25. SI MODERARA SUS EXIGENCIAS...
¿Es Razonable ser Creyente?
50 cuestiones actuales en torno a la fe
Alfonso Aguiló
25. SI MODERARA SUS EXIGENCIAS...
¿Por qué no pueden casarse
los curas?
¿No debería adaptarse más a
los tiempos?
¿No debería ser más
comprensiva?
Una conducta desarreglada
aguza el
ingenio y falsea el juicio.
De Bonald
¿No lograría más adhesiones?
—¿Y
no crees que si la Iglesia moderara sus exigencias, habría más creyentes?
Francamente, creo que no.
Hay personas que aseguran que tendrían fe si vieran resucitar a un muerto, o
si la Iglesia rebajara sus exigencias en materia sexual, o si las mujeres
pudieran llegar al sacerdocio, o simplemente si su párroco fuera menos
antipático. Pero es muy probable que, si se cumplieran esas condiciones, su
increencia encontrara enseguida otras. Porque, como dice Robert Spaemann,
la persona que no cree es incapaz de saber bajo qué condiciones estaría
dispuesta a creer. Y los que no creen porque su relajo moral se lo estorba,
pienso que tampoco creerían aunque un muerto resucitara ante sus propias
narices. Enseguida encontrarían alguna ingeniosa explicación que les dejara
seguir viviendo como hasta entonces.
—Pero, aunque no fuera
para "captar" creyentes, la Iglesia podría moderar sus exigencias en
beneficio de los que sí creen. Me parece que fue el mismo Santo Tomás quien
dijo que en el punto medio está la virtud...
Lo dijo, efectivamente,
pero se refería al punto medio entre dos extremos erróneos, no a hacer la
media aritmética entre la verdad y la mentira, o entre lo bueno y lo malo.
Porque eso sería incurrir en algo parecido a lo que dijo hace tiempo un
parlamentario de nuestro país: “Cuando alguien dice que dos más dos son
cuatro, y sale otro diciendo que dos más dos son seis, siempre surge un
tercero que, en pro del necesario diálogo y respeto a las opiniones ajenas
–todo sea por la moderación y el entendimiento–, acaba concluyendo que dos
más dos son cinco. Y no faltarán quienes lo consideren como un hombre
conciliador y tolerante”.
La Iglesia, igual que
hace cualquier persona sensata, defiende lo que considera verdadero, y no
quiere aguar esa verdad. Nadie debería llamar intolerancia a eso, que no es
más que defender con coherencia las propias convicciones. Si alguien se
quejara, demostraría tener un concepto bastante intolerante de la
tolerancia.
¿Por qué no pueden casarse los curas?
—No entiendo por qué la
Iglesia católica no permite que se casen los curas, o que se ordenen
personas casadas. Sobre todo, pensando en la preocupante escasez de
sacerdotes.
La Iglesia católica de
Occidente –te respondo glosando ideas de Jean-Marie Lustiger–
ha hecho la elección de escoger a sus sacerdotes entre hombres que han
recibido el carisma del celibato. Es algo más que una simple disciplina
canónica: es una opción inspirada por el mismo Jesucristo. Pero es cierto
que mantiene y recuerda también la posibilidad y su derecho de ordenar a
hombres casados. Esa es la tradición, por ejemplo, de las iglesias católicas
de rito oriental unidas a Roma.
Respecto a lo que dices
sobre la acuciante falta de sacerdotes, la cuestión del matrimonio no se ha
demostrado determinante ni decisiva respecto a las nuevas vocaciones. Y es
algo que puede verificarse fácilmente. Basta con fijarse en las Iglesias
orientales (en las que se ordenan también sacerdotes casados) y en el
anglicanismo y el luteranismo (en estas, además, están bien retribuidos), y
fácilmente se comprueba que en ninguno de los tres casos hay una correlación
entre vocaciones y matrimonio. De hecho, la disminución de vocaciones de
pastores luteranos y anglicanos es superior a la de sacerdotes católicos en
esos mismos países.
Por el contrario, se ven
aparecer de manera insistente y significativa vocaciones de sacerdotes
solteros en Iglesias que admiten la ordenación de casados. Es un dato poco
conocido, pero que confirma una tendencia que avanza desde hace un siglo en
el anglicanismo, las Iglesias orientales, el luteranismo alemán y en algunos
protestantes franceses.
¿No debería adaptarse más a los tiempos?
«Aunque la Iglesia haya
procurado adaptarse a las diferentes culturas y lugares –me decía una
persona en cierta ocasión–, creo que, en general, le ha faltado agilidad
para ponerse al día.
»Me parece que la Iglesia
ha estado habitualmente poco atenta a los cambios de los tiempos, y se ha
esforzado poco por ser progresista y adelantarse a ofrecer lo que en cada
momento la gente pide. Pienso que les vendría bien un poco de mentalidad
empresarial, y quizá algunas nociones de marketing. Hoy día es
imprescindible conocer bien los mercados y las leyes que los rigen.
»Creo –volvió a
sentenciar– que esa es una de las razones por las que han perdido
seguidores. Yo les recomendaría, como única salida para su supervivencia,
que adapten sus posturas al mundo moderno.»
Primero habría que decir
que la Iglesia católica no ha parado de crecer en número de fieles a lo
largo de estas últimas décadas. Pero, aunque no fuera así, no puede
entenderse o tratarse la fe como una simple estrategia de supervivencia en
los mercados comerciales. La Iglesia no es una empresa, ni un movimiento
asociativo, ni un partido político, ni un sindicato. Las verdades de fe o
las exigencias de la moral no pueden tratarse como si lo de menos fuera la
verdad y lo importante fuera ser eficaz, ser muchos, o ser moderno.
