44. DERECHO A DECIDIR Aborto-Eutanasia PERO HAY UN TERCERO EN JUEGO
50 cuestiones actuales en torno a la fe
Alfonso Aguiló
44. DERECHO A DECIDIR Aborto-Eutanasia PERO HAY UN TERCERO EN JUEGO
A un paso de algo que parece
importante
Libertad de conciencia, pero
para todos
Egoísmo masculino e
intolerancia social
La madre es quien mejor sabe
la verdad
La peor verdad solo
cuesta un gran disgusto.
La mejor mentira cuesta
muchos disgustos pequeños
y, al final, un disgusto
grande.
Jacinto Benavente
A un paso de algo que parece importante
Cuando Macbeth se da
cuenta de que no hay ningún obstáculo entre él y la corona de Escocia, salvo
el cuerpo durmiente de Duncan, piensa que con solo realizar un acto cruel
podrá ser feliz para toda la vida.
Y decide que compensa
hacer ese mal para lograr un bien que considera muy grande.
Sin embargo, el efecto
del crimen fue desconcertante e insoportable: un solo acto contra la ley
introdujo a Macbeth en un ambiente mucho más sofocante que el de la ley.
Como señala Chesterton,
hay una lección en Macbeth que es también el fondo sobre el que se
desarrolla toda tragedia: el hecho de la unidad de la vida humana, y el
hecho de que el ser humano acaba pagando siempre el precio de las
consecuencias de sus propios actos.
Macbeth nos enseña que no
se puede hacer una locura con la idea de alcanzar la cordura. Haciendo un
mal, jamás el hombre puede hacerse a sí mismo más grande. Al revés, se
encuentra más atrapado. Destroza una puerta, pero en lugar de huir se
encuentra en una habitación todavía más pequeña. Y cuanto más destruye, más
se estrecha esa habitación.
Algo así sucede con el
aborto. Muchas personas son conscientes de que es algo abominable. No lo
quieren a priori. Pero, ante un problema concreto, se ven a un solo paso de
alcanzar –mediante el aborto– un objetivo codiciado, un señuelo de libertad.
Si por desgracia deciden,
como Macbeth, que compensa hacer ese mal para lograr lo que desean,
encontrarán al otro lado de esa puerta algo muy distinto de la libertad.
La parte débil del litigio
“Nosotras parimos,
nosotras decidimos”. La reclamación parece, en principio, incontestable. Y
glosando a Miguel Delibes, habría que decir que efectivamente así lo sería
si lo parido fuese algo inanimado, algo que el día de mañana no pudiese, a
su vez, objetar dicha exigencia, esto es, ser parte interesada, hoy muda, de
tan importante decisión.
Se discute sobre si el
feto es o no es un portador de derechos desde el instante de la concepción.
Una cosa parece clara: el óvulo fecundado es algo vivo, con un código
genético propio, y que con toda probabilidad llegará a ser un hombre hecho y
derecho si los que ya disponemos de razón no truncamos artificialmente su
proceso de viabilidad.
Lo trágico de este dilema
es que el feto aún carece de voz. Y parece natural que alguien tome su
defensa, puesto que es la parte débil del litigio. Los abortistas apelan a
la libertad de la madre, pero habría que preguntarse por qué negar al feto
tal derecho, en nombre de qué libertad se le puede negar la libertad de
nacer.
Las partidarias del
aborto piden libertad para su cuerpo. Eso está muy bien, pero parece
razonable pedir que su uso no vaya en perjuicio de tercero. Porque su
libertad es la misma que exigiría el feto si dispusiera de voz: la libertad
de tener un cuerpo para poder disponer mañana de él con la misma libertad
que hoy reclaman sus presuntas y reacias madres. El derecho a tener un
cuerpo debería ser el que encabezara el más elemental código de derechos
humanos.
—¿Y no puede suceder que
el feto sea una vida humana, pero todavía no sea un ser humano individual?
El concepto de vida
humana no existe más que encarnada en seres individuales. La vida humana,
así, en general, es solo una idea abstracta.
