48. ¿PARA QUÉ SIRVE REZAR?
¿Es Razonable ser Creyente?
50 cuestiones actuales en torno a la fe
Alfonso Aguiló
Contenido
La oración... ¿no es hablar
solo?
Nunca están cerradas
todas las puertas
mientras estemos vivos.
José Luis Martín Descalzo
La sordera de Dios
«Me siento engañada. Me
habían dicho que Dios era bueno y protegía y amaba a los buenos, que la
oración era omnipotente, que Dios concedía todo lo que se le pedía.
»¿Por qué Dios se ha
vuelto sordo a lo que le pido? ¿Por qué no me escucha? ¿Por qué permite que
esté sufriendo tanto?
»Empiezo a pensar que
detrás de ese nombre, Dios, no hay nada. Que es todo una gigantesca fábula.
Que me han engañado como a una tonta desde que nací».
Esta queja, amarga y
crispada, de una mujer afligida por una serie de desgracias, corresponde a
un tipo de quejas de las más antiguas que se escuchan contra Dios.
Y al hecho de ser
actitudes muy poco apropiadas para la oración, se une el hecho de que, en
muchos casos, lamentablemente, son las primeras palabras que esa persona
dirige hacia Dios en mucho tiempo. Y si no reciben rápidamente un consuelo a
su medida, tacharán a Dios de ser sordo a sus peticiones. Son ese tipo de
personas –decía Martín Descalzo– que tienen a Dios como un aviador su
paracaídas: para los casos de emergencia, pero esperando no tener que usarlo
jamás.
Visión utilitarista de Dios
Al parecer, su dios era
algo que servía para hacerla feliz a ella, y no ella alguien destinada a
servir a Dios. Su dios era bueno en la medida que le concedía lo que ella
deseaba, pero dejaba de ser bueno cuando le hacía marchar por un camino más
costoso o difícil.
Con la oración, nos
dirigimos a Dios y le expresamos nuestras inquietudes y preocupaciones. Es
cierto que con la oración Dios nos concede lo que le pedimos, pero solo
cuando eso que pedimos sea lo que realmente necesitamos. No tendría sentido
que nos concediera cosas que no nos convienen, y el hombre no siempre
acierta a saber qué es realmente mejor para él. La buena oración no es la
que logra que Dios quiera lo que yo quiero, sino la que logra que yo llegue
a querer lo que quiere Dios.
Tratar a Dios como a un
fontanero, del que solo nos acordamos cuando los grifos marchan mal,
denotaría una visión utilitarista de Dios. Amar a Dios porque nos resulta
rentable es confundir a Dios con un buen negocio, una instrumentalización
egoísta de Dios. Un dolor, por grande que sea, puede ser el momento
verdadero en que tenemos que demostrar si amamos a Dios o nos limitamos a
utilizarlo.
Es verdad que el
sufrimiento es a veces difícil de aceptar y de entender. Pero nuestros
sufrimientos –ha escrito la Madre Teresa– son como caricias bondadosas de
Dios, llamándonos para que nos volvamos a Él, y para hacernos reconocer que
no somos nosotros los que controlamos nuestras vidas, sino que es Dios quien
tiene el control, y podemos confiar plenamente en Él.
Son muchos los males que
afligen al mundo y a nuestra propia vida, pero eso no debe llevarnos al
pesimismo, sino a la lucha por la victoria del bien. Y esta lucha por la
victoria del bien en el hombre y en el mundo nos recuerda la necesidad de
rezar.
La oración... ¿no es hablar solo?
Una profesora explica a
sus alumnos de nueve años un ejercicio práctico.
Un grupo debe sembrar
unas semillas en dos macetas y ponerlas junto a la ventana del aula.
Luego, ese mismo grupo se
encargará de regar todos los días el primero de esos dos tiestos. El resto
de los alumnos se dedicará a rezar para que germine lo que han sembrado en
el segundo, pero sin echar una sola gota de agua.
El resultado en las
mentes de los chicos es fácil de imaginar: el aplastante peso de la realidad
les hace ver que rezar es una gran ingenuidad, puesto que de la primera
maceta pronto brotó una hermosa planta, y en cambio de la segunda la oración
no consiguió absolutamente nada.
He recordado esta
anécdota, que sucedió realmente, porque a veces nos hacemos una idea de la
oración casi tan extraña como la que aquella profesora quería inculcar en
sus alumnos.
La fe y la esperanza
cristianas no son ese balido paciente de ovejas cobardes con que algunos
parecen identificarlo:
§ El que reza no
puede pretender que Dios haga el trabajo que le corresponde hacer a él.
§ La oración no es
una simple espera de que alguien venga a resolver lo que nosotros hemos de
resolver.
