento con una Iglesia prevalentemente institucional, que no da el
suficiente alimento espiritual, que no satisface los deseos más profundos
del corazón. Este es uno de los motivos por los cuales tantos fieles dejan
la Iglesia y se integran en comunidades carismáticas y pentecostales o se
entregan a prácticas esotéricas. Esta situación nos obliga a aclarar desde
el principio el concepto de espiritualidad.
III. Actualmente, la palabra «espiritualidad» se utiliza demasiado y tiene
muchos significados. Nos interesa ahora, primeramente, aclarar un poco este
término y su significado. Y después podremos dar sugerencias concretas.
Espiritualidad es un «préstamo» léxico que proviene del catolicismo francés.
Traducido literalmente significa «piedad». No obstante, con esto no se cubre
toda la gama de significados de este concepto. El Dictionary of Christian
Spirituality describe la espiritualidad como aquel comportamiento, aquella
fe y aquel conjunto de prácticas que conforman la vida de los hombres,
ayudándolos a lograr realidades que van más allá de la percepción de los
sentidos. Para mejorar esta descripción, podemos decir que espiritualidad es
un estilo de vida guiado por el espíritu. El Léxico ecuménico, por lo tanto,
dice: «La espiritualidad consiste en el desarrollo de la existencia
cristiana bajo la guía del Espíritu Santo».
Está claro, pues, que el concepto de espiritualidad tiene dos componentes:
una dimensión que proviene «de arriba» y que no está influenciada por el
hombre porque es obra del Espíritu de Dios, y una dimensión «de abajo», que
incluye la condición humana y la situación contingente en que se encuentra
cada existencia cristiana y dentro de la que ella intenta forjarse y
definirse espiritualmente. La espiritualidad vive, pues, la tensión entre el
único Espíritu Santo, que obra en todas partes y en todo, y la variedad de
las realidades y de las formas de vida humanas, culturales y sociales. Y es
por lo tanto en esta tensión entre unicidad y pluralidad donde reside
fundamentalmente el significado de la espiritualidad.
Esta tensión comporta a la espiritualidad el peligro de una fractura o de la
preponderancia de uno de los elementos. Como expresiones culturales y
terrenales de la fe encarnada, las espiritualidades traen en ellas mismas el
riesgo del sincretismo, cuando la fe cristiana se mezcla con elementos
religiosos y culturales no adecuados, que falsean la fe misma. Las diversas
espiritualidades pueden también unirse a finalidades y cuestiones políticas,
confiriendo a la fe cristiana no sólo un tono nacional, sino incluso una
impronta ideológica pseudo-espiritual o nacional-chovinista. En algunas
formas de fundamentalismo religioso este peligro es extremadamente evidente.
Junto a éstas, existen otras formas de espiritualidad, de la denominada
espiritualidad ecuménica, que son sólo emotivas o sentimentales y pueden ser
descritas como banalizaciones burguesas de la fe cristiana.
Toda espiritualidad, pues, debe preguntarse por qué espíritu se deja guiar,
por el Espíritu Santo o por el espíritu del mundo o del tiempo. La
espiritualidad implica un discernimiento de los espíritus. La espiritualidad
no está exonerada de la búsqueda de la verdad. Por esto, no se puede
sustraer cómodamente a la teología apelando a la espiritualidad. La
espiritualidad, por permanecer sana, tiene necesidad de una reflexión
teológica.
IV. Los grandes maestros de la vida espiritual nos han dejado un rico tesoro
de experiencias para el discernimiento de los espíritus. Las más conocidas
son las reglas para el discernimiento de los espíritus del libro de los
ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola. Vale la pena releerlo
atentamente, desde el punto de vista ecuménico; es posible, en este sentido,
sacar un gran provecho de él. Sin embargo, yo prefiero coger aquí otro
camino e interrogarme, en tres puntos, sobre cuál es la naturaleza y la obra
del Espíritu a nivel ya bíblico, ya sistemático, para llegar a una
espiritualidad ecuménica objetiva en base a una teología reflexionada a
partir del Espíritu Santo.
