Los católicos y las reliquias
Autor: P. Fernando Pascual
Fuente: Catholic.net
Con el pasar de los siglos y con la llegada del cristianismo a nuevos
pueblos de Europa, la difusión de las reliquias se hizo casi general
La costumbre cristiana de venerar reliquias tiene a sus espaldas siglos de
historia. Con estos objetos muchos bautizados recuerdan a hombres y mujeres
de todos los tiempos que han testimoniado, de modo especial, su amor a
Cristo y su fidelidad a la fe. En ocasiones, sin embargo, se han producido
desviaciones, engaños o excesos que falsean el sentido correcto que tienen
las reliquias según la Iglesia. Por eso podemos preguntarnos: ¿cuál es la
doctrina católica sobre el tema de las reliquias?
Para responder a esta pregunta, vamos a evocar algunos momentos de la
historia del uso de las reliquias entre los cristianos, así como documentos
importantes de la Iglesia católica que hablan sobre estos objetos de
devoción.
Ya en los primeros siglos de la era cristiana fueron redactados testimonios
que muestran el respeto hacia restos mortales u objetos de diverso tipo,
especialmente de mártires. Cuando el obispo de Esmirna, san Policarpo,
sufrió el martirio (siglo II), algunos cristianos recogieron sus huesos y,
según un documento de la época, los consideraron más valiosos que el oro o
que las piedras preciosas (cf. Martirio de Policarpo, 18).
En otros lugares, y mientras duraban las persecuciones, los cristianos
veneraban las tumbas de los mártires, celebraban su memoria, y trataban con
respeto sus restos mortales, como auténticas “reliquias” (vestigios,
recuerdos) del heroísmo de quienes dieron la propia vida por mantener su fe
en Jesucristo salvador.
Cuando terminaron las persecuciones, no sólo se difundió el respeto a las
reliquias de los santos, sino que se promovió también la búsqueda de objetos
relacionados con Jesucristo y con personajes que convivieron con el
Salvador, especialmente la Virgen María y los Apóstoles. A mediados del
siglo IV, un escritor afirmaba que en muchos lugares del mundo de entonces
(es decir, de los territorios del Imperio romano) había reliquias de la Cruz
de Cristo, que habría sido encontrada, según se creía, hacia el año 318.
La veneración de las reliquias en tantos lugares mostraba la existencia de
una fe profunda en los bautizados, pero no estuvo exenta de excesos o
abusos. Pronto se difundieron ideas equivocadas sobre el carácter milagroso
de ciertas reliquias. Algunas personas llegaron a cometer robos, por lo que
tuvo que intervenir el mismo emperador Teodosio (hacia finales del siglo IV)
para poner orden en este tema. También se hizo necesario prohibir el
despedazamiento de los restos mortales de mártires, pues algunos recurrían a
este método para obtener más reliquias.
A nivel doctrinal, hubo entre Santos Padres quienes denunciaron la
existencia de abusos, y defendieron la necesidad de un uso correcto de estos
objetos para la veneración de los fieles.
Por ejemplo, san Jerónimo afirmaba claramente que no adoramos las reliquias
de los mártires, sino que a través de ellas adoramos a Aquel (Dios) por
quien fueron mártires (cf. “Ad Riparium”, I, P.L., XXII, 907). San Agustín,
por su parte, en diversos momentos de su obra “La ciudad de Dios”, presenta
más bien los aspectos positivos de la veneración de las reliquias, al
describir el uso que los cristianos hacían de ellas y los beneficios
obtenidos de Dios gracias a las oraciones en las que se pedía la intercesión
de los santos.
Con el pasar de los siglos y con la llegada del cristianismo a nuevos
pueblos de Europa, la difusión de las reliquias se hizo casi general. No
faltaron, por desgracia, quienes con engaño y fraude aprovecharon la buena
fe de cristianos ingenuos para hacer pasar por reliquias lo que eran objetos
normales (no relacionados con mártires o santos). Otras veces el entusiasmo
general llegaba a declarar como reliquias de mártires huesos encontrados
cerca de alguna iglesia, sin que hubiese un mayor discernimiento crítico al
respecto. En algunos lugares hubo una especie de “tráfico” de reliquias
motivado por el deseo de venerar restos mortales de los campeones de la fe.
En este contexto se va desarrollando y completando, a lo largo de muchos
siglos, la doctrina católica sobre el uso y veneración de las reliquias.
Veamos ahora algunos textos del Magisterio sobre el tema.
