8. EL ENIGMA DEL MAL
¿Es Razonable ser Creyente?
50 cuestiones actuales en torno a la fe
Alfonso Aguiló
8. EL ENIGMA DEL MAL
¿No es el mal una crueldad
de Dios?
¿De grandes males, grandes
bienes?
¿La fe ayuda a sobrellevar
el dolor?
Sentido cristiano del
sufrimiento
El problema del mal
no es
otra cosa,
en gran
parte,
que el
problema de la libertad.
Nikolai Berdaiev
¿No es el mal una crueldad de Dios?
—Hay gente que dice que
no cree porque en el mundo suceden cosas que le parecen una auténtica
crueldad divina.
No deja de ser un curioso
razonamiento: Dios es cruel, luego Dios no existe; no comprendo por qué Dios
permite eso, luego no hay Dios; no me gusta que suceda esto, luego no le
concedo el derecho a existir.
No parece una lógica
demasiado clara. Salvando las distancias, sería como decir: yo estoy
sufriendo; si mi madre realmente me quisiera, no me habría traído a este
mundo cruel; ergo... mi madre no existe.
Me parece una postura más
razonable tratar de comprender por qué Dios, siendo infinitamente bueno,
permite que exista el mal.
Dios es necesariamente
bueno (si no, no sería Dios), y por tanto tuvo que crear un mundo bueno. El
mal es algo dramáticamente real, pero no es metafísicamente necesario, sino
una realidad contingente: el mal es la ausencia del bien debido, aquello que
no debería haber sido, y que, por tanto, en el origen de los tiempos no
existió.
Por otra parte, si
hablamos del bien debido es porque hay un orden (si no, ¿qué es el mal y qué
el bien?), y si hay un orden será porque hay un principio ordenador, que
difícilmente puede explicarse sin Dios.
La situación presente del
mundo, ostensiblemente marcada por el mal, no puede ser considerada como
constitutiva de la creación, sino que ha de ser entendida como resultado de
una caída, de una herida, de una corrupción que padece el mundo creado. Y
tuvo que ser la libertad humana quien introdujo el mal en la creación.
—Supongo que te referirás
a lo del pecado original. Pero todo eso de Adán y Eva, y la manzana, a la
gente suele parecerle una fábula, o un mito.
Lo de la manzana concedo
que pueda ser un mito, entre otras cosas porque el Génesis habla del “árbol
del conocimiento del bien y del mal”, pero en ningún momento habla de
manzanas.
El relato del Génesis
sobre la caída original utiliza en ocasiones un lenguaje de imágenes, pero
afirma un acontecimiento real que tuvo lugar al comienzo de la historia del
hombre. La creación, tal como salió de las manos de Dios, era íntegra y
estaba destinada a la integridad. Todo cuanto ahora la desfigura estaba
ausente en la armonía original del mundo, y es precisamente el resultado de
la degradación introducida como consecuencia del mal uso de la libertad por
parte del hombre.
Partiendo de la
existencia de un Dios infinitamente bueno, y de la evidente existencia del
mal, el pecado original es la única solución razonable al enigma del mal.
Los que pretenden achacar el mal a un destino fatal, ante el que el hombre
nada puede hacer, acaban por tener que negar la libertad humana (y no parece
serio decir que la libertad no existe). Y los que dicen que el hombre es
efectivamente libre, pero que no tiene culpa de la existencia del mal en el
mundo, ¿a quién cargan esa culpa? Solo les quedaría explicar la existencia
del mal como una eterna lucha entre una divinidad del bien y otra del mal,
pero es difícil defender ese viejo maniqueísmo, entre otras cosas, por la
intrínseca contradicción que supone pensar que haya dos dioses. Si el mal no
puede estar en Dios, ni en el primer instante de la creación, tuvo que
surgir de nuestros primeros antecesores en la tierra.
—¿Pero
no es injusto que carguemos nosotros con la culpa de Adán?
