45. NUEVOS IMPERIALISMOS
¿Es Razonable ser Creyente?
50 cuestiones actuales en torno a la fe
Alfonso Aguiló
Contenido
El resultado de muchas
victorias sobre la muerte
La apoteosis de la
intolerancia
Antiguos dogmas
supuestamente científicos
Oscuros intereses políticos
y económicos
Una nueva forma de acoso
sexual
Al hombre de cada siglo
le salva un grupo de
hombres
que se oponen a sus
gustos.
Chesterton
Oscuras profecías
Desde que Malthus se
equivocara, hace ya muchos años, al pronosticar que Inglaterra jamás podría
soportar una población superior a diez millones de habitantes, han sido
muchos los que continúan repitiendo periódicamente sus mismas y agoreras
predicciones. El argumento siempre ha sido el mismo: si la población mundial
continúa creciendo, el planeta camina inexorablemente hacia su ruina.
Sin embargo, si echamos
una mirada a la historia, deberíamos ser comprensivos conMalthus.
Hagamos un supuesto, remontándonos veinticinco o treinta siglos.
Si a los iberos que
poblaban la ribera del río Manzanares antes de la llegada de los romanos,
alguien les hubiera preguntado por la población máxima que podrían admitir
aquellas tierras que ellos ocupaban, es muy probable que hubieran asegurado
que allí no había caza para alimentar más que a unos pocos miles de
personas; y que si hubiera más, se exterminaría a los elefantes y bisontes
de que se alimentaban; y no habría madera para construir sus viviendas; y
los pequeños campos cultivables serían insuficientes; etc.
Y si les hubieran dicho
que allí, en esa zona en la que apenas había unos cuantos asentamientos
dispersos a la orilla del río, tres mil años después iba a haber una ciudad
de cuatro millones de habitantes –la actual Madrid–, lo más probable es que
pensaran que les estaban tomando el pelo. Pensarían que habría que estar
loco para pensar que de aquellas tierras pudiera salir carne, frutas y
cereales para alimentar a esa ingente multitud.
Y sin necesidad de
remontarnos tanto, si en 1950 le hubieran preguntado a alguien qué ocurriría
si se duplicara la población mundial, probablemente habría dicho que sería
una tremenda catástrofe.
Sin embargo, eso es lo
que ha sucedido –con creces–, y se supone que vivimos algo mejor que
entonces. Es más –paradojas de la vida–, resulta que muchos de los problemas
de Occidente provienen ahora de los enormes excedentes alimentarios, y es
frecuente que se subvencione a los agricultores para que no cultiven sus
tierras o para que disminuyan el número de cabezas de ganado.
Los pronósticos
aterradores han sido moneda corriente durante los últimos treinta o cuarenta
años. Se han vaticinado catástrofes tremendas a la vuelta de la esquina, si
alguien no hacía algo para contener el amenazador boom demográfico.
Una de las más famosas
predicciones fue la de los hermanos Paddock,
que aseguraron que veríamos millones de muertos de hambre en los Estados
Unidos. Sin embargo, se topó con una superproducción agraria sin
precedentes.
Tampoco parece que se
cumplieran los cálculos de Paul Ehrlich –cuyas
tesis fueron durante años un auténtico dogma en todo el mundo–, cuando
predijo que en los años setenta estallaría un conflicto a escala mundial,
provocado por el agobiante avance de la superpoblación, que causaría cientos
de millones de muertes, provocando guerras y violencia, y destruyendo los
recursos necesarios para mantener la vida sobre el planeta.
Todas esas negras
profecías han demostrado tener una fuerte carga de ciencia-ficción, pero muy
poco de ciencia. Por ejemplo –como señala Robert L. Sassone–,
es curioso que los veinte países con mayor escasez de alimentos son países
con poca población; o que la mayor parte del terreno potencialmente agrícola
siga sin utilizarse; o que las grandes fases de desarrollo de los países hoy
más industrializados hayan coincidido con fuertes crecimientos de población.
Frente a tantos progresos
innegables que han acompañado al crecimiento de la población, los profetas
del desastre solo pueden esgrimir hipotéticos riesgos futuros. Pero los
fallos de pronósticos anteriores nos advierten de lo poco fiable de ese tipo
de profecías. No se puede negar que hay bolsas de pobreza en torno a las
grandes ciudades del mundo, y que hay regiones en las que hay hambre,
desnutrición, problemas de salud, mortalidad infantil, etc., pero hay que
comprender que son problemas complejos, y que sus causas no son la simple
presión demográfica.
