5. ¿SON COMPATIBLES CIENCIA Y FE?
¿Es Razonable ser Creyente?
50 cuestiones actuales en torno a la fe
Alfonso Aguiló
5. ¿SON COMPATIBLES CIENCIA Y FE?
¿Puede
la ciencia controlarse a sí misma?
¿El
progreso científico implica un declive religioso?
¿Demostrar que Dios no existe?
El hombre encuentra a
Dios
detrás de
cada puerta
que la
ciencia logra abrir.
Albert Einstein
¿Puede la ciencia controlarse a sí misma?
El físico alemán Otto
Hahn, inventor de la fisión del átomo de uranio, se encontraba recluido en
un campo de concentración inglés, junto con otros eminentes hombres de
ciencia. Cuando en agosto de 1945 le llegó la noticia de que Hiroshima había
sido arrasada por una bomba atómica, sintió una profundísima culpabilidad.
Sus investigaciones sobre la fisión del uranio habían acabado por utilizarse
para producir una terrible masacre. Tal fue su desazón que intentó abrirse
las venas con los alambres de espino que rodeaban el campo.
Una vez que sus
compañeros lograron disuadirle, el viejo profesor les hizo, desolado, la
siguiente confesión: "Acabo de advertir que mi vida carece de sentido. He
investigado por puro deseo de revelar la verdad de las cosas, y todo aquel
saber científico acaba de convertirse en un enorme poder aniquilador".
La experiencia personal
de Otto Hahn fue, en realidad, la experiencia amarga de toda una época. Una
sobrecogedora impresión de fracaso invadió los espíritus de todos cuantos
habían luchado año tras año con tanta tenacidad para llevar el conocimiento
científico a la máxima altura posible, convencidos de hacer con ello un gran
bien a la humanidad. Habían trabajado afanosamente –comenta López Quintás–
con la profunda convicción de que el aumento del saber teórico y el
incremento de la felicidad humana estaban inequívocamente vinculados.
Confiaban en que fomentar el saber científico tomaría siempre un valor
positivo, que significaría automáticamente cotas más elevadas de felicidad y
de dignidad. Pensaron que se trataba de un bien incuestionable y que, por
tanto, se traduciría ineludiblemente en bienestar y plenitud para el hombre.
Pero esta ilusión
multisecular, que ya había hecho quiebra en las trincheras de Verdún,
se vino estrepitosamente abajo con los horrores de la Segunda Guerra
Mundial. El terrible poder destructor de las armas nucleares, los
intensísimos bombardeos sobre población civil, el exterminio sistemático y
profundamente cruel de toda una raza, y un saldo de cincuenta millones de
muertos pusieron trágicamente de manifiesto que el saber teórico puede
traducirse en un saber técnico, y este a su vez en un amplio poder sobre la
realidad, pero –por desgracia– todo ese dominio no conduce automáticamente a
una mayor felicidad de los hombres si quienes ostentan ese poder carecen de
una conciencia ética adecuada a su responsabilidad.
Después de siglos de
febril incremento del saber científico, la idea de que el progreso humano es
siempre continuo y no puede haber retroceso, se había revelado como
irritantemente falsa. El ideal del dominio científico, y la forma
consiguiente de humanismo, saltaron en pedazos al entrar en colisión con la
terca realidad de la historia. Era patente que el futuro no debía
caracterizarse por esa ingenua credulidad en el progreso como principio
motor de una civilización, sino que resultaba necesario cimentarlo sobre
valores más elevados y seguros.
Historia de un desengaño
El psiquiatra austriaco Victor Frankl,
tras su experiencia personal en los campos de concentración, llegó a la
conclusión de que no fueron los ministerios nazis de Berlín los verdaderos
responsables de aquellas atrocidades, sino la filosofía nihilista del siglo
XIX. Si el hombre es un simple producto de una naturaleza cambiante, un
simple mono evolucionado, entonces, igual que al mono se le puede enjaular
en un zoológico, al hombre se le podrá encarcelar en un campo de exterminio.
Si el hombre es un simple animal, aunque extraordinariamente adiestrado, y
hacemos jabones con grasa animal, ¿por qué no hacerlos con grasa humana?