Comprendo que a primera
vista puede parecer injusto, pero es que todos los hombres participamos de
esa culpa. La Iglesia afirma que todo el género humano es en Adán como el
cuerpo único de un único hombre, y que por esta unidad del género humano,
todos los hombres están implicados en el pecado de Adán, como todos están
implicados en la salvación de Cristo.
Quizá nos gustaría que
hubiera sido de otra manera, pero eso sería meterse a organizadores de la
creación, querer hacer el papel de Dios. Algo parecido a los que se quejan
de no haber sido hijos de unos padres más buenos o más ricos o más
inteligentes. Aparte de que no todo el mundo puede tener unos padres así, el
asunto es que nadie escoge ni su fecha ni su lugar de nacimiento, y nadie
piensa que eso sea una injusticia: la vida es así.
—Hay otras personas que
no niegan a Dios, pero sí dicen que no pueden ni dirigirse a Él después de
lo que pasó, por ejemplo, en Auschwitz...
Es una queja que siempre
impresiona, por supuesto. Pero podemos fijarnos en el testimonio personal y
vivo de personas que lo entendieron más profundamente. Y si hablas de Auschwitz,
podemos pensar, por ejemplo, en Maximiliano Kolbe.
En medio de los horrores del campo de exterminio, Kolbe da
testimonio de una esperanza confiada en Dios, y no solo dando la vida para
que otro pueda seguir viviendo, sino también ofreciendo su testimonio para
que quienes después fueron condenados a muerte pudieran morir mejor. Tales
proezas no son solo testimonio de la grandeza de un hombre, sino también de
la presencia de la fuerza de Dios, con cuya ayuda se puede superar cualquier
pena o desgracia humana.
Kolbe supera
la mentalidad acusadora contra Dios y se alza en testimonio de valentía y de
confianza. Y es Dios quien le libera de las angustiosas presiones de la
existencia, del miedo a la muerte, de la sensación del absurdo, en
definitiva, del pecado y de sus consecuencias. El dolor, la enfermedad, la
injusticia..., son como un anuncio y preludio de la muerte. La
interpretación que cada uno haga de todo eso es lo que confiere seriedad y
espesor a la vida, lo que más influye en darle sentido.
¿De grandes males, grandes bienes?
La aparente contradicción
entre la bondad de Dios y la innegable existencia del mal en el mundo ha
llevado a muchas personas a una actitud un tanto trágica. Niegan una
realidad compleja porque no logran entenderla totalmente, y acaban en una
visión de profundo pesimismo vital ante el escándalo que les produce esa
presencia del mal. Algo parecido a la triste resignación de un enfermo que
muriera en medio de terribles sufrimientos, negándose a tomar una medicina
mientras explica con vehemencia que no comprende cómo una cosa tan simple
puede curarle.
Hay una idea que puede
contribuir a entender mejor este misterio. Si hay una inteligencia divina,
ordenadora del universo y omnipotente, ese Dios no permitiría el mal si no
fuera a sacar de esos males –reales o aparentes– grandes bienes.
—¿Cómo
puede salir bien del mal...? ¿No es una contradicción?
Hay que pensar, de
entrada, que no sabes si ese mal que te ha venido ha podido librarte de otro
mal peor y, por tanto, te ha supuesto un bien.
Quizá, por ejemplo, ese
pinchazo que te ha impedido llegar a una cita importante y te ha hecho
perder una buena oferta de trabajo, a lo mejor ha sido un contratiempo que
ha impedido un accidente que habrías tenido en ese trayecto; o te ha librado
de inconvenientes en ese puesto de trabajo que tú desconocías; o te ha
permitido encontrar luego otro trabajo mejor. Y sin embargo, quizá estés muy
enfadado y no veas ninguna lógica en ello, y pienses que se trata de un acto
de crueldad por parte de Dios.
Cuando un hombre intenta
hacer el bien a su prójimo, hace directamente el bien. En cambio, cuando
obra mal, hace directamente ese mal; pero es un mal que Dios aprovecha para
sacar otro bien, según sus planes sapientísimos que tiene trazados desde la
eternidad.