§ Ni es la
aceptación cansina de errores o injusticias que estaría en nuestra mano
atajar.
§ Tampoco es un
vano y supersticioso intento de obtener un poder oculto sobre los bienes de
este mundo.
Rezar no es una especie
de diálogo de un maníaco con su sombra. La oración es algo muy distinto, y
millones de seres humanos han encontrado en ella a lo largo de los siglos,
no solo consuelo, sino una luz y una fortaleza grandes.
No son pocos los que
desdeñan o incluso se pitorrean ante la misma idea de la oración. Hablan con
sarcasmo de todo lo que suponga rezar a Dios para que se resuelva un
problema social o se abrevie cualquier desgracia o maldad humana. Los que se
burlan de todo eso –señala Juan Manuel de Prada– son los mismos que luego
solucionan el mundo cada día, ensartando rutinarias condenas o repitiendo
cansinas obviedades. ¿Acaso son más eficaces esas manifestaciones de
protesta o sus expresiones archisabidas de lamento? Si nos burlamos de la
palabra musitada en soledad, si encontramos irrisorio el coloquio con Dios,
en el que el hombre emplea todas sus potencias intelectuales (la imaginación
y la memoria, la inteligencia y la voluntad), a las que suma el fervoroso
deseo, ¿no deberíamos también carcajearnos de cualquier otra reacción
pacífica?
¿Por qué ese regodeo de
algunos en negar y pisotear la posibilidad del misterio? Un rezo no va a
imponer nuestros anhelos a la realidad, pero puede que, al conjuro de esas
palabras, nuestra pobre naturaleza humana, desvalida y apabullada, ascienda
sobre el barro de sus debilidades y halle una luz que le infunda fortaleza y
convicciones. Esas palabras que pujan por encontrar un interlocutor
sobrenatural no son ridículas, ni estériles, ni pazguatas; son la expresión
de hombres que se resisten a desfallecer y claman justicia y enarbolan la
voz, como un incienso votivo, para contrarrestar la fuerza de la maldad.
—Pero muchos dicen que
han intentado hablar con Dios y no oyen ninguna respuesta..., que no
escuchan nada en la oración, que es algo inútil.
Nadie profano en la
música consideraría inútil un piano por el simple hecho de haber obtenido
una penosa melodía al teclearlo al azar. El problema no es que la oración
sea inútil, sino que hay que aprender a hacer oración. Y en la oración no
escucharemos ninguna respuesta con voz de ultratumba que nos hable
solemnemente. La oración no es cosa de fantasías. La respuesta se escucha
con el corazón.
En el silencio del
corazón es donde habla Dios. Dios es amigo de ese silencio. Y necesitamos
escuchar a Dios, porque lo que importa no es lo que nosotros le decimos,
sino sobre todo lo que Él nos hace ver.
Dios no habla demasiado
alto, pero nos habla una y otra vez a través de todo lo que nos sucede.
Oírle depende de que, como receptores, logremos estar en buena sintonía con
el emisor, que es Dios, y sepamos vencer las muchas interferencias que a
veces produce nuestro propio estilo de vida. Así escucharemos lo que nos
pide, o lo que nos reprocha, y caeremos en la cuenta de lo que espera de
nosotros.
Algunos pensarán que orar
es cosa de sugestión. Sin embargo, quienes verdaderamente tratan con
cercanía y profundidad a Dios mediante la oración son más reflexivos, más
ponderados, más certeros en sus juicios, con una humanidad más sensible.
—¿Y con tanto rezar, no
corren peligro de alejarse un poco de la realidad?
El silencio interior –el
que Dios realmente bendice– no aísla jamás a las personas de los otros
seres. Al contrario, les hace comprenderlos mejor, entrar más en su
interior. La verdadera oración otorga al hombre una madurez, un equilibrio
de alma y unos modos sensatos y profundos de entender la vida propia y la de
los demás.
La oración enriquece
enormemente a cualquier persona que la practique. Buscar unos minutos al día
de pausa cordial para el encuentro con Dios en el fondo del alma, elevándose
un poco por encima del trajín y el ruido de nuestras actividades cotidianas,
dejando por un rato esas preocupaciones que agobian (o precisamente tratando
de ellas en la presencia de Dios); y tomar, por ejemplo, el Evangelio, o
cualquier libro que nos ayude a elevar nuestro pensamiento hacia Él; y leer
una frase, unas pocas líneas, y dejarlas calar dentro de sí, como la lluvia
cae sobre la tierra. Eso, aunque solo sea unos pocos minutos, pero cada día,
a la vuelta de poco tiempo produce un sorprendente enriquecimiento interior.