La recepción de los sacramentos por los alejados de la Iglesia
Cortesía de
iuscanonicum.org
Autor:
Rafael Higueras Alamo
Vicario Judicial de la
diócesis de Jaén
Es necesario recordar que toda norma jurídica -también la canónica- está redactada para regular las relaciones de las personas de carne y hueso: nunca será posible defender un fijismo normativo inmovilista que ignore la evolución de la sociedad, pero tampoco será viable un relativismo tal que la norma sea el caprichoso vaivén momentáneo y subjetivo.
La Iglesia, además, no vive de espaldas a la realidad social de cada momento o lugar. Prueba de ello son los Concordatos entre la Iglesia y las diversas naciones..
Como principio interpretativo que ayude al equilibrio necesariamente distante del fijismo normativo o del relativismo, sin duda será clave el principio que el Papa ha propuesto repetidas veces: “el cristianismo no se impone, sino que se propone”. Pero tal propuesta no es una adaptación a la baja de la verdad esencial o nuclear del Evangelio. Tan distante está del Evangelio obligar a recibir la fe (si es que pudiera hablarse así), como traicionar al propio Evangelio haciendo de las prácticas de la fe una mera exigencia social, una actuación marcada por el guión. Esto se puede aplicar más explícitamente a la recepción de los sacramentos que, si son tales, lo son en cuanto que son sacramentos de la fe.
Se debe recordar que los sacramentos son actos de fe: suponen y exigen previamente la fe en el creyente que se acerca a ellos. Precisamente porque lo religioso se instala en la persona de carne y hueso, y surge desde los convencimientos más íntimos de la relación del hombre con Dios (esto es lo religioso en su sentido más etimológico) nunca la actuación religiosa podrá imponerse si falta ese convencimiento profundo, íntimo; y nunca esa misma actuación religiosa será veraz ni auténtica si falta ese convencimiento interior que se llama “fe”.
Sería necesario ahora bajar a la consideración de cada uno de los sacramentos, concretamente de los tres sacramentos citados más arriba: Bautismo, Eucaristía y Matrimonio.
Recepción del sacramento del Bautismo y de la Eucaristía
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El Bautismo que -por regla general- se administra frecuentemente a los niños, e igualmente la primera Eucaristía -por las mismas razones- tendrán que ser administrados más bien en cuanto esa fe está garantizada por los padres o por otras personas adultas que tutelen el crecimiento y desarrollo de la fe del neófito; la primera Eucaristía en sí misma -en su primera recepción- es también sacramento de la iniciación cristiana.
Para estos dos sacramentos (Bautismo y primera Eucaristía) conviene recordar alguna norma canónica: “Se ha de preparar convenientemente la celebración del bautismo; por tanto…los padres del niño que va a ser bautizado y asimismo quienes asumirán la función de padrinos, han de ser convenientemente ilustrados sobre el significado de este sacramento y las obligaciones que lleva consigo” (canon 851); y al hablar más adelante el Código de Derecho Canónico de los padrinos afirma que su función es “procurar que después (el bautizado) lleve una vida cristiana congruente con el bautismo y cumpla fielmente las obligaciones inherentes al mismo” (canon 872).
No es por tanto de extrañar que el mismo Código canónico diga que es necesario que el padrino tenga capacidad para la misión que recibe: y por ello que sea católico, que esté confirmado y haya recibido la Eucaristía, y “lleve una vida congruente con la fe y con la misión que va a recibir” (canon 874). El descuido de estos requisitos parece que ha hecho que la calidad de los bautizados haya mermado.
Sobre la primera Eucaristía, como sacramento de iniciación que es, se regula indicando que para que pueda administrarse a los niños “se requiere que tengan suficiente uso de razón y hayan recibido una preparación cuidadosa, de manera que entiendan el misterio de Cristo en la medida de su capacidad y puedan recibir el Cuerpo de Cristo con fe y devoción” (canon 913).