1. El significado fundamental en hebreo y en griego de «espíritu» (ruah,
pnêuma) es viento, respiración, soplo y –porque la respiración es signo de
la vida- vida, alma y, en fin, en una translación de sentido, el espíritu
como principio vital del hombre, como sede de las sensaciones espirituales y
de su voluntad. No se trata, con todo, de un principio inmanente al hombre;
se refiere más bien a la vida dada y hecha posible por Dios. Dios da el
espíritu y puede también volverlo a tomar. El espíritu de Dios tiene, pues,
la fuerza vital creadora de todas las cosas. Él da al hombre sensibilidad
artística y perspicacia, discernimiento y sabiduría.
Es el Spiritus creator, que obra en toda la realidad de la creación. «El
espíritu del Señor llena el universo, abarcando cada cosa, conoce cada voz»
(Sab 1,7; cfr. 7,22-8,1). Según el apóstol Pablo en la Carta a los Romanos,
el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, da respuesta a las
esperanzas y sufrimientos del mundo, intercede con insistencia por nosotros,
con gemidos inefables (Rom 8,26 s). Según Agustín, el Espíritu es «la fuerza
de gravedad de la caridad, el empuje hacia arriba, aquello que se opone a la
fuerza de la gravedad hacia abajo y conduce todo a la realización en Dios»
(Conf. XIII, 7,8). Toda verdad –como enseña Tomás de Aquino- de donde sea
que se derive, proviene del Espíritu Santo (cfr. S. Th E II/109,1).
Una doctrina sobre el Espíritu Santo, por lo tanto, no debe recluirse dentro
los muros de una iglesia o replegarse sobre ella misma. Se debe situar en el
interior de una prospectiva universal. La pneumatología es posible tan sólo
en la escucha, en la atención puesta en las huellas, en las esperanzas, en
los gozos y en las vanidades de la vida, en la observación de los signos de
los tiempos que se encuentran por todas partes, allí donde la vida nace,
está en fermento, se expande, pero también donde las esperanzas de vida son
malogradas, estranguladas, amordazadas y suprimidas. En cualquier lugar
donde sea mostrada la vida verdadera y nueva, allí obra el Espíritu de Dios.
El Concilio Vaticano II vio este obrar universal del Espíritu no solamente
en las religiones de la humanidad, sino también en la cultura y en el
progreso de los hombres (cfr. Gaudium et spes, 26; 28; 38; 41; 44). El Papa
Juan Pablo II ha desarrollado posteriormente este pensamiento en su
Encíclica sobre la misión Redemptoris missio, donde leemos: «El Espíritu,
pues, está en el origen mismo de la demanda existencial y religiosa del
hombre, la cual nace no sólo de situaciones contingentes, sino de la
estructura misma de su ser». Más adelante el Santo Padre continúa: «La
presencia y la actividad del Espíritu no afecta sólo a los individuos, sino
a la sociedad y a la historia, a los pueblos, las culturas, las religiones.
El Espíritu, en suma, está en el origen de los nobles ideales y de las
iniciativas de bien de la humanidad que camina» (n.28).
Por lo tanto, una espiritualidad ecuménica inspirada en la Biblia no puede
replegarse en ella misma o ser exclusivamente eclesiocéntrica. Debe estar
atenta a la vida y servir a la vida. Debe ocuparse de los asuntos
cotidianos, de las pequeñas experiencias de cada día, así como de las
grandes cuestiones de la vida y supervivencia del hombre moderno, y también
de las religiones y de las obras de la cultura humana. Según un principio de
la mística tardo-medieval y de Ignacio de Loyola, es posible encontrar a
Dios en todas las cosas.
