20. ¿QUÉ HAY DE VERDAD EN TANTAS OTRAS LEYENDAS NEGRAS?
¿Es Razonable ser Creyente?
50 cuestiones actuales en torno a la fe
Alfonso Aguiló
20. ¿QUÉ HAY DE VERDAD EN TANTAS OTRAS LEYENDAS NEGRAS?
La abolición de la
esclavitud
Preocupación por los que
sufren
¿No hacer nada para no
equivocarse?
El ideal o el proyecto
más noble
puede ser
objeto de burla
o de
ridiculizaciones fáciles.
Para eso no se necesita
la menor
inteligencia.
Alexander Kuprin
Las historia de las misiones
—Hay bastantes
movimientos críticos contra el modo en que se desarrollaron las misiones.
Parece que la Iglesia lleva con esto un lastre importante.
Pienso que ha habido con
esto muchos juicios sumarios y apresurados que no responden a la verdad de
la historia. No pretendo disculpar los fallos, grandes o pequeños, que
seguro que habrá habido a lo largo de todos estos siglos de trabajo en las
misiones de tantísimas personas en tantísimos lugares del mundo. Pero hay
cada vez más estudios históricos serios sobre este tema, y las nuevas
investigaciones dejan al descubierto que la fe, y la propia Iglesia,
realizaron una gran tarea de servicio y de protección de las personas y de
la cultura frente al impulso de aplastamiento que muchas veces tuvieron los
conquistadores o las potencias coloniales.
En el caso concreto de
América Latina, el papa Pablo III y sus sucesores intercedieron con firmeza
a favor de los derechos de los indígenas, y dictaron disposiciones jurídicas
bien claras. La Corona española también promulgó leyes que protegían los
derechos de los nativos, y fue en aquel siglo de oro español cuando los
teólogos y canonistas católicos dieron origen a la idea de los derechos
humanos. Todo aquello constituyó un auténtico valladar contra el exterminio
de las poblaciones indígenas, tristemente habitual en otro tipo de
colonizaciones.
Esa ingente actividad
misionera se transformó en un gran movimiento defensor de la dignidad y los
derechos del hombre. Y si los indígenas acogieron enseguida el cristianismo
fue en gran parte porque comprendieron su enorme fuerza protectora y su
valor liberador (liberador también del culto que muchos de ellos habían
tenido hasta entonces). Los obispos, sacerdotes y misioneros se convirtieron
en los principales defensores con que podían contar los débiles y los
oprimidos. Y de modo semejante a como había sucedido en la Edad Media en la
vieja Europa, actuaron también como educadores, como fundadores de
universidades, como desbrozadores de terrenos baldíos, como estudiosos de
aquellas culturas indígenas, como promotores de formas de vida que no
concluyeran con el exterminio de una raza por otra, sino con el mestizaje.
Si las etnias y las culturas indígenas no desaparecieron fue debido a esa
fecunda labor que hizo prevalecer los principios cristianos sobre la codicia
de los conquistadores.
La abolición de la esclavitud
—Pero así como la defensa
de los indígenas americanos tuvo desde el principio sus principales
valedores en el cristianismo, no puede decirse lo mismo de la esclavitud.
Es un asunto más
complejo, y habría que analizar su evolución a lo largo de la historia. En
el mundo antiguo se consolidó la idea aristotélica de que algunos hombres
habían nacido para ser esclavos. Esto, unido a la piedad con los prisioneros
de guerra, para los que ser esclavo era mejor que la muerte, hizo que el
fenómeno de la esclavitud estuviera presente en todas las civilizaciones de
la antigüedad. Entre las sociedades esclavistas estaban la griega y la
romana. El derecho romano, por ejemplo, consideraba al esclavo una cosa
–res–, sin ningún derecho, a disposición total de su amo.
