Repensar el matrimonio civil
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Autor: Rafael Domingo
Director de la Cátedra Garrigues
Universidad de Navarra
Fuente: La Gaceta de los Negocios, Madrid, 18 de junio de 2005
El ordenamiento jurídico de una sociedad democrática y avanzada como la nuestra
debe proteger, en cualquier relación jurídica, a aquella parte que se encuentre
en la posición más débil. Así, en el proceso penal, al imputado frente al
ministerio fiscal (pro reo); en la relación laboral, al trabajador frente al
empresario (pro operario); en una relación médica, al paciente frente al
hospital (pro patiente), etc. Me parece que es momento de analizar la
institución matrimonial desde esta perspectiva de protección de los más débiles,
esto es: los hijos (pro filiis).
Los juristas no podemos olvidar que el matrimonio es sobre todo y ante todo una
institución social, y no sólo jurídica, con una marcada dimensión religiosa,
ética, moral y psicológica, porque afecta a lo más íntimo de la persona. El
concepto de matrimonio (matrimonium) no fue creado por los juristas, como sí lo
fueron, en cambio, los conceptos de "contrato", "estipulación", "dolo",
"testamento", "propiedad" o "posesión" y otros muchos. El matrimonio interesa,
pues, a los juristas sólo en la medida en que de él deriven relaciones de
justicia. Por eso, una excesiva juridificación del matrimonio más que
enriquecerlo lo empobrece, ya que la perspectiva jurídica del matrimonio es
siempre parcial, limitada; de entrada porque el posible amor que une a los
cónyuges trasciende a todas luces el Derecho. El amor, móvil de tantas acciones
genuinamente humanas, es, en realidad, un concepto metajurídico. Flaco servicio
se prestaría a la sociedad si la contemplación jurídica del matrimonio
desvirtuara su auténtica naturaleza, presente en todas las civilizaciones, a
saber: que la propagación del género humano se desarrolle en el marco social más
adecuado.
El Derecho romano analizó el matrimonio desde la posición del pater familias.
Las personas nacidas en justas nupcias quedaban sometidas exclusivamente a su
patria potestas, institución típicamente romana (ius proprium civium Romanorum).
Ésta permitía al pater familias adquirir un poder absoluto sobre sus hijos, que
ponía al cuidado de su esposa y madre de éstos (matrimonium, de mater) para así
poder dedicarse él a la administración de los bienes familiares (patrimonium, de
pater).
Puede llamar la atención, a primera vista, que los juristas romanos, creadores
ellos, como he dicho, del término "contrato" y conscientes de que el matrimonio
nacía del consentimiento (nuptias non concubitus sed consensus facit), no
contractualizaran el matrimonio, como sí, en cambio, otras relaciones
bilaterales, como la compraventa, el arrendamiento, la sociedad, el mandato o la
fiducia. La preponderancia del padre en la familia romana impedía ver en el
matrimonio una relación jurídica bilateral en sentido estricto. Lo jurídico era
propiamente la patria potestas o la manus (poder marital), pero no el
matrimonio, que no originaba propiamente un vínculo jurídico inter partes, sino
un vínculo social con efectos jurídicos; de ahí que, en Roma, no hubiera
diferencia entre separación y divorcio.
La contractualización del matrimonio (contractus matrimonii), ya en la Edad
Media (Pedro Lombardo, Tomás de Aquino, o Henry Bracton en la tradición del
common law), supuso un gran avance en la comprensión de la institución
matrimonial por cuanto creó entre los cónyuges un vínculo jurídico estable y no
sólo un vínculo social con ciertos efectos jurídicos. Canonistas y moralistas
comenzaron entonces a interesarse por el matrimonio desde su igual posición
conyugal (vir et uxor pares sunt) y centraron su atención en el estudio de la
cópula sexual, en cuanto generadora de derechos y obligaciones ("débito
conyugal"). El matrimonio por antonomasia pasó a ser el matrimonio canónico,
indisoluble ratione materiae, es decir, por configurarse los cónyuges como "una
carne" (Génesis 1, 27; 2, 24. Mateo 19, 5).
La necesidad de la forma ad validitatem proclamada por el Concilio de Trento
(1563) otorgó al matrimonio el carácter público que siempre conservó el
matrimonio romano. Siglos después, en la tradición del common law, continuaba
considerándose el matrimonio un contrato. Con rotundidad lo afirma William
Blackstone, en sus famosos Commentaries on the Law of England (1765-1769)
I.15.1, con los que se iniciaron en el Derecho, entre otros muchos, los juristas
norteamericanos: "Our law considers marriage in no other light than as a civil
contract".
La revolucionaria Constitución francesa de 3 de septiembre de 1791 secularizó el
matrimonio (art. 7: "La loi ne considère le mariage que comme contrat civil"), y
abrió las puertas al divorcio civil por mutuo consentimiento (Ley de divorcio de
9 de octubre de 1792). El Code civil de 1804 recogió esta concepción del
contrato civil así como el divorcio por mutuo consentimiento, aunque bastante
mitigado con respecto a la ley de 1792. Apostó el código francés por una familia
patriarcal, inspirada sin duda en el Derecho romano. La influencia mundial de
este código hizo que paulatinamente calaran estas doctrinas en muchos otros
ordenamientos jurídicos europeos, americanos y asiáticos.
La plena equiparación entre los hijos legítimos (matrimoniales) y los ilegítimos
(no matrimoniales), especialmente en la segunda mitad del siglo XX, fue
utilizada políticamente para defender que el matrimonio no debía ser el único
entorno reconocido por el Derecho para la procreación. Alejado de su fin
primario, el matrimonio se fue transformando paulatinamente en un mero contrato
de convivencia entre un hombre y una mujer con una affectio maritalis y un
proyecto común de vida unilateralmente renunciable.