Husserl, aleccionado por
el hundimiento del mito del eterno progreso con motivo de la conmoción
bélica mundial –en la que vio, entre otras cosas, aquella racionalización
perfecta de la matanza en masa de millones de inocentes–, se percató
claramente de que la ciencia, por razón de su método, no puede ser una
instancia rectora de la vida humana. "El mundo de la objetividad científica
–escribió– es un mundo cerrado e inhóspito. La forma en que el hombre
moderno se dejó, en la segunda mitad del siglo XIX, determinar totalmente
por las ciencias positivas y cegar por la prosperity a
ellas debida, significó dejar de lado las cuestiones decisivas para una
humanidad auténtica. Ciencias que solo contemplan puros hechos, hacen
hombres que solo ven puros hechos." Buscar el conocimiento científico
objetivo de las cosas es lícito y fecundo. Pero considerar ese modo de
conocer como el modélico, como el único riguroso, constituye una parcialidad
inaceptable, por cuanto empobrece enormemente al hombre.
La Ilustración perseguía
el ideal renacentista de entregar al hombre a sí mismo, de hacerlo libre
permitiéndole vivir bajo el imperio de la sola razón. La esperanza de que el
hombre alcanzaría la felicidad para siempre en un mundo dominado y sin
secretos, por medio de una ciencia que lo sabría y lo podría todo, resultó
ser un sueño que nunca lograba alcanzarse, y que el horror gigantesco de dos
guerras mundiales convirtieron en algo peor que una pesadilla. El dominio de
la realidad se escapaba del estrecho molde del pensamiento racionalista. Y
el peligro no provenía de la ciencia en sí, sino de esa mentalidad que
llevaba a considerar que solo puede conocerse aquello que es medible,
controlable, verificable, y a despreciar los aspectos de la realidad que se
resisten a tal género de control y cálculo. Esa pretensión de dominio sin
límites dejaba al hombre en una situación de desamparo. Pronto se vio que la
ciencia, que había llenado con su prestigio el Siglo de las Luces, no podía
colmar ella sola por completo la vida del hombre. No era su misión. La
ciencia no habla de valores, de sentido, de metas ni de fines, y de todo eso
necesita el ser humano para preservar su dignidad y ser feliz.
El optimismo ilustrado
había previsto horizontes paradisíacos. Pero la utopía científica mostraba
como nunca su impotencia.
No hay duda en que el
progreso científico ha sido grande, y que ese desarrollo es algo bueno, o
que, al menos, no tiene por qué ser malo. Pero hoy día ya pocos creen que
todo eso sea la panacea, que pueda hacer algo más que trasladar la inquietud
de unos temas a otros. El dominio de las cosas es muy elevado, pero es
necesario un humanismo válido que dé sentido a todo ese avance científico.
Porque, de lo contrario, puede embriagarse con sus propios éxitos y crecer
en direcciones aberrantes para la dignidad del hombre.
La técnica permite poner
a punto medios de comunicación muy poderosos, rápidos, atractivos,
sugerentes..., pero estos medios pueden ser un arma de primer orden para
manipular las mentes, troquelar las voluntades y los sentimientos de los
hombres. La ciencia necesita de unos límites a su pretensión de soberanía.
Toda gran conquista –explica López Quintás–
supone una inevitable ambivalencia: un avance en un aspecto y un retroceso
en otro, quizá no menos valioso. El aumento de poder no corre siempre
paralelo al aumento del dominio del hombre sobre tal poder. La ciencia no
puede abandonarse a su propia dinámica, sino que debe ser regulada por una
instancia externa que la oriente y dé sentido.
¿El progreso científico implica un declive religioso?
La Edad Moderna comenzó
cultivando insistentemente las cuestiones de método. Bacon,
Descartes y Spinoza,
por ejemplo, centraron su filosofía en torno a la búsqueda de un método
riguroso que les permitiera llegar a la verdad y asentar la vida sobre
convicciones sólidas, inquebrantables, inexpugnables.
Como las ciencias avanzan
sobre datos seguros y contrastados, verificados por la experiencia, fueron
surgiendo pensadores que tenían el convencimiento de que cada vez que la
ciencia descubría un secreto, la religión daba un paso atrás.