El resultado de muchas victorias sobre la muerte
Hace diez mil años, el
planeta solo podía mantener a 4 millones de personas, y su esperanza de vida
al nacer era de tan solo 20 años.
En el siglo XIX, nuestro
planeta era capaz de mantener a 1.000 millones de personas, y su esperanza
de vida rondaba los 30 años.
Ahora, viven más de 6.000
millones de personas en la tierra, y viven más tiempo y con más salud que
nunca. La esperanza de vida alcanza casi los 80 años en los países
desarrollados, y oscila entre 45 y 60 años en los países más pobres.
Este avance ha sido
posible sobre todo gracias a la reducción de las tasas de mortalidad
infantil, que se deben fundamentalmente a las grandes mejoras en la
agricultura, la sanidad y la medicina.
El incremento de la
población mundial es el resultado de muchas victorias de la humanidad sobre
la muerte. Lo normal –afirma Julian L. Simon–
sería que todos los filántropos dieran saltos de alegría al presenciar este
triunfo de la mente humana y de la organización sobre las fuerzas de la
naturaleza causantes de la muerte. En cambio, muchos se quejan de que hay
demasiada gente viva para disfrutar de ese don, y se empeñan en implantar
duras campañas de control de natalidad.
La apoteosis de la intolerancia
Lo peor de todo esto es
que esos alarmismos demográficos han solido traer consigo políticas
inhumanas, de intolerancia flagrante, de tremenda coerción y de graves
violaciones de los derechos humanos. Y, desgraciadamente, no han sido casos
aislados.
Por ejemplo, el gobierno
indio ha llevado a cabo durante años extensos programas de esterilizaciones
masivas de ciudadanos, en muchos casos mediante engaño o violencia. En
China, esas campañas han sido aún más masivas e intimidatorias, ejerciendo
sobre los matrimonios una presión enorme y a menudo brutal para limitar la
descendencia familiar a un solo hijo por familia.
Esos programas son
ejemplos extremos de violaciones de derechos humanos que, en nombre del
control de la población, se cometen y han cometido en tantos países. Pero lo
más doloroso –se lamentaba Karl Zinsmeister–,
es que las autoridades internacionales hagan apologías públicas de esa clase
de políticas inhumanas: es triste que cuando la ONU entregó por primera vez
el premio de planificación familiar, los ganadores fueran precisamente los
directores de los programas indio y chino.
Resulta seriamente
preocupante la grave intolerancia que demuestran quienes violentan las
raíces culturales milenarias de esos pueblos promoviendo semejantes campañas
antinatalistas. Como decía Chesterton, con este tipo de políticas se acaba
desdibujando la diferencia entre animales y seres humanos, y se acaba
tratando a seres humanos pobres como si no fueran más que estorbos
económicos, sociales o ecológicos. Como si fueran una nueva especie de
contaminación que es preciso eliminar.
Tiene razón Julián Marías
al advertir que quienes piensan así reducen lo humano casi a la zoología.
Ven a la mujer embarazada como una simple hembra preñada, y actúan como si
buscaran anular la libertad de toda una parte de la humanidad a la que
consideran carente de responsabilidad.
El testimonio de la historia
—Pero parece que el
crecimiento demográfico es una seria amenaza para el desarrollo y el futuro
de nuestro planeta, tanto por la escasez de recursos naturales como por el
deterioro ambiental.
Ya hemos visto que los
datos no son tan alarmantes. Cualquier experto en economía agraria sabe bien
que la dieta alimenticia de la población mundial no ha parado de crecer en
los últimos cincuenta años. Y quienes estudian la economía de los recursos
naturales saben que todos los recursos son cada vez más accesibles, en lugar
de más escasos, como lo demuestra el descenso de los precios de todos ellos
a lo largo de décadas y siglos.
—Bien, pero se dice que
el aumento de población de una sociedad reduce el ahorro, impide la
inversión, disminuye las posibilidades educativas y es la causa fundamental
del hambre en el mundo.
