16. ¿QUÉ SUCEDIÓ REALMENTE CON LA INQUISICIÓN?
¿Es Razonable ser Creyente?
50 cuestiones actuales en torno a la fe
Alfonso Aguiló
16. ¿QUÉ SUCEDIÓ REALMENTE CON
LA INQUISICIÓN?
Un concepto errado de
libertad religiosa
Distinguir entre tópicos y
verdades
Si poseyeseis cien bellas
cualidades,
la gente
os miraría
por el
lado menos favorable.
Molière
Un concepto errado de libertad religiosa
El origen de la
Inquisición se remonta al siglo XIII. El primer tribunal para juzgar delitos
contra la fe nació en Sicilia en el año 1223. Por aquella época surgieron en
Europa diversas herejías que pronto alcanzaron bastante difusión.
Inicialmente se intentó que cambiaran de postura mediante la predicación
pacífica, pero después se les combatió formalmente. En esas circunstancias
nacieron los primeros tribunales de la Inquisición.
—¿Y
no es un contrasentido perseguir la herejía de esa manera?
Lo es. Pero no debe
olvidarse la estrecha vinculación que hubo a lo largo de muchos siglos entre
el poder civil y el eclesiástico. Si se perseguía con esa contundencia la
herejía era sobre todo por la fuerte perturbación de la paz social que
causaba.
—¿Y
cómo pudo durar tanto tiempo un error así?
Cada época se caracteriza
tanto por sus intuiciones como por sus ofuscaciones. La historia muestra
cómo pueblos enteros han permanecido durante períodos muy largos sumidos en
errores sorprendentes. Basta recordar, por ejemplo, que durante siglos se ha
considerado normal la esclavitud, la segregación racial o la tortura, y que,
por desgracia, en algunas zonas del planeta se siguen aún hoy practicando y
defendiendo. La historia tiene sus tiempos y hay que acercarse a ella
teniendo en cuenta la mentalidad de cada época.
La Inquisición utilizó
los sistemas que eran habituales en la sociedad de entonces, aunque lo hizo
ordinariamente de un modo más benigno que sus contemporáneos. Con el tiempo,
los cristianos fueron profundizando en las exigencias de su fe, hasta que
comprendieron que tales métodos no eran compatibles con el Evangelio.
Hay que reconocer que se
cometieron todos esos tristes errores por parte de aquellas personas en
aquella época. Sin embargo, la defensa de la libertad religiosa estuvo bien
patente ya en los orígenes del cristianismo. Para los primeros cristianos,
la convicción de estar en la verdad no les hacía pensar en imponerla
coactivamente. Como sabían que el acto de fe es libre, eran tolerantes, y
eso no por simple conveniencia social, sino por coherencia con la raíz misma
de su fe. Los primeros Padres de la Iglesia acuñaron el principio de que “no
hay dificultad en rechazar el error y, al tiempo, tratar benignamente al que
yerra”.
—Sin embargo, parece que
con el paso de los siglos fueron los católicos quienes más olvidaron la
libertad religiosa.
No fue así. El empleo de
la fuerza para combatir a los disidentes religiosos ha sido algo
lamentablemente corriente en todas las culturas y confesiones hasta bien
entrado nuestro tiempo. Basta pensar en la intolerancia de Lutero contra los
campesinos alemanes, que produjo decenas de miles de víctimas; o en las
leyes inglesas contra los católicos, cuyo número era aún muy elevado al
comienzo de la Iglesia Anglicana; o en la suerte de Miguel Servet y sus
compañeros quemados en la hoguera por los calvinistas en Ginebra.
Hay que decir, para ser
justos, que ese era el trato normal que se daba en aquella época a casi
todos los delitos, y el de herejía era considerado como el más grave, sobre
todo por la alteración social que provocaba. En esto coincidían tanto Lutero
como Calvino, Enrique VIII y Carlos V o Felipe II. Y fuera de Occidente
ocurría algo muy parecido.