Espiritualidad ecuménica significa cooperación en favor de la vida, de la
justicia, de los derechos del hombre y de la paz. En este contexto no estoy
pensando en primer lugar en acciones espectaculares, sino en cooperar en las
obras de caridad de cada día, para los niños, los jóvenes, los enfermos, los
discapacitados y la gente mayor. Estoy pensando también en la cooperación
con la pastoral para los turistas, en los medios de comunicación, etc.
Debemos superar en todos estos ámbitos el espíritu de competitividad, porque
es necesario que impere la solidaridad. Podemos hacer tantas cosas juntos, y
mediante esta cooperación nos conocemos mejor y crecemos juntos.
2. En la Biblia, el espíritu no es sólo fuerza creadora de Dios: es también
la fuerza divina que se explicita en la historia. El Espíritu habla a través
de los profetas y es prometido como el espíritu mesiánico (Is 11,2; 42,1).
Es la fuerza de la nueva creación, que transforma el desierto en paraíso y
lo convierte en lugar de ley y justicia (Is 42,15 ss). «No con el poder, no
con la fuerza, sino con mi espíritu» (Zac 4,6). El espíritu acerca la
criatura que gime y sufre al Reino de la libertad de los hijos de Dios (cfr.
Rom 8,19 ss).
El Nuevo Testamento anuncia la venida del Reino de la libertad de
Jesucristo. Un reino que nace del Espíritu (Lc 1,35; Mt 1,18.20); en el
momento del bautismo, el Espíritu desciende sobre él (Mc 1,9-11); toda su
obra sobre la tierra tiene el sello del Espíritu (Lc 4,14.18; 10,21; 11,20).
El Espíritu descansa en él; así él puede anunciar el mensaje de júbilo a los
pobres, la libertad a los prisioneros, la vista a los ciegos y la justicia a
los afligidos (Lc 4,18). Su resurrección acontece en la fuerza del Espíritu
(Rom 1,3) y en la fuerza del Espíritu él continúa estando presente en la
Iglesia y en el mundo. «El Señor es espíritu» (2 Cor 3, 17).
Puesto que en Jesucristo, en su vida sobre la tierra y en su obra como
Redentor, la acción del Espíritu inscrita en la historia de la salvación
llega a su plenitud escatológica, el Espíritu es para Pablo el Espíritu del
Cristo (Rom 8,9; Fil 1,19), el Espíritu del Señor (2 Cor 3,17) y el Espíritu
del Hijo (Gal 4,6). La confesión de Jesucristo es por lo tanto el criterio
fundamental para el discernimiento de los espíritus: «...nadie que hable
bajo la acción del Espíritu de Dios dice: «Jesús es anatema»; y nadie puede
decir: «Jesús es Señor», si no es bajo la acción del Espíritu Santo» (1 Cor
12,3).
Con esto queda bien afianzado el criterio cristológico, que es el decisivo
en una espiritualidad ecuménica. Este criterio quiere luchar contra el
peligro de un relativismo y de un sincretismo espiritual, que amenaza las
experiencias espirituales de las diversas religiones, confundiéndolas entre
ellas y seleccionándolas de manera ecléctica. La espiritualidad ecuménica
preserva la unicidad y la universalidad del significado salvífico de
Jesucristo. Ella es también contraria a la tentación soñadora y exaltada de
eliminar la intermediación cristológica y acceder directamente a Dios. Y
recuerda: «Dios, nadie lo ha visto nunca; el Hijo unigénito que está en el
seno del Padre es quien lo ha revelado» (Jn 1,18).
Una espiritualidad ecuménica legítima será por lo tanto en primer lugar una
espiritualidad bíblica y recibirá un influjo en la lectura común de las
escrituras y en el estudio común de la Biblia. Se impregnará de la Lectio
divina, tan recomendada por el Concilio (DV 25), es decir, la lectura de la
Biblia ligada a la oración que se convierte en un coloquio entre Dios y el
hombre. Reflexionará continuamente sobre las narraciones bíblicas de la
venida de Jesús, sobre su mensaje de libertad, sobre su obra liberadora y
salvífica, sobre su servicio a los otros, sobre su kenosi hasta la muerte,
sobre su entera persona y sobre su obra entera, haciendo de esto el criterio
fundante. Ella se empapará del seguimiento de Jesús y continuará buscando el
rostro del Cristo, como ha mencionado de manera pragmática Juan Pablo II en
su Carta Apostólica Novo millenio ineunte de 2001. Tal espiritualidad se
revela en aquello que Pablo define como los frutos del Espíritu: caridad,
gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, dulzura, templanza (Gal
5, 22).
