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48. ¿PARA QUÉ SIRVE REZAR?

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Contenido

La sordera de Dios


Visión utilitarista de Dios


La oración... ¿no es hablar solo?

 

Nunca están cerradas
todas las puertas
mientras estemos vivos.
José Luis Martín Descalzo

 

La sordera de Dios

«Me siento engañada. Me habían dicho que Dios era bueno y protegía y amaba a los buenos, que la oración era omnipotente, que Dios concedía todo lo que se le pedía.

»¿Por qué Dios se ha vuelto sordo a lo que le pido? ¿Por qué no me escucha? ¿Por qué permite que esté sufriendo tanto?

»Empiezo a pensar que detrás de ese nombre, Dios, no hay nada. Que es todo una gigantesca fábula. Que me han engañado como a una tonta desde que nací».

Esta queja, amarga y crispada, de una mujer afligida por una serie de desgracias, corresponde a un tipo de quejas de las más antiguas que se escuchan contra Dios.

Y al hecho de ser actitudes muy poco apropiadas para la oración, se une el hecho de que, en muchos casos, lamentablemente, son las primeras palabras que esa persona dirige hacia Dios en mucho tiempo. Y si no reciben rápidamente un consuelo a su medida, tacharán a Dios de ser sordo a sus peticiones. Son ese tipo de personas –decía Martín Descalzo– que tienen a Dios como un aviador su paracaídas: para los casos de emergencia, pero esperando no tener que usarlo jamás.

 

Visión utilitarista de Dios

Al parecer, su dios era algo que servía para hacerla feliz a ella, y no ella alguien destinada a servir a Dios. Su dios era bueno en la medida que le concedía lo que ella deseaba, pero dejaba de ser bueno cuando le hacía marchar por un camino más costoso o difícil.

Con la oración, nos dirigimos a Dios y le expresamos nuestras inquietudes y preocupaciones. Es cierto que con la oración Dios nos concede lo que le pedimos, pero solo cuando eso que pedimos sea lo que realmente necesitamos. No tendría sentido que nos concediera cosas que no nos convienen, y el hombre no siempre acierta a saber qué es realmente mejor para él. La buena oración no es la que logra que Dios quiera lo que yo quiero, sino la que logra que yo llegue a querer lo que quiere Dios.

Tratar a Dios como a un fontanero, del que solo nos acordamos cuando los grifos marchan mal, denotaría una visión utilitarista de Dios. Amar a Dios porque nos resulta rentable es confundir a Dios con un buen negocio, una instrumentalización egoísta de Dios. Un dolor, por grande que sea, puede ser el momento verdadero en que tenemos que demostrar si amamos a Dios o nos limitamos a utilizarlo.

Es verdad que el sufrimiento es a veces difícil de aceptar y de entender. Pero nuestros sufrimientos –ha escrito la Madre Teresa– son como caricias bondadosas de Dios, llamándonos para que nos volvamos a Él, y para hacernos reconocer que no somos nosotros los que controlamos nuestras vidas, sino que es Dios quien tiene el control, y podemos confiar plenamente en Él.

Son muchos los males que afligen al mundo y a nuestra propia vida, pero eso no debe llevarnos al pesimismo, sino a la lucha por la victoria del bien. Y esta lucha por la victoria del bien en el hombre y en el mundo nos recuerda la necesidad de rezar.

 

La oración... ¿no es hablar solo?

Una profesora explica a sus alumnos de nueve años un ejercicio práctico.

Un grupo debe sembrar unas semillas en dos macetas y ponerlas junto a la ventana del aula.

Luego, ese mismo grupo se encargará de regar todos los días el primero de esos dos tiestos. El resto de los alumnos se dedicará a rezar para que germine lo que han sembrado en el segundo, pero sin echar una sola gota de agua.

El resultado en las mentes de los chicos es fácil de imaginar: el aplastante peso de la realidad les hace ver que rezar es una gran ingenuidad, puesto que de la primera maceta pronto brotó una hermosa planta, y en cambio de la segunda la oración no consiguió absolutamente nada.

He recordado esta anécdota, que sucedió realmente, porque a veces nos hacemos una idea de la oración casi tan extraña como la que aquella profesora quería inculcar en sus alumnos.

La fe y la esperanza cristianas no son ese balido paciente de ovejas cobardes con que algunos parecen identificarlo:

§        El que reza no puede pretender que Dios haga el trabajo que le corresponde hacer a él.

§        La oración no es una simple espera de que alguien venga a resolver lo que nosotros hemos de resolver.