Podemos recordar un importante texto del Concilio II de Nicea (del año 787),
en el que, al hablar sobre las imágenes sagradas y otros objetos de culto,
se condenó la postura de quienes despreciaban tradiciones de la Iglesia y
rechazaban “alguna de las cosas consagradas a la Iglesia: el Evangelio, o la
figura de la cruz, o la pintura de una imagen, o una santa reliquia de un
mártir” (cf. Denzinger-Hünermann n. 603).
Dos siglos después, el año 993, el Papa Juan XV escribía en una encíclica
dirigida a los obispo de Francia y Alemania: “de tal manera adoramos y
veneramos las reliquias de los mártires y confesores, que adoramos a Aquél
de quien son mártires y confesores; honramos a los siervos para que el honor
redunde en el Señor” (cf. Denzinger-Hünermann n. 675). El texto puede
provocar sorpresa, pues se habla de adorar y venerar las reliquias, pero el
sentido parece claro: no se trata de ver las reliquias como objetos divinos,
sino como medios para reconocer y adorar a Dios, que es la causa de la
santidad (del martirio y de la confesión) de hombres y mujeres cuyos
recuerdos son venerados por los fieles.
La difusión y traslado de reliquias tuvo un nuevo auge tras las cruzadas,
especialmente a inicios del siglo XIII. No era raro que algunos cruzados
europeos fuesen fácilmente engañados por personas de Tierra Santa que
vendían como reliquias objetos cuyo valor era dudoso o claramente falso.
En este contexto intervino el Concilio IV de Letrán (en el año 1215), que
publicó un texto severo contra ciertos abusos respecto del uso de reliquias.
En el canon 62 de este Concilio leemos:
“La religión cristiana es demasiado a menudo denigrada porque algunos
exponen reliquias de santos para venderlas o para mostrarlas a cada paso.
Para que eso no se produzca más en el futuro, establecemos por el presente
decreto que las reliquias antiguas no sean más expuestas fuera del relicario
ni mostradas para ser vendidas. En cuanto a las nuevamente encontradas,
nadie ose venerarlas públicamente, si no hubieren sido antes aprobadas por
autoridad del Romano Pontífice. Además, los rectores de las iglesias
vigilarán en el futuro para que la gente que va a sus iglesias para venerar
las reliquias no sea engañada con discursos inventados o falsos documentos,
como se suele hacer en muchísimos lugares por afán de lucro” (cf.
Denzinger-Hünermann n. 818).
Avancemos a lo largo del tiempo. A causa de la Reforma protestante (siglo
XVI) y de las consecuencias producidas por la misma, el Concilio de Trento
trató en la sesión XXV (el año 1563) el tema de las reliquias, así como el
de las imágenes sagradas. Para ello, aprobó un importante decreto, que
iniciaba con estas palabras:
“Manda el santo Concilio a todos los Obispos, y demás personas que tienen el
cargo y obligación de enseñar, que instruyan con exactitud a los fieles ante
todas cosas, sobre la intercesión e invocación de los santos, honor de las
reliquias, y uso legítimo de las imágenes, según la costumbre de la Iglesia
Católica y Apostólica, recibida desde los tiempos primitivos de la religión
cristiana, y según el consentimiento de los santos Padres, y los decretos de
los sagrados concilios; enseñándoles que los santos que reinan juntamente
con Cristo, ruegan a Dios por los hombres; que es bueno y útil invocarlos
humildemente, y recurrir a sus oraciones, intercesión, y auxilio para
alcanzar de Dios los beneficios por Jesucristo su Hijo, nuestro Señor, que
es sólo nuestro redentor y salvador; y que piensan impíamente los que niegan
que se deben invocar a los santos que gozan en el cielo de eterna felicidad;
o los que afirman que los santos no ruegan por los hombres; o que es
idolatría invocarlos, para que rueguen por nosotros, aun por cada uno en
particular; o que repugna a la palabra de Dios, y se opone al honor de
Jesucristo, único mediador entre Dios y los hombres; o que es necedad
suplicar verbal o mentalmente a los que reinan en el cielo”.
Desde sus primeras líneas, el decreto del Concilio de Trento pide a los
obispos que enseñen a los católicos la sana doctrina sobre el modo de rezar
e invocar a los santos, y coloca en ese contexto el tema de las reliquias.
Recuerda, además, que los santos reinan con Cristo e interceden por los
hombres, y que al invocar a los santos se pide alcanzar de Dios “los
beneficios por Jesucristo su Hijo, nuestro Señor, que es sólo nuestro
redentor y salvador”. Este punto es importante, pues las reliquias, que
sirven para recordar a los santos, no son objetos mágicos, sino que se
relacionan directamente con los santos en cuanto intercesores. Al mismo
tiempo, el texto apenas citado recuerda que sólo Jesucristo es Salvador, no
los santos ni sus reliquias.