Sin voz ni voto
El caso es que el abortismo ha
venido, curiosamente, a incluirse entre los postulados de muchas modernas
progresías.
El progresismo, en su
origen, respondía a un esquema muy sugestivo: apoyar al débil, pacifismo,
tolerancia, no violencia. Años después, el progresista añadió a este credo
la defensa de la naturaleza. Para el progresista, el débil era el obrero
frente al patrono, el niño frente al adulto, la mujer frente al varón, el
negro frente al blanco, la naturaleza virgen frente a la industria
contaminante. Había que tomar partido por el indefenso, y era recusable
cualquier forma de violencia. Todo un ideario claro y atractivo.
Pero surgió el problema
del aborto y, ante él, el progresismo vaciló. No pensó ya que la vida del
feto estaba más desprotegida que la del obrero o la del pobre, quizá porque
el embrión carecía de voz y voto, y era políticamente irrelevante.
Y empezó a ceder en sus
principios: contra el feto, una vida humana desamparada e inerme, podía
atentarse impunemente. Nada importaba su debilidad, si su eliminación se
efectuaba mediante una violencia silenciosa. Los demás fetos callarían, no
harían manifestaciones callejeras, no podrían protestar.
El feto pasó a ser
considerado como un intruso inoportuno, como si fuera una verruga
desagradable que hay que hacer desaparecer, como un mal que no se está
dispuesto a tolerar.
Así fue manifestándose la
crueldad de la historia. La tolerancia de los progresistas se fue tiñendo de
intolerancia crispada, de exigencia de derechos en contra del indefenso. Y
como si no quedaran aún miles de campos en los que falta tanto hasta
alcanzar la plenitud de derechos de la mujer, la legalización del aborto
pasó a ser una de las grandes metas de un amplio sector de la progresía
feminista.
Sin embargo, para los
progresistas que aún defienden indefensos, y que buscan una verdadera
tolerancia rechazando la violencia inicua, la fuerza de la verdad permanece
intacta. La muerte cruel de un inocente siempre producirá náuseas, sea en
una explosión atómica, en una cámara de gas o en un quirófano esterilizado;
y sea legal o ilegal.
Libertad de conciencia, pero para todos
—Muchos dicen que el
aborto es un problema de conciencia de la madre, al que debe permanecer
ajeno el Estado...
Olvidan de nuevo que
aparte del padre y de la madre, hay un tercero en juego: el hijo. El aborto
provocado no es un asunto íntimo solo de la madre, ni solo de los padres,
sino que afecta directamente al hijo. Y por tanto, por la solidaridad
natural de la especie humana, todo ser humano debe sentirse interpelado
cuando se comete un aborto.
El Estado debe proteger
la vida humana. Y vida humana es también la del no nacido. También este
merece la protección del Estado. Desde el momento de la concepción, se ha
generado un tercero, existencialmente distinto de la madre, aunque esté
alojado en su seno.
Y ese derecho a la vida
del nasciturus no
surge de su aceptación por parte de la madre, sino que corresponde a él
mismo, a causa de su existencia, y es un derecho primario e inalienable, que
arranca de la propia dignidad humana y es independiente de cualquier
creencia religiosa.
—Muchos defienden que el
aborto podría ser lícito durante las doce primeras semanas del embarazo.
Es una realidad
irrefutable que el feto es igualmente humano antes de las doce primeras
semanas de gestación como después. El alcance de la protección del Estado
hacia el no nacido debe ser independiente del momento del embarazo en que se
encuentre, pues en su desarrollo no hay ningún plazo en el que se produzca
un cambio del que pueda depender su derecho a la vida.
Como ha expuesto muy
lúcidamente el filósofo austriaco Michael Tooley en
su libro “Abortion and
infanticida”, es enormemente difícil condenar éticamente el infanticidio o
la eutanasia neonatal (matar al recién nacido con graves deficiencias
físicas o mentales), una vez que se admite el aborto.
Si se admite una ley de
plazos, durante ese plazo quedaría el no nacido a disposición de la libre
decisión de la madre, y entonces su protección jurídica ya no estaría
garantizada. Y no cabe admitir semejante abandono de la vida del no nacido
por referencia a la capacidad de la madre de tomar una decisión, por muy
libre y responsable que sea.
