11. ¿ES LA RELIGIÓN CRISTIANA LA VERDADERA?
¿Es Razonable ser Creyente?
50 cuestiones actuales en torno a la fe
Alfonso Aguiló
11. ¿ES LA RELIGIÓN CRISTIANA LA VERDADERA?
Algo absolutamente singular
en la historia de la humanidad
No somos nosotros los que
creamos la verdad,
los que
la dominamos y la hacemos valer.
Es la verdad la que nos
posee.
Alejandro Llano
Una seguridad razonable
—¿Y
por qué precisamente la religión cristiana va a ser la verdadera?
Es realmente difícil, en
un diálogo como el que llevamos, no acabar en esta pregunta. Intentaré
responderte, pero no esperes una demostración que lleve a una evidencia
aplastante.
—Entonces es que no se
puede demostrar...
Una cosa es que algo sea
demostrable, y otra bien distinta que sea evidente. Se pueden aportar
pruebas sólidas, racionales y convincentes, pero nunca serán pruebas
aplastantes e irresistibles.
Ten en cuenta, además,
que no todas las verdades son demostrables. Y menos aún para quien entiende
por demostración algo que ha de estar atado indefectiblemente a la ciencia
experimental, aunque a ese prejuicio ya le hemos dedicado un par de
capítulos y será mejor no repetirse.
Digamos –no es muy
académico, pero sirve para entendernos– que es como si Dios no quisiera
obligarnos a creer. Dios respeta la dignidad de la persona humana, que Él
mismo ha creado, y que ha de regirse por su propia determinación. Dios actúa
con ese respeto por el hombre. Además, si fuera algo tan evidente como la
luz del sol, no haría falta demostrar nada: ni tú estarías leyendo este
libro ni yo lo habría escrito.
Nadie se rinde ante una
demostración no totalmente evidente (algunos, ni siquiera ante las
evidentes), si hay una disposición contraria de la voluntad. La fe es un don
de Dios, pero a la vez es un acto libre. Para creer, hace falta una decisión
libre de la voluntad.
Dios podría haber hecho
que sus mandatos o sus consejos aparecieran escritos en el cielo, como por
arte de magia, pero ha preferido actuar de modo ordinario y natural, a
través de las inteligencias de los hombres, respetando su libertad, su
personalidad y sus condicionantes culturales. Ha querido salvaguardar lo más
posible nuestra libertad. Así será mayor la plenitud de nuestra fe.
Si te parece, podemos ir
repasando diversos aspectos de la religión cristiana, comentando algunas de
las razones que pueden ayudar a comprenderla mejor. No pretendo argumentar
de modo muy exhaustivo, sino arrojar un poco de luz sobre el asunto, es
decir, hacer más verosímil la verdad.
Un sorprendente desarrollo
Podemos empezar, por
ejemplo, por considerar lo que ha supuesto el cristianismo en la historia de
la humanidad. Piensa cómo, en los primeros siglos, la fe cristiana se abrió
camino en el Imperio Romano de una forma prodigiosa...
—Es algo muy estudiado.
Estuvo facilitado por la unidad política y lingüística del Imperio, por la
facilidad de comunicaciones en el mundo mediterráneo, etc.
Todo eso es cierto. Pero
piensa también que, pese a que esas condiciones eran favorables, el
cristianismo recibió un tratamiento tremendamente hostil. Hubo una represión
brutal, con unas persecuciones enormemente sangrientas, con todo el peso de
la autoridad imperial en su contra durante más de dos siglos.
Hay que recordar que la
religión entonces predominante era una amalgama de cultos idolátricos
enormemente indulgentes con las más degradantes debilidades humanas. Tan
bajo había caído el culto, que la fornicación se practicaba en los templos
como rito religioso. El sentido de la dignidad del ser humano brillaba por
su ausencia, y las dos terceras partes del imperio estaban formadas por
esclavos privados de todo derecho. Los padres tenían derecho a disponer de
la vida de sus hijos (y de los esclavos, por supuesto), y las mujeres, en
general, eran siervas de los hombres o simples instrumentos de placer.