Con la llegada del
cristianismo se proclama la igualdad absoluta de todos los hombres ante
Dios. Sin embargo, tardará siglos en llegarse a la abolición de la
esclavitud, pero ya estaba puesto el punto de partida. La Iglesia desde el
principio consideró a los esclavos como personas, los admitió a los
sacramentos, se preocupó de su instrucción e impulsó a los amos a tratarlos
con la mayor consideración. Pese a eso, el fenómeno de la esclavitud vino a
ser en todo el mundo una de las más grandes lacras sociales y una ofuscación
que pervivió durante siglos y ensombreció verdades que estaban contenidas en
el mensaje cristiano.
La lucha contra la
esclavitud surgió poco a poco en el seno del cristianismo, y solo bastante
después recibió el respaldo de otras culturas y otros modos de pensar.
—¿No
fue entonces algo que impulsó más bien la Ilustración?
Coincidió en el tiempo
con la Ilustración, pero no siempre en las ideas. Si examinamos las páginas
de la Enciclopedia –el máximo exponente de la Ilustración–, puede verse que
los ilustrados no solo no eran contrarios a la esclavitud, sino que veían
como natural considerar que unas razas eran superiores y otras inferiores, y
que las superiores dominaran a las inferiores por su bien, pues –afirmaba la
Enciclopedia– “los negros se encontrarán mejor bajo el dominio de un amo
blanco en América que en libertad en África”.
No resulta difícil
imaginar lo que hubiera sido de esos hombres si, frente a la visión de los
conquistadores, frente al pensamiento ilustrado y frente a las concepciones
islámica y pagana de la esclavitud, no se hubiera alzado una recuperación
del concepto cristiano acerca de la dignidad de todo hombre.
—¿Y
cómo fue el proceso de la abolición?
El inicio de la trata de
esclavos a gran escala comenzó en el siglo XV en diferentes puntos de la
costa africana. Durante más de un siglo, Portugal casi monopolizó ese
tráfico gracias a la colaboración de los comerciantes árabes del norte de
África, que ya enviaban esclavos de África central a los mercados de Arabia,
Irán y la India. El descubrimiento de América llevó a otras naciones a
sumarse a esa práctica tan denigrante. Ni siquiera la Revolución americana
de 1776 cambió la situación, y la Constitución norteamericana admitió
también la esclavitud.
La idea de abolir la
esclavitud surgió en el seno del cristianismo, a medida que se fue tomando
mayor conciencia de que se oponía a los principios del Evangelio. No fue una
tarea fácil, ya que chocaba con evidentes e importantes intereses
económicos, pero finalmente, y gracias sobre todo al empeño de William Wilberforce,
Inglaterra prohibió en 1807 el comercio de esclavos, y en 1833 declaró la
abolición de la esclavitud en la totalidad de los territorios británicos. El
único país que se adelantó fue Dinamarca, en 1792, y lo hizo también
apelando directamente a valores cristianos. A lo largo del siglo XIX la
esclavitud fue abolida sucesivamente en el resto de los países de tradición
cristiana.
Hoy día, a pesar de las
normas antiesclavistas de la legislación internacional, la esclavitud sigue
siendo una triste realidad fuera de Occidente y afecta a no menos de cien
millones de personas. En algunos países islámicos y budistas cuenta incluso
con una cobertura legal. De no haber sido por la influencia del
cristianismo, tal vez tendríamos ese mismo panorama en las sociedades
occidentales.
Preocupación por los que sufren
Por otra parte, hay que
decir que la influencia de la fe cristiana en la lucha por aliviar el
sufrimiento humano ha sido decisiva a lo largo de la historia. Ya en el
Imperio Romano, el cristianismo se preocupó por los débiles, los marginados,
los abandonados, es decir, por aquellos por los que el imperio apenas sentía
preocupación. También dio una acogida extraordinaria a la mujer, y
contribuyó a suavizar las barreras étnicas entonces tan marcadas. El
cristianismo predicaba a un Dios ante el cual no cabía mantener la
discriminación que oprimía a las mujeres, el culto a la violencia, el
infanticidio, el abandono de los desamparados, etc.