Para que un adulto reciba cualquier sacramento, incluso el Bautismo, será necesario ver en tal adulto su nivel de fe, que no será sólo el simple conocimiento de dogmas o verdades, sino sobre todo su disposición interior, su actitud de conversión, es decir su vida, en la medida de sus fuerzas, acorde con el Evangelio. Por supuesto que estas exigencias mínimas para la administración de los sacramentos a los niños o a los adultos no pueden ser interpretadas como capacitación teológica en grado sumo; ni en un grado tan mínimo que sea equivalente a nada; ni tampoco pueden interpretarse como una conversión tal, tan radical, que poco menos que se exigiera la impecabilidad, ignorando la debilidad y fragilidad humana.
Las exigencias de unos niveles mínimos pero suficientes para recibir los sacramentos en un adulto o en los padres y padrinos del niño que va a recibir el sacramento (aunque ningún sacramento tiene exclusiva consideración individualista porque son sacramentos de la Iglesia, de la comunidad eclesial) tienen un aspecto individual en cuanto que el individuo -este individuo- es el que recibe el sacramento.
La recepción del sacramento del Matrimonio
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Sin embargo los criterios o normas para la recepción del Matrimonio de la Iglesia -supuesto todo lo dicho antes- hay que contemplarlos (sobre todo en la Iglesia latina) desde la perspectiva de que el Matrimonio es cosa de dos. Y que los dos también son adultos.
Será necesario recordar en primer lugar la definición del Matrimonio, que nos ofrece la Iglesia, tomada del Vaticano II: “La alianza matrimonial por la que el hombre y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación de la prole, fue elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados” (canon 1055).
Enumerando alguno de los aspectos más directamente relacionados con la cuestión que nos ocupa, se pueden citar los siguientes, aunque no con intención exhaustiva:
1.- En el Código de Derecho Canónico se dedica un capítulo íntegro, de los dedicados al matrimonio, a “la forma”, (“las formalidades”, por decirlo de otro modo; cánones 1108-1124). Allí se lee: “La forma arriba establecida se ha de observar si al menos uno de los contrayentes fue bautizado en la Iglesia católica o recibido en ella y no se ha apartado de ella por acto formal…” (canon 1117).
Esta norma, sin embargo, hay que completarla con lo que dispone el canon 1071,1,4º: “Excepto en caso de necesidad nadie debe asistir sin licencia del Ordinario del lugar... 4º) al matrimonio de quien notoriamente hubiera abandonado la fe católica”.
¿Cómo compaginar este doble mandato de los cánones 1117 y 1071? ¿Quién ha abandonado notoriamente la fe? ¿Quién se ha apartado de ella por un acto formal?
Mientras que lo segundo (“un acto formal”) es fácilmente medible, no lo es tanto el abandono notorio. Pero tampoco es imposible discernirlo: desde la propia manifestación del interesado hasta su estilo de vida o sus criterios sobre la fe o sobre la práctica religiosa, o mejor también, la ausencia o rechazo de prácticas religiosas, son indicios más que suficientes para llegar a ese conocimiento.
Lo que importa en tales casos es recordar lo que está a la base de todo el Derecho de la Iglesia: el propio Evangelio, que puede resumirse en algunos puntos esenciales, uno de los cuales es la capacidad de conversión que hay en todo ser humano. Tanto a los Obispos como a los párrocos la Iglesia les exhorta a preocuparse en su tarea pastoral de “quienes se hayan apartado de la práctica de la religión” (cánones 383,1 y 528,1).
2.- Un signo de alejamiento de la fe de la Iglesia, por lo que respecta a quienes desean contraer matrimonio, es “el rechazo del matrimonio mismo o de un elemento esencial del matrimonio o de una propiedad esencial…” (canon 1101,2).
Para quienes trabajan en los Tribunales Eclesiásticos este es un tema de máxima actualidad. Y sin duda el estudio del momento presente comparado con el pasado es muy ilustrativo: la frecuencia con que se plantean causas de declaración de nulidad por la vía del canon 1101 que considera inválidos los matrimonios así contraídos.
