43. ¿UNA MUERTE DIGNA?
¿Es Razonable ser Creyente?
50 cuestiones actuales en torno a la fe
Alfonso Aguiló
43. ¿UNA MUERTE DIGNA?
La intolerancia con los
débiles
Sutil tiranía de la
normalidad
De nuevo la sombra del
totalitarismo
No daré veneno a nadie
aunque me lo pida,
ni le sugeriré tal
posibilidad.
Juramento de Hipócrates
La intolerancia con los débiles
La intolerancia frente a
los débiles ha adquirido con frecuencia a lo largo de la historia una
dolorosa forma social e institucionalizada de legalidad.
Son muchas las voces que
se han atrevido a denunciar con firmeza esos atropellos de la dignidad
humana. Atropellos que llegan a veces a constituir una auténtica “cultura de
la muerte” que en todas las épocas se ha manifestado en la muerte legal de
inocentes.
La historia reciente nos
lo muestra con crudeza en el genocidio hebreo, en las limpiezas étnicas de
tantos conflictos bélicos, o en el más sutil y solapado quitar la vida a los
seres humanos antes de su nacimiento, o antes de que lleguen a la meta
natural de la muerte.
Son siempre los miembros
más débiles de la sociedad quienes corren mayor riesgo frente a esta
peligrosa manifestación de intolerancia: las víctimas suelen ser los no
nacidos (aborto y manipulaciones genéticas), los niños (comercio de
órganos), los enfermos y ancianos (eutanasia), los pobres (abusivas
imposiciones de control demográfico), las minorías, los inmigrantes y
refugiados, etc.
—¿Y por qué crees que se
ha impuesto este error en el mundo en tantas ocasiones? ¿De dónde le viene
su atractivo?
El atractivo del error no
proviene del error mismo, sino de la verdad –grande o pequeña– que en él
palpita. Por eso, un error es tanto más peligroso cuanta más verdad encubre.
Y la modesta verdad que
subyace en la cultura de la muerte –y a la que esta debe de prestado su
atractivo– es la pequeña ganancia (deshacerse del anciano o del enfermo
incómodos, eliminar una nueva vida que nos parece inoportuna, mejorar la
calidad de vida de los que permanecemos con vida), que satisface fugaz y
brevemente las pasiones humanas, y oscurece la inteligencia hasta
incapacitarla para percatarse del error que comete.
Curiosamente, la
tolerancia ha sido muchas veces la bandera que han tomado quienes imponían
esos errores. Pero detrás de la defensa que hacen de los derechos y de las
libertades, se esconde siempre un brutal atropello de los derechos y
libertades más elementales. Detrás de una máscara de tolerancia, se esconde
la más cruel y macabra muestra de intolerancia: la de no dejar vivir al
inocente.
Espasmos eutanásicos
Con la legalización hace
unos años en Holanda de la eutanasia activa bajo ciertas circunstancias, el
viejo "derecho a pedir una muerte digna" ha pasado ya a ser el "derecho a
dar una muerte digna" (el salto del pedir al dar no es de poca importancia).
Ese salto –que ha sido ya
imitado en otros lugares– ha contribuido a reavivar el viejo debate de la
eutanasia, aunque esta vez de forma bastante más inquietante. Un debate que
a todos nos interesa, porque, cuando se habla de la vida y de la muerte,
todos tenemos cosas que decir.
—Pero parece que querer
morir dignamente es una aspiración legítima, sensata y coherente.
La dignidad y la dulzura
son dos cualidades que hacen al hombre más humano, y es natural que todos
estemos un poco seducidos por la idea de que ambas estén presentes en
nuestra propia muerte. El problema viene a la hora de pensar en cómo se
muere uno “dignamente”.
Porque, ¿qué es más
digno, esperar pacientemente la llegada de la muerte, luchando en lo posible
por mitigar el dolor, o morir sin dolor a manos de otro hombre?
Porque en este punto se
da no pocas veces una cierta manipulación de las palabras, presentando la
eutanasia como algo más inocuo de lo que es. Se dice “muerte dulce”, o
“muerte digna” para propiciar su aceptación social. Como si fuera secundario
el hecho central de que, en la eutanasia, un ser humano da muerte consciente
y deliberadamente a otro ser humano inocente.
El respeto a la dignidad
de la vida humana es un fundamento esencial de la sociedad. Por eso la
eutanasia debe considerarse siempre como un acto de intolerancia
inaceptable, por muy presuntamente nobles o altruistas que aparezcan las
motivaciones que animen a ejecutar tal acción, y por suaves y dulces que
sean los medios que se utilicen para realizarla.
Quien aplica la eutanasia
no permite continuar una vida que él considera inútil o sin sentido. ¿Pero
quién es él para decidir que una vida está de más, es inútil, no tiene
sentido, o no tiene derecho a vivir?
Ensañamiento terapéutico
—De acuerdo. Pero sí
puede admitirse, supongo, una eutanasia pasiva, para no caer en el
ensañamiento terapéutico.