A sus ojos parecía como
si el progreso de la ciencia redujera inexorablemente el dominio de lo
religioso, más constreñido cada día. En contraposición a lo que consideraban
un dócil espíritu medieval, el hombre habría de encontrar, con la fuerza de
su razón, un método sin fisuras. Y el gran modelo del pensamiento auténtico
era, para ellos, el saber matemático.
Si se procede con la
debida lógica –afirmaban–, articulando bien los diversos pasos del razonar,
se llega en matemáticas a conclusiones apodícticas, incuestionables. El
orden en el razonar viene a ser la clave del recto pensar y conocer. Y este
orden lo establece la razón, pues la razón es el gran privilegio del hombre.
Por este camino –acababan por concluir–, el hombre se basta a sí mismo,
puesto que la razón le ofrece recursos sobrados para descubrir las leyes de
la realidad y lograr un rápido dominio sobre ella.
Pero de nuevo el paso del
tiempo ha venido a mostrar cómo ese dominio es solo posible en términos
cuantitativos, en aquello que puede someterse a cálculo y medida. Pero el
espíritu se escapa del método matemático y de la lógica cartesiana. El
espíritu, al hacer posible la opción libre, hace posibles muchas cosas que
denuncian la insuficiencia del modelo racionalista.
Se podrían poner muchos
ejemplos. Uno de los más característicos es el intento racionalista de
explicar la inteligencia humana. Es difícil saber exactamente lo que es el
pensamiento –explica José Ramón Ayllón–,
pero si reduzco el problema a una cuestión de neuronas, puedo lograr una
tranquilizante impresión de exactitud: 1.350 gramos de cerebro humano,
constituido por 100.000 millones de neuronas, cada una de la cuales forma
entre 1.000 y 10.000 sinapsis y recibe la información que le llega de los
ojos a través de un millón de axones empaquetados en el nervio óptico, y a
su vez, cada célula viva puede ser explicada por la química orgánica... Así,
puedo pretender explicar la inteligencia en clave biológica, la biología en
términos de procesos químicos, y la química en forma de matemáticas.
Ahora bien, cualquier
lector medianamente crítico se estará preguntando qué tienen que ver los
porcentajes de carbono o hidrógeno, las neuronas y toda la matemática
asociada a esos procesos con algo tan humano y tan poco matemático como
charlar, entender un chiste, captar una mirada de cariño o comprender el
sentido de la justicia.
La ciencia moderna, con
sus descubrimientos maravillosos, con sus leyes de una exactitud asombrosa,
ofrece la tentación –un empeño que se dio en Descartes con una fuerza
irresistible– de querer conocer toda la realidad con una exactitud
matemática. Pero suele olvidarse algo esencial: que las matemáticas son
exactas a costa de considerar únicamente los aspectos cuantificables de la
realidad. Y reducir toda la realidad a solo lo cuantificable es una notable
simplificación.
Se podría responder como
aquel viejo profesor universitario cuando un alumno hacía alguna afirmación
reduccionista: "Eso es como si yo le pregunto qué es esta mesa, y usted me
responde que ciento cincuenta kilos". Las magnitudes matemáticas han
prestado y prestarán un gran servicio a la ciencia, y a la humanidad en su
conjunto, pero siempre han hecho muy flaco servicio cuando han querido
emplearse de modo exclusivista.
La totalidad de lo real
nunca podrá expresarse solo en cifras, porque las cifras únicamente expresan
magnitudes, y la magnitud es solo una parte de la realidad. Y no es cuestión
de dar más números, o con más decimales. Por muchos o muy exactos que sean,
presentan siempre un conocimiento notoriamente insuficiente. Tú pesas 70
kg., pero tú no eres 70 kg. Y mides 1,80 metros, pero no eres 1,80 metros.
Las dos medidas son exactas (el ejemplo vuelve a ser de José Ramón Ayllón),
pero tú eres mucho más que una suma exacta de centímetros y kilos. Tus
dimensiones más genuinas no son cuantificables: no se pueden determinar
numéricamente tus responsabilidades, tu libertad real, tu capacidad de amar,
tu simpatía hacia tal persona, o tus ganas de ser feliz.
