9. EL ENIGMA DE LA MUERTE
¿Es Razonable ser Creyente?
50 cuestiones actuales en torno a la fe
Alfonso Aguiló
9. EL ENIGMA DE LA MUERTE
Qué hacer con el miedo a
morir
¿Puedo comprobar si existe
el alma?
¿Qué nos espera después de
la muerte?
¿No es Dios infinitamente
misericordioso?
¿Salvarse en el último
minuto?
La muerte lo mismo llama
a las
cabañas de los humildes
que a
las torres de los reyes.
Horacio
Viviendo, todo falta;
muriendo,
todo sobra.
Lope de Vega
Qué hacer con la muerte
Todos hemos visto pasar
cerca –cuando no nos ha dado ya de lleno alguna vez– ese dolor tremendo que
produce la pérdida de un ser querido. La mayoría de las veces casi no
sabemos cómo consolar a esas personas. Les decimos unas palabras, procuramos
darles ánimo, pero, al final, casi solo queda acompañarles con nuestro
silencio.
Pensamos en su
sufrimiento, en el vértigo que quizá sientan. A veces te dicen que su vida
ha perdido ya todo su sentido, que no entienden, que no encuentran
respuesta, que chocan contra ese misterio de la muerte, que nada les puede
consolar.
—Es que a veces no es
fácil darles una respuesta...
No es fácil, pero desde
la fe hay algunas respuestas. Para quienes tenemos fe, la muerte es una
despedida, a un tiempo dolorosa y
alegre. Un cambio de casa, de esta de la tierra a la del cielo. No es que la
fe haga desaparecer esa herida como por encanto, sino que la cicatriza por
medio de la esperanza, porque sabemos que los muertos no se mueren del todo.
—¿Y
los que no creen en nada?
Para quienes la muerte no
es más que la ruina biológica definitiva, sin nada detrás, efectivamente la
respuesta es mucho más difícil. Quizá pudiera ser este un motivo más de
credibilidad: la vida sin fe es como una broma cruel que termina un día casi
sin avisar. La vida sin Dios no sabe qué hacer con la muerte, no tiene
respuesta al miedo a morir, no cuenta con ninguna palabra de esperanza que
atraviese el temible silencio de la muerte.
A quienes no tienen fe,
la muerte les recuerda desafiante que su forma de entender la vida no tiene
para la muerte una explicación satisfactoria. Sin Dios, sin un más allá,
¿qué auxilio puedo esperar para la oculta herida abierta en mi corazón por
la muerte, por mi egoísmo y el egoísmo de los demás?
Una criatura, antes de
nacer, no sabe absolutamente nada de lo que le espera. Les sucede lo mismo a
los no creyentes en relación con la muerte: no saben qué les espera. Sin
embargo, la madre, como los que tienen fe, ante los dolores –tanto los del
parto como los de la muerte– pone su esperanza en la nueva vida.
El hombre no puede
atesorar su vida. No puede retenerla. La vida es una hemorragia. La vida se
va. ¿Hacia dónde? ¿Hacia el vacío? ¿Hacia la nada? Es inevitable que el
hombre se plantee la cuestión de su salvación. De lo contrario, la vida
sería como un torrente que inevitablemente nos conduce al abismo. Creer en
la salvación es creer que en alguna parte nuestra vida queda recogida.
Si todo se acabase con la
muerte, es difícil encontrar sentido incluso al esfuerzo por ser buena
persona. Algunos cifran sus afanes en trabajar por un mundo mejor, por
lograr que fuera menos malo. Eso está bien, pero sería muy corto reducir
nuestras esperanzas a un arreglo más satisfactorio de esta tierra. Todo ese
sufrimiento, todo el esfuerzo de una vida, todas esas lágrimas –comenta
André Frossard–,
toda la sangre que empapa y desborda nuestra historia, ¿no habrían servido
entonces más que para construir una ciudad terrena ideal, cuya inauguración
se iría aplazando indefinidamente para una fecha posterior?
Qué hacer con el miedo a morir
Quizá recuerdes aquella
escena de la partida de ajedrez de la película “El séptimo sello”, de Ingmar
Bergman. Es la personificación de la Muerte, que juega con el hombre la
partida decisiva.
