7. EL ENIGMA DEL DOLOR
¿Es Razonable ser Creyente?
50 cuestiones actuales en torno a la fe
Alfonso Aguiló
7. EL ENIGMA DEL DOLOR
¿Quién
es el culpable del dolor?
¿Por qué el mal se ceba en
los hombres buenos?
¿Por qué Dios no nos ha
hecho mejores?
El escándalo del universo
no es
el sufrimiento,
sino la
libertad.
Georges Bernanos
¿Quién es el culpable del dolor?
El dolor es una realidad
que nos encontramos por todas partes. Que afecta a unos y a otros, a los
buenos y a los malos, a los menos buenos y a los menos malos.
—Pero Dios podría haber
creado el mundo de otra manera, y que todos fuéramos buenos, y nadie tuviera
la posibilidad de hacer el mal.
Eso sería poco compatible
con la libertad humana. Si el hombre es un ser libre, hay que contar con la
posibilidad de que emplee mal esa libertad, y que exista por tanto el mal en
el mundo.
—Pero Dios sabe lo que va
a pasar, antes de que suceda. Si ya lo tiene previsto, no somos entonces muy
libres.
Una cosa es el
conocimiento de algo que va a suceder y otra es la responsabilidad de
hacerlo. Si yo me asomo a la calle y veo a una persona tirar a otra por la
ventana de un quinto piso, sé que se estampará contra la acera, pero saberlo
no quiere decir que yo sea el responsable. Dios, tampoco. Lo será, en todo
caso, quien le haya empujado.
Y si veo en diferido un
partido de fútbol previamente grabado en vídeo, por el hecho de saber cuál
es el resultado final del encuentro no quito a los jugadores la libertad de
jugar al fútbol tranquilamente. Algo semejante sucede cuando decimos que
Dios sabe lo que va a pasar. No por eso coarta nuestra libertad.
—Pero, si Dios es
omnipotente, ¿no podría haber hecho compatible la libertad con un mundo
bueno? ¿No es capaz Dios de hacer cualquier cosa?
Ser omnipotente significa
tener poder para realizar todo aquello que sea intrínsecamente posible. Pero
ya sabes que no todo es intrínsecamente posible. Dios puede sin ninguna
dificultad hacer milagros, pero no puede hacer disparates.
Y esto no es imponer
límites a su poder. Para demostrar que todas las cosas son posibles para
Dios, no podemos pretender que haga algo que es intrínsecamente
contradictorio (que un círculo fuera cuadrado, por ejemplo). Porque eso, si
fuera posible hacerlo –que no lo es–, no demostraría ninguna potencialidad.
Quizá podríamos imaginar
un mundo –te respondo glosando ideas de C. S. Lewis– en el que Dios
corrigiese a cada momento los resultados de los abusos de la libertad de los
hombres, obligando a que todos sus actos fueran "buenos" en el sentido que
tú dices.
Entonces, el palo tendría
que volverse blando cuando quisiera usarse para golpear a alguien. El cañón
de la escopeta se haría un nudo cuando fuera a ser utilizada para el mal. El
aire se negaría a transportar las ondas sonoras de la mentira. Los malos
pensamientos del malhechor quedarían anulados porque la masa cerebral se
negaría a cumplir su función durante ese tiempo. Y así sucesivamente.
Comprenderás que, si Dios
tuviera que evitar cada uno de esos actos malos, este mundo sería algo
realmente grotesco. Desde luego, toda la materia situada en las proximidades
de una persona malvada estaría sujeta a impredecibles alteraciones, sería un
auténtico show.
Se harían imposibles los
actos malos, es verdad, pero la libertad humana quedaría anulada.
Dios puede modificar las
leyes de la naturaleza y producir milagros –de hecho, a veces los hace–, y
eso es algo ciertamente razonable, pero el concepto de mundo normal exige
que tales milagros sean algo poco habitual.
Podemos compararlo a una
partida de ajedrez. Puedes, si quieres, hacer algunas concesiones a tu
adversario inexperto sin alterar mucho el juego. Puedes darle ventaja
cediendo unas piezas al comienzo. Puedes incluso dejarle rectificar un error
en algún movimiento. Pero, si le concedes todo lo que le conviene todas las
veces, si le dejas rectificar y volver atrás en todas las jugadas,
entonces..., entonces no estás jugando al ajedrez. Sería otra cosa distinta.