No querer reconocer una
realidad aduciendo que no puede medirse experimentalmente sería algo
parecido a que un químico se negara a admitir las especiales propiedades de
los cuerpos radiactivos –es algo que pudo perfectamente suceder a muchos en
la época medieval–, con el pretexto de que no obedecen a las mismas leyes
que explican lo que sucede a los demás cuerpos ya conocidos. Si las leyes
que maneja no explican algo, lo más probable es que esas leyes no valgan.
Más allá de la ciencia,
hay otra cara de la realidad: la más importante, y también la más
interesante del ser humano, aquella donde aparecen aspectos tan poco
cuantificables como, por ejemplo, los sentimientos: no se pueden pesar, pero
nada pesa más que ellos en la vida.
Un pensamiento, o un
sentimiento, no son algo que honradamente podamos calificar de material. No
tienen color, sabor o extensión, y escapan a cualquier instrumento que sirva
para medir propiedades físicas. "Los fenómenos mentales –asegura John Eccles,
premio Nobel de Neurocirugía– trascienden claramente de los fenómenos de la
fisiología y la bioquímica."
"La ciencia, a pesar de
sus progresos increíbles –escribe Gregorio Marañón–, no puede ni podrá nunca
explicarlo todo. Cada vez ganará nuevas zonas a lo que hoy parece
inexplicable. Pero las rayas fronterizas del saber, por muy lejos que se
eleven, tendrán siempre delante un infinito mundo de misterio."
¿Demostrar que Dios no existe?
Narrando la historia de
su conversión, C. S. Lewis explicaba cómo advirtió, en un momento concreto
de su vida, que su racionalismo ateo de la juventud se basaba
inevitablemente en lo que él consideraba como los grandes descubrimientos de
las ciencias. Y lo que los científicos presentaban como cierto, él lo asumía
sin conceder margen a la duda.
Poco a poco, a medida que
iba madurando su pensamiento, se estrellaba una y otra vez contra un escollo
que no lograba salvar. Él no era científico. Tenía, por tanto, que aceptar
esos descubrimientos por confianza, por autoridad..., como si fueran, en
definitiva, dogmas de fe científica. Y esto iba frontalmente en contra de su
racionalismo.
Lo relataba a la vuelta
de los años, asombrándose de su propia ingenuidad de juventud. Sin saber
casi por qué, se había visto envuelto en una credulidad que ahora le parecía
humillante. Siempre había creído a ciegas en prácticamente todo lo que
apareciera escrito en letra impresa y firmado por un científico. "Todavía no
tenía ni idea entonces –decía– de la cantidad de tonterías que hay en el
mundo escritas e impresas." Ahora le parecía que ese candor juvenil le había
arrastrado hacia una inocente aceptación rendida de un dogmatismo más fuerte
que aquel del que estaba huyendo. Los científicos, ante el gran público,
tienen a su favor una gran ventaja: el tremendo complejo de inferioridad
frente a la ciencia que tiene el hombre corriente.
—¿Y
si la ciencia demostrara un día que Dios no existe? Porque mucha gente
piensa que llegará un día en que la ciencia logrará que se prescinda de lo
que llaman la hipótesis de Dios, forjada en los siglos oscuros de la
ignorancia...
Es un viejo temor, que
surge a veces incluso entre los propios creyentes, avivado por la fuerza
divulgativa del ateísmo cientifista.
Sin embargo, el temor del creyente ante la ciencia no tiene ningún sentido.
Si demostrar con seriedad la existencia de Dios puede ser una tarea
laboriosa para la filosofía, demostrar su inexistencia es para la ciencia
una tarea imposible.
El objeto de la ciencia
no es más que lo observable y lo medible, y Dios no es ni lo uno ni lo otro.
Para demostrar que Dios no existe, sería preciso que la ciencia descubriera
un primer elemento que no tuviera causa, que existiera por él mismo, y cuya
presencia explicara todo lo demás sin dejar nada fuera. Y si lo pudiera
descubrir –que no podrá, porque está fuera de su ámbito de conocimiento–,
sería precisamente eso que nosotros llamamos Dios.