En una época en la que
todo el mundo occidental se sentía y proclamaba cristiano, y en la que la
unidad de la fe constituía uno de los principales elementos integradores de
la sociedad civil, fraguó la mentalidad de que la herejía, al ser un grave
atentado contra la fe, era también un grave atentado “de lesa majestad”. Es
decir, pasó a considerarse un delito comparable al de quien atenta contra la
vida del rey, un crimen castigado entonces con la muerte en la hoguera.
No puede olvidarse que,
para bien o para mal –probablemente, para mal–, los campos propios de la
política y la religión no estuvieron debidamente delimitados durante
bastantes siglos. Además, las autoridades civiles temían el indudable
peligro social que entrañaban las disidencias religiosas, que solían ser
origen de guerras y desórdenes sociales, pues las posturas heréticas
buscaban habitualmente la conquista del poder. Así sucedió, por ejemplo, con
el luteranismo, cuyo rápido avance se debió en buena parte a la habilidad
con que Lutero logró el apoyo de algunos príncipes alemanes que, de ese
modo, mantenían distancias respecto al emperador Carlos V.
En los primeros siglos,
los cristianos fueron muy tolerantes en materia religiosa. Más adelante,
hubo épocas de bastante confusión en este punto, pero teológicamente nunca
estuvo cerrado el camino de la tolerancia. Y desde hace ya más de dos siglos
son raras las manifestaciones de intolerancia religiosa en países de mayoría
cristiana.
Es más, echando un
vistazo a la situación mundial de los últimos cien años, puede decirse que
la tolerancia religiosa se ha desarrollado fundamentalmente en los países de
mayor tradición cristiana.
Por el contrario, la
intolerancia religiosa se ha mostrado con gran crudeza en los países
gobernados por ideologías ateas sistemáticas (Tercer Reich nazi,
la URSS y todos los países que estuvieron bajo su dominio, la revolución
China de Mao, el régimen de Pol Poten
Camboya, etc.). También ha crecido la violencia del integrismo islámico en
los países donde su religión aún no ha alcanzado el poder político (Senegal,
Níger, Mauritania, Chad, Egipto, Tanzania, Argelia, etc.); y donde ya lo ha
alcanzado (Arabia, Irán, Afganistán, etc.), la tolerancia religiosa es casi
inexistente. Y otros países asiáticos no islámicos (India, China, Vietnam,
etc.), no parecen mejorar mucho la situación. Sin embargo, curiosamente, se
sigue hablando mucho más de la Inquisición, desaparecida hace ya mucho
tiempo, que de otras persecuciones religiosas dolorosamente actuales.
Reconocer los errores
En la actualidad hay, por
fortuna, una comprensión muy extendida –aunque aún no en todo el mundo–, de
que no es justo aplicar penas civiles por motivos religiosos, y que la
libertad religiosa es un derecho fundamental, y por tanto todos los hombres
deben estar inmunes de coacción en materia religiosa. Esta es la doctrina
del Concilio Vaticano II, y por esa razón la Iglesia católica ha subrayado
recientemente la necesidad de revisar algunos pasajes de su historia, para
reconocer ante el mundo los errores de algunos de sus miembros a lo largo de
los siglos, y pedir disculpas en nombre de la unión espiritual que nos
vincula con los miembros de la Iglesia de todos los tiempos.
Reconocer los fracasos de
ayer es siempre un acto de lealtad y de valentía, que además refuerza la fe
y facilita hacer frente a las dificultades de hoy. La Iglesia lamenta que
sus hijos hayan empleado en ocasiones métodos de intolerancia e incluso de
violencia en servicio de la verdad, y es ese mismo servicio a la verdad lo
que lleva ahora a reconocerlo y lamentarlo.
—¿Y
no es extraño que en esas épocas hubiera tan poca reacción contra esos
errores de los católicos?