Pues algo así ocurre con
la vida de los hombres en este mundo. Si tratas de excluir la posibilidad
del mal y del sufrimiento, te encontrarías con que has excluido la libertad
misma. Si intentáramos ir corrigiendo a cada momento la Creación, como si
este o aquel elemento pudiesen ser
eliminados, cada vez nos daríamos más cuenta de que no es posible lograrlo
sin desnaturalizarlo todo. El devenir del mundo trae consigo, junto con la
aparición de ciertos seres, la desaparición de otros; junto con lo más
perfecto, lo menos perfecto; junto con las construcciones de la naturaleza,
también las destrucciones; y junto con el bien existe también el mal.
¿Por qué el mal se ceba en los hombres buenos?
—¿Y
no podría Dios, al menos, hacer que las desgracias afectaran menos a los
hombres buenos? A veces parece como si se ensañaran con quienes menos las
merecen.
Entonces, cuando hubiera
un accidente, Dios tendría que enviar un ángel para poner a salvo de forma
extraordinaria a los viajeros virtuosos.
Y si una helada
destruyera una cosecha, otro ángel tendría que ir para proteger las parcelas
del hombre bueno, para que así no le afecten los fríos.
Y si se tratara de una
inundación, entonces tendría que contener las aguas, como en el paso del Mar
Rojo, antes de que destruyeran la vivienda de la familia honrada. Y
volveríamos a lo mismo de antes.
El mundo está sometido a
ciertas leyes generales que Dios no suspende sino de vez en cuando, y esas
leyes, por lo general, afectan sin distinción a todos. Ya sabemos que lo que
va bien a los corderos, va mal a los lobos, y viceversa. Pero no sería
sensato que unos u otros exigieran a Dios milagros continuos que perturbasen
incesantemente el orden regular del universo.
—Pero entonces parece que
los hombres buenos siempre salen perdiendo, porque se privan de las ventajas
ilícitas que tienen los malos, y en cambio sufren igual que ellos las
desgracias naturales.
Pero, a pesar de todo,
los hombres virtuosos son mucho más felices, aun en la tierra, que los
viciosos y malvados. Quien se desvía de la moral, obtiene quizá una
satisfacción inmediata, pero es siempre una felicidad efímera, cimentada
sobre el egoísmo, y que va poco a poco labrando su propia ruina. Una ruina
que no vendrá solo en la otra vida, sino también ya en esta.
—Pues a veces se ve a los
pecadores bastante felices. Al menos, eso aparentan.
No parece que siempre sea cierto aquello de que el mal produce tristeza y el
bien, alegría.
Es cierto, pero hay que
matizarlo un poco. A veces, efectivamente, nos da la impresión de que es al
revés –señala José Luis Martín Descalzo–, porque no siempre vemos tristes a
los pecadores, sino que casi parecen más bien rebosar de satisfacción, como
si hubieran encontrado su plenitud en el ejercicio del mal. Vemos que la
apuesta humana por el bien lleva a la alegría, pero más bien a largo plazo,
cuando se ha conseguido una cierta madurez en el alma. Lo vemos como una
idea profundamente cierta, pero paradójica y a veces casi insoportable.
Porque el hombre honrado sufre. Y en alguna ocasión podemos incluso sentir
envidia de esos personajes inmorales que parecen los triunfadores de este
mundo.
Pero no debemos
engañarnos. A veces, el hombre parece poder convivir sin problemas con el
mal, pero no es así. Tarde o temprano advierte que el mal ha entrado muy
hondo en él, y que se ha hecho fuerte ahí dentro. Quizá se ha afincado en
una zona muy íntima de su ser, y su corrupción no se percibe con claridad
desde fuera, pero sin duda está allí.
El bien resulta costoso
en términos de esfuerzo, pero es una buena inversión. El mal, en cambio, se
compra muy barato. Incluso es agradable al principio. Pero, antes o después,
acaba por hipotecar la vida.
La apuesta humana por el
mal, aunque sea una apuesta pequeña, viene siempre acompañada de toda una
amalgama de sinsabores, de pesares inconfesables y vergonzantes. ¿Qué idea
podemos formarnos de la felicidad de esos hombres, que estarán rendidos por
sus propios sufrimientos interiores, por su vida llena de temores y
sobresaltos, de recelos, de tortuosidades, de ambiciones que se alimentan de
intrigas y de bajezas?