Así, dramáticamente, como
una lucha absurda y fatal contra un destino ciego, plantean algunos hombres
su existencia, inmersa en una visión triste y angustiosa de la que no logran
escapar. Cuando lo natural debiera ser asumir la muerte con serenidad, como
una parte real y normal de la propia vida, como una certeza que nos lleva a
redoblar nuestro esfuerzo para sacarle mayor partido a los años que nos
quedan, esas personas se resisten a pensar en su origen y su destino. Han
convertido la muerte en un tabú, en una cosa innombrable.
Hasta ahora, solo un
verdadero sentido de la religión ha sido capaz de superar satisfactoriamente
el temor a la muerte. El miedo a la muerte solo puede quedar contrapesado
por la esperanza de una nueva vida. Para el creyente, la muerte es como
tomarse una medicina amarga cuando uno está seguro de que con ella recobrará
la salud.
—Pero, aun teniendo eso
claro, mucha gente tiene miedo a morir. ¿Por qué crees que resulta tan
difícil aceptar la vida en el otro mundo?
Es natural tener algo de
miedo –o al menos respeto– a la muerte. Pero la muerte es algo natural
(entre otras cosas, sería enormemente aburrido levantarse todas las mañanas,
lavarse los dientes, vestirse y desayunar, milenio tras milenio). Podremos
controlar nuestro miedo a la muerte cuando comprendamos que nuestra alma,
nuestra verdadera esencia, jamás morirá.
Cada minuto en esta vida
es un paso a la eternidad, y si esa eternidad es el cielo, es un paso más
hacia una bienaventuranza de dimensión tan extraordinaria que nadie sería
capaz de describir. Así lo entendió finalmente –comentaba Martín Descalzo–
aquella mujer afligida por el zarpazo de la muerte de unos seres queridos,
cuando escuchó dentro de sí una voz que le decía: “Pero..., ¿ese es el modo
que tú tienes de agradecer a Dios los padres y el hermano que disfrutaste
durante tantos años?”. Desde entonces esa señora hace regalos, en cada
cumpleaños de los fallecidos, a instituciones de caridad.
Hay una diferencia
grande, de modo habitual, en la forma en que se recibe la muerte en familias
sin fe y en familias con una verdadera fe. Un radical desgarro en unas, que
contrasta con una honda serenidad en las otras. No saben cuánto pierden
cuando pierden la fe. Si tuvieran fe –una fe hondamente vivida, se
entiende–, en lugar de ver la muerte como el hoyo negro, fatal, donde toda
vida humana se derriba y se hunde, como un final dramático de todo, la verían como
el nacimiento a una nueva vida, como cuando la mariposa deja la crisálida de
la que sale. El alma vive siempre y renace.
La muerte es el máximo
enigma de la vida. El hombre sufre con el dolor y la enfermedad, pero el
máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. El hecho de la
muerte aparece como un misterio ante el cual la imaginación del hombre sin
fe naufraga por completo.
¿Pensar en la muerte?
Los sabios de todas las
épocas –comenta Alejandro Llano– han aconsejado meditar acerca de la muerte,
para descubrir su oculto sentido y alcanzar así una paz profunda, sin la
cual es imposible la felicidad. Rehuir el tema, jugar al escondite con uno
mismo, no es una actitud muy digna, y menos en asunto tan capital.
Una de las cuestiones que
más preocuparon a Platón fue el destino después de la muerte. Estaba
convencido de que “el mal deja en el alma una cicatriz patente a la mirada
insobornable del Juez”; que los culpables que aún fueran capaces de
curación, serían conducidos por un tiempo a un lugar de purificación; y que,
en cambio, los incapaces de curación sufrirían un castigo para siempre. Por
eso aseguraba que la muerte ponía a las personas en la verdadera realidad.
Cuando el tiempo apremia y el hombre se familiariza con la idea de la
muerte, empieza a preocuparse por cosas que antes no le importaban.
Para algunos, uno de sus
mejores argumentos contra Dios y contra la Iglesia es asegurar que a Misa
asisten más los viejos que los jóvenes. Suponiendo que esto fuera cierto,
también podría verse como un argumento a favor de la fe. Llegados a cierta
edad, la muerte ya no es algo posible, sino probable. No hay tiempo para
seguir orillando los grandes planteamientos de la vida, ni para despreciar
los grandes interrogantes con una broma más o menos ingeniosa. Es la hora de
la verdad. Y cuando llega la hora de la verdad, la gente suele acordarse de
Dios.