En los siglos siguientes,
el cristianismo fue también decisivo para preservar la cultura y extender la
educación. Impulsó la defensa y la asistencia de los débiles y se preocupó
por quienes nadie parecía tener interés. Baste citar, por poner algunos
ejemplos, la aportación de San Juan de Dios, que fundó una orden dedicada a
la atención de los enfermos mentales (verdaderos olvidados de la sociedad
durante siglos); o el esfuerzo de innumerables instituciones católicas
dedicadas a atender leproserías, dispensarios, personas pobres o
abandonadas, niños huérfanos, etc.
“Ahora –ha escrito Tomás
Alfaro–, o en cualquier otro momento de la historia de los últimos veinte
siglos, si buscamos un grupo de personas miserables, abandonadas por todos,
marginadas por la sociedad, con los que nadie querría pasar una hora, es
casi seguro que a su lado encontremos a alguien que se considera hijo de la
Iglesia, y que hace lo que hace precisamente por ser seguidor de Cristo.”
Las cruzadas
—¿Y
qué dices de las cruzadas, que fueron guerras de religión promovidas por la
Iglesia?
Se trata de un tema
complejo, pues las cruzadas abarcan cerca de doscientos años y al estudiar
su desarrollo a lo largo de la historia debe hacerse un juicio de conjunto,
pero no puede decirse que fueran guerras de religión. De entrada –como ha
escrito el historiador Franco Cardini–, la palabra “cruzada” es una
expresión moderna que se usa sistemáticamente solo desde el siglo XVIII.
Hasta entonces no existía esa palabra, lo que indica que, hablando de
Cruzadas desde entonces hasta hoy, se ha hecho toda una serie de
generalizaciones engañosas.
Las cruzadas nunca fueron
guerras de religión, no buscaban la conversión forzada o la supresión de los
infieles. Los excesos y violencias realizados en el curso de las
expediciones –que han existido y no se pretenden ocultar– deben ser
evaluados en el marco de la normal aunque dolorosa fenomenología de los
hechos militares de la época. La cruzada corresponde a un movimiento de
peregrinación armado que se afirmó lentamente entre el siglo XI y el XIII, y
que debe ser entendido en el contexto del largo encuentro entre Cristiandad
e Islam, que produjo resultados culturales y económicos muy positivos. ¿Cómo
se justifica, si no, el dato de frecuentes amistades e incluso alianzas
militares entre cristianos y musulmanes en la historia de las Cruzadas?
San Bernardo de Claraval propuso
que contra aquella caballería laica del siglo XII, formada por gente ávida,
violenta y amoral, se creara una nueva caballería al servicio de los pobres
y de los peregrinos. La propuesta de San Bernardo era revolucionaria, una
nueva caballería hecha de monjes que renunciasen a toda forma de riqueza y
de poder personal. Su objeto era ponerse al servicio de los cristianos
amenazados por los musulmanes, recuperar la paz en Occidente y socorrer a
los correligionarios lejanos. La cruzada exigía reconciliarse con el
adversario antes de partir, renunciar a la disputa y a la venganza, aceptar
la idea del martirio, ponerse a sí mismos y los propios bienes a disposición
de los demás, y embarcarse por un cierto número de meses o de años en una
expedición movida por el deseo de garantizar el libre acceso de los
peregrinos a los Santos Lugares, entendido como búsqueda de la memoria de
Jesucristo en la tierra que había sido escenario de su existencia terrena.
Prescindiendo de la mayor
o menor categoría humana y espiritual de los participantes, su impulso era
fundamentalmente espiritual. Movidos por ese deseo de peregrinación,
abandonaron todo lo que tenían y se lanzaron a una aventura en la que no
pocos no solo se arruinaron sino que incluso encontraron la muerte. No se
trató, por lo tanto, de un movimiento material disfrazado de espiritualidad,
ni de una guerra santa, sino de un colosal impulso de raíces espirituales
que no tuvo inconveniente, pese a sus enormes defectos, en afrontar
considerables riesgos y pérdidas materiales.