Convendría precisar bien
los términos. Suele llamarse eutanasia activa a la muerte provocada por una
acción, y pasiva si lo es por omisión. Pero hacer una valoración moral de la
eutanasia basándose en si es activa o pasiva, conduce fácilmente a
equívocos.
Desde luego, la eutanasia
activa es siempre inmoral. Pero la pasiva también puede serlo. Por ejemplo,
dejar ahogarse a un niño, o desangrarse a un accidentado, sin hacer nada por
auxiliarlos –pudiendo hacerlo sin correr un riesgo desproporcionado–, son
casos de eutanasia pasiva: pero, por muy pasiva que sea, son moralmente
inaceptables.
Por eso, más que hablar
de licitud de la eutanasia pasiva, conviene hablar de qué auxilios, o qué
remedios médicos son proporcionados en un caso u otro.
Por ejemplo, no hay que
confundir la eutanasia con la interrupción de un tratamiento inútil, de
común acuerdo entre médicos, familiares y el propio enfermo, cuando este ha
entrado en una fase terminal. Eso no es eutanasia: es evitar la obstinación
o ensañamiento terapéutico.
A este respecto, se
podrían hacer algunas precisiones:
§ Ante la
inminencia de una muerte inevitable, es lícito en conciencia tomar la
decisión de renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una
prolongación precaria y penosa de la existencia. No deben interrumpirse, sin
embargo, las curas normales debidas al enfermo en casos similares.
§ No se puede
imponer a nadie un tipo de cura que, aunque ya esté en uso, todavía no esté
libre de peligro o sea demasiado costosa. Su rechazo no equivaldría al
suicidio: significaría más bien una serena aceptación de la llegada de la
muerte, o bien una voluntad de no imponer gastos o trabajos excesivamente
pesados a la familia o a la colectividad.
§ A falta de otros
medios, es lícito recurrir, con el consentimiento del enfermo, a medios
terapéuticos aún en fase experimental y no libres de todo riesgo.
§ Es igualmente
lícito interrumpir la aplicación de esos medios si los resultados defraudan
las esperanzas que se habían puesto en ellos. Deberá tenerse en cuenta el
justo deseo del enfermo y de sus familiares, así como el parecer de médicos
verdaderamente competentes.
Sutil tiranía de la normalidad
Quienes defienden la
legalización de la eutanasia suelen invocar al supuesto derecho individual a
disponer de la propia vida, o bien a lo que consideran una manifestación de
solidaridad social: eliminar vidas que –siempre según ellos– carecen de
sentido y constituyen una dura carga para los familiares y para la propia
sociedad.
Sin embargo, parece claro
que esforzarse por mitigar el dolor es positivo, pero proponerse eliminarlo
por encima de cualquier otro valor, incluso atentando contra la vida de un
inocente, es un grave error: el fin no justifica los medios. El ser humano,
aun en el umbral de la muerte, conserva toda su dignidad.
Algunas ideologías en el
último siglo han considerado determinadas dimensiones parciales del ser
humano como valores absolutos y, al hacerlo, han generado clamorosas
injusticias: así ha sucedido con quienes han construido su visión del mundo
exclusivamente sobre la raza, el color de la piel, la clase social, la
nación o la ideología. Y algo semejante ha sucedido a algunos con la salud,
y les ha llevado a un fenómeno similar. Propugnan un totalitarismo que, en
la práctica, decide quién tiene derecho a vivir y quién no; se consideran
legitimados para ensañarse con quienes no se corresponden con su patrón de
hombre: los deficientes, los enfermos, los ancianos, los moribundos.
Cuando se pretende dar
muerte a los que son débiles o deficientes, para establecer en el mundo una
especie de tiranía de la normalidad, ese mundo queda inevitablemente
deshumanizado. Hay que luchar contra la deficiencia física y la debilidad,
pero los enfermos siempre son seres humanos a los que debemos respetar.
Algunas objeciones
—¿Pero cuando es el
propio enfermo quien lo pide?
Cuando un enfermo que
sufre pide que lo maten, lo que en realidad está pidiendo casi siempre es
que le alivien los padecimientos, tanto los físicos como los morales, que a
veces son aún más dolorosos. Son casos habitualmente provocados por la
soledad, por la incomprensión, por la falta de afecto y consuelo en el
trance supremo.
Hay que luchar por vencer
la enfermedad, pero no es lícito eliminar seres humanos enfermos para que no
sufran. El fin –subjetivamente bueno– no justificaría esos medios inmorales
(en este caso, matar a un inocente).
La eutanasia no es un
simple paliar el sufrimiento, sino despreciar y vejar definitivamente al
paciente. Suele hablarse de eutanasia como redención del sufrimiento, cuando
con frecuencia no es más que una decisión utilitarista que alivia y libera a
quienes han de cuidar al enfermo.
—Pero no todos los casos
son igualmente condenables: hay que ponerse en el lugar del enfermo y de su
familia, que pueden estar en una situación tremendamente dura.