Robert Jastrow,
director del Goddard Institute of Space Studies,
de la NASA, y gran conocedor de los últimos avances científicos en relación
con el origen del universo, decía: "Para el científico que ha vivido en la
creencia en el ilimitado poder de la razón, la historia de la ciencia
concluye como una pesadilla. Ha escalado la montaña de la ignorancia, y está
a punto de conquistar la cima más alta. Y cuando está trepando el último
peñasco, salen a darle la bienvenida un montón de teólogos que habían estado
sentados allí arriba durante bastantes siglos".
¿Científicos creyentes?
—Algunos están
persuadidos de que ciencia y fe son incompatibles. Dicen, como Laplace,
que "Dios es una hipótesis de la que no tienen ninguna necesidad". Y
aseguran que son precisamente los científicos quienes suelen negar que se
pueda conocer a Dios.
Es cierto que algunos
científicos piensan así. Sin embargo, muchísimos otros –de indudable y
reconocido prestigio– no dudan en declararse creyentes, y no les parece que
la fe sea contraria en absoluto al ejercicio de su investigación, sino que
afirman que la verdadera ciencia, cuanto más progresa, más descubre a Dios.
Los conflictos entre fe y razón han sido siempre causados por la ignorancia
de los defensores de una u otra parte.
El mismo Albert Einstein,
por ejemplo, autor de la teoría de la relatividad, afirmaba que "la religión
sin la ciencia estaría ciega, y la ciencia sin la religión estaría coja
también".
Newton afirmaba que hay
“un ser inteligente y poderoso... que gobierna todas las cosas no como alma
del mundo, sino como Señor del universo, y a causa de su dominio se le suele
llamar Señor Dios, Pantocrátor”.
El famoso premio Nobel
alemán Werner K. Heisenberg,
uno de los principales creadores de la Mecánica cuántica y formulador del
conocido Principio de Indeterminación que lleva su nombre, a su paso por
Madrid en 1969, afirmaba: "Creo que Dios existe y que de Él viene todo. El
orden y la armonía de las partículas atómicas tienen que haber sido
impuestos por alguien".
Max Planck,
otro premio Nobel alemán, formulador de la teoría de los quanta, es aún más
explícito: "En todas partes, y por lejos que dirijamos nuestra mirada, no
solamente no encontramos ninguna contradicción entre religión y ciencia,
sino precisamente pleno acuerdo en los puntos decisivos".
Von Braun, el hombre de
la NASA que logró poner al primer hombre en la Luna, aseguraba que "cuanto
más comprendemos la complejidad de la estructura atómica, la naturaleza de
la vida o la estructura de las galaxias, tanto más nos encontramos nuevas
razones para asombrarnos ante los esplendores de la creación divina".
El físico británico Paul
Davies asegura que la ciencia no puede responder a los interrogantes
últimos, sino que ha de existir algún plan superior capaz de explicar la
vida humana. Para Davies, "resulta totalmente inviable atribuir la
existencia del hombre al simple juego accidental de fuerzas ciegas de la
naturaleza: la asombrosa racionalidad de la naturaleza –con un grado
verdaderamente fabuloso de organización en diferentes niveles que se
entrecruzan y complementan– no puede ser el fruto de simples casualidades".
Alexis Carrel,
aquel premio Nobel de Medicina, inicialmente un positivista incrédulo pero
convertido más tarde al catolicismo, fue testigo directo en Lourdes de una
curación instantánea e inexplicable, y decía: “Poca observación y muchas
teorías llevan al error. Mucha observación y pocas teorías llevan a la
verdad”.
La multiplicación de este
tipo de testimonios tan cualificados han acabado
por provocar un vuelco en contra de esa mentalidad de agnosticismo cientifista.
Parece como si los agnósticos hubieran valorado en poco el poder de la
inteligencia humana para llegar a Dios a través de la ciencia. Un editorial
de la revista TIME comentaba con asombro ese cambio dentro del mundo
científico: "A través de una callada revolución en el pensamiento y en la
argumentación –una revolución impensable hace veinte años–, parece como si
Dios se estuviera preparando su regreso".