La dicha está en el
corazón, y va unida al bien. Por eso, quien deja anidar al mal en su
corazón, será una persona infeliz, sean cuales fueren las apariencias de
éxito y ventura de las que se encuentre rodeado.
El vicio introduce siempre un trastorno de la armonía del hombre, aunque en
su inicio parezca quizá inocuo. El vicio somete a vasallaje a la razón y a
la voluntad. Y cuando lo ha conseguido, atormenta a su pobre sometido con el
pensamiento de la muerte, donde no espera ni puede esperar ningún consuelo,
y donde teme encontrar el castigo de sus desórdenes.
Es cierto que las
claudicaciones morales pueden proporcionarnos placer, dinero, poder, o
muchas otras cosas. Pero el coste humano que debe pagarse en la propia carne
es siempre muy alto. Al abrir las puertas del alma al mal, lo que este nos
otorga ya no nos pertenecerá, pues somos esclavos de aquello a lo que nos
entregamos.
¿Por qué Dios no nos ha hecho mejores?
—Hay mucha gente que no
logra entender por qué Dios consiente que tantos inocentes sufran. O por qué
media humanidad pasa hambre. O por qué Dios no arregla este mundo. Y por qué
no lo hace de una vez, ya.
No parece serio echar a
Dios la culpa de todo lo que se nos antoja que no va bien en este mundo.
"Son los hombres –decía C. S. Lewis–, y no Dios, quienes han producido los
instrumentos de tortura, los látigos, la esclavitud, los cañones, las
bayonetas y las bombas. Debido a la avaricia o a la estupidez humana, y no a
causa de la mezquindad de la naturaleza, sufrimos pobreza y agotador
trabajo".
En muchas de esas quejas
que lanzan algunas gentes contra Dios, hay una lamentable confusión.
Consideran a Dios como un extraño personaje al que cargan con la obligación
de resolver todo lo que los hombres hemos hecho mal, y, si es posible,
incluso antes de que lo hubiéramos hecho. Es como una rebelión ingenua ante
la existencia del mal, una negativa a aceptar la libertad humana. Y, como
consecuencia de ambas cosas, un cómodo echar a Dios culpas que son solo
nuestras.
En vez de sentirse
avergonzados, por ejemplo, por no hacer casi nada por los millones de
personas que cada año mueren de hambre, se contentan –es bastante cómodo,
realmente– con echar a Dios la culpa de lo que, en gran medida, no es otra
cosa que una gran falta de solidaridad de quienes poblamos el mundo
desarrollado. ¿Tendremos que pasarnos la vida –se preguntaba Martín
Descalzo– exigiendo a Dios que baje a tapar los agujeros que a diario
producen nuestras injusticias? Cuando tendríamos que preocuparnos de
resolver esa asombrosa situación por la que unos no logran dar salida a sus
excedentes alimentarios mientras otros se mueren de inanición, y cuando
parece que la mitad de la humanidad pasa hambre y la otra mitad está con un
régimen bajo en calorías para adelgazar, es una pena que lo único que se les
ocurra –en vez de trabajar más, o ser más solidarios, de una forma o de
otra– sea echar en cara a Dios que el mundo (en el que suelen olvidar
incluirse, curiosamente) es horrible.
Mucha gente parece haber
sido educada en la idea de que todo lo malo que sucede en el mundo es culpa
de otros. Y se dirigen a Dios como jueces y le reprochan todo lo malo que
hacen todos. En vez de dirigirse a Dios para pedirle perdón de los propios
errores, le increpan duramente, o como mucho se esfuerzan para solo quejarse
de que haya creado un mundo tan injusto. Pienso que si una persona no
comienza a analizar el mal en el mundo comenzando por el propio, por los
propios errores, por todas las veces que no ha estado a la altura que debía,
es difícil que haga juicios claros de lo que sucede en el mundo y sobre cómo
arreglarlo. En cambio, si tiene valor para reconocer sus errores, es
sorprendente cómo se acierta en el blanco.
Podemos hacer mucho por
mejorar el mundo. No somos simples accidentes de la bioquímica o de la
historia, a la deriva en el cosmos. Podemos, como hombres y mujeres con
responsabilidad moral, convertirnos en protagonistas, no en meros objetos o
víctimas del drama de la vida.
—¿Pero
cómo es que Dios permite tanta persistencia nuestra en el mal? ¿Por qué no
nos cambia y nos hace, efectivamente, más solidarios?