Tal era el mundo que
debían transformar. Un mundo cuyos dominadores no tenían ningún interés en
que cambiara. Y la fe cristiana se abrió paso sin armas, sin fuerza, sin
violencia de ninguna clase. Predicando una conversión muy profunda, unas
verdades muy duras de aceptar para aquellas gentes, un cambio interior y un
esfuerzo moral que jamás ninguna religión había exigido.
Y pese a esas objetivas
dificultades, los cristianos eran cada vez más. Cristianos de toda edad,
sexo y condición: ancianos, jóvenes, niños, ricos y pobres, sabios e
ignorantes, grandes señores y personas sencillas..., y, tantas veces,
perdiendo sus haciendas, acabando sus vidas en medio de los más crueles
tormentos.
Conseguir que la religión
cristiana arraigase, que se extendiese y se perpetuara, a pesar de todos los
esfuerzos en contra de los dominadores de la tierra de aquel entonces; a
pesar del continuo ataque de los grandes poseedores de la ciencia y de la
cultura al servicio del Imperio; a pesar de los halagos de la vida fácil e
inmoral a la que llevaba el paganismo romano...; haber conseguido la
conversión de aquel enorme y poderoso imperio, y cambiar la faz de la tierra
de esa manera, y todo a partir de doce predicadores pobres e ignorantes,
faltos de elocuencia y de cualquier prestigio social, enviados por otro
hombre que había sido condenado a morir en una cruz, que era la muerte más
afrentosa de aquellos tiempos... Para el que no crea en los milagros de los
Evangelios, me pregunto si no sería este milagro suficiente.
Algo absolutamente singular en la historia de la humanidad
«El protagonista de mi
novela –cuenta el escritor José Luis Olaizola en
un libro autobiográfico– se había hecho cura, quizá porque me parecía un
buen final de la novela que lo fusilaran al principio de la guerra civil
española.
»Y como yo sabía muy poco
de curas, y de su posible comportamiento en una situación tan límite, me
puse a leer el Evangelio para articular un buen sermón ante el pelotón de
fusilamiento, con palabras del mismo Cristo.
»Aquellas palabras
sirvieron de poco para mi novela, pero a mí me llegaron bastante hondo. Así
comencé a interesarme por la figura de Cristo, que me pareció un personaje
muy atractivo..., a condición de que, efectivamente, fuera Hijo de Dios.
Porque si fuera solo un hombre, y dijera las cosas que decía, sería un loco
o un farsante. Y si Cristo era el Hijo de Dios, no se le ocurriría dejar la
hermosura de su doctrina al libre discurrir de los hombres; sería el caos.
Era lógico que hubiera encomendado el depósito de la fe a la Iglesia.
»Es decir, que por un
proceso reflexivo me encontré siendo intelectualmente católico.»
Así cuenta Olaizola un
pequeño retazo de su encuentro con Dios. Como en tantos otros casos, empezó
por un descubrimiento de la figura de Jesucristo. Podemos analizar esto
brevemente, pues constituye el fundamento de la fe cristiana. La pregunta
básica sobre la identidad de la religión cristiana se centra en su fundador,
en quién es Jesús de Nazaret.
El primer trazo
característico de la figura de Jesucristo –señala André Léonard–
es que afirma ser de condición divina. Esto es absolutamente único en la
historia de la humanidad. Es el único hombre que, en su sano juicio, ha
reivindicado ser igual a Dios. Y recalco lo de reivindicar porque, como
veremos, esta pretensión no es en modo alguno signo de jactancia humana,
sino que, al contrario, fue acompañada de la mayor humildad.