Hay que decir que en
nuestros días la Iglesia católica impulsa de modo decidido el diálogo
religioso y cultural con el Islam. Juan Pablo II ha recordado que “los
cristianos reconocemos con alegría los valores religiosos que compartimos
con el Islam. La Iglesia mira a los musulmanes con estima, convencida de que
su fe en Dios trascendente contribuye a la construcción de una nueva familia
humana. La adoración al único Dios, creador de todos, nos alienta a
intensificar en el futuro nuestro conocimiento recíproco, caminando juntos
por el camino de la reconciliación. Renunciando a toda forma de violencia
como medio para resolver las diferencias, las dos religiones podrán ofrecer
un signo de esperanza al mundo”.
Isabel la Católica
—Isabel de Castilla es
una figura histórica muy controvertida. Llama la atención que haya pasado a
la historia con el título de “católica”, pero que, por ejemplo, fuera quien
expulsó a los judíos de España…
El hecho de que en
determinado momento la reina prohibiera la práctica del judaísmo en España
(porque el judío que se convertía no se debía marchar) ha creado
efectivamente un ambiente negativo en torno a su persona. Pero quizá no se
tiene en cuenta que esa expulsión fue una medida general en Europa, y que
España fue la última en aplicarla, y que lo hizo solo cuando ya no quedaba
otro remedio, cuando las presiones internacionales eran enormes. Y cuando
tomó esa decisión, tuvo la preocupación de asegurar que los judíos
dispusieran de un plazo para decidir, y que pudieran disponer de todos sus
bienes, cosa no muy corriente en aquella época.
En el siglo XV, en todos
los países, la ciudadanía estaba ligada al principio religioso, de modo que
el “no fiel” podía ser un “huésped tolerado y sufrido” –esta es la frase
exacta que utilizan los documentos– pero no un súbdito. Al huésped se le
cobraba una determinada cantidad a cambio del derecho de estancia, pero ese
permiso podía ser suspendido (recuerda un poco a los “permisos de
residencia” de las actuales leyes de extranjería en esos mismos países).
Todas las figuras
importantes de la historia han cometido errores, como sucedió en este caso,
pero ha de quedar claro que no fue un error particular de Isabel la
Católica: el judaísmo estaba prohibido desde mucho tiempo atrás en
Inglaterra y en Francia, en Nápoles, y prácticamente en toda Europa. De
hecho, el claustro de la Universidad de París se reunió para felicitar a los
reyes de España por la medida que, al fin, habían tomado.
En aquellos tiempos se
entendió esa medida como se entendería hoy una decisión de Estado que,
causando grandes incomodidades a una serie de personas, se estimara digna de
ejecutarse por el bien general de todos los demás. Si se pensara ahora en
una minoría extranjera escasamente integrada en la nación y con unas fuertes
señas de identidad, y se pensara que comprometen la seguridad del Estado, es
fácil de entender que se adoptaran medidas drásticas. Por ejemplo, exigirles
fidelidad a las normas del juego democrático. Y no de modo muy diferente se
consideraba el cristianismo en la Europa del siglo XV, es decir, como un
sistema de valores incuestionable. No sé cómo se juzgarán dentro de cinco
siglos nuestras actuales restrictivas leyes de extranjería, o las
expulsiones de inmigrantes ilegales, pero a quien entonces lo juzgue habrá
que pedirle que lo haga considerando la mentalidad y situación actuales.
—¿Y
qué dices del papel de la reina Isabel en la conquista de América?
Ella es la primera en
muchos siglos que reconoce que los habitantes de esas tierras recién
incorporadas a la Corona son hombres como los demás, que han sido redimidos
por Cristo y que por tanto han de ver reconocidos sus derechos humanos. Sin
esta postura de Isabel la Católica difícilmente se habría llegado tiempo
después a la Constitución de los Estados Unidos, que repite prácticamente lo
que ella dijo, que Dios nos ha hecho a todos libres, iguales y en búsqueda
de la felicidad.
Se habla mucho de las
atrocidades que se cometieron, y efectivamente hubo errores prácticos, pues
los encargados de llevar a cabo la tarea de colonización en ocasiones se
dejaron llevar por sus intereses particulares y conculcaron los derechos de
los nativos. Pero los principios siempre estuvieron claros, y de hecho, para
burlar esa legislación, los grandes propietarios, siglos después, tuvieron
que comprar negros ya esclavos en África para poder introducir allí esa
servidumbre a la que aspiraban, porque las leyes de Castilla se lo impedían
radicalmente: ningún indio podía ser esclavo.
