Nulidad e Incapacidad Psíquica
Benedicto XVI: El texto completo del discurso del Papa a los miembros
del Tribunal de la Rota Romana, a quienes recibió hoy en audiencia con motivo de
la inauguración del Año judicial el 29 de enero de 2009 .
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Ilustres Jueces, Oficiales y colaboradores
del Tribunal de la Rota Romana
La solemne inauguración de la actividad judicial de vuestro Tribunal me ofrece
este año la alegría de recibir a sus dignos componentes: a Monseñor Decano, a
quien agradezco el noble discurso de saludo, al Colegio de los Prelados
Auditores, a los Oficiales del Tribunal y a los Abogados del Estudio Rotal. A
todos dirijo mi cordial saludo, junto con la expresión de mi aprecio por las
importantes tareas que atendéis como fieles colaboradores del Papa y de la Santa
Sede.
Vosotros esperáis del Papa, al inicio de vuestro año de trabajo, una palabra que
os sea de luz y orientación en el desempeño de vuestras delicadas tareas.
Podrían ser muchos los argumentos en los que entretenernos en esta
circunstancia, pero a veinte años de distancia de las alocuciones de Juan Pablo
II sobre la incapacidad psíquica en las causas de nulidad matrimonial, del 5 de
febrero de 1987 (AAS 79 [1987], pp. 1453-1459) y del 25 de enero de 1988 (AAS 80
[1988], pp. 1178-1185), parece oportuno preguntarse en qué medida estas
intervenciones han tenido una recepción adecuada en los tribunales
eclesiásticos. No es este e momento de hacer balance, pero está a la vista de
todos el dato de hecho de un problema que sigue siendo de gran actualidad. En
algunos casos se puede advertir por desgracia aún viva la exigencia de la que
hablaba mi venerado Predecesor: la de preservar a la comunidad eclesial “del
escándalo de ver en la práctica destruido en valor del matrimonio cristiano con
la multiplicación exagerada y casi automática de las declaraciones de nulidad,
en caso de fracaso del matrimonio, bajo el pretexto de una cierta inmadurez o
debilidad psíquica del contrayente” (Alocución a la Rota Romana, 5.2.1987, cit.,
n. 9, p. 1458).
En nuestro encuentro de hoy me urge llamar la atención de los operadores del
derecho sobre la exigencia de tratar las causas con la debida profundidad que
exige el ministerio de la verdad y de la caridad que es propio de la Rota
Romana. A la exigencia del rigor procedimental, de hecho, las alocuciones
mencionadas anteriormente, en base a los principios de la antropología
cristiana, proporcionan los criterios de fondo, no sólo para el cribado de los
informes psiquiátricos y psicológicos, sino también para la misma definición
judicial de las causas. AL respecto, es oportuno recordar de nuevo algunas
distinciones que trazan la línea de demarcación ante todo entre “una madurez
psíquica que sería el punto de llegada del desarrollo humano”, y la “madurez
canónica, que en cambio es el punto mínimo de partida para la validez del
matrimonio” (ibid., n. 6, p. 1457); en segundo lugar, entre incapacidad y
dificultad, en cuanto “sólo la incapacidad, y no ya la dificultad en prestar el
consentimiento y a realizar una verdadera comunidad de vida y de amor, hace nulo
el matrimonio” (ibid., n. 7, p. 1457); en tercer lugar, entre la dimensión
canónica de la normalidad, que inspirándose en la visión íntegra de la persona
humana, “comprende también moderadas formas de dificultad psicológica”, y la
dimensión clínica que excluye del concepto de la misma toda limitación de
madurez y “toda forma de psicopatología” (Alocución a la Rota Romana, 25.1.1988,
cit., n. 5, p. 1181); finalmente, entre la “capacidad mínima, suficiente para un
consenso válido”, y la capacidad idealizada de una plena madurez en orden a una
vida conyugal feliz” (ibid., n. 9, p. 1183).
Atendiendo a la implicación de las facultades intelectivas y volitivas en la
formación del consenso matrimonial, el Papa Juan Pablo II, en la mencionada
intervención del 5 de febrero de 1987, reafirmaba el principio según el cual una
verdadera capacidad “es hipotizable sólo en presencia de una forma seria de
anomalía que, se la defina como se la defina, debe afectar sustancialmente a las
capacidades de entender y/o querer” (Alocución a la Rota Romana, cit., n. 7, p.
1457). Al respecto parece oportuno recordar que la norma jurídica sobre la
capacidad psíquica en su aspecto aplicacional ha sido enriquecida e integrada
también por la reciente Instrucción Dignitas connubii del 25 de enero de 2005.
Esta, de hecho, para comprobar dicha incapacidad requiere, ya en el tiempo del
matrimonio, la presencia de una particular anomalía psíquica (art. 209, § 1) que
perturbe gravemente el uso de la razón (art. 209, § 2, n. 1; can. 1095, n. 1), o
la facultad crítica y electiva en relación a decisiones graves, particularmente
por cuanto se refiere a la libre elección del estado de vida (art. 209, § 2, n.
2; can. 1095, n. 2), o que provoque en el contrayente no sólo una dificultad
grave, sino también la imposibilidad de hacer frente a los deberes inherentes a
las obligaciones esenciales del matrimonio (art. 209, § 2, n. 3; can. 1095, n.