Ninguna de esas
afirmaciones sobre el aumento de la población parece avalada por la
historia:
§ Los costes de
los recursos naturales han ido disminuyendo a largo plazo en todos los
casos, salvo alguna excepción temporal. Es decir, ha crecido siempre la
disponibilidad de materias primas. Por ejemplo, el precio actual del cobre
–en función de los salarios de cada época– es aproximadamente una décima
parte del que tenía en el siglo XVIII, la centésima parte que durante el
Imperio Romano, y la milésima parte que en Babilonia hace 4.000 años.
§ Los productos
elaborados (bolígrafos, camisas, neumáticos, etc.) son cada vez más baratos,
porque cada vez sabemos producir más y a menor coste.
§ El incremento de
productividad por unidad de superficie agraria ha crecido muchísimo más
rápido que la población, y hay serias razones para pensar que esta tendencia
continuará. Por tanto, hay cada vez menos motivos para preocuparse por la
disponibilidad de tierra cultivable: aumenta el número de cosechas al año,
aumentan los rendimientos por hectárea gracias a las mejoras en los métodos
de cultivo y los fertilizantes, y aumenta también la superficie por la
puesta en cultivo de nuevas tierras y por la recuperación de tierras
abandonadas.
§ Solo hay un
recurso importante que parece haber empezado a decrecer, y es el más
importante: el ser humano. Ahora hay más gente que nunca en el planeta. Pero
si midiéramos la escasez de seres humanos de la misma manera que medimos la
escasez de otros bienes económicos, vemos que los salarios no han hecho más
que subir en todo el mundo, en los países pobres y en los ricos. La cantidad
que hay que pagar a un peluquero o un cocinero o un economista ha subido en
la India igual que en Estados Unidos. Este incremento de los precios es una
clara muestra de que las personas son cada vez más escasas, aunque seamos
más.
Todas las predicciones de
los alarmistas han resultado erróneas. Los metales, los alimentos y demás
recursos naturales son ahora más accesibles, en vez de más escasos, como se
predecía. Los expertos concuerdan en que las grandes hambrunas han sido,
casi sin excepción, consecuencia de conflictos civiles y de desórdenes
políticos y económicos.
Los problemas del Tercer
Mundo solo pueden resolverse mediante la solidaridad internacional y la
solución de los problemas internos de esos países: mala política y
administración, corrupción, guerras, etc. Es ahí donde hay que ayudarles.
¿Quién decide quiénes sobran?
—Pero supongo que habrá
siempre una limitación que viene dada por el número de habitantes que
físicamente puede mantener un área determinada.
Ese número de habitantes
no depende solo de los kilómetros cuadrados, sino sobre todo de la
organización económica y social. Hay 120 millones de personas apiñadas en
las pequeñas islas del Japón. Sin embargo, gracias a la buena organización y
a su excelente productividad, los japoneses figuran entre los países más
ricos del mundo.
—Bien, pero parece que
ahora ya están bastante llenas esas islas.
Eso es lo que nos parece
a nosotros. Si se hubiera preguntado a los indios algonquinos que poblaban
Manhattan en el siglo XVII cuánta gente pensaban que podría albergar la
isla, seguramente habrían respondido también que ya estaba bastante llena.
Sin embargo, ahora está llena de rascacielos y tampoco debe estar tan mal
allí la gente, al menos a juzgar por lo que cuesta comprarse un piso en
Nueva York.
La respuesta que daba
Chesterton a quien le hablaba de exceso de población, era una pregunta: si
él mismo es parte de ese exceso de población; o, si no lo es, cómo sabe que
no lo es.
Antiguos dogmas supuestamente científicos
—Bien, pero lo del Japón
que decías antes es un caso excepcional. Quizá sea un país con una
mentalidad tan especial que no puede servir para rebatir un principio que
parece elemental: si los recursos naturales de una tierra son pocos, o su
orografía es muy difícil, está claro que cuantos menos sean, siempre es
mejor; después de todo, más gente significa más bocas que alimentar, más
pies que calzar, más escuelas que construir. Más gente siempre supone más
problemas.
No parece que la realidad
obedezca a ese razonamiento, sino que se trata de algo más complejo. Podrían
ponerse muchos otros ejemplos, además del Japón, que contradicen esa
explicación.