Cada cristiano puede
pensar lo que quiera sobre la actuación de Isabel la Católica, puesto que
las decisiones personales de su reinado no comprometen a la fe cristiana,
pero su actuación se ha utilizado tanto en contra de la Iglesia católica,
presentando a la reina como una mujer intolerante –e intolerante
precisamente por ser católica–, que conviene destacar algunos testimonios
históricos sobre este punto.
Por ejemplo, los Reyes
Católicos fueron personas conciliadoras y fáciles para el perdón, como
demuestra el hecho de que al término de una guerra civil, fueron capaces de
evitar las represalias y pactar con quienes estuvieron sublevados contra
ellos, y garantizarles que no iban a sufrir perjuicio ninguno, sino que
seguirían desempeñando las funciones sociales y el nivel que hasta entonces
ocupaban. Aquello fue un ejemplo de cómo una guerra civil se cierra sin
resentimientos, cosa muy difícil, pues lo normal es que se creen odios que
duran mucho tiempo.
Otro ejemplo es cómo la
reina acoge y educa a los hijos ilegítimos de la mujer de Enrique IV. Y cómo
cuida también de los hijos ilegítimos de su marido, y cómo siente hacia
todos ellos una obligación de afecto que va más allá del simple ejercicio de
la caridad.
También defendió los
derechos de las mujeres. En España no se había producido como en Francia una
negativa tan rotunda al reconocimiento de los derechos de las mujeres, pero
estos derechos eran más para ser transmitidos a los hijos o a los maridos
que para ser ejercidos por ellas mismas. Isabel establece el principio
contrario: no hay diferencia en cuanto a la capacidad de gobierno entre
hombre y mujer, y así educa a sus hijas, y así procede ella misma también.
Esa norma estaría vigente hasta principios del siglo XVIII en que, por
razones de progreso ilustrado, se impuso la Ley Sálica.
Con sus errores, que los
tuvo, fue una mujer que tuvo presente siempre el juicio de Dios. Una mujer
que cuando escribe a su marido gravemente herido después de un atentado le
dice: “Acuérdate de que tenemos que rendir cuentas ante Dios, y las cuentas
que nos va a pedir a nosotros, los reyes, son mucho más estrechas que las
que pide a ninguno de nuestros súbditos”.
Miguel Servet
—¿Y
esa otra vieja historia sobre Miguel Servet, que por su descubrimiento de la
circulación de la sangre fue quemado en la hoguera?
Esa vieja leyenda puede
rebatirse sin grandes despliegues de erudición. Para empezar, Miguel Servet
no descubrió la circulación de la sangre, sino solo lo que se conoce como la
“circulación menor”, es decir el paso de la sangre de un lado a otro del
corazón, a través de los pulmones, donde se purifica la sangre en contacto
con el aire que se respira.
Curiosamente, además, esa
aportación mundial y motivo del lugar preeminente de este médico aragonés en
la historia de los grandes descubrimientos, la escribió intercalada entre
los párrafos de un libro de Teología dedicado a la Santísima Trinidad. Las
cosas en aquellos tiempos eran así –explica Pascual Falces de Binéfar–,
pues todavía dominaba la idea de que “el médico que solo sabe medicina, ni
medicina sabe”. Ese libro de Miguel Server titulado “Christianismi restitutio”,
cayó en manos de Juan Calvino, con su Reforma recién implantada en la ciudad
de Ginebra. Calvino discrepó de tales teorías, hasta el punto de declarar
públicamente que si Miguel Servet aparecía por esa ciudad, sería quemado en
la hoguera, tal y como se arreglaban entonces muchas de las diferencias
personales o políticas. Miguel Servet hizo caso omiso de esa advertencia, se
plantó desafiante en la aburrida ciudad y ocurrió lo previsible: terminó en
la hoguera y sus cenizas esparcidas por el viento sobre el lago Lemán.