El siguiente párrafo del decreto aplica lo anterior al tema de las reliquias
de modo más explícito:
“Instruyan también a los fieles en que deben venerar los santos cuerpos de
los santos mártires, y de otros que viven con Cristo, que fueron miembros
vivos del mismo Cristo, y templos del Espíritu Santo, por quien han de
resucitar a la vida eterna para ser glorificados, y por los cuales concede
Dios muchos beneficios a los hombres; de suerte que deben ser absolutamente
condenados, como antiquísimamente los condenó, y ahora también los condena
la Iglesia, los que afirman que no se deben honrar, ni venerar las reliquias
de los santos; o que es en vano la adoración que estas y otros monumentos
sagrados reciben de los fieles; y que son inútiles las frecuentes visitas a
las capillas dedicadas a los santos con el fin de alcanzar su socorro”.
De esta manera, el Concilio de Trento confirmaba la doctrina católica
secular: es correcto venerar los cuerpos de los mártires y de los santos,
así como las reliquias en general, por lo que incurren en error quienes
niegan la validez de esta costumbre antiquísima.
El decreto sigue con indicaciones sobre las imágenes religiosas que no
recogemos aquí. Después de exponer la doctrina, el Concilio de Trento pasa a
pedir, en sus últimas líneas, que se extirpen abusos y errores referentes a
los santos, a las reliquias y a las imágenes. Leemos estos momentos
conclusivos del texto:
“Destiérrese absolutamente toda superstición en la invocación de los santos,
en la veneración de las reliquias, y en el sagrado uso de las imágenes;
ahuyéntese toda ganancia sórdida; evítese en fin toda torpeza; de manera que
no se pinten ni adornen las imágenes con hermosura escandalosa; ni abusen
tampoco los hombres de las fiestas de los santos, ni de la visita de las
reliquias, para tener convitonas, ni embriagueces: como si el lujo y
lascivia fuese el culto con que deban celebrar los días de fiesta en honor
de los santos. Finalmente pongan los Obispos tanto cuidado y diligencia en
este punto, que nada se vea desordenado, o puesto fuera de su lugar, y
tumultuariamente, nada profano y nada deshonesto; pues es tan propia de la
casa de Dios la santidad. Y para que se cumplan con mayor exactitud estas
determinaciones, establece el santo Concilio que a nadie sea lícito poner,
ni procurar se ponga ninguna imagen desusada y nueva en lugar ninguno, ni
iglesia, aunque sea de cualquier modo exenta, a no tener la aprobación del
Obispo. Tampoco se han de admitir nuevos milagros, ni adoptar nuevas
reliquias, a no reconocerlas y aprobarlas el mismo Obispo. Y éste, luego que
se certifique en algún punto perteneciente a ellas, consulte algunos
teólogos y otras personas piadosas, y haga lo que juzgare convenir a la
verdad y piedad. En caso de deberse extirpar algún abuso, que sea dudoso o
de difícil resolución, o absolutamente ocurra alguna grave dificultad sobre
estas materias, aguarde el Obispo antes de resolver la controversia, la
sentencia del Metropolitano y de los Obispos comprovinciales en concilio
provincial; de suerte no obstante que no se decrete ninguna cosa nueva o no
usada en la Iglesia hasta el presente, sin consultar al Romano Pontífice”.
Algunos años después del Concilio de Trento, el Papa Clemente VIII instituyó
una Congregación para las indulgencias (en el año 1593). Un siglo después,
el Papa Clemente IX (1667-1669) remodeló las atribuciones de esa
congregación, que se convirtió en la Sagrada Congregación de las
Indulgencias y de las Reliquias. Sus funciones eran: examinar y disciplinar
el uso de indulgencias y de reliquias en la Iglesia católica, evaluar cuáles
eran auténticas, y evitar abusos en el empleo de objetos relacionados con la
vida de Cristo y con los santos. Esta Congregación estuvo en funciones hasta
1917, año en el que el Papa Benedicto XV la agregó de modo definitivo a la
Penitenciaría apostólica.