La muerte nos mantiene
encadenados como a un oso los titiriteros. Es una cadena que tiene, cuando
más, tres, cuatro metros de longitud; cuarenta, sesenta, ochenta años,
cuando se trata de los hombres. ¿Quién no siente en el tobillo la presión de
esa cadena que nos retiene atados a la muerte? ¿Quién no ha sentido muchas
veces pasar, más o menos cerca, su sombra temible? “El hombre que no percibe
el drama de su propio fin –escribió Carl Gustav Jung, uno de los padres del
psicoanálisis–, no estaría en la normalidad sino en la patología, y tendría
que tenderse en la camilla y dejarse curar”.
Ante la cercanía de la
muerte, la razón humana apenas tiene ninguna experiencia donde hacer pie.
Por eso dice Delibes que, tantas veces, al palpar esa realidad, "vuelves los
ojos a tu interior y no encuentras más que banalidad, porque los vivos,
comparados con los muertos, resultamos insoportablemente banales".
Para algunos, la muerte
acaba con todo. Parece como si una persona no fuera más que una simple alta
en el Registro Civil, que basta luego con dar de baja, y ya está. O un
simple paquete de músculos y huesos, que luego se pudren, y ya está. O un
Número de Identificación Fiscal, que también se da de baja después de haber
cumplido con sus tributaciones, y ya está. Sin embargo, lo único seguro es
que la muerte acaba con el cuerpo. Se derrumba todo el edificio biológico,
es verdad. Lo que era carne se convierte en polvo y ceniza, de acuerdo. Pero
ahí no acaba la persona. Si la persona tiene cuerpo y alma, detrás de la
muerte ha de haber un destino para el alma.
¿Puedo comprobar si existe el alma?
Cuenta Victor Frankl cómo
un estudiante universitario le preguntó en una ocasión qué podía haber de
realidad en el alma, siendo esta totalmente invisible. Como jamás había
visto su alma, ni la de nadie, lo más sensato –concluía– es no creer en
fantasías que no se pueden ver.
«Yo le confirmé –escribe Frankl–
que era imposible ver un alma mediante una disección o mediante exploración
microscópica. Después le pregunté que por qué razón buscaba el alma en esa
disección o exploración microscópica. El joven me contestó que por amor a la
verdad.
»Entonces le pregunté si
no sería el amor a la verdad algo anímico, si él creía que cosas como el
amor a la verdad podían hacerse visibles por la vía microscópica.
»El joven comprendió que
lo invisible, lo anímico, no puede encontrarse mediante el microscopio, pero
que son cosas necesarias para poder trabajar con el microscopio.»
La ciencia experimental
no agota las posibilidades de conocimiento. Si echamos en el mar una red de
pesca cuyos agujeros son cuadrados de un metro de lado, será difícil, por
muchas veces que lancemos esa red, que saquemos peces de menos de un metro
de longitud. Si alguien concluyera, después de semejante experiencia, que en
el mar no hay peces de menos de un metro de longitud, parece bastante
evidente que se equivoca. Una cosa es que no existan, y otra, bien distinta,
que con esa red no pueda capturarlos. Lo que se logra "recoger" con las
redes de la ciencia experimental no es "toda" la realidad.
No lo veo, luego no existe
En muchas ocasiones
creemos en cosas que no vemos, y creemos porque comprobamos sus efectos. Si
oyes a un pajarillo que canta en la espesura, ¿pensarás que canta el
matorral? No es serio decir: no lo veo, luego no existe. No ves el
pajarillo, pero lo oyes. No ves el alma, pero hay muchas razones que hacen
suponer la existencia del alma. No ves la electricidad, pero ves sus
consecuencias. No ves el calor, pero lo sientes. No ves las bacterias ni los
virus, pero notas sus efectos.
No encontrarás el alma
diseccionando un cuerpo, de la misma manera que si echas abajo el matorral
ya no estará el pajarillo, pero no por eso debes decir que el matorral ha
dejado de cantar. Negar la existencia de lo que no es directamente
perceptible por los sentidos es negar la existencia de la parte más
importante de la realidad.
En la mente humana se dan
dos fuerzas contrapuestas. Por una parte, la sensación de que en el hombre
hay algo más que el conjunto de vísceras que componen su cuerpo. Por otra,
la inicial negativa de los sentidos a admitir la existencia de algo que no
pueden ver, medir, oír, oler ni tocar. No es fácil demostrar a los sentidos
que el alma existe, pero no son ellos los que deciden si algo existe o no.