Los grandes fundadores de
religiones, como Confucio, Lao-Tse, Buda y
Mahoma, jamás tuvieron pretensiones semejantes. Mahoma se decía profeta de Allah,
Buda afirmó que había sido iluminado, y Confucio y Lao-Tse predicaron
una sabiduría. Sin embargo, Jesucristo afirma ser Dios. Lo que sorprendía y
admiraba a las gentes era la autoridad con que hablaba, por encima de
cualquier otra, aun de la más alta, como la de Moisés. Y hablaba con la
misma autoridad de Dios en la Ley o los Profetas, sin referirse más que a sí
mismo: "Habéis oído que se dijo..., pero yo os digo...". A través de sus
milagros manda sobre la enfermedad y la muerte, da órdenes al viento y al
mar, con la autoridad y el poderío del Creador mismo. Sin embargo, este
hombre que utiliza el yo con la audacia y la pretensión más sorprendentes,
posee al propio tiempo una perfecta humildad y una discreción llena de
delicadeza. Una humilde pretensión de divinidad que constituye un hecho
singular en la historia y que pertenece a la esencia misma del cristianismo.
En cualquier otra
circunstancia –piénsese de nuevo en Buda, en Confucio o en Mahoma–, los
fundadores de religiones lanzan un movimiento espiritual que, una vez puesto
en marcha, puede desarrollarse con independencia de ellos. Sin embargo,
Jesucristo no indica simplemente un camino, no es el portador de una verdad,
como cualquier otro profeta, sino que Él mismo es el objeto propio del
cristianismo. Por eso, la verdadera fe cristiana comienza cuando –como le
sucedió a Olaizola–
un creyente deja de interesarse simplemente por las ideas o la moral
cristianas, tomadas en abstracto, y encuentra a Jesucristo como verdadero
hombre y verdadero Dios.
Otros rasgos sorprendentes
Hay otro rasgo
característico de la figura de Jesucristo que presenta un fuerte contraste
con el anterior. Se trata de su humillación extrema en la hora de la muerte.
Una paradoja absoluta. El que ha manifestado ser el propio Hijo de Dios,
aquel que reunía a las multitudes y arrastraba tras sí a los discípulos,
muere solo, abandonado e incluso negado y traicionado por los suyos. También
este rasgo es único.
Es el único Dios
humillado de la historia. Además, va a la muerte como al núcleo principal de
su misión. Y el Evangelio ve en la cruz el lugar en que resplandece la
gloria del amor divino. Los Evangelios narran las dificultades que
Jesucristo experimentó, incluso con sus propios discípulos, para lograr que
sus contemporáneos aceptaran la idea de un mesianismo espiritual cuya
realización pasaría, no por un triunfo político, sino por un abismo de
sufrimiento, como preludio al surgir de un mundo nuevo, el de la
Resurrección.
Y la descripción de la
figura de Cristo en los Evangelios concluye con otro rasgo singular: el
testimonio de su resurrección de entre los muertos. No hay ningún otro
hombre del que se haya afirmado seriamente algo semejante.
La muerte de Jesucristo y
la causa de su condena, son dos hechos materialmente inscritos en la
historia, y que, como después veremos, hoy día ya nadie se atreve a negar:
Jesucristo fue históricamente crucificado bajo Poncio Pilato a
causa de su reivindicación divina. El hecho de su resurrección, sin embargo,
sí es negado por algunas personas, que afirman que no se trata de algo
empíricamente comprobable, y que por tanto sus apariciones después de muerto
tendrían que deberse a una ilusión óptica, una sugestión o algún tipo de
alucinación, producida sin duda por el deseo de que resucitara.
—Supongo que les parecerá
una explicación más creíble de la Resurrección.
A mí en cambio me parece
muy creíble que Dios, si realmente es Dios, haga cosas extraordinarias. Lo
que me sorprende es el empeño de algunos por dar todo género de
explicaciones, y su capacidad para aceptar cualquier cosa antes que admitir
que Dios pueda hacer algo que se salga de lo ordinario.