Es probable que muchos de
ellos estuvieran en su fuero interno en contra de esa aplicación de la
violencia en defensa de la fe. De hecho, hubo reacción contra esos errores,
y si no fue mayor quizá es porque muchas de esas personas no tenían más
opción que el silencio. Y luego, cuando esos fenómenos desaparecieron,
muchos católicos los defendían porque pensaban que lo contrario era
contribuir a difundir leyendas negras de la Iglesia.
Como señaló Juan Pablo
II, fueron muy diversos los motivos que confluyeron en la creación de
actitudes de intolerancia, alimentando un ambiente pasional del que solo los
grandes espíritus verdaderamente libres y llenos de Dios lograban de algún
modo sustraerse. Pero la consideración de todos esos atenuantes no dispensa
a la Iglesia del deber de lamentar profundamente las debilidades de tantos
hijos suyos, que han desfigurado con frecuencia su rostro. De estos trazos
dolorosos del pasado emerge una lección para el futuro, que debe llevar a
todo cristiano a tener bien en cuenta el principio de oro señalado por el
Concilio: “la verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que
penetra con suavidad y firmeza en las almas”.
La Iglesia no teme
reconocer esos errores, porque el amor a la verdad es fundamental (no hay
una verdad buena y otra mala: la que le conviene y la que puede molestarla),
y también porque esas violencias no pueden atribuirse a la fe católica, sino
a la intolerancia religiosa de personas que no asumieron correctamente esa
fe.
Distinguir entre tópicos y verdades
—¿Entonces,
la Iglesia reconoce que es cierta la leyenda negra de la Inquisición?
La Inquisición es
ciertamente una institución controvertida. Lo fue entonces y lo sigue siendo
ahora. Sin embargo, la perplejidad disminuye al conocer mejor la realidad de
su historia y las circunstancias que determinaron su existencia. Porque,
como ha señalado Beatriz Comella,
la polémica sobre la Inquisición se nutre en buena parte de ignorancia
histórica, desconocimiento de las mentalidades de épocas pasadas, falta de
contextualización de los hechos y de estudio comparativo entre la justicia
civil y la inquisitorial. Esas carencias han hecho que se magnifique una
injusta leyenda negra en torno a la Inquisición.
—¿Y
qué hay entonces de cierto sobre la Inquisición, por ejemplo en España, que
fue bastante famosa?
En España se formaron los
primeros tribunales en 1242. Como en otros países europeos, esos tribunales
dependían de los obispos diocesanos y por regla general fueron bastante
benévolos.
Sin embargo, en la época
de los Reyes Católicos el Santo Oficio español se convirtió en un tribunal
eclesiástico supeditado a la monarquía y en un instrumento represivo de la
disidencia religiosa influido con frecuencia por lo político. Los Reyes
Católicos impulsaron a lo largo de su reinado medidas religiosas muy
acertadas, que la historia les reconoce, pero quedaron un tanto
ensombrecidas por la actuación de esos tribunales. Consideraban que la
unidad religiosa debía ser un factor clave en la unidad territorial de sus
reinos, y juzgaron imprescindible la conversión de los hebreos (unos
110.000) y los moriscos (unos 350.000). Algunos de ellos se bautizaron por
convencimiento, pero otros no, y al regresar a sus antiguas prácticas fueron
perseguidos por la Inquisición.
—¿Y
cómo se explica esa decisión en unos reyes que han pasado a la historia como
católicos?
Cuando se juzgan
actuaciones del pasado, hay que tener presente que son diversos los tiempos
históricos, sociológicos y culturales. En aquella época, la fe era el valor
central de la sociedad, tanto como puede serlo ahora, por ejemplo, la
libertad.
Igual que en nuestra
época se lucha y se muere, y a veces también se mata, por defender la
libertad personal o colectiva, entonces se hacía lo mismo por defender la
fe.
La fe se percibía
entonces como la base y la garantía de la convivencia, y el que atentaba
contra ella era considerado de manera semejante a como ahora se vería a un
terrorista, a una persona que contamina el agua de una ciudad o a quien
vende droga a unos niños. Esa es la razón por la que la mayoría de la gente
aplaudía la actuación de aquellos guardianes de la ortodoxia.