Las propiedades esenciales del matrimonio son la unidad y la indisolubilidad (canon 1056). Pero también puede rechazarse, al contraer, incluso hasta el matrimonio mismo. Si se simula el consentimiento, rechazando el matrimonio mismo o alguno de sus elementos o propiedades esenciales, el matrimonio así contraído es inválido.
La reciente jurisprudencia contempla frecuentemente causas de declaración de nulidad por esta simulación. Y profundizando en la jurisprudencia, se descubre, entre otras cosas, la mentalidad divorcista que se da en muchos contrayentes: muchos de ellos, a pesar de sus convicciones agnósticas, acceden a la celebración de un matrimonio por la Iglesia. Entonces su matrimonio, desde el momento de contraer, está viciado por este rechazo.
Es verdad que la libertad es nota característica del ser humano, nota propia y esencial en la persona humana. Y un acto tan importante en la vida de la persona como el contraer matrimonio debe ser fruto de la libertad del que contrae. Pero esa libertad no alcanza a modificar la naturaleza del matrimonio canónico, en cuanto que tal modalidad canónica ha sido deseada o elegida para contraer: se puede elegir libremente esta o aquella persona, contraer o no contraer, etc; pero hecha la elección, lo que no cabe es desnaturalizar el matrimonio canónico elegido.
Un ejemplo concreto. Nota propia del matrimonio es la indisolubilidad, es decir, el matrimonio canónico rato y consumado es para siempre (canon 1085). Al hacer esta referencia al matrimonio rato y consumado no contempla la Iglesia un matrimonio civil anterior. El matrimonio meramente civil no tiene relevancia canónica, de modo que no es obstáculo para contraer un matrimonio canónico. La propiedad esencial de la indisolubilidad, como la de la unidad, son notas o propiedades del verdadero matrimonio canónico que, si se dio realmente, tiene tal fuerza que es indispensable, es decir, no puede dispensarse la indisolubilidad para acceder a un nuevo matrimonio.
Entonces, ¿qué hacer cuando el matrimonio, que es cosa de dos, lo desea contraer un creyente-practicante con un no bautizado o con un bautizado que abandonó notoriamente la fe?
La propia Iglesia admite que puedan darse tales matrimonios y regula sobre ellos por una doble razón: porque la institución matrimonial tiene sus raíces más allá del Derecho de la Iglesia: en el Derecho Divino contra el que ni la Iglesia puede legislar; y también en cuanto que uno de los contrayentes sea católico practicante.
El canon 1071 antes citado dice en su párrafo 2: “El Ordinario de lugar no debe conceder licencia para asistir al matrimonio de quien haya abandonado notoriamente la fe católica, si no es observando con las debidas adaptaciones lo establecido en el canon 1125”. El canon 1125 habla de los matrimonios mixtos: de los matrimonios contraídos por un cónyuge católico y otro cónyuge bautizado en otra confesión cristiana pero no católica: el cónyuge no católico debe “ser instruido sobre los fines y propiedades esenciales del matrimonio que no pueden ser excluidos por ninguno de los dos”.
En los cánones del Código de Derecho Canónico que hablan de la atención pastoral y de lo que debe preceder a la celebración del matrimonio (cánones 1063 y siguientes) se dice que “corresponde al Ordinario de lugar cuidar que se organice debidamente esa asistencia” de quienes desean contraer matrimonio (canon 1064). Esa asistencia deberá ser desde la coherencia y desde la comprensión hacia las personas, pero al mismo tiempo el respeto a las personas en sus propias y totales circunstancias exigirá, por decirlo de un modo gráfico, no usar una doble medida, o distintos modos de trato a una y otra persona, si están ambas en las mismas circunstancias de vivencia de su fe, formación, etc.
En los momentos actuales esto es un reto para la Iglesia que intenta -que debe siempre intentar- más que sacramentalizar, trabajar, según repite continuamente el Papa, por una nueva Evangelización.