La bondad humana es el
resultado libre del esfuerzo de quien, pudiendo ser malo, no lo es. Y Dios
ha dado al hombre un infinito potencial de bondad, pero también ha respetado
la libertad de ese hombre –como hace, por ejemplo, cualquier padre sensato
al educar a su hijo–, y ha aceptado el riesgo de nuestra equivocación.
No es muy serio decir que
Dios tiene que cambiarnos, cuando cambiar es el primero de nuestros deberes.
Si Dios nos hubiera hecho incapaces de ser malos, ya no seríamos buenos en
absoluto, puesto que seríamos marionetas obligadas a la bondad.
—Pero se ven tantos
errores en el mundo, tantas calamidades, tanto egoísmo, tantas lamentables
aberraciones y tan difíciles de explicar...
La respuesta cristiana a
esto es clara: los desequilibrios que fatigan el mundo están conectados con
ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón
humano, que sumerge en tinieblas el entendimiento y lleva a la corrupción de
la voluntad. Esta es la clave para descifrar el enigma.
El verdadero mal proviene
del interior del hombre, radica en una escisión que tiene su origen en el
pecado. Igual que hay una experiencia clara de la existencia de la libertad,
la hay también de que la libertad está herida, así como del mal que el
hombre puede ser capaz de hacer.
Las situaciones de
injusticia social proceden de la acumulación de injusticias personales de
quienes las favorecen, o de quienes pudiendo evitar o limitar ciertos males
sociales, no lo hacen.
Los que se eximen de
culpa personal para pasársela toda a las estructuras del mal, niegan al
hombre su capacidad de culpa, y niegan por tanto su libertad y su
responsabilidad personales, y disminuyen su propia dignidad. Los verdaderos
creyentes, en cambio, se sienten responsables. Y cuanto más acentuado sea el
sentido de responsabilidad de una persona, tanto menos buscará excusas y
tanto más se examinará a sí mismo –sin absurdos complejos de culpabilidad–,
para mejorar él y ayudar a mejorar a los que le rodean.
—Pero arreglar un poco
este mundo se ve como una labor muy a largo plazo, con un final lejano...
Si algo resulta muy
necesario, y además tardará en llegar, es entonces también muy urgente. Como
dijo aquel mariscal francés al tomar posesión de su cargo: si estos árboles
van a tardar veinte años en dar sombra, hay que plantarlos hoy mismo.
¿"Enseñar" a crear a Dios?
«Solo veo dos opciones
posibles: o Dios no existe y el mundo es desesperante y absurdo; o bien Dios
existe, pero nos ha dejado abandonados a nuestra suerte.
»Pero no pretendas
decirme que Dios es bueno y todopoderoso, si permite semejantes injusticias.
Dios tendría que haber hecho el mundo de otra manera.»
Así hablaba una persona
afligida por una grave injusticia profesional que no había sabido encajar.
Siempre me ha parecido
que hay que ser muy comprensivos ante este tipo de reacciones. Suelen ser
situaciones que ponen a prueba la categoría humana de cada uno, y no sabemos
cómo lo llevaríamos nosotros (es mejor no ser presuntuosos).
Pero la solución no es
pensar que lo haríamos nosotros mejor que Dios si contáramos con su
omnipotencia. Es una idea que quizá provenga de esa vocación oculta de
dictadores que todos llevamos dentro. ¿A quién no le encantaría ser Dios
durante un ratillo para dirigir mejor la libertad humana, con la seguridad
de organizar el mundo mucho mejor de lo que lo hizo el auténtico Dios...?
De todas formas,
personalmente agradezco que haya sido Dios quien organizara el mundo. Porque
quién sabe cuántas tonterías impondrían con su capricho quienes pretenden
dar lecciones a Dios sobre cuál debe ser la mejor solución para cada uno de
los movimientos de la historia de los hombres.
Es verdad que a veces
resulta difícil ahondar en el profundo enigma de la existencia del mal en el
mundo. No siempre es fácil comprender cómo se compagina el sufrimiento
propio o ajeno con la bondad de Dios.
A veces la confusión
proviene del concepto de bondad que aplicamos a Dios. Probablemente cuando
éramos jóvenes nos molestaba que nuestros padres nos prohibieran hacer
algunas cosas o nos obligaran a otras. O que aquel profesor fuera tan
exigente y nos hiciera trabajar tanto. Y quizá entonces veíamos todo eso
como la imposición de unos dictadores injustos, y nos rebelábamos ante lo
que no entendíamos. Sin embargo, ahora, que ha pasado el tiempo,
comprendemos mejor por qué lo hacían, al menos en bastantes de esas cosas.