Si nos fijamos en Suiza,
vemos también que es un país pequeño, en cuya reducida extensión apenas hay
recursos naturales, y que es el más abrupto y montañoso de Europa; sin
embargo, es de los más ricos del continente.
Países como Japón o Suiza
(pequeños, montañosos y sin recursos naturales), no son casos aislados. La
gran riqueza de esos países –quizá consecuencia precisamente de su pobreza
en recursos naturales– está en los recursos humanos: una elevada densidad de
población con un elevado nivel de preparación.
Hay muchísimos más
ejemplos de contrastes que niegan esa relación directa entre la pobreza y la
elevada densidad de población. Holanda tiene 354 habitantes por kilómetro
cuadrado, y la India solo 228. Alemania tiene 246, y Bolivia solo 6.
—Quizá sea eso cierto
para países que ya han conseguido una riqueza económica, pero parece que
para los que son pobres, una elevada población siempre supone un gran
retraso en el crecimiento económico.
Sin entrar en grandes
disquisiciones macroeconómicas, parece que bastantes naciones pequeñas –por
ejemplo Taiwán, Corea, Singapur, etc.– han sido las de mayor crecimiento
económico del mundo durante varias décadas. Y todas ellas eran antes pobres
y muy pobladas (Corea tiene 409 habitantes por kilómetro cuadrado).
Hay docenas de países
poco poblados que son pobres y sucios y padecen hambre. Y hay multitud de
países con población grande y densa, que son prósperos y atractivos. Esto no
significa que la densidad de población sea una gran ventaja, pero tampoco
parece que sea una gran desventaja.
Sería un reduccionismo
condicionar el éxito económico al bajo número de habitantes. De entrada, es
olvidar que la gente no solo consume: también produce.
—Pero cuando el paro
laboral crece, y los puestos de trabajo son escasos, más vale limitar el
crecimiento de la población, pues se ve que la economía no admite más
trabajadores.
El sistema económico es
mucho más complejo que eso. Muchas veces, el estancamiento de la economía se
debe a un freno en el consumo, que es consecuencia a su vez del
estancamiento de la población. Para que haya puestos de trabajo, es preciso
producir; y para producir, hace falta gente que consuma. Si esa cadena se
frena por un parón en el número de consumidores, la economía se frena
también.
La hipótesis de que un
buen desarrollo económico exige un fuerte control de la natalidad supone,
entre otras cosas, desconocer una lección de la historia: el crecimiento de
la población precede al crecimiento económico, y es difícil encontrar un
ejemplo de un país que haya mantenido al mismo tiempo una caída de población
y un buen desarrollo económico.
Todas estas realidades
innegables han llevado a un heterogéneo grupo de prestigiosos investigadores
a contradecir los antiguos dogmas del control demográfico. Personas comoSimon Kuznets, Colin Clark,
P. T. Bauer, Ester Boserup,
Albert Hirshman, Julian Simon,
Richard Easterlin y
otros, coinciden en que es preciso subrayar el gran potencial creativo de
los individuos humanos. La solución está en organizar mejor la sociedad: las
personas son su recurso más valioso.
Como ha escrito Hannah Arendt,
el milagro que interrumpe una y otra vez el curso del mundo y el discurrir
de las cosas humanas, y lo salva de la decadencia, es, en última instancia,
el hecho de la natalidad, del nacimiento. El milagro consiste en que nacen
hombres. Cada recién llegado –siempre que se le permita llegar, y luego
desarrollar sus capacidades únicas e irrepetibles– es un nuevo potencial de
ganancia para la humanidad.
Oscuros intereses políticos y económicos
—De todas formas, ¿no es
un poco extraño que todos esos datos y razones científicas no convenzan a
tantas instituciones que continúan promoviendo grandes campañas de control
de la natalidad?
Sí que parece un poco
extraño. Y me atrevo a decir que también un poco sospechoso. De hecho, están
surgiendo cada vez más voces de protesta –aunque por desgracia aún bastante
silenciadas– contra ese tipo de políticas antinatalistas.
Es sospechoso, por
ejemplo, que la mayor parte de lo que se consideran ayudas al desarrollo de
países pobres se destine a sufragar gastos administrativos y de gestión de
las propias instituciones que conceden esas supuestas ayudas: grandes
edificios, ingentes gastos de personal y de representación, viajes, hoteles,
congresos, etc.