Por eso fue ajusticiado, y no por descubrir la circulación de la sangre. Fue
algo evidentemente cruel e injusto, pero ni lo hizo la Iglesia católica ni
fue por descubrir la circulación de la sangre.
Escándalos de abusos sexuales
—Y si pensamos en épocas
más recientes, ¿qué dices de los escándalos por denuncias de abusos sexuales
de sacerdotes, que se han dado sobre todo en Estados Unidos?
Han sido hechos muy
tristes y lamentables, que saltaron con gran fuerza a la opinión pública, y
se criticó por ese motivo muy duramente a la Iglesia católica. Aunque casi
todos los casos se remontaban a bastantes años atrás y afectaban a un
pequeño porcentaje del clero, han causado daños muy graves, en primer lugar
a las víctimas y después al prestigio del sacerdocio. Se reprochaba también
a los obispos haber aplicado medidas insuficientes, sin decidirse a tomar
otras más firmes para afrontar el problema, pues se publicaron historias de
sacerdotes culpables de abusos de menores a los que el obispo se limitaba a
cambiar de encargo pastoral o que eran reintegrados al ministerio tras un
tratamiento psicológico que no curaba suficientemente sus desviadas
tendencias.
Los medios de
comunicación atacaron con insistencia a la Iglesia, pero apenas se prestó
atención a las estadísticas generales de abusos a menores en el país. Se
puso mucha atención en unas pocas decenas de casos protagonizados por
sacerdotes a lo largo de los últimos veinte o treinta años, pero no se
mencionaba la cifra de casos similares en los que el responsable no era un
sacerdote, y no se puede obviar que, por ejemplo, solamente en ese año hubo
más de cien mil casos de abusos sexuales a menores en los Estados Unidos.
Es evidente que el abuso
sexual a un menor por parte de un sacerdote es una falta gravísima y que
debe hacerse todo lo posible por evitarlo. Y está claro que hay que tomar
medidas drásticas cuando se produzcan. Pero es fundamental defender a la
inmensa mayoría de sacerdotes de conducta ejemplar que trabajan cada día en
sus comunidades y parroquias y atienden abnegadamente a su feligresía. La
forma en la que se expusieron los hechos, datos y situaciones por parte de
la mayoría de los medios de comunicación no solo enturbiaba y afrentaba a la
Iglesia católica, sino que ensombrecía e infamaba a todos los sacerdotes que
dedican esmeradamente sus vidas en servicio de los demás, que ejercen su
ministerio con honestidad y coherencia, muchas veces con caridad heroica.
Este escándalo hizo
también que surgieran de nuevo voces pidiendo la abolición del celibato
sacerdotal, al que se culpaba de esos problemas. La protesta pasaba por alto
que esos tristes casos eran proporcionalmente menos frecuentes en el clero
católico que en el clero casado protestante y en otras profesiones de
atención a menores.
Lo que esta crisis llevó
a abordar a fondo es una cuestión bastante debatida años antes en algunos
sectores de la jerarquía católica norteamericana un tanto “disidentes”
respecto a la doctrina católica oficial. Se trata de la homosexualidad
dentro del clero y en la selección de los candidatos al sacerdocio. Hay que
tener en cuenta que la mayoría de los casos ocurridos no habían sido de
pederastia (trastorno psicológico por el que un adulto abusa sexualmente de
un niño impúber), sino de abusos a chicos de más edad, protagonizados por
una pequeñísima minoría de sacerdotes homosexuales activos que abusaron de
adolescentes aprovechándose de su autoridad y de su condición de sacerdotes.
El hecho de que casi todas las acusaciones se refirieran a abusos cometidos
con chicos, no con chicas, indica que los sacerdotes acusados eran sobre
todo personas con tendencias homosexuales. Era por tanto un problema de
homosexuales activos dentro del clero, no de pederastia, y revelaba
claramente una deficiencia en la selección de candidatos al sacerdocio y en
su formación en algunos seminarios de Estados Unidos. Un grave error al que
pronto se puso remedio.
¿No hacer nada para no equivocarse?