La Iglesia ha de
adaptarse a los tiempos, es verdad, y necesita de una continua renovación.
Pero ha de mantener su identidad, sin ceder en lo fundamental de su mensaje.
Su objetivo no es alinearse donde más gente haya, ni estar de acuerdo con
las tendencias más extendidas en cada época, ni satisfacer las demandas del
marketing del momento. Para la Iglesia –como decía Thoureau–,
lo más importante no es lo nuevo, sino lo que jamás fue ni será viejo.
Y en cuanto a lo del
progresismo, conviene preguntarse primero hacia dónde se quiere progresar.
Porque, de lo contrario, sería usar una palabra, quizá muy sugerente para
algunos –cada vez para menos–, pero que así, sola, no dice nada concreto.
Siempre me ha parecido
que el progreso es bueno, pues suele ser obra de los insatisfechos, de los
que no se conforman, de los que buscan rutas arriesgadas en la vida. Pero me
parece una simpleza recurrir a la vieja técnica de autodenominarse
progresista para tachar a los demás de inmovilistas, para descalificar sin
debate alguno a todo aquel que piense de manera distinta. Llamar
retrógrados, integristas, tradicionalistas, o cosas parecidas, a todos los
que tengan opiniones contrarias a las propias es muestra, cuando menos, de
un discurso intelectual bastante pobre.
De la misma manera,
tampoco es serio llamar progresista a quien vive bajo el afán –quizá bajo el
complejo– de bailar siempre al ritmo de la moda del momento. Quienes así
funcionan, están marcados por el estigma de lo pasajero, de lo que pronto
quedará superado por otros tiempos y otras modas. Son soldados rasos de una
masa, de un ejército sin mandos, en el que nadie sabe quién da las órdenes,
pero que, sin embargo, se obedecen con prusiana disciplina.
Hoy, como ayer, la
Iglesia ha de escuchar esas voces críticas, y valorarlas, como siempre ha de
hacerse con la crítica. Pero no puede sumarse a lo que aparentemente
contentaría a más personas pero dificulta el cumplimiento de su misión.
Entre otras cosas, porque somos servidores de la Iglesia, no los que
decidimos lo que es la Iglesia. Tenemos que saber qué quiere Dios y ponernos
a su servicio.
¿No debería ser más comprensiva?
—¿Pero
no te parece que la Iglesia debería ser un poco más comprensiva con la
debilidad de los hombres?
Un médico no es acusado
de falta de comprensión cuando diagnostica un cáncer y dice que habría que
operar. Sin embargo, a veces se tacha a los "médicos del espíritu" de poco
comprensivos o de faltos de compasión cuando diagnostican una falta o pecado
y sugieren que habría que arrepentirse y cambiar.
Igual que el médico se
compadece ante el enfermo de cáncer mostrándose inflexible contra el tumor,
la Iglesia se compadece ante la debilidad humana del pecador mostrándose
inflexible contra el pecado. Es un deber que a veces es duro de oír, e
incluso de decir, pero un deber insoslayable.
La Iglesia recuerda, con
la luz de Dios, que el hombre puede distinguir el bien y el mal. Nunca puede
llamar bien al mal, a no ser al precio de una mentira que le destruye a sí
mismo. Esto es una cuestión clave para la felicidad y la libertad. El bien
es un camino que se abre hacia la felicidad. El mal es un abismo donde, de
golpe, el hombre bascula como en la nada. Por eso los preceptos de la
Iglesia no son prohibiciones arbitrarias, sino una salvaguarda de la
libertad humana. La Iglesia apela a la razón para reconocer esta luz sobre
el hombre y sobre su condición, y al recordar lo razonable, defiende hasta
el fin la responsabilidad de la libertad. Escoger el bien digno del hombre
no es llamar "bien" a lo que me gusta o satisface mis intereses. Es respetar
la dignidad personal y común a todos.
Por eso hay muchos temas
en los que la Iglesia está obligada a decir siempre lo mismo sobre lo mismo.
Eso sí, con gracia nueva cada día. Pero sin dejarse arrastrar por las modas
del momento. Por eso la Iglesia tiene una lógica interna aplastante cuando
dice: a mí no me pidan que cambie la norma, adapte usted su comportamiento a
la norma si quiere vivir realmente la fe católica.
Lo esencial de la fe
–señala Manuel Hidalgo– es como lo esencial de la medicina. Mire, doctor, es
que hoy día la gente bebe mucho..., ¿podría usted autorizarme una botella de
whisky al día? Pues mire usted, el whisky acabará por destrozarle a usted el
hígado. Además, si usted no bebe, los que le vean tendrán una razón menos
para destrozarse su propio hígado. Es que a mí me gusta beber. Ah, pues
entonces haga usted lo que quiera y no me pregunte. Es duro, ¿no? Quizá por
eso hay tantos que pasan de los médicos. Y más cuando de lo que se trata es
del sexo, que a muchos les gusta más que el whisky. Oiga, que el ejemplo no
me vale, porque el sexo es de lo más natural. Sí, y los huevos de gallina
también son naturales y dan colesterol... ¡Qué le vamos a hacer!
Esa honestidad de la
Iglesia católica, que sostiene con ejemplar fortaleza sus principios morales
pese a que no sean nada complacientes con la debilidad humana, es como la de
los buenos médicos, que te dicen lo que te tienen que decir, te guste o no.
Porque para ir de médico en médico hasta encontrar uno que te deje hacer lo
que te dé la gana, para eso es mejor no ir al médico. Y si una iglesia –con
minúscula– fuera muy complaciente y te diera siempre la razón, no sería la
Iglesia.