3).
Es esta ocasión, con todo, quisiera reconsiderar el tema de la incapacidad de
contraer matrimonio, en la que el canon 1095, a la luz de la relación entre la
persona humana y el matrimonio, y recordar algunos principios fundamentales que
deben iluminar a los agentes del derecho. Es necesario ante todo redescubrir en
positivo la capacidad que en principio toda persona humana tiene de casarse en
virtud de su misma naturaleza de hombre o de mujer. Corremos de hecho el riesgo
de caer en un pesimismo antropológico que, a la luz de la situación cultural
actual, considera casi imposible casarse. Aparte del hecho de que esta situación
no es uniforme en las diferentes regiones del mundo, no se pueden confundir con
la verdadera incapacidad consensual las dificultades reales en que muchos se
encuentran especialmente los jóvenes, llegando a admitir que la unión
matrimonial sea impensable e impracticable. Al contrario, la reafirmación de la
capacidad innata humana al matrimonio es precisamente el punto de partida para
ayudar a las parejas a descubrir la realidad natural del matrimonio y la
relevancia que tiene en el plano de la salvación. Lo que en definitiva está en
juego es la misma verdad sobre el matrimonio y sobre su intrínseca naturaleza
jurídica (cfr Benedicto XVI, Alocución a la Rota Romana, 27.1.2007, AAS 99
[2007], pp. 86-91), presupuesto imprescindible para poder aprehender y valorar
la capacidad necesaria para casarse.
En este sentido, la capacidad debe ser puesta en relación con lo que es
esencialmente el matrimonio, es decir, “la comunión íntima de vida y amor
conyugal, fundada por el Creador y estructurada con leyes propias” (Conc. Ecum.
Vat. II, Cost. past. Gaudium et spes, n. 48), y, de modo particular, con las
obligaciones esenciales inherentes a ella, que deben asumir los esposos (can.
1095, n. 3). Esta capacidad no se mide en relación a un determinado grado de
realización existencial o efectiva de ña unión conyugal mediante el cumplimiento
de las obligaciones esenciales, sino en relación al querer eficaz de cada uno de
los contrayentes, que hace posible y operante esta realización ya desde el
momento del pacto nupcial. El discurso sobre la capacidad o incapacidad, por
tanto, tiene sentido en la medida en que se refiere al acto mismo de contraer
matrimonio, ya que el vínculo creado por la voluntad de los esposos constituye
la realidad jurídica del una caro bíblica (Gn 2, 24; Mc 10, 8; Ef 5, 31; cfr
can. 1061, § 1), cuya subsistencia válida no depende del comportamiento sucesivo
de los cónyuges a lo largo de la vida matrimonial. De lo contrario, en la óptica
reduccionista que desconoce la verdad sobre el matrimonio, la realización
efectiva de una verdadera comunión de vida y de amor, idealizada en el plano del
bienestar humano, se convierte en esencialmente dependiente sólo de factores
accidentales, y no al ejercicio de la libertad humana apoada por la gracia. Es
verdad que esta libertad de la naturaleza humana , “herida en sus propias
fuerzas naturales” e “inclinada al pecado” (Catechismo della Chiesa Cattolica,
n. 405), es limitada e imperfecta, pero no por ello deja de ser auténtica y
suficiente para realizar ese acto de autodeterminación de los contrayentes que
es el pacto conyugal, que da vida al matrimonio y a la familia fundada en él.
Obviamente algunas corrientes antropológicas “humanistas”, orientadas a la
autorrealización y a la autotrascendencia egocéntrica, idealizan de tal forma la
persona humana y el matrimonio que acaban por negar la capacidad psíquica de
muchas personas, fundándola en elementos que no corresponden a las exigencias
esenciales del vínculo conyugal. Ante estas concepciones, los expertos del
derecho eclesial no pueden no tener en cuenta el sano realismo al que hacía
referencia mi venerado Predecesor (cfr Juan Pablo II, Alocución a la Rota
Romana, 27.1.1997, n. 4, AAS 89 [1997], p. 488), porque la capacidad hace
referencia al mínimo necesario para que los novios puedan entregar sy ser de
persona masculina y femenina para fundar ese vínculo al que está llamado la gran
mayoría de los seres humanos. De ahí sigue que las causas de nulidad por
incapacidad psíquica exigen, en línea de principio, que el juez se sirva de la
ayuda de peritos para asegurarse de la existencia de una verdadera incapacidad
(can. 1680; art. 203, § 1, DC), que es siempre una excepción al principio
natural de la capacidad para comprender, decidir y realizar la donación de sí
mismos de la que nace el vínculo conyugal.
Esto es lo que, venerados componentes del Tribunal de la Rota Romana, deseaba
exponeros en esta circunstancia solemne a mi siempre tan grata. Al exhortaros a
perseverar con alta conciencia cristiana en el ejercicio de vuestro oficio, cuya
grande importancia para la vida de la Iglesia emerge también de las cosas que os
he dicho, os auguro que el Señor os acompañe siempre en vuestro delicado trabajo
con la luz de su gracia, de la que quiere ser prenda la Bendición Apostólica,
que os imparto a cada uno con profundo afecto.