Comprendemos que el amor de los padres por sus hijos, o el desvelo de un
buen profesor por sus alumnos, necesita de la corrección y de la exigencia.
Y que la educación en la libertad no impide la posibilidad de sufrir
injusticias, ni excluye de modo absoluto el sufrimiento. Una educación
basada en consentirlo todo y resguardar de todo, sería una pésima educación.
Un padre temeroso que anulara la libertad de su hijo para impedir que
pudiera hacer o recibir cualquier daño, sería el más engañoso símbolo de la
bondad y la paternidad. Y ese profesor con el que no hacíamos nada útil en
todo el curso –y al que quizá entonces apreciábamos mucho por eso–, es un
pésimo profesor.
Volviendo al origen de
nuestra comparación, podemos decir que las personas que se desesperan cuando
Dios permite que suframos cualquier inconveniente, son –de algún modo– como
los niños que se impacientan y patalean cuando las decisiones movidas por el
cariño de las personas que les aprecian no coinciden exactamente con sus
gustos y preferencias. En el fondo de sus mentes, desean un Dios que fuera
algo parecido a lo que representa una benevolencia complaciente y senil para
un niño mimado. Quisieran que el mundo fuera una suerte de Disneylandia,
o como un bucólico paseo por un parque en un día de primavera. Y si no, para
algunos, esa es su más sólida justificación para asegurar que Dios no
existe.
Hacer compatible el
sufrimiento humano con la existencia de un Dios que nos ama, es un problema
insoluble si consideramos un significado trivial de la palabra amor.
Aproximadamente igual de insoluble que la perplejidad del niño que se
rebela, y que dice que su madre no le quiere, porque le hace tomar una
medicina que no le gusta, pero que le va a curar. Es cuestión de que pase el
tiempo, tenga una visión más completa de las cosas, y entonces irá
comprendiendo mejor la esencia de lo que verdaderamente es el amor de los
padres.
Además, nadie ha logrado
resguardar a sus hijos hasta del más pequeño sufrimiento. Entre otras cosas
porque implicaría negar la capacidad de gozar, que, en esta tierra, es
básicamente una capacidad que sentimos por contraste. Es como si uno
quisiera perder el sentido del tacto en la piel para así no notar el frío o
el calor: tampoco entonces podría sentir el bienestar de una temperatura
agradable. O como si alguien quisiera acabar totalmente con la oscuridad y
que todo fuera luz: desaparecería el contraste visual y, con él, los
contornos y el color: quedaría como ciego.
¿Por qué Dios permite el mal?
Un individuo desaliñado y
sucio se puso en pie, en medio de un bullicioso grupo de personas que
escuchaba a un predicador en Hyde Park. Se dirigió al orador y, con potente
voz, le planteó una pregunta que era más bien un grito de indignación:
"Usted dice que Dios vino al mundo hace ya dos mil años... ¿Cómo es posible
entonces que el mundo continúe lleno de ladrones, adúlteros y asesinos?".
Se hizo un silencio muy
grande. A todos los presentes les pareció que era una objeción
incontestable. Sin embargo, el predicador le miró serenamente y contestó:
"Tiene usted toda la razón. Pero también existe el agua desde hace millones
de años...; y, sin embargo..., ¡fíjese cómo va usted de sucio!".
Igual que aquel individuo
podía aprovecharse o no de las benéficas posibilidades higiénicas del agua,
los hombres tenemos la posibilidad de usar bien o mal de nuestra libertad.
Pero esa decisión será responsabilidad nuestra, no de Dios. Dios fue el
primero en "apostar" por el hombre, el primero en querer "correr el riesgo"
de nuestra libertad. Y hasta el punto de permitir que el hombre pueda
emplear esa libertad precisamente para oponerse a su creador.
—¿Y
no habría sido mejor, entonces, que no naciéramos libres?
Hombre, no sé qué
decirte. Para la mayoría de los mortales, la libertad ha sido siempre algo
muy grande, quizá lo último en que se pensara renunciar. La libertad es,
según el decir de Cervantes, "uno de los más preciosos dones que a los
hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que
encierran la tierra y el mar: por la libertad, así como por la honra, se
puede y debe aventurar la vida".