—Hay gente que piensa que
la Iglesia debería recortar su actuación, para evitar el peligro de cometer
todos esos errores reales o supuestos que ha habido a lo largo de la
historia.
Es bastante fácil atacar
a la Iglesia, y burlarse de las páginas más difíciles de su historia. No
intento en estas líneas justificar los errores que realmente han cometido
muchos cristianos a lo largo de los siglos. Pero a veces pienso que si a
esas personas les parece que la Iglesia tiene las manos sucias, habría que
decirles que quizá ellos no tienen las manos sucias porque no tienen manos o
porque no las utilizan.
La Iglesia procura
realizar su tarea, y vive inmersa en una sociedad cambiante que se
desarrolla a su vez en una época determinada, y trata de insertar en ella la
levadura sobrenatural del Evangelio. La grandeza de la Iglesia está en
afrontar las variaciones del hombre en el transcurso de los siglos y tratar
de introducir en su vida lo sobrenatural. Si para evitar el riesgo de
contaminar su pureza, la Iglesia renunciara a intentar hacerse presente en
la sociedad de cada momento, se quedaría en un simple y curioso empeño
abstracto.
Hay mucho purista que se
escandaliza de las actuaciones de la Iglesia o de los católicos, pero que no
aporta ninguna solución a todos esos problemas que a cualquier persona
debieran interpelar seriamente. Buscan una seguridad en las actuaciones, un
no asumir riesgos que no lleva a otra paz que la del cementerio. La Iglesia
afronta con serenidad todos esos sarcasmos, porque desea cumplir su misión
entre los hombres. Sabe que roza sin cesar el peligro de empañar la pureza
de su mensaje, al menos según las apariencias, al tratar de encarnarlo en
una historia que se vuelve incesantemente contra ella, contra quien quiere
salvarla. La Iglesia prefiere este riesgo al estéril replegamiento sobre
sí misma. Lo prefiere, y afronta ese riesgo desde hace veinte siglos porque,
en su amor al hombre, acude a los puntos de más necesidad, más amenazados.
Siempre habrá personas
que se obstinen en no ver en el cristianismo otra cosa que las deformaciones
de las que ha sido objeto a lo largo de la historia. Siempre habrá quien
relacione la fe cristiana con el oscurantismo, con la "sombría Edad Media",
con la intolerancia, con la presión sobre las conciencias, con el
subdesarrollo intelectual, con el retraso y la falta de libertad. Es una
imagen que se ha creado unas veces con mala intención, y otras simplemente
por desconocimiento, y que quizá procede de esa vieja idea ilustrada por la
que tantos pensaban que el racionalismo ateo había obtenido un gran triunfo
sobre la fe.
La historia de la Iglesia
es una confusión de triunfos y aparentes fracasos del cristianismo. Es una
serie siempre repetida de intentos de construir el reino de Dios en la
tierra. Esto no es sorprendente, ni es algo que Jesucristo no previera. La
parábola de la cizaña sembrada entre el trigo muestra con claridad que Él lo
sabía y que esto está de acuerdo con el plan de Dios.
La vida de la Iglesia en
la historia, así como la vida del cristiano individual –afirma Thomas
Merton–, es un acto constantemente repetido que empieza siempre de nuevo,
una historia de buenas intenciones que acaba en éxitos y en equivocaciones;
de errores que han de ser corregidos, de defectos que tienen que ser
utilizados, de lecciones que se aprenden mal y deben aprenderse una y otra
vez. Ha habido vacilaciones y falsos comienzos en la historia cristiana. Ha
habido incluso errores graves, pero estos son imputables a las sociedades
seculares cristianas más que a la Iglesia. Ahora bien, la Iglesia no ha
perdido nunca su camino. Pero lo que la mantiene en el camino recto no es el
poder, no es la sabiduría humana, la habilidad política ni la previsión
diplomática. Hay épocas en la historia de la Iglesia en que esas cosas
llegaron a ser, para los líderes cristianos, obstáculos y fuente de errores.
Lo que mantiene a la Iglesia y al cristiano en el buen camino es el amor y
el cuidado de Dios.