A quienes hablan de
"ilusiones ópticas", por ejemplo, habría que recordarles que la reacción de
los discípulos ante las primeras noticias de la resurrección de Cristo fue
muy escéptica, pues estaban sombríos y abatidos, y aquel anuncio les pareció
un desatino. Y está claro que no suelen producirse sugestiones,
alucinaciones o ilusiones ópticas entre personas en actitud escéptica, y
menos aún si esas sugestiones tienen que ser colectivas. Además, tampoco se
explicaría por qué solo duraron cuarenta días, hasta la Ascensión, y después
ya nadie volvió a tenerlas.
Los guardias que
custodiaban el sepulcro dijeron –y después lo han repetido muchos otros– que
los discípulos robaron el cuerpo mientras ellos dormían: curioso testimonio
el de unos testigos dormidos, y poco concluyente para intentar rebatir algo
que –durante su supuesto sueño– les fue imposible presenciar.
Sin embargo, el
testimonio de la resurrección dado por los apóstoles y por los primeros
discípulos satisface plenamente las exigencias del método científico. Es de
destacar, sobre todo, el asombroso comportamiento de los discípulos al
comprobar la realidad de la noticia por las múltiples apariciones de
Jesucristo. Si esas apariciones no fueran reales, no se explicaría que esos
hombres que habían sido cobardes y habían huido asustados ante el
prendimiento de su maestro, a los pocos días estén proclamando su
resurrección, sin miedo a ser perseguidos, encarcelados y finalmente
ejecutados, afirmando repetidamente que no pueden dejar de decir lo que han
visto y oído: el milagro portentoso de la Resurrección, del que habían sido
testigos por aquellas apariciones, y que había transformado sus vidas.
La historicidad es de tal
índole –lo analizaremos en el próximo capítulo– que la única explicación
plausible del origen y del éxito de esa afirmación es que se trate de un
acontecimiento real e histórico. Por otra parte, el testimonio de los
Evangelios sobre la resurrección de Jesucristo es masivo y universal: todo
el conjunto del Nuevo Testamento sería impensable y contradictorio si el
portador y el objeto de su mensaje hubiese terminado simplemente con el
fracaso de su muerte infamante en una cruz.
«Leyendo el Nuevo
Testamento –escribe Tomás Alfaro–, puede verse que los Apóstoles eran
hombres que creían fervientemente lo que decían. San Pedro fue crucificado
cabeza abajo. San Andrés, en un tipo de cruz que desde entonces lleva su
nombre. San Pablo fue decapitado, pues era ciudadano romano y esta era la
única pena capital que podían sufrir. Todos los apóstoles, menos Juan,
sufrieron martirio. Y la misma suerte corrieronmuchísimos
de los primeros testigos de la fe cristiana, que dieron su vida por esa
supuesta invención. Y en nuestros días sigue habiendo nuevos engañados que
mueren por esa fe, o que, sin llegar al martirio gastan toda su vida en pos
de un ideal sustentado por las palabras inventadas de un mito que no existió
nunca. Los discípulos de este mito inventado, de esta patraña, se lanzaron
por el mundo, sin importarles ningún peligro, para proclamar a los cuatro
vientos su mentira o su locura, que ellos llamaban Evangelio, es decir, la
buena noticia. Y esto para cumplir el mandato de un hombre que nunca existió
o, lo que es menos plausible todavía, se habían inventado. Un líder
verdadero puede tener más o menos fuerza. Pero una patraña tan descomunal
hubiera tardado muy poco en ser descubierta. Se puede pensar que eran unos
locos o unos mentirosos, pero parece más plausible pensar que eran hombres
cuerdos y honestos, que sabían lo que querían, y que lo que querían merecía
recorrer el mundo y morir por ello si era necesario. Y no solamente eran
capaces de hacerlo ellos. También eran capaces de hacer que otros siguiesen
su ejemplo. ¡Qué brillo de sinceridad debía verse en sus ojos para que ese
traspaso del testigo se produjese! Pero lo más impresionante es que ese
brillo sigue encendiendo. Dos mil años después sigue habiendo un brillo
contagioso en los hombres que viven bien el cristianismo.»