Más ejemplos. Piensa en
una persona que es habitualmente ruin y egoísta, pero que con ese mal
produce un bien en otro compañero que, por reacción ante esa actitud tan
desagradable, hace un firme propósito de no caer en esas actitudes. O una
empresa que despide injustamente a uno de sus empleados y, sin saberlo, le
aleja con eso de un peligro cierto de corrupción en el que estaba a punto de
caer. O un conductor temerario que atropella a una persona, y la larga
convalecencia sirve para unir a la familia del accidentado.
La vida es misteriosa.
¿Cuántas veces al cerrarse una puerta –que parecía la elegida para nosotros–
no se nos abre otra aún mejor? Esas consecuencias buenas de los males, a
veces se ven al poco tiempo. En otros casos, tardan más. O no llegamos
siquiera a conocerlas nunca. Pero eso no significa que no puedan existir.
Todo esto no quiere decir
que el mal deje de serlo, o que deje de tener gravedad, o importancia. El
mal existe, y Dios sacará bienes de nuestras maldades, pero no tenemos que
ver en esto una excusa para continuar haciéndolas. Cuando, por ejemplo, la
Iglesia afirma que la Crucifixión de Jesucristo es el punto central de la
Redención de la Humanidad, no dice que por ello la traición de Judas deje de
ser un acto malvado. El enfoque cristiano del sufrimiento es compatible con
poner gran empeño en nuestro deber de dejar el mundo mejor que como lo hemos
encontrado.
¿La fe ayuda a sobrellevar el dolor?
El dolor puede conducir a
una triste rebelión en las personas que no lo quieren aceptar. Sin embargo,
el dolor es siempre una oportunidad que el hombre tiene para crecer
interiormente. Todos nos habremos admirado alguna vez de la gran altura de
espíritu de las personas que sufren serenamente. De aquellos a quienes los
años de sufrimiento les han hecho madurar. De aquellos a quienes la
enfermedad ha producido tesoros de fortaleza y humildad. Se descubre en
todos, al final de su vida, una serie de rasgos que difícilmente habrían
surgido si no hubieran sufrido tanto.
Y para quienes son
testigos de cualquier experiencia dolorosa bien llevada, el sufrimiento es
también una escuela de grandes enseñanzas: tanto por el ejemplo de
aceptación serena, como por la compasión que despierta en otros y los actos
de misericordia a los que conduce, o por esa visión más trascendente de la
vida que viene a presentarnos. El sufrimiento, las inquietudes y turbaciones
que Dios permite que nos lleguen, pueden ser a veces una excelente
advertencia acerca de una insuficiencia de la vida en la tierra, como un
aviso que nos recuerda que no confiemos en las fuentes pasajeras de la
felicidad.
La vida de todos los
hombres tiene unas cosas buenas y otras menos buenas. Lo que no podemos
pretender es que, por tener fe, nuestra vida tenga que ser como una balsa de
aceite, o disfrutar de la felicidad de un cuento de hadas, o vivir en un
perpetuo descanso físico, psíquico y afectivo. No podemos pretender que los
problemas tengan que desaparecer por sí solos por el mero hecho de creer en
Dios. O que los dolores de cabeza deban convertirse en efluvios místicos. O
que las preocupaciones tengan también que desvanecerse como por arte de
magia. Es verdad que la fe ayuda a afrontar esas situaciones y a estar
alegre, pero no las hace desaparecer. Las personas con fe no dejan de ser
personas normales.
Sentido cristiano del sufrimiento
El dolor está presente en
el mundo animal. Pero solamente el hombre, cuando sufre, sabe que sufre, y
se pregunta entonces por qué. Y sufre de una manera más profunda cuando no
encuentra para ese dolor una respuesta satisfactoria. Es una pregunta
difícil, casi universal, que ha acompañado al hombre a lo largo de su vida
en todas las épocas y lugares, un enigma que se vincula de modo inmediato al
del sentido del mal. ¿Por qué el mal? ¿Por qué el mal en el mundo?