—Pero dicen que hay un
simple conflicto de derechos: el derecho a la vida del nasciturus y
el derecho de la madre a decidir sobre su maternidad, y que en ese conflicto
prevalece el derecho de la madre.
Es poco serio plantear
así un conflicto jurídico. La protección jurídica de una vida jamás puede
quedar al arbitrio de una de las partes en conflicto.
Ningún ordenamiento
jurídico debiera admitir semejante equiparación en un conflicto de derechos:
por parte del no nacido lo que está en juego no es un plus o una minoración
de derechos, ni aceptar ventajas o limitaciones: lo que está en juego es
todo, su misma vida.
El derecho de la madre a
interrumpir su embarazo supone siempre la muerte de la otra parte en
conflicto, y por tanto no pueden equipararse ambos derechos, que son de
orden diferente.
No cabe tampoco
considerar la hipótesis de legítima defensa de la madre, puesto que la
legítima defensa nunca se refiere a un inocente, sino siempre y solamente a
un agresor injusto.
Admitir el derecho al
aborto sería tanto como que el Estado otorgara al no nacido el derecho a la
vida, pero condicionado a que durante el embarazo –o al menos en una fase de
él– la madre no decida su muerte. Una curiosa forma de entender el derecho a
la vida.
Una comparación
Si el Estado se inhibiera
ante el aborto, atentaría gravemente contra la exigencia ética de protección
de la vida e integridad de los individuos, como lo haría –por ejemplo– si se
inhibiera ante el uso impune de la tortura por parte de la policía.
La tortura es abominable,
y nadie podría justificarla aduciendo que los torturadores piensan que se
trata de un asunto que pertenece a su propia conciencia y son por tanto
libres de practicarla si lo consideran oportuno.
—¿Y por qué crees que se
comprende tan claramente en el caso de la tortura, y sin embargo no ocurre
así con el aborto?
La tortura nos la podemos
imaginar fácilmente en toda su crudeza y todo su horror, pero, en cambio,
hay que hacer un esfuerzo para imaginar la realidad cruda y horrible de un
aborto provocado.
Pero si una madre, antes
de decidirse a abortar, viera en vídeo lo que va a suceder con su hijo, me
temo que muy pocas madres llegarían a abortar.
—Antes hablabas de
exigencias éticas del Estado. ¿Quieres decir que el Estado tiene que
sancionar todo lo que la moral prohíbe?
No. Por ejemplo, el
Estado no puede sancionar las conductas inmorales que permanezcan en el
terreno de la intimidad de las personas. Tampoco castiga algunas otras,
aunque se produzcan en el fuero externo, porque es preferible tolerarlas,
para evitar así males mayores (por ejemplo, porque lesionarían sensiblemente
algunas libertades: así sucede con la mentira, por lo que la mayoría de los
Estados solo penalizan la mentira “cualificada”: perjurio, falsedad en
documento público, etc.). Pienso que el aborto está entre las que sí debe
sancionar, pues con la legalización del aborto la autoridad civil
legitimaría esa bárbara libertad que se toma el fuerte sobre el débil, y
omitiría uno de sus deberes más primarios: la defensa de la vida inocente.
El Estado ha de poner los
medios necesarios para que no se practiquen abortos, del mismo modo que ha
de velar para que no se asesine, se viole o se robe. Tolerar el atentado
contra el derecho a la vida sería una de las formas más radicales de
intolerancia: la que no tolera el desarrollo normal de vidas humanas
incipientes.
—De todas formas, de poco
sirve declararlo ilegal, pues si en su país no pueden abortar, lo harán
viajando al extranjero.
Con esa lógica, siempre
habría que armonizar internacionalmente las leyes al nivel ético más bajo,
adaptando cada una de ellas a las del país en el que hubiera mayor
relajación en ese punto.
Acabaríamos, por ejemplo,
teniendo que legalizar la venta de órganos de personas vivas con la excusa
de que en la India es una práctica tolerada y hay pobres dispuestos a viajar
allí para vender uno de sus riñones.