No quiero con esto decir
que eso estuviera bien, ni que la historia lo justifique todo, sino
simplemente que deben considerarse con atención los condicionamientos de
entonces. Era una sociedad con una gran preocupación por la salvación
eterna, en la que la muerte era una realidad fuertemente presente (la
esperanza media de vida no llegaba a los treinta años, y la mortalidad
infantil era muy alta, de modo que todo el mundo había visto morir muy
jóvenes a varios de sus familiares más cercanos), y en ese clima, el común
de la gente veía al hereje como un grave peligro social, de modo semejante
–insisto– a como veríamos hoy a quien se dedicara a propagar enfermedades
contagiosas, corromper niños o dañar el medio ambiente.
—¿Y
era muy frecuente la tortura, o la muerte en la hoguera?
La pena de muerte en la
hoguera se aplicaba al hereje contumaz no arrepentido. El resto de los
delitos se pagaban con excomunión, confiscación de bienes, multas, cárcel,
oraciones y limosnas penitenciales. Las sentencias eran leídas y ejecutadas
en público en los denominados “autos de fe”.
En cuanto a la tortura,
la Inquisición admitió su uso, aunque con diversas restricciones: por
ejemplo, no podía llegar al extremo de la mutilación, ni poner en peligro la
vida del imputado. No hay que olvidar que la tortura era utilizada entonces
con toda normalidad en los tribunales civiles. La principal diferencia era
que en los tribunales de la Inquisición, el acusado confeso arrepentido tras
la tortura se libraba de la muerte, algo que no ocurría en la justicia
civil.
Otro rasgo característico
de la Inquisición era que el imputado tenía mejor garantizados sus derechos
que en el sistema judicial civil. Además, la Inquisición no hacía
distinciones a la hora de acusar a prelados, cortesanos, nobles o ministros.
Prueba de ello fue el caso del juicio de Carranza, arzobispo de Toledo y
Primado de España, que fue acusado de luteranismo y condenado por la
Inquisición española. O el de Antonio Pérez, que era secretario del rey.
Este último, junto con otros políticos españoles exiliados, difundieron por
Francia, Alemania e Inglaterra el germen de la leyenda negra de la
Inquisición española, que fue acogida de buen grado en un ambiente de gran
rivalidad por el dominio político del imperio español en numerosos puntos de
Europa.
La verdad sobre las cifras
La Inquisición se
instauró en España en 1242 y no fue abolida formalmente hasta 1834. Su
actuación más intensa se registra entre 1478 y 1700, durante el gobierno de
los Reyes Católicos y los Austrias.
En cuanto al número de ajusticiados, los estudios realizados porHeningsen y
Contreras sobre las 44.674 causas abiertas entre los años 1540 y 1700,
concluyeron que fueron quemadas en la hoguera 1.346 personas (algo menos de
9 personas al año en todo el enorme territorio del imperio español, desde
Sicilia hasta el Perú, lo cual representa una tasa inferior a la de
cualquier tribunal provincial de Justicia).
El británico Henry Kamen,
conocido estudioso no católico de la Inquisición española, ha calculado un
total de unas 3.000 víctimas a lo largo de sus seis siglos de existencia.Kamen añade
que “resulta interesante comparar las estadísticas sobre condenas a muerte
de los tribunales civiles e inquisitoriales entre los siglos XV y XVIII en
Europa: por cada cien penas de muerte dictadas por tribunales ordinarios, la
Inquisición emitió una”.
Con más de cinco mil estudios ya publicados sobre la Inquisición, los expertos dan por zanjada la polémica en torno a los datos históricos, y centran ahora sus esfuerzos en el análisis de la sociología, la hacienda y la jurisprudencia del Santo Oficio. La leyenda negra ha muerto ya para los historiadores, pero sigue circulando entre personas menos documentadas. Afortunadamente, la fe cristiana custodia una doctrina que le permite rectificar los errores prácticos en los que hayan incurrido sus miembros a lo largo de la historia: la doctrina del Evangelio.