Espiritualidad cristocéntrica significa espiritualidad de la escucha de la
palabra y significa también espiritualidad sacramental. Cristo está presente
en la palabra y en los sacramentos; el Concilio renovó la imagen de la mesa
de la palabra y del cuerpo del Cristo (DV 21). Ecuménicamente tenemos en
común sobre todo el Bautismo, mediante el cual somos miembros del único
cuerpo de Cristo y estamos ya ahora en una comunión profunda si bien todavía
no plena. Por lo tanto, las celebraciones de conmemoraciones del Bautismo
común son centrales para una espiritualidad ecuménica. Se puede pensar en la
fiesta del Bautismo de Cristo o en ceremonias del período de Cuaresma. No
obstante, no es posible una plena participación común en la eucaristía.
Conozco bien los problemas pastorales que pueden surgir de ello. Durante los
últimos años, se ha desarrollado la costumbre de que aquellos que no pueden
participar plenamente y no pueden comulgar piden la bendición del sacerdote;
con lo cual no se sienten excluidos y participan tanto como es posible.
La espiritualidad cristológica valora también los testigos de Cristo.
Tenemos en común muchos santos de los primeros siglos y tenemos muchísimos
testigos que podemos decir mártires, sobre todo en el siglo pasado. Ellos
son modelos y ejemplos en el seguimiento de Jesús. No podemos olvidar María,
la Madre de Jesús. Incluso muchos evangélicos hoy la redescubren como una
figura bíblica y como hermana en la fe.
En fin, en el Espíritu, podemos y debemos decir «¡Abbá, Padre!» como Jesús
dijo a Dios (Rom 8,15.26 ss; Gal 4,6). Por lo tanto, una espiritualidad
ecuménica es una espiritualidad de la oración. Como María y los Apóstoles –y
junto con ellos- tal espiritualidad debe recogerse siempre en la plegaria
por la venida de una Pentecostés regeneradora (cfr. Hech 1,13 ss.). Una
espiritualidad ecuménica vive, como el mismo Jesús, de la plegaria;
concuerda con la plegaria de Jesús y se une a él, en el deseo que todos sean
uno (cfr. Jn 17,21). En la plegaria soporta, como Jesús en la cruz, también
la experiencia del abandono del espíritu y del abandono de Dios (cfr. Mc
15,34); sólo en la fuerza de la plegaria puede soportar dificultades y
desilusiones ecuménicas, como también la experiencia ecuménica del desierto.
3. Junto al criterio cristológico, para Pablo hay también el criterio
eclesiológico. Pablo enlaza el Espíritu con la construcción de la comunidad
y con el servicio en la Iglesia. El espíritu ha sido dado para el bien de
todo el mundo. Los diversos dones del Espíritu deben servir unos y otros (1
Cor 12,4-30). El Espíritu no es un Espíritu de confusión, sino un Dios de
paz (1 Cor 14,33). Pero la obra del Espíritu no está limitada a las
instituciones de la Iglesia y monopolizada por ella; el Espíritu es dado a
todo el mundo como afirma la Biblia, cada cual tiene su carisma. Pero el
Espíritu no obra cuando los hombres están unos contra otros, sino cuando
están unos con otros, y gracias a la contribución personal por parte de cada
uno. El Espíritu es adverso a toda división en facciones y partidos. El don
más grande del espíritu es la caridad, sin la cual el conocimiento no tiene
ningún valor. La caridad no tiene envidia, no se vanagloria, no se
enorgullece; todo lo soporta y no caducará nunca (cfr. 1 Cor 13,1-4.7).