Podemos aplicar al
problema del alma una analogía que propuso Rupert Sheldrake y
que encuentro particularmente afortunada.
Imagínate una persona que
no sabe absolutamente nada sobre aparatos de radio. Piensa, por ejemplo, en
un hombre de ciencia de hace unos cuantos siglos. Ese hombre ve uno de esos
aparatos y se queda encantado con la música que sale de él, y enseguida
trata de entender lo que allí sucede.
Está convencido de que la
música procede totalmente del interior del aparato, como resultado de
complejas interacciones entre sus elementos. Cuando alguien le sugiere que
la música viene de fuera, a través de una transmisión por ondas desde otro
lugar, lo rechaza argumentando que él no ve entrar nada en el aparato. Dice
que eso sería una explicación ilusoria y cómoda de una realidad compleja que
hay que investigar.
Nuestro hombre no termina
de entender bien la procedencia de la música del aparato. Sin embargo,
piensa que algún día, después de mucho investigar las propiedades y
funciones de cada pieza, logrará entender los secretos de sus procesos y
sabrá de cuál de sus elementos sale aquella preciosa melodía.
Quizá logre averiguar la
composición de cada pieza, e incluso intentará hacer otro aparato lo más
parecido posible. Pero ya se ve que no comprenderá cómo funciona el
transistor hasta que acepte que existen realidades, como las ondas de radio,
que no se ven.
Volviendo al término de
nuestra comparación, podemos decir que la ciencia como tal no puede alcanzar
directamente a Dios, pero el científico experimental puede descubrir en el
mundo las razones para afirmar la existencia de un Ser que lo supera.
¿Hablar de la muerte?
A la protagonista de
aquella historia –una respetable mujer norteamericana–, le atormentaba por
una parte la culpabilidad de haber abandonado su fe, y por otra el deseo de
volver a ella.
«Sin embargo –decía–, me
horrorizaba la idea de entrar en un confesonario. Una vida entera de pecado
que me paralizaba.
»Hasta que un fin de
semana de reunión familiar, mis hijos empezaron a hablar de en dónde deseaba
cada uno ser enterrado. Y sentí el terrible impacto de la realidad, de la
verdad. Me di cuenta de que, a pesar de no haber vivido como cristiana,
quería morir como tal.
»Había logrado, aunque
penosamente, racionalizar mi carencia de fe en la vida, pero no podía llevar
la mentira hasta la muerte. Y tomé la decisión de confesarme. Y lo hice. En
pocos instantes, experimenté el retorno de mi dignidad. Me sentía ligera y
libre. Al descargar todo ese lastre, había dejado a Dios entrar de nuevo en
mi vida. Y sentí una nueva suerte de libertad».
A veces cuesta mucho
aceptar la verdad. Incluso cuando ya la conocemos con certeza. Incluso
cuando la conocen también quienes nos rodean, y nosotros sabemos que lo
saben. Aquella mujer plantó cara a la mentira gracias al pensamiento de la
muerte, y se unió a esa gran cantidad de escépticos en materia de religión
que dejaron de serlo en cuanto se presentó la callada cercanía de la muerte.
Como ha escrito Lloyd Alexander, “una vez que tienes el valor de mirar al
mal cara a cara, de verlo por lo que realmente es y de darle su verdadero
nombre, carece de poder sobre ti, y puedes destruirlo”.
Siempre hay una mentira
en la raíz de todo desánimo, un apartarse de la verdad, de la realidad.
Cuando la enfermedad o un riesgo imprevisto hacen ver que estamos como
colgados de un hilo sobre el abismo de la eternidad, aquel antiguo
escepticismo –tan firme en esos días en que la muerte se veía como una
eventualidad lejana– deja de ser una postura cómoda. La pregunta sobre qué
hay después de la muerte deja de ser una cuestión ociosa y pueril. La
desdeñosa seguridad de antes se trueca en una incertidumbre cruel que agita
el alma.
"Para nosotros, los
demonios –cuenta con gracia Lewis en Cartas del diablo a su sobrino–,
resulta enormemente desastroso en los hombres ese continuo acordarse de la
muerte. Lo ideal es que mueran en costosas clínicas, entre doctores que
mienten, enfermeras que mienten, amigos que mienten prometiéndoles vida,
estimulando la creencia de que la enfermedad todo lo excusa, omitiendo toda
alusión a un sacerdote...".