Dios pudo haber creado
una humanidad de individuos solo capaces de hacer el bien. Pero antes que un
conjunto de bondadosos imbéciles prefirió crear un mundo de hombres dotados
de libertad, que en virtud de su ejercicio pueden hacer el bien o el mal.
No podemos evadirnos de
la libertad. La solución es que procuremos ser mejores, y, de paso, que
procuremos ayudar a los demás a que lo sean también. Es lo más práctico y
eficaz. Pensar fundamentalmente en mejorar uno mismo y en mejorar cada uno
su entorno. Porque, como dice aquel proverbio ruso, si cada uno barriera
delante de su puerta, estaría muy limpia la ciudad.
—Pero... ¿y Dios? ¿Él no
tiene nada que hacer?
Claro, y ya lo ha hecho.
Nos ha hecho a ti y a mí, y a todos los demás, para que luchemos por el
bien. Procura hacer, por tu parte, todo el bien que puedas. Intenta que
quienes te rodean comprendan que vale la pena luchar por mejorar el mundo.
Pero demuéstraselo con tu vida, respetando su libertad como Dios hace con
nosotros. Y no echemos a Dios las culpas que solo son nuestras. Sería
demasiado cómodo..., y demasiado injusto.
¿Qué sentido tiene el dolor?
«Tanto la pierna
izquierda como la espalda me duelen casi continuamente.
»Y después de treinta
años, aún no me he acostumbrado a ello. No obstante, cada día le doy gracias
a Dios precisamente por ese dolor, que a veces me deja totalmente agotada.
»A lo largo de los años,
al rezar sobre mi dolor, que a veces puede llegar a ser tan severo como para
obligarme a pedirle a Dios que lo alivie, me he sentido transportada a otra
dimensión, en la que impera la paz.
»¿Podría
haberla alcanzado sin esos años de dolor? Jamás lo sabré, pero a mí solo se
me abrió después de cruzar la barrera del dolor.»
Traigo aquí el testimonio
de una mujer norteamericana que da una explicación muy personal, hecha con
su propia vida en medio de la enfermedad, de cómo Dios permite nuestro
sufrimiento porque tiene con él un propósito.
El sufrimiento es casi
siempre difícil de aceptar, y quizá ha de transcurrir el tiempo, a veces
muchos años, hasta descubrir lo positivo de todo aquello. Hasta encontrar
una razón en lo que ahora no vemos quizá más que algo terrible y absurdo.
No suele entenderse bien
el sufrimiento en el momento mismo en que llega. Sucede algo parecido a lo
que comprobamos cada mañana a la hora de salir de la cama. Cuando suena el
despertador –y siempre parece que se adelanta a su hora–, la gran mayoría de
las personas está en muy malas condiciones para meditar sobre las razones
por las que ha de superar la pereza y levantarse. Si uno se descuida, puede
–contra toda lógica y a costa de atropellar sus obligaciones– arrebujarse
entre las mantas durante diez o veinte minutos suplementarios, o muchos más,
totalmente convencido de que ayer ajustó mal el despertador, o de que anoche
tardó mucho en dormirse, o de que ha tenido una noche muy mala, mientras
piensa que esos minutillos de sueño aliviarán sin duda el dolorcillo de
garganta que amenaza..., probablemente más en la imaginación que en la
propia garganta. Es verdad que algo se sufre al levantarse, pero a los pocos
minutos uno suele ya ver en su debida perspectiva el acierto de haber
afrontado ese sufrimiento y haber saltado de la cama. Lo normal es que tenga
que pasar un poco de tiempo hasta encontrar sentido a cualquier sufrimiento.
Lo raro sería que uno se despertara todos
los días fresco como una
rosa.
El dolor siempre tiene
algo que decirnos. "El verdadero dolor –decía Dostoievski–, el que nos hace
sufrir profundamente, hace a veces serio y constante hasta al hombre
irreflexivo; incluso los pobres de espíritu se vuelven más inteligentes
después de un gran dolor." El sufrimiento une a las personas, las abre a la
compasión, y las hace volverse en busca de las causas de las cosas. Las hace
más comprensivas, más sensibles a la pena y a la soledad de otros. Es quizá
uno de los principales ingredientes de la maduración afectiva de las
personas. Por eso decía Tommaseo que
el hombre a quien el dolor no educó, siempre será un niño.