Precisamente, la tradición teológica ha desarrollado con propiedad este
aspecto. Según Ireneo de Lyon, la Iglesia es «el recipiente, donde el
Espíritu ha vertido la fe y la mantiene fresca»; allí donde está la Iglesia,
está también el Espíritu de Dios; allí donde está el Espíritu de Dios, está
la Iglesia y toda la gracia» (Adv. haer. III, 24,1). E Hipólito dice:
«Festinet autem te ad ecclesiam ubi floret spiritus» (Trad apost. 31; 35).
En toda la tradición occidental, inspirada sobre todo en Agustín, el
Espíritu es el amor entre el Padre y el Hijo, y aquello que hay de más
interno a Dios y al mismo tiempo es más externo a Dios, dado que, en él y a
través de él, el amor de Dios se derrama a nuestros corazones. En el
Espíritu, Dios da su intimidad al exterior de modo que así nosotros podamos
compartir su vida. El Espíritu es, pues, el principio vital de la vida
cristiana y como el alma de la Iglesia (cfr. LG 7).
La espiritualidad ecuménica es, pues, una espiritualidad eclesial y, por
esto mismo, una espiritualidad de comunión. La espiritualidad ecuménica se
afanará por lograr el «Sentire ecclesiam», se esforzará por entrar más
profundamente en la esencia, la tradición, y en particular en la liturgia de
la Iglesia, haciendo la liturgia de manera actual y consciente. La
espiritualidad ecuménica vive de la fiesta de la liturgia. Tal
espiritualidad ecuménica generalmente es vivida en grupos y círculos
ecuménicos. Estos grupos, sin embargo, no pueden separarse de la más amplia
comunidad de la Iglesia y elevarse por encima de esta. No pueden hacer
ecumenismo a su propio gusto y manera. Deben sentirse como miembros que
contribuyen a la vida de todo el cuerpo de la Iglesia y por otra parte la
reciben también de la comunidad más grande. La espiritualidad ecuménica se
esfuerza en conservar la unidad del Espíritu (cfr. Ef 4,3).
Vivir en la Iglesia, con la Iglesia y vivir la Iglesia significa sufrir en
la Iglesia y con la Iglesia. Ella sufre y sangra por las heridas causadas
por las divisiones. Este sufrimiento es esencial en la espiritualidad
ecuménica. Así, la espiritualidad ecuménica moviliza la conciencia de la
Iglesia, privándola de replegarse sobre ella misma y sobre su
autosuficiencia confesional; estimulándola, por contra, a recorrer y a tocar
en la riqueza de las otras tradiciones para buscar una unidad ecuménica más
amplia y, de este modo, llegar a la plenitud concreta de su catolicidad.
Ella, por lo tanto, entreabre proféticamente una visión del futuro ante la
realidad eclesial concreta, sin huir ante esta realidad, pero esforzándose
en cambio con paciencia y constancia para conseguir el consenso.
El Espíritu es quien la hace entrar en una verdad cada vez más grande y cada
vez más profunda; él debe guiarnos a la verdad completa (Jn 16,13). Esto
sucede de varias maneras, una de las cuales, según el texto conciliar ya
citado, es la experiencia espiritual. De ésta, forma parte también la
experiencia espiritual ecuménica. En efecto, el diálogo ecuménico no es
simplemente un intercambio de ideas, sino un intercambio de dones y de
experiencias espirituales (UUS 28). Esto es posible para cada cristiano, en
el lugar y en la forma que son propios de cada uno, porque cada uno a su
manera es un experto, es una persona que vive una experiencia y quiere
comunicarla a los otros. Para el diálogo ecuménico vale, pues, todo lo que
Pablo ha dicho para toda reunión de la comunidad: cuando os reunáis, que
cada uno aporte el propio don (cfr. 1 Cor 14,26).