Y es también sospechoso
que los fondos restantes –teóricamente destinados ya directamente a promover
el desarrollo en cada país– se suelan a su vez emplear mayoritariamente en
subvencionar campañas de planificación familiar.
—Supongo que algo
gastarán en promover directamente el desarrollo, ¿no?
Muy poco, solo un pequeño
tanto por ciento. Casi todo el presupuesto se va en burocracia, gestión, y
multimillonarios contratos con empresas que se dedican a implantar el
control de la natalidad. Al final, solo una pequeña parte se destina a los
gastos sociales verdaderamente esenciales para el desarrollo
(infraestructuras, capacitación profesional, sanidad, cultura, educación,
etc.).
Y es una pena que esas
instituciones, que aseguran contribuir a la liberación de la mujer, en
muchos casos lo que hacen en la práctica es sacrificar su acceso a la
educación –habitualmente inferior al varón en esos países– en favor de su
acceso a la planificación familiar.
No falta gente, además,
que asegura que detrás de esos contratos de family planning
hay oscuros –oscurísimos– intereses económicos y políticos.
Esas campañas cuentan con
unas dotaciones de varios billones de dólares anuales, y de ese dinero viven
–bastante bien, por cierto– muchas grandes multinacionales del sector. Son
cifras que bien pueden forzar políticas gubernamentales o comprar voluntades
de personas de ámbitos muy diversos.
Hay que pensar que son
contratos muy apetecibles, pues venden de un golpe cientos de millones de
preservativos y píldoras anticonceptivas, que suponen grandes ganancias,
siempre seguras, puesto que los gobiernos del Tercer Mundo se ven obligados
a comprarlos.
Además, muchas veces
–como se ha denunciado en repetidas ocasiones– son productos ya retirados de
los mercados occidentales por sus efectos secundarios o su baja calidad.
—Me parece mal,
lógicamente, pero al fin y al cabo se trata de un regalo, ¿no?
Bueno, es que hay que
recordar que toda esta campaña de solidaridad internacional incluye un plan
para pasarle luego la factura a las víctimas. Por ejemplo, la tristemente
famosa Conferencia de Población y Desarrollo de El Cairo previó que las dos
terceras partes de esos costos serían financiados por los propios países en
vías de desarrollo.
Como se ve –denunciaba
Ignacio Aréchaga–,
el plan es perfecto: primero se establece que hay una demanda insatisfecha
de servicios de control de la natalidad; después se dictamina lo que hay que
gastar en la promoción de medios anticonceptivos, proporcionados en su mayor
parte por las multinacionales de los países ricos; y finalmente se pasa el
grueso de la factura a los países en desarrollo, ya que "ellos son los
primeros beneficiados".
Parece que no es buscarle
tres pies al gato pensar que hay mucha gente poderosa que tiene mucho
interés en mantener este tipo de políticas antinatalistas. Las razones que
dan suelen ser de solidaridad, de ecología o de preocupación humanitaria. En
muchos casos, lo harán de buena fe. Pero me temo que detrás de esas mismas
razones filantrópicas muchos otros esconden inconfesables afanes de mantener
el imperialismo económico, sostener un rentable colonialismo demográfico,
ganar dinero a expensas del Tercer Mundo, contener las avalanchas de
inmigrantes, o ceder a presiones provenientes de intereses de poderosos
grupos económicos internacionales.
La alarma ante el
crecimiento demográfico enmascara muchos temores a una nueva situación que
inquieta a los países ricos. Un miedo –como escribe el francés Hervé LeBras–
que "se expresa bajo la forma alegórica de un atentado a la salud del
planeta, mientras que se trata de un atentado a los privilegios de los ricos
por la llegada de nuevos convidados al banquete de la naturaleza". Una sutil
intolerancia, lamentablemente disfrazada de tolerancia y solidaridad.
Una nueva forma de acoso sexual
Si se supiera –sugiere de
nuevo Aréchaga–,
que un alto cargo de la ONU presiona a una funcionaria para obtener sus
favores a cambio de un ascenso, inmediatamente sería destituido por acoso
sexual. Es curioso, en cambio, que si esos mismos altos cargos fuerzan a
millones de mujeres y hombres a organizar su natalidad de acuerdo con sus
dictados, so pena de ahogarles financieramente, haya quienes los consideren
como unos benefactores de la humanidad.