—¿Y no te parece que se
presentan en ocasiones algunos “casos límite” en los que el aborto debía
estar permitido?
Es indudable que se dan
casos especialmente dolorosos y conmovedores. Casos que incluso parecen
justificar el recurso a procedimientos extremos. Pero nunca puede admitirse
como solución matar a un ser humano inocente. Otra cosa es que todas las
legislaciones penales contemplan con carácter general algunos casos en los
cuales una persona se ha podido ver inducida física o psíquicamente a
cometer un delito (cualquier delito, no solo el aborto), y establecen
entonces una exención parcial o total de la responsabilidad penal del autor.
Egoísmo masculino e intolerancia social
El conocido director de
cine italiano Franco Zeffirelli jamás
ha escondido la verdad sobre su nacimiento. Su padre natural, Ottorino Corsi,
que era mercader de seda, estaba casado, pero no con la que fue su madre, Alaide Garosi.
«Yo sé bien –explicaba–
lo que significa nacer contra el parecer de los demás, porque soy hijo
ilegítimo. Mi nacimiento fue un escándalo. Mi madre, que era modista, perdió
toda la clientela que tenía en la buena sociedad florentina. Y desde el
primer momento tuvo que vencer mil obstáculos para que yo naciera. Hasta su
madre, mi abuela, quería que abortase. Le decían que yo estaría condenado al
ostracismo. Y sin embargo, ella se negó en redondo a abortar.
»He pasado la infancia en
una situación irregular, pero siempre bajo el signo del amor, y esto sí que
me ha influido. Mi madre perdió sus clientes, pero decía que no le importaba
nada.
»Yo soy una especie de
aborto frustrado. Estoy en el mundo un poco por casualidad. Quizá por eso
aprecio más el milagro de la vida.»
Es obligado reconocer
que, en este campo, a veces somos testigos de verdaderas tragedias humanas.
Tragedias que nos hacen comprender la necesidad de apostar con valentía en
favor de la mujer, que es quien, en casos como este, suele pagar el más alto
precio por su maternidad (y más alto aún cuando opta por destruirla).
Muchas veces, la mujer es
víctima del egoísmo masculino, cuando el hombre que ha contribuido a la
concepción de la nueva vida, no quiere luego hacerse cargo de ella y echa la
responsabilidad sobre la mujer. Precisamente cuando la mujer tiene mayor
necesidad de la ayuda del hombre, este se comporta como un cínico egoísta,
que antes fue capaz de aprovecharse del afecto y de la debilidad, pero luego
es refractario a todo sentido de responsabilidad por el propio acto.
Es una pena que por la
presión del egoísmo masculino, o de ese ambiente de intolerancia social, se
fomente tantas veces el aborto en mujeres que querrían ser madres pero
claudican ante esas crueles muestras de incomprensión. Por eso, la única
actitud honesta en este caso es la de una radical solidaridad con la mujer.
Puede haber cometido un error, puede haberse equivocado, puede haber sido
débil; pero, una vez que eso ya ha sucedido, hay que saber comprender, y dar
facilidades a esas personas para que puedan vivir con dignidad.
No es lícito dejarlas
solas. En casos como estos, la experiencia de los centros asesores de
personas en esta situación es que la mujer no quiere suprimir la vida que
lleva en su seno. Si es ayudada, y si al mismo tiempo es liberada de la
intimidación del ambiente circundante, entonces es capaz de apostar por la
vida, incluso con heroísmo.
El origen de una vida
puede ser ilegítimo, pero si esa vida ya existe, la sociedad debe
protegerla, venga de donde venga. De lo contrario, en nombre de la moralidad
se puede forzar a cometer un grave atentado contra la vida del más inocente
de todos los afectados por el problema.
La madre es quien mejor sabe la verdad
Una mujer embarazada es
quizá la primera en darse cuenta de que lo que lleva en su seno es un nuevo
ser humano, distinto de todos los que han existido, existen y existirán.
Y sabe bien que todo
intento de distinguir la condición humana según si ha nacido todavía o no, o
según los meses que lleva de gestación, o si era deseado o no, carece de
fundamento.