§        Ni es la aceptación cansina de errores o injusticias que estaría en nuestra mano atajar.

§        Tampoco es un vano y supersticioso intento de obtener un poder oculto sobre los bienes de este mundo.

Rezar no es una especie de diálogo de un maníaco con su sombra. La oración es algo muy distinto, y millones de seres humanos han encontrado en ella a lo largo de los siglos, no solo consuelo, sino una luz y una fortaleza grandes.

No son pocos los que desdeñan o incluso se pitorrean ante la misma idea de la oración. Hablan con sarcasmo de todo lo que suponga rezar a Dios para que se resuelva un problema social o se abrevie cualquier desgracia o maldad humana. Los que se burlan de todo eso –señala Juan Manuel de Prada– son los mismos que luego solucionan el mundo cada día, ensartando rutinarias condenas o repitiendo cansinas obviedades. ¿Acaso son más eficaces esas manifestaciones de protesta o sus expresiones archisabidas de lamento? Si nos burlamos de la palabra musitada en soledad, si encontramos irrisorio el coloquio con Dios, en el que el hombre emplea todas sus potencias intelectuales (la imaginación y la memoria, la inteligencia y la voluntad), a las que suma el fervoroso deseo, ¿no deberíamos también carcajearnos de cualquier otra reacción pacífica?

¿Por qué ese regodeo de algunos en negar y pisotear la posibilidad del misterio? Un rezo no va a imponer nuestros anhelos a la realidad, pero puede que, al conjuro de esas palabras, nuestra pobre naturaleza humana, desvalida y apabullada, ascienda sobre el barro de sus debilidades y halle una luz que le infunda fortaleza y convicciones. Esas palabras que pujan por encontrar un interlocutor sobrenatural no son ridículas, ni estériles, ni pazguatas; son la expresión de hombres que se resisten a desfallecer y claman justicia y enarbolan la voz, como un incienso votivo, para contrarrestar la fuerza de la maldad.

—Pero muchos dicen que han intentado hablar con Dios y no oyen ninguna respuesta..., que no escuchan nada en la oración, que es algo inútil.

Nadie profano en la música consideraría inútil un piano por el simple hecho de haber obtenido una penosa melodía al teclearlo al azar. El problema no es que la oración sea inútil, sino que hay que aprender a hacer oración. Y en la oración no escucharemos ninguna respuesta con voz de ultratumba que nos hable solemnemente. La oración no es cosa de fantasías. La respuesta se escucha con el corazón.

En el silencio del corazón es donde habla Dios. Dios es amigo de ese silencio. Y necesitamos escuchar a Dios, porque lo que importa no es lo que nosotros le decimos, sino sobre todo lo que Él nos hace ver.

Dios no habla demasiado alto, pero nos habla una y otra vez a través de todo lo que nos sucede. Oírle depende de que, como receptores, logremos estar en buena sintonía con el emisor, que es Dios, y sepamos vencer las muchas interferencias que a veces produce nuestro propio estilo de vida. Así escucharemos lo que nos pide, o lo que nos reprocha, y caeremos en la cuenta de lo que espera de nosotros.

Algunos pensarán que orar es cosa de sugestión. Sin embargo, quienes verdaderamente tratan con cercanía y profundidad a Dios mediante la oración son más reflexivos, más ponderados, más certeros en sus juicios, con una humanidad más sensible.

—¿Y con tanto rezar, no corren peligro de alejarse un poco de la realidad?

El silencio interior –el que Dios realmente bendice– no aísla jamás a las personas de los otros seres. Al contrario, les hace comprenderlos mejor, entrar más en su interior. La verdadera oración otorga al hombre una madurez, un equilibrio de alma y unos modos sensatos y profundos de entender la vida propia y la de los demás.

La oración enriquece enormemente a cualquier persona que la practique. Buscar unos minutos al día de pausa cordial para el encuentro con Dios en el fondo del alma, elevándose un poco por encima del trajín y el ruido de nuestras actividades cotidianas, dejando por un rato esas preocupaciones que agobian (o precisamente tratando de ellas en la presencia de Dios); y tomar, por ejemplo, el Evangelio, o cualquier libro que nos ayude a elevar nuestro pensamiento hacia Él; y leer una frase, unas pocas líneas, y dejarlas calar dentro de sí, como la lluvia cae sobre la tierra. Eso, aunque solo sea unos pocos minutos, pero cada día, a la vuelta de poco tiempo produce un sorprendente enriquecimiento interior.

 

 

 

 


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