En los últimos decenios, nosotros los católicos hemos aprendido mucho de la
experiencia de nuestros hermanos y de nuestras hermanas protestantes en todo
el que se refiere al significado de la Palabra de Dios y a la interpretación
de la Sagrada Escritura; ellos, por su parte, aprenden de la realidad de
nuestros signos sacramentales y de nuestra manera de celebrar la liturgia.
En el encuentro ecuménico con las Iglesias orientales, podemos aprender de
su riqueza espiritual y de su respeto por el misterio, mientras que ellos
pueden compartir nuestras experiencias pastorales y nuestra experiencia en
contacto con el mundo actual. Como sugiere una expresión feliz del Papa Juan
Pablo II, la Iglesia puede, pues, aprender a respirar de nuevo con los dos
pulmones.
Por lo tanto, el diálogo ecuménico no tiene como objetivo primario el de
inducir los otros a convertirse a nuestra Iglesia, sino la conversión de
todos a Cristo. Naturalmente, no podemos ni debemos excluir las conversiones
singulares en el sentido tradicional; debemos tener un gran respeto por las
decisiones tomadas a nivel de conciencia personal que motivan estas
opciones. Incluso así, aun en el caso de una conversión individual, de hecho
no se trata de una conversión a otra Iglesia, sino de una conversión a la
plena verdad de Jesucristo. En este sentido, todos deben convertirse, ya que
la conversión no es un acto hecho de una vez para siempre, sino un proceso
continuado.
El encuentro ecuménico sostiene esta conversión, puesto que nos lleva al
examen de conciencia y es inseparable de la conversión personal y del deseo
de una reforma de la Iglesia (cfr. UUS 16; 34 ss; 83 ss). Cuando,
intercambiando nuestras recíprocas experiencias confesionales y partiendo de
nuestros presupuestos diversos, nos acercamos a Jesús y logramos la medida
del completo desarrollo de Cristo (Ef 4,13), entonces nos convertimos en una
sola cosa con él. Él es nuestra unidad. En él, tras haber superado nuestras
divisiones, podemos realizar históricamente, en concreto, también toda la
plenitud de la catolicidad.
Preguntémonos ahora: ¿cuál es la unidad de la plenitud hacia la cual
andamos? La respuesta es la siguiente: no se trata de una fusión como las de
las grandes empresas internacionales de nuestro mundo globalizado; no es
tampoco un sistema complejo, desde el punto de vista especulativo o
institucional, en el cual los opuestos se anulan, siguiendo una dialéctica
de tipo hegeliano. En esto reside la diferencia de fondo entre diálogo y
dialéctica. Ciertamente, el diálogo intenta disipar los malentendidos y
superar las divisiones entre los partner, tendiendo a la reconciliación.
Pero la reconciliación propiamente no elimina la alteridad del otro, no la
absorbe ni la aspira, haciéndola desaparecer. Por el contrario, la
reconciliación reconoce el otro en su alteridad. La unidad en la caridad no
se logra cuando la identidad del otro es anulada y absorbida, sino al
contrario, cuando ésta llega a ser confirmada y plena.
Esta experiencia de la unidad en la caridad es el modelo de la unidad
cristiana y eclesial. Encuentra, en último término, el fundamento en el amor
trinitario entre Padre, Hijo y Espíritu Santo y es el modelo para la unidad
eclesial: la unidad de la Iglesia es como un icono de la Trinidad (cfr. LG
4; UR 3).
En último término, el ecumenismo y la unidad son un acontecimiento
espiritual. Allí donde se logra un consenso ecuménico, este consenso será
experimentado como un don espiritual y como una nueva Pentecostés. De esta
nueva Pentecostés habló el Papa Juan XXIII, abriendo el Concilio Vaticano II
con una clara perspectiva ecuménica. Estoy convencido de que, si nosotros
rogamos como María y los Apóstoles en el Cenáculo (Hech 1,12-14) y si nos
empeñamos en hacer todo cuanto nos sea posible, recibiremos un día este don.