23. LA AUTORIDAD DE LA IGLESIA
¿Es Razonable ser Creyente?
50 cuestiones actuales en torno a la fe
Alfonso Aguiló
23. LA AUTORIDAD DE LA IGLESIA
Hay una impresión vaga,
pero persuasiva,
de que
expresar dudas
es signo
de modestia y de democracia,
mientras que
demostrar certidumbre
se considera
dogmático y dictatorial.
Christopher Derrick
Un problema de diccionario
—Hay católicos que se
preguntan qué autoridad tiene la Iglesia para definir qué exige exactamente
la moral católica. Dicen que ellos tienen una forma propia de entender lo
que significa ser católico, y que no tiene por qué coincidir con lo que
digan en Roma.
Si alguien dice que la
Iglesia católica no puede definir en qué consiste la fe o la moral
católicas, lo siento, pero no podríamos llamar católico a quien mantenga
eso. Quizá una especie de nostalgia personal esté llevando a esa persona a
querer mantener tal título de católico, pero –como decía Christopher Derrick–
se lo hemos de quitar con la mayor gentileza y caridad, y no porque lo diga
el Papa, sino porque lo dice el diccionario.
La religión católica es
algo bastante concreto. Se distingue básicamente de los luteranos, ortodoxos
o anglicanos, entre otras cosas, en que sigue las enseñanzas de la sede
apostólica romana. Por eso, si se considera importante la precisión
terminológica, conviene aclarar que esas personas quieren llamarse católicos
sin serlo realmente.
—Me temo que, ante ese
planteamiento, muchos responderán que entonces no son católicos, porque
ellos interpretan la Sagrada Escritura de otra manera y consideran que la
Iglesia es un invento de hombres.
Es quizá la única salida
que les queda, pero conduce a algunas contradicciones. Por ejemplo, ya que
hablan de remitirse a la Sagrada Escritura, habría que decirles que allí se
lee bastante claro, y en pasajes diversos, que Jesucristo “instituyó la
Iglesia”, que puso a Pedro como cabeza, y que le dio “las llaves del Reino
de los Cielos”. Y consta también que confió a los apóstoles una misión de
enseñanza y tutela de la doctrina: “Id, pues, y haced discípulos a todas las
gentes (...) enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado”. Al tiempo
que les aseguraba que no les dejaría solos –“He aquí que yo estaré con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo”–, sino que garantizaría el
acierto de sus enseñanzas: “Todo lo que atares en la tierra quedará atado en
los cielos, y lo que desatares quedará desatado en los cielos”. Y les dio
también poder para perdonar los pecados: “A quienes perdonéis los pecados,
les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.
Etcétera.
Como ves, los textos son
abundantes y, por otra parte, su autenticidad está notablemente contrastada.
Si esas personas dicen aceptar el Evangelio como de Dios, les resultará
francamente difícil negar que Jesucristo instituyó la
Iglesia, le dio poder para enseñar con autoridad su doctrina, aseguró que
estaría siempre a su lado, y que todo lo que atara en la tierra quedaría
atado en el cielo. Lo menos que puede deducirse de tales frases es que
Jesucristo preservaría a su Iglesia del error en las cuestiones en que,
comprometiendo su autoridad, se pronunciara de forma solemne.
Peligrosas simplificaciones
—Pues me temo que
entonces dirán que no hay que tomarse los Evangelios en un sentido tan
literal. Que se trata simplemente de entender su mensaje de amor y de paz...
Así es como muchos llegan
a reducir los Evangelios a unos simples libros moralizantes de gran interés,
a una especie de “Iniciación a la vida dichosa”. Lo cual me parece muy
respetable, lógicamente, porque cada cual es libre de pensar lo que quiera,
pero sería reducir la figura de Jesucristo a un simple pensador antiguo con
una filosofía más o menos atractiva y que lanzó unos mensajes muy
interesantes. Pero eso no sería ya propiamente una religión, sino mostrar
una cierta predilección por un pensador de la antigüedad.