Por supuesto, pero no
debemos confundir lo que suceda en el interior de las personas en un momento
difícil, con lo que las leyes o la sociedad deben tener como aceptable o
rechazable.
Hay circunstancias que
exigen mucha comprensión, y que pueden atenuar la responsabilidad de
cualquier error que una persona cometa –todos los ordenamientos jurídicos
cuentan con ello–, pero eso no debe confundirse con la norma general.
De nuevo la sombra del totalitarismo
—¿Y por qué te parece tan
mal que un Estado tolere –al fin y al cabo, se trata de unos pocos casos
aislados– que un médico procure la muerte a aquellos enfermos que así lo
soliciten?
Los defensores de la
eutanasia dicen que en la vida irreversiblemente enferma no hay, en muchos
casos, vida personal digna de tal nombre, y que por tanto no sería aplicable
la protección que supone el derecho a la vida.
El razonamiento no es
algo nuevo en la historia de la humanidad. Además de los precedentes
históricos de Esparta o de la Roma precristiana, hay experiencias más
recientes: la Alemania nazi, y a otro nivel, Holanda, donde se ha venido
admitiendo su práctica impunemente desde hace bastantes años.
Hay una característica
siempre común: es el Estado quien acaba decidiendo si una vida tiene o no
derecho a existir. De nuevo aparece, como se ve, la temible sombra del
totalitarismo de Estado.
El hecho es que, en la
Holanda de los últimos años, y a pesar del sistema de garantías formales
establecido por las autoridades, junto a una media de unos 2.300 casos
anuales en los que se ha aplicado la eutanasia activa y a otros 400 de
suicidio acompañado, se sabe que más de 1.000 personas han recibido
anualmente la inyección letal sin su consentimiento (los datos son del
famoso informe Remmelink,
encargado por el propio fiscal general holandés; se trataba de enfermos en
coma, minusválidos psíquicos, recién nacidos con taras y enfermos seniles).
Como consecuencia de esa
realidad, han ido surgiendo en el país diversas asociaciones y mutualidades
de pacientes, que aseguran a sus socios asistencia jurídica permanente, así
como prestaciones médicas en hospitales en los que no se admite la
eutanasia.
Los cronistas han llegado
a hablar de una ola de miedo ante la desprotección e indefensión en los
centros públicos. Huyen del médico-verdugo, de la enfermera-verdugo. El
anciano, que se sabe costoso para la sociedad y no siempre querido por ella,
teme que el de la utilidad pueda ser el criterio que le permita o no seguir
viviendo.
Muchos pacientes
terminales se sienten seres inútiles, que gastan, que son una carga,
molestan, ensucian... y no es extraño que a veces sean vencidos por ese
rechazo social, que les abruma, y algunos acaben solicitando una muerte
rápida.
La eutanasia inculca en
los moribundos y en los individuos más vulnerables la idea de que el mundo
desea quitárselos de encima. Perciben que, una vez que su vida activa ha
pasado, ya han perdido su valor personal y económico, molestan, están de
más. Sienten una presión, real o imaginaria, que les empuja a pedir la
eutanasia.
No hay que hacer grandes
esfuerzos para darse cuenta de los abusos a que conduce este tipo de
prácticas, y de cuántos corazones compasivos –quizá alguno incluso con
cierta satisfacción detrás de su cara de compungido al asistir luego a la
lectura del testamento– se tranquilizarán pensando en lo bueno que ha sido
que su pariente no sufriera demasiado.
Una pendiente peligrosa
La eutanasia, además de
atentar contra la dignidad que corresponde a todo ser humano, genera una
aterradora desconfianza. Destruye la solidaridad social, la solidaridad
médico-paciente y la solidaridad dentro de la propia familia. Destruye
precisamente aquello que debiera ser un ámbito de humanización.
Una civilización
verdaderamente humana no puede relativizar de esa manera la dignidad del
hombre. Después de tantos esfuerzos por desarrollar y defender un sistema
jurídico que protegiera todos los derechos de la persona, después de tantas
luchas en favor del hombre y de su libertad, perder la batalla de la vida
sería imperdonable.
Incluso a los propios
partidarios de la eutanasia, el precedente holandés plantea una difícil
pregunta. Si en un país tan organizado como es Holanda, los serios esfuerzos
de una eficiente Administración no han sido suficientes para impedir que en
nombre de la eutanasia se hayan cometido tantas barbaridades a lo largo de
estos años, ¿merece la pena abrir una puerta como la de la eutanasia por la
que, indudablemente, se van a colar tantos fantasmas como ocasiones en que
se aplique?
Se entiende que muchos
manifiesten su preocupación ante este paso. Se dice que es una ley que se
aplica únicamente en casos límite. Pero hay suficiente experiencia –piénsese
en cómo se ha llevado el control en el caso del aborto– como para saber que
esas leyes acaban significando luz verde para eliminar todas aquellas vidas
que no se resistan a ello. Quienes piensan que supone empezar a deslizarse
por una pendiente peligrosa tienen motivo para hacerlo.