Dando un salto en el tiempo, a finales del siglo XIX e inicios del siglo XX
hubo otras intervenciones importantes del Magisterio de la Iglesia sobre el
tema de las reliquias. En concreto, podemos recordar al Papa san Pío X en su
encíclica “Pascendi” (1907). En ella, el Papa deplorabla el desprecio de
algunos hacia las reliquias, y ofrecía una serie de indicaciones concretas:
“Acerca de las sagradas reliquias, obsérvese lo siguiente: si los obispos, a
quienes únicamente compete esta facultad, supieren de cierto que alguna
reliquia es supuesta, retírenla del culto de los fieles. Si las «auténticas»
de alguna reliquia hubiesen perecido, ya por las revoluciones civiles, ya
por cualquier otro caso fortuito, no se proponga a la pública veneración
sino después de haber sido convenientemente reconocida por el obispo. El
argumento de la prescripción o de la presunción fundada sólo valdrá cuando
el culto tenga la recomendación de la antigüedad, conforme a lo decretado en
1896 por la Sagrada Congregación de Indulgencias y Sagradas Reliquias, al
siguiente tenor: «Las reliquias antiguas deben conservarse en la veneración
que han tenido hasta ahora, a no ser que, en algún caso particular, haya
argumento cierto de ser falsas o supuestas»“ (Pascendi n. 55).
De un modo breve y sintético, el Concilio Vaticano II recogió la doctrina
católica sobre las reliquias en la Constitución sobre la liturgia
“Sacrosanctum Concilium”:
“De acuerdo con la tradición, la Iglesia rinde culto a los santos y venera
sus imágenes y sus reliquias auténticas. Las fiestas de los santos proclaman
las maravillas de Cristo en sus servidores y proponen ejemplos oportunos a
la imitación de los fieles” (Sacrosanctum Concilium n. 111).
Tras el Vaticano II, y después de un largo proceso de revisión, el Papa Juan
Pablo II promulgó el año 1983 un nuevo “Código de Derecho Canónico”. En el
mismo hay una sección dedicada al “culto de los santos, de las imágenes
sagradas y de las reliquias”, que recoge los cánones 1186-1190. Tras ofrecer
algunas normas sobre el culto de los santos y sobre las imágenes, el canon
1190 habla explícitamente de las reliquias:
“Canon 1190: #1. Está terminantemente prohibido vender reliquias sagradas.
# 2. Las reliquias insignes, así como aquellas otras que son honradas con
gran veneración por el pueblo, no pueden en modo alguno enajenarse
válidamente o ser trasladadas a perpetuidad sin licencia de la Sede
Apostólica.
# 3. Lo prescrito en el # 2, vale también para aquellas imágenes que, en una
iglesia, son honradas con gran veneración por el pueblo”.
Hay otro canon que alude a las reliquias, dentro del capítulo dedicado a los
altares. En concreto, se recuerda que “debe observarse la antigua tradición
de colocar bajo el altar fijo reliquias de los Mártires o de otros Santos,
según las normas establecidas en los libros litúrgicos” (canon 1237, # 2).
De los últimos años, podemos evocar dos documentos de importancia que hablan
sobre este tema. En primer lugar, el “Catecismo de la Iglesia Católica” (del
año 1993), que alude brevemente a las reliquias al referirse a las diversas
formas de devoción popular. En concreto, afirma lo siguiente:
“Además de la liturgia sacramental y de los sacramentales, la catequesis
debe tener en cuenta las formas de piedad de los fieles y de religiosidad
popular. El sentido religioso del pueblo cristiano ha encontrado, en todo
tiempo, su expresión en formas variadas de piedad en torno a la vida
sacramental de la Iglesia: tales como la veneración de las reliquias, las
visitas a santuarios, las peregrinaciones, las procesiones, el vía crucis,
las danzas religiosas, el rosario, las medallas, etc.” (Catecismo de la
Iglesia Católica n. 1674).
En el número siguiente el Catecismo explica que la religiosidad popular está
en relación con la liturgia de la Iglesia, pero sin sustituirla. En el n.
1676, más elaborado, se recuerda la necesidad de “un discernimiento pastoral
para sostener y apoyar la religiosidad popular y, llegado el caso, para
purificar y rectificar el sentido religioso que subyace en estas devociones
y para hacerlas progresar en el conocimiento del Misterio de Cristo (cf.
Catechesi tradendae n. 54). Su ejercicio está sometido al cuidado y al
juicio de los obispos y a las normas generales de la Iglesia (cf. Catechesi
tradendae 54)”. Luego se dan a entender aspectos positivos de esta
religiosidad popular, que tanto valor tiene para promover la relación entre
lo humano y lo divino.
El segundo documento fue publicado el año 2002 (tras la aprobación del Papa
Juan Pablo II el año anterior) por la Congregación para el culto divino y la
disciplina de los sacramentos, con el título “Directorio sobre la piedad
popular y la liturgia. Principios y orientaciones”. En este Directorio se
ofrece un marco histórico, magisterial y teológico para comprender las
diversas formas de devoción popular, entre las que se encuentra la
veneración a las reliquias. Al mismo tiempo, se ofrecen orientaciones que
sirven para armonizar, según lo que había sido pedido en el Concilio
Vaticano II, la piedad popular y la liturgia.