Y es también curioso que,
en una época en la que la planificación centralizada de la economía ha caído
en descrédito frente a la iniciativa personal y el libre juego del mercado,
algunos sigan empeñados en meterse en las alcobas de millones de ciudadanos
para decirles cómo deben planificar la natalidad.
Por razones éticas de
carácter elemental, no pueden admitirse programas que someten a los
matrimonios a presiones degradantes para que recurran a la esterilización o
a otros métodos anticonceptivos. No se puede estar de acuerdo con que los
pobres sean señalados con el dedo como si su propia existencia fuera la
causa, no el efecto, del deterioro social o económico de un país.
Es una hipocresía decir a
esos pueblos hambrientos que, para que no crezcan más, los países
occidentales van a limitarles su natalidad esterilizando a las personas,
vendiéndoles preservativos (fabricados por multinacionales que están
haciendo a su costa grandes negocios), o instalando clínicas abortistas (que
de paso proporcionen fetos con los que hacer cremas para la alta cosmética
occidental).
Los que estén
verdaderamente preocupados por el bienestar de la población de los países
pobres deberían centrar su atención no en los simples números de la
población, sino en las instituciones –un gobierno y una política económica y
educativa adecuadas– que posibiliten a los ciudadanos ejercer sus
potencialidades.
—¿Piensas entonces que
hay que defender la procreación a toda costa?
No se trata de eso. La
transmisión de la vida humana debe ejercitarse con un alto sentido de
responsabilidad. Hay que respetar el derecho de los esposos a decidir el
tamaño de la familia y a espaciar los nacimientos, sin presiones
provenientes de la intolerancia de los gobiernos o de otras organizaciones,
que no pueden arrogarse responsabilidades que corresponden a los esposos, ni
usar de la extorsión, la coacción o la violencia para hacer que los cónyuges
se sometan a sus directrices en esta materia.
Por ejemplo, es un signo
de imperialismo detestable vincular la concesión de ayudas internacionales a
infamantes condiciones que afectan al control de la natalidad. Son los
esposos quienes han de decidir en conciencia sobre el número y espaciamiento
de los hijos.
—¿Y no es extraño que
haya tanta oposición en la actualidad contra esa doctrina de la Iglesia
católica?
No es solo una cuestión
de la Iglesia católica, sino de todos aquellos que tienen aprecio por la
libertad de los esposos. No me extrañaría que un día no lejano se acabe por
reconocer de modo universal esas razones, en contra de las del colonialismo
demográfico que algunos están intentando imponer a los países pobres.
Ya ha sucedido algo
parecido con el marxismo, tan defendido durante largos años por legiones
enteras de afamados economistas e intelectuales occidentales. La Iglesia
católica no dudó en plantar cara a la doctrina de Marx, y aseguró siempre
que sus tesis atentaban contra la dignidad humana. Con el tiempo, el
marxismo se ha venido abajo estrepitosamente, y la resistencia ética de la
Iglesia católica –hasta entonces considerada arcaica por todos aquellos
sesudos intelectuales– ha sido confirmada por la aplastante fuerza de los
hechos. Y no ha sido porque los hombres de la Iglesia hubieran tenido una
competencia científica superior (tampoco eran tontos), sino porque juzgaban
los comportamientos humanos según principios de humanidad.
Sobre la explosión
demográfica mundial y sus peligros, son muchos los demógrafos que dicen hoy
lo contrario de lo que se afirmaba hace cuarenta años. Y son muchos los que
denuncian que las posturas del imperialismo antinatalista obedecen a mitos y
prejuicios ideológicos que no resisten un análisis científico medianamente
serio.
Veremos a quién da el tiempo la razón. Afortunadamente, a veces sucede que, en no mucho tiempo, se verifica con la experiencia lo acertado de las conclusiones que se pueden sacar de la conciencia moral. Por eso muchas veces, en vez de fijarse en la oposición de los que más gritan, es más ilustrativo prestar más atención a los gritos del silencio, a los gritos de los que no pueden hablar porque, de un modo u otro, no se les deja vivir.