Sabe que entre un feto en
la primera semana de gestación –o en la última, es lo mismo–, y un recién
nacido, no hay más diferencia que un poco de tiempo y la necesaria
nutrición.
Sabe que el aborto no es
una simple interrupción del embarazo, como se dice evasivamente, quizá para
intentar disfrazar con un eufemismo su innegable atrocidad. Sabe bien que
abortar significa atentar contra un ser indefenso que, además, es su propio
hijo.
Cualquier persona que
haya trabajado siquiera unos meses en un gabinete psicológico puede dar fe
de hasta qué punto una mujer se siente aturdida, angustiada y desamparada
después de un aborto; hasta qué punto quedan desoladas al darse cuenta –cosa
que sucede bien pronto– de que han arrebatado una vida humana y no saben qué
hacer para remediarlo. El sentimiento de culpa por haber abortado es quizá
uno de los dolores más severos que una persona puede experimentar. El aborto
no solo aniquila una vida humana no nacida, sino que también arruina
psicológicamente a muchas mujeres.
Un extenso estudio
realizado en la Clínica Ginecológica de Würzburg (Alemania)
por la doctora Maria Simon,
concluía que algo más de un 35 % de las mujeres que han abortado sufren
después fuertes oscilaciones de ánimo y estados depresivos; en torno a un 30
% padecen sentimientos de miedo, sin saber bien a qué se deben; un 37 %
lloran con frecuencia sin apenas motivo aparente; aproximadamente el 45 %
darían marcha atrás si pudieran hacerlo; el 55 % se sienten más nerviosas y
menos equilibradas; el 61 % reprimen cualquier pensamiento en torno al
aborto; el 52 % sufren con solo ver mujeres embarazadas; y al 70 % les viene
con frecuencia a la cabeza la idea de cómo serían las cosas si el niño
abortado viviese ahora.
Muchas mujeres acusan a
médicos y asesores de que no les habían informado suficientemente sobre las
posibles consecuencias psíquicas. Si hubiesen sabido qué riesgos somáticos y
psíquicos acarreaba, lo más probable es que no hubieran abortado.
Las mujeres que suelen
superar el trauma del aborto –continúa ese estudio– son aquellas encuestadas
que intentan recuperar su equilibrio psíquico afrontando conscientemente el
hecho del aborto. Lo hacen sobre todo a través de conversaciones con
personas de confianza, como el marido, más frecuentemente una amiga o la
madre, rara vez un médico, y nunca –dato significativo– con el médico que
practicó el aborto.
En esos casos, por lo
general, la mujer intenta reconocer su culpa. No la reprime, no la proyecta
en otros, ni recurre tampoco a justificaciones. El siguiente paso es
arrepentirse del aborto. En esta fase se duele por su hijo muerto como por
cualquier otro difunto querido. Raramente una madre –concluye ese estudio–
logra convencerse de modo permanente de que aquello no era un ser humano
vivo, su propio hijo.
La persuasión de la verdad
—¿Y cómo explicas que la
brutalidad del aborto, que, según dices, debiera ser tan clara, sea negada
por tantísima gente?
La historia demuestra que
cada época se caracteriza tanto por sus intuiciones como por sus
ofuscaciones. Eso explica que pueblos enteros hayan podido a veces
permanecer, durante períodos muy largos, sumidos en desviaciones
sorprendentes. Baste recordar los duros debates que en su momento se
produjeron en torno a cuestiones hoy felizmente –casi– superadas, como la
esclavitud, la segregación racial, la tortura, etc.
Y es que, como ha
señalado Antonio Orozco, hay verdades que resultan más simpáticas y
agradables en cierto momento, y se estudian más y se hacen más patentes. En
cambio, hay otras que son igualmente verdaderas, pero que contrarían
actitudes y hábitos arraigados, y no se está fácilmente dispuesto a
reconocerlas. Muchas verdades pueden ser olvidadas, e incluso suplantadas
por errores, puesto que, lamentablemente, no siempre hay una relación
directa entre la verdad y el número de personas a las que persuade.