La Sagrada Escritura
–explica Joseph Ratzinger– es portadora del pensamiento de Dios, pero viene
mediada por una historia humana, encierra el pensar y el vivir de una
comunidad histórica. La Escritura no está aislada, ni es solamente un libro.
Sin la Iglesia, le faltaría la contemporaneidad con nosotros, quedaría
reducida a simple literatura que es interpretada, como se puede interpretar
cualquier obra literaria. El Magisterio de la Iglesia no añade una segunda
autoridad a la de la Escritura, sino que pertenece desde dentro a ella
misma. No reduce la autoridad de la Escritura, sino que vela para garantizar
que la Escritura no sea manipulada.
—Pero esa autoridad
eclesiástica podría también llegar a ser arbitraria.
Así podría suceder, si el
Espíritu Santo no iluminase y guardase a la Iglesia. Pero ese velar del
Espíritu Santo sobre la Iglesia es una realidad que el propio Jesucristo
anuncia en la Escritura.
¿Intransigencia?
—Otras personas dicen que
el dogma excluye el debate y el pluralismo de opiniones, indispensable para
el sano crecimiento de cualquier pensamiento religioso. Piensan que la
Iglesia debería ser menos intransigente y más liberal, para adaptarse a las
diferentes culturas y a la evidente diversidad que hay en el mundo.
Además de los dogmas, hay
dentro de la teología católica una multitud de puntos sometidos a debate,
con una pluralidad de opiniones enormemente rica y diversa. Cualquiera que
lo observe con un poco de perspectiva, podrá darse cuenta de que siempre ha
habido, y continuará habiendo, una gran variedad en las cuestiones que
requieren una adaptación a lo cambiante de los tiempos o lugares. Son
cuestiones sometidas habitualmente a un amplio debate, tanto interno como
externo, que la Iglesia no rehúye.
Por otra parte, los
dogmas –como señala Frossard–
no imponen a la inteligencia unos límites que le estaría prohibido
franquear, sino que, más bien, esos dogmas empujan a la inteligencia más
allá de las fronteras de lo visible. No son muros, sino más bien ventanas
para nuestra limitación intelectual. Son ayudas divinas para poder llegar a
verdades a las que la inteligencia, por su limitación (qué le vamos a
hacer), no siempre tendría fácil acceso. La Iglesia presenta tan solo un
pequeño conjunto de verdades de fe, pero difícilmente puede imaginarse una
iglesia sin verdades de fe.
El católico –explica
Christopher Derrick–
tiene en su fe en los dogmas una piedra de toque de la verdad. Gracias a
ella, puede comparar cualquier afirmación teológica con todo lo que ha
venido diciendo sobre eso el Magisterio de la Iglesia durante dos mil años;
y si hay un choque violento, su fe le dice que esa teoría será con el tiempo
uno de los numerosos caminos cegados o calles sin salida que siembran la
historia del pensamiento.
La postura de la Iglesia
católica respecto a los dogmas es sencilla y coherente:
§ Las verdades de
fe nos adentran en un orden de realidades al que nunca habríamos llegado con
nuestras solas fuerzas intelectuales.
§ Esas verdades de
fe no quedan cerradas al pensamiento ni a la racionalidad, ni pretenden
agotar las posibilidades de conocimiento que tiene el hombre.
§ La Iglesia se
limita a custodiar esas verdades, porque asegura que las ha revelado el
mismo Dios.
§ El hombre es
libre de prestar o no su asentimiento a esos dogmas, pero debe hacerlo si
quiere llamarse católico legítimamente.
A eso se reduce la
intransigencia que algunos achacan a la Iglesia católica, y que no es otra
cosa que una serena y prudente defensa del depósito de la fe, bien alejada
de cualquier intemperancia o fanatismo. Lo único que reclama la Iglesia es
libertad para expresar pública y libremente a los hombres la luz que su
mensaje arroja sobre la realidad y sobre la vida.