En la Antigüedad era
bastante corriente pensar que el sufrimiento se abatía sobre el hombre como
consecuencia de sus propios malos actos, como castigo del propio pecado
personal. Sin embargo, el mensaje cristiano afirma que el sufrimiento es una
realidad que está vinculada al mal, y que este no puede separarse de la
libertad humana, y, por ella, del pecado original, del trasfondo pecaminoso
de las acciones personales de la historia del hombre.
En el sufrimiento está
como contenida una particular llamada a la virtud, a perseverar soportando
lo que molesta y causa dolor. Haciendo esto, el hombre hace brotar la
esperanza, que le mantiene en la convicción de que el sufrimiento no
prevalecerá sobre él. Y a medida que busque y encuentre su sentido, hallará
una respuesta. A veces se requiere mucho tiempo hasta que esta respuesta
comience a ser interiormente perceptible, pero es cierto que el sufrimiento,
más que cualquier otra cosa, abre el camino a la transformación de un alma.
En el sufrimiento bien
asumido se esconde una particular fuerza que acerca interiormente al hombre
a Dios, que le hace hallar como una nueva dimensión de su vida. Un
descubrimiento que es, por otra parte, como una confirmación particular de
la grandeza espiritual de una persona.
El sufrimiento posee, a
la luz de la fe, una elocuencia que no pueden captar quienes no creen. Es la
elocuencia de la alegría que se deriva de verse libre de la sensación de
inutilidad del dolor. La fe cristiana, además, lleva consigo la certeza
interior de que el hombre que sufre completa lo que falta a los
padecimientos de Cristo. Que sus sufrimientos sirven, como los de Cristo,
para la salvación de los demás hombres y, por tanto, no solo son útiles a
los demás, sino que incluso realiza con ello un servicio insustituible al
resto de la humanidad.
—¿Y
por qué unos parecen sufrir tanto, y otros tan poco? ¿No podría Dios hacer
que cada uno sufriera proporcionalmente a su capacidad de soportar el dolor?
Pienso que ya lo hace.
Cada uno tiene el sufrimiento que es capaz de soportar. Y, por otra parte,
ese dolor tiene mucho que enseñarle. Lo que sucede es que no todos lo
aceptan igual.
El dolor es una escuela
en donde se forman en la misericordia los corazones de los hombres. La
familia, y todas las instituciones educativas, deberían esforzarse
seriamente por despertar y encauzar esa sensibilidad hacia el prójimo, de
modo que –como señala Juan Pablo II– todo hombre se detenga siempre junto al
sufrimiento de otro hombre, y se conmueva ante su desgracia.
Es necesario cultivar esa
sensibilidad del corazón, que testimonia la compasión hacia el que sufre.
Una compasión que no será siempre pasiva, sino que procurará proporcionar
una ayuda, de cualquier clase que sea y, en la medida de lo posible, eficaz.
Una responsabilidad que no debe descargarse solo sobre las instituciones,
puesto que, con ser muy importantes e incluso indispensables, ninguna de
ellas puede de suyo sustituir a la compasión y la iniciativa humana
personal.
La explicación cristiana al problema del mal tiene sus puntos de difícil comprensión, como sucede siempre con las realidades complejas, y la del mal ciertamente lo es. Sin embargo, las demás explicaciones –que intentan resolver el problema negando a Dios o presentando el absurdo de la vida– son como un círculo cerrado de retornos incesantes, en el que lo único que puede hacer el hombre es soñar con escapar a la pesadilla del tiempo, liberándose de esta cárcel que gira sin tregua, arrastrada por los deseos y dolores humanos. Como la ardilla que hace girar su jaula tanto más rápidamente cuanto más se agita para librarse de ella, el hombre que entiende así el mundo se pierde en el ciclo de la historia. Solo la revelación cristiana rompe el círculo, lo hiende de arriba abajo, lo transforma en una historia con sentido, en la que Dios está presente y conduce a los hombres a su salvación.