El Directorio trata el tema de las reliquias sobre todo en dos números (236
y 237). En ellos encontramos, en primer lugar, una descripción o
presentación de lo que son las reliquias y de los tipos o clases de las
mismas:
“236. El Concilio Vaticano II recuerda que «de acuerdo con la tradición, la
Iglesia rinde culto a los santos y venera sus imágenes y sus reliquias
auténticas». La expresión «reliquias de los Santos» indica ante todo el
cuerpo - o partes notables del mismo - de aquellos que, viviendo ya en la
patria celestial, fueron en esta tierra, por la santidad heroica de su vida,
miembros insignes del Cuerpo místico de Cristo y templos vivos del Espíritu
Santo (cf. 1Cor 3,16; 6,19; 2Cor 6,16). En segundo lugar, objetos que
pertenecieron a los Santos: utensilios, vestidos, manuscritos y objetos que
han estado en contacto con sus cuerpos o con sus sepulcros, como estampas,
telas de lino, y también imágenes veneradas”.
En un segundo momento, según lo que ya vimos al recordar el “Código de
Derecho Canónico”, el Directorio alude al tema del uso de las reliquias en
los altares. En concreto, afirma:
“237. El Misal Romano, renovado, confirma la validez del «uso de colocar
bajo el altar, que se va a dedicar, las reliquias de los Santos, aunque no
sean mártires». Puestas bajo el altar, las reliquias indican que el
sacrificio de los miembros tiene su origen y sentido en el sacrificio de la
Cabeza, y son una expresión simbólica de la comunión en el único sacrificio
de Cristo de toda la Iglesia, llamada a dar testimonio, incluso con su
sangre, de la propia fidelidad a su esposo y Señor”.
El mismo n. 237 del Directorio ofrece una serie de indicaciones concretas
para una pastoral que ayude a los católicos a hacer un buen uso de las
reliquias:
“A esta expresión cultual, eminentemente litúrgica, se unen otras muchas de
índole popular. A los fieles les gustan las reliquias. Pero una pastoral
correcta sobre la veneración que se les debe, no descuidará:
-asegurar su autenticidad; en el caso que ésta sea dudosa, las reliquias,
con la debida prudencia, se deberán retirar de la veneración de los fieles;
-impedir el excesivo fraccionamiento de las reliquias, que no se corresponde
con el respeto debido al cuerpo; las normas litúrgicas advierten que las
reliquias deben ser de «un tamaño tal que se puedan reconocer como partes
del cuerpo humano»;
-advertir a los fieles para que no caigan en la manía de coleccionar
reliquias; esto en el pasado ha tenido consecuencias lamentables;
-vigilar para que se evite todo fraude, forma de comercio y degeneración
supersticiosa.
Las diversas formas de devoción popular a las reliquias de los Santos, como
el beso de las reliquias, adorno con luces y flores, bendición impartida con
las mismas, sacarlas en procesión, sin excluir la costumbre de llevarlas a
los enfermos para confortarles y dar más valor a sus súplicas para obtener
la curación, se deben realizar con gran dignidad y por un auténtico impulso
de fe. En cualquier caso, se evitará exponer las reliquias de los Santos
sobre la mesa del altar: ésta se reserva al Cuerpo y Sangre del Rey de los
mártires”.
Estas indicaciones del Directorio ofrecen una buena síntesis de la doctrina
católica sobre las reliquias, que, como hemos visto, han sido veneradas
desde antiguo y han sido apreciadas positivamente por el Magisterio de la
Iglesia a lo largo de los siglos.
Podemos decir, en resumen, que, sin dejar de avisar sobre peligros,
deformaciones o usos indebidos de las reliquias, la doctrina católica
considera las partes de los cuerpos de los santos u otros objetos
relacionados directamente con ellos, como una ayuda para entrar en contacto
con Dios a través de hombres y mujeres que se dejaron transformar por la
gracia y alcanzaron así el don de la salvación en Cristo. Esos hombres y
mujeres son ahora intercesores, se unen a la oración de Cristo al Padre en
favor de sus hermanos.
Este es el sentido correcto del uso y veneración de las reliquias, que
ayudan al corazón cristiano para renovar su fe, y que permiten así una mejor
comprensión del Evangelio y una participación más consciente y madura en los
sacramentos, en los que no sólo recordamos (como al hacer uso de las
reliquias) la acción salvadora de Cristo, sino que la acogemos como fue
acogida, a veces de modo heroico, por tantos miles y miles de santos de
todos los tiempos.