Hablar de la muerte no
tiene por qué ser una locura o una morbosidad. Incita a buscar significado a
la existencia. Como escribió Séneca, “se precisa de toda la vida para
aprender a vivir; y, lo que es más extraño todavía, se necesita toda la vida
para aprender a morir”. Pensar en la muerte obliga a las personas a pensar
en cómo llevan la vida.
¿Qué nos espera después de la muerte?
El entierro de la
ex-emperatriz Zita en 1989 fue quizá el acto fúnebre más solemne y grandioso
de la realeza europea de finales del siglo XX. Viena volvía a sentirse
capital del Imperio: 400.000 visitantes, 600 periodistas, 64 archiduques y
archiduquesas rigurosamente vestidos de negro, e infinidad de invitados
procedentes de los antiguos dominios del Imperio –Hungría, Trento, Trieste,
Bolzano, etc.–, acompañaban los restos de la antigua Princesa de Borbón
Parma, Emperatriz de Austria y Reina de Hungría.
El cortejo fúnebre se
dirige a la Kapucinegruft,
donde se encuentran las tumbas de doce emperadores y quince emperatrices de
la familia Habsburgo. Cuando está ya frente a la entrada de la cripta, y
siguiendo un antiguo ritual cargado de sentido, la puerta se encuentra
cerrada herméticamente.
Un hombre golpea la
puerta ordenando: "¡Abrid las puertas a la Emperatriz!" (y pronuncia
a continuación todos los títulos de la fallecida). Desde dentro se deja oír
una voz que contesta: "No la conozco". Por segunda y tercera vez se repite
la orden para que abran las puertas al poderoso de la tierra, y vuelve a
oírse la misma respuesta: "No la conozco".
A una cuarta llamada,
esta vez en tono menos altivo, la voz del interior pregunta quién es, y se
oye: "Abrid a Zita, pecadora que implora humildemente la misericordia de
Dios". Inmediatamente se abren las puertas y entra el cortejo mientras
suenan veintiún salvas
de cañón y todas la campanas de Viena doblan a muerto.
En el gran teatro del
mundo –comenta Ignacio Segarra–,
todos desempeñamos papeles distintos. Pero cuando cae el telón, y nos
quitamos la careta y el disfraz para volver a la vida de la calle, todos
somos iguales. Y el premio o el castigo se nos dará,
no en función del papel que nos haya tocado representar, sino en función de
cómo lo hayamos desempeñado, en función de nuestras buenas obras, sea cual
sea el papel. Por eso, como decía aquel poeta castellano, “al final de la
jornada, el que se salva, sabe; y el que no, no sabe nada”.
¿No es Dios infinitamente misericordioso?
—¿Y
cómo puede Dios, siendo infinitamente misericordioso, castigar con tanto
rigor a los pecadores, condenándoles a las terribles penas del infierno?
Dios es infinitamente
misericordioso, pero también es infinitamente justo. Y la justicia exige que
las almas sean juzgadas de acuerdo con la forma en que han elegido seguir
esta vida. Cuando alguien se condena, es siempre por culpa suya: se condena
porque se empeña, ocultándose detrás de múltiples excusas y justificaciones,
en no tomar esa mano que Dios le tiende. No es tanto Dios quien rechaza al
hombre como el hombre quien rechaza a Dios.
—De todas formas, he
escuchado tantos relatos curiosos de las penas del infierno que me parecen
casi ridículos... ¿No es una explicación un poco infantil?
Por fortuna, el dogma
católico no tiene por qué coincidir siempre con las ocurrencias de cada
orador, y quizá no hayas tenido mucha suerte con los que tú has escuchado.
Pero lo que la Iglesia dice es que las almas de los que mueren en estado de
pecado mortal sufrirán un castigo que no tendrá fin. Morir en pecado mortal
sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa la
autoexclusión voluntaria y definitiva del premio del cielo. Y puesto que no
sabemos ni el día ni la hora en que habremos de rendir cuentas a Dios, todo
esto es un llamamiento a la responsabilidad con que usamos nuestra libertad
en relación al destino eterno.
—Pero que un castigo sea
eterno, podría no ser justo...