No hay, sin embargo, ninguna razón jurídica de peso para que las ventajas
sucesorias, fiscales, laborales, etc., de este tipo de convivencia queden
reducidas a la pareja heterosexual que muestre una afectividad sexual similar a
la matrimonial. Tampoco la hay para discriminar legalmente a aquellas parejas
que no convivan con una affectio maritalis. ¿Por qué dos novios sí y una madre
viuda con su hijo, no, ni un padre viudo con su hija, ni una hermana viuda con
su hermano soltero? ¿Por qué dos y no tres? ¿Y por qué no dos personas del mismo
sexo? Dos hermanos, dos amigas. Así las cosas, no sorprende que grupos
homosexuales vengan exigiendo en Europa y América un derecho al matrimonio civil
entre personas del mismo sexo, y que en España se esté tramitando un proyecto de
ley en esta misma dirección (a todas luces inconstitucional, dicho sea de paso).
La institución matrimonial toca, de esta forma, fondo en este profundo y
revuelto mar de incertidumbres jurídicas.
En mi opinión, desde el punto de vista estrictamente jurídico (y por tanto
siempre limitado), es necesario tener en cuenta lo siguiente:
La orientación sexual, es decir, la atracción sexual que puede experimentar todo
hombre o mujer con respecto a las restantes personas, no tiene relevancia
jurídica pues pertenece al ámbito de la más estricta intimidad. Dar carta de
naturaleza a la orientación sexual es discriminatorio. En efecto, es
discriminatorio contratar a un médico por el hecho de que le atraigan
sexualmente unas u otras personas como también dejar de hacerlo por este motivo.
Prueba de la irrelevancia jurídica de la orientación sexual es que los
ordenamientos no consideran ésta a efectos de la capacidad para contraer
matrimonio; de ahí que no impidan el matrimonio a un homosexual con una persona
del sexo opuesto, como tampoco tener hijos.
El contrato de convivencia debe estar abierto a toda persona en razón de la
libertad contractual que ha de informar cualquier ordenamiento jurídico moderno.
Que dos, tres o cinco personas, del mismo o distinto sexo, siempre al margen de
la orientación sexual, decidan vivir juntos por las razones que consideren
oportunas no afecta al Derecho más allá de las relaciones de justicia que
origina la propia relación convivencial (representante en la comunidad de
vecinos, arrendamiento del piso, etc.), que no necesita en modo alguno una
protección jurídica pública especial.
La procreación es esencial en el matrimonio: Tres faciunt matrimonium, podría
llegarse a afirmar parafraseando a los juristas romanos. Aquí radica
precisamente la diferencia entre la institución matrimonial y el contrato de
cohabitación. Las obligaciones de los padres en relación al correcto desarrollo
de la personalidad del nuevo ciudadano justifican plenamente una peculiar
protección matrimonial por parte de los poderes públicos.
Es el nuevo hijo y ciudadano quien se encuentra, en esa relación matrimonial, en
la posición más débil; por eso, debe ser aquél protegido preferentemente por el
Derecho frente a los intereses de los padres. En el matrimonio, la principal
relación jurídica es la que se establece entre los padres, por una parte, y cada
hijo, por otra. Un padre o una madre no pueden dejar de serlo; nuestra
legislación, sin embargo, sí permite que se pueda dejar de ser esposo o esposa
por el divorcio. La exigencia de estabilidad matrimonial radica precisamente en
la necesidad de proteger al nuevo hijo. Los contratos de cohabitación, en
cambio, no tienen por qué estar sujetos a ninguna cláusula de estabilidad
limitativa de la libertad contractual.
La adopción debe mantenerse al margen de este debate actual sobre la institución
matrimonial, pues no afecta al nacimiento de un nuevo ciudadano sino al correcto
desarrollo de aquellos que no tienen capacidad para vivir con independencia. Con
todo, al no ser jurídicamente relevante la atracción sexual, no tiene sentido,
desde una perspectiva jurídica, plantearse si deben o no adoptar las personas en
razón de su orientación sexual. El centro del debate sobre la adopción radica en
la cualificación exigida al adoptante (sea persona física o jurídica) por el
ordenamiento jurídico. Naturalmente, el matrimonio, en la medida en que "la
adopción imita la naturaleza" (Inst. 1.14.4: adoptio naturam imitatur),
constituye el entorno más apropiado para la adopción, aunque no el único.
Mientras exista posibilidad de "imitar la naturaleza", ésta debe prevalecer
frente a cualquier otra opción, en virtud del principio pro filiis.
En resumen, pienso que el interés público del nacimiento de un nuevo ciudadano
justifica la especial protección jurídica de la institución matrimonial por
parte de los poderes públicos. Esto explica que sólo sea posible el matrimonio
entre personas de distinto sexo, con independencia de su orientación sexual.
Otorgar carta de naturaleza jurídica a la orientación sexual (causa de despido,
de incapacidad matrimonial, etc.), constituye un motivo de discriminación en
razón del sexo, del todo inaceptable. Los poderes públicos no podrán investigar
en ningún caso la orientación sexual de los ciudadanos. El ordenamiento
jurídico, y con esto vuelvo al principio, debe proteger la posición más débil en
cualquier relación jurídica; en el matrimonio, a los hijos.
Ésta sea quizá una buena perspectiva para contemplar la institución matrimonial
en una sociedad democrática del tercer milenio.