No hay que preocuparse
por eso, puesto que Dios es justo. Dios no predestina a nadie a ir al
infierno. No descarga sobre un hombre ese golpe fatal sin haberle puesto a
la vista la vida y la muerte, sin haberle dejado la elección, sin haberle
ofrecido mil veces la mano para apartarse del borde del precipicio. Si el
hombre se esfuerza, con un esfuerzo serio y eficaz, por alcanzar su
salvación eterna, no ha de tener miedo a la muerte, porque Dios no está
esperando un descuido para cazarle en un renuncio.
—¿Y
qué explicación das al hecho de que haya tantos creyentes a los que la
amenaza del infierno no les hace cambiar de vida?
Es un antiguo problema.
Algo parecido a lo que sucede a un estudiante perezoso que no se decide a
ponerse a estudiar porque todavía le queda tiempo. Imagínatelo en el calor
de principios de junio, cuando el día del examen está allá lejos, a finales
de mes. Sabe perfectamente que cada vez le va a costar más enderezar la
situación, pero se deja arrastrar por la pereza. La gran diferencia, en el
caso de la muerte, es que se trata de un examen cuya fecha no se avisa y que
no tiene segunda convocatoria.
O parecido al médico que
conoce perfectamente las consecuencias de sus "excesos", pero todo su saber,
si no cuenta con la debida fuerza de voluntad, es débil frente a esa
seducción y no le hace abandonar esos errores.
A lo largo de los siglos,
ha habido muchos hombres que han llegado a sacrificar la hacienda, el honor,
la salud, incluso la vida, por la satisfacción de un momento. ¿Por qué? Es
sencillo. El placer halaga el presente y en cambio los males están
distantes, y el hombre se hace la ilusión de que ya logrará luego de algún
modo evitarlos.
Y a lo mejor lo hace sin
siquiera perder sus antiguas convicciones. Solo las pone un poco a un lado.
Quizá por eso algunos se ponen nerviosos al oír hablar de la muerte. Igual
que sucede al estudiante de nuestro ejemplo cuando oye hablar de los
exámenes, o al médico al pensar en las consecuencias de sus "excesos", pues
en ambos casos la hora de la verdad se acerca inexorablemente.
En definitiva, habrá un
juicio, en el que se hará justicia, y eso puede producir un sano sentimiento
de intranquilidad, que nos haga sopesar lo que hacemos bien y mal, que nos
lleve a ser conscientes de que hemos de presentarnos a un tribunal. Esto no
es un mensaje de amenaza, sino una llamada a nuestra responsabilidad para no
malgastar la vida, para no obrar mal, para hacer todo el bien que podamos.
¿Salvarse en el último minuto?
—¿Y
no es injusto que reciba el mismo premio del cielo uno que ha llevado toda
una vida de esfuerzo y sacrificio, que otro que se ha convertido a última
hora en el lecho de muerte?
La Iglesia afirma que el
grado de felicidad en el cielo será distinto según la diversidad de los
méritos alcanzados por cada uno en la tierra. Y lo mismo puede decirse sobre
la desigualdad de las penas del infierno, según la gravedad y número de
males cometidos. Se muere como se vive. Dios es justo y dará a cada uno
según sus obras.
Hay gente –parece
asombroso, pero es así– cuyo plan parece ser ese que dices: convertirse en
el lecho de muerte. Su idea es vivir egoístamente, olvidados de todo y de
todos, y en su estupidez imaginan que en el último momento, rodeados de sus
seres queridos, les bastará con disculparse elegantemente por haberles
amargado la vida, y pedir, acto seguido, perdón a Dios.
Pero cuando se encuentren
ante Dios, no cabrá el engaño. Toda la mentira con que han querido
condimentar su vida se desplomará en un instante. Y –como escribe Arellano–
si el camino del hombre hacia la verdad es, en un noventa por ciento, tarea
de descubrir mentiras, esas personas se darán cuenta entonces de que en su
vida esa tarea ha sido muy escasa. Y se lamentarán de haberse negado a
reflexionar sobre la evidente realidad de la muerte. "Ahora –dicen– no tengo
tiempo para esas cosas; cuéntamelo en el lecho de muerte, y quizá te
escuche." Y ahí es donde se equivocan por completo. Cuando se cae en la
mentira para evitar incomodos,
la manta bajo la que pretenden esconderse se vuelve un poco más grande,
hasta que acaba por ahogarles debajo. Cada momento en que cerramos
voluntariamente los ojos ante nuestro destino en la otra vida es un momento
desperdiciado de esta.