3. UNA NOCHE QUE CAMBIÓ UNA VIDA
¿Es Razonable ser Creyente?
50 cuestiones actuales en torno a la fe
Alfonso Aguiló
3. UNA NOCHE QUE CAMBIÓ UNA VIDA
La noche del 29 al 30 de
abril de 1937
Si rompes tus cadenas, te
liberas;
pero si
cortas con tus raíces, mueres.
Doria Cornea
La noche del 29 al 30 de abril de 1937
Manuel García Morente se
había procurado unos días de soledad para entregarse serena y metódicamente
al análisis de unos temas que le preocupaban profundamente.
Morente era
Decano de la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid desde 1931, y estaba
considerado ya entonces como una de las figuras más destacadas de la vida
universitaria española de la primera mitad del siglo XX.
Fue siempre –cuenta López Quintás–
un espíritu muy reflexivo y abierto. Graves pruebas personales y familiares
avivaron en él un intenso deseo de dar un sentido cabal a su existencia.
Pero permanecía insensible a la luz de la fe.
A pesar de efectuar
largos y penosos procesos intelectuales, no lograba clarificar lo que para
él era la cuestión básica de la vida humana: si existe alguna realidad
superior al mundo que dé pleno sentido y cumplimiento a la existencia del
hombre.
Su gran capacidad
analítica no acertaba a responder a esa pregunta. Su actitud de soberbia
espiritual –en expresión posterior suya– le hizo rechazar la idea de un Dios
que atiende con solicitud y cariño al hombre. Ese planteamiento le parecía
una puerilidad. Veía a Dios como un ser lejano, incomunicado de los hombres,
puro término de la mirada intelectual, objeto de reverencia muda e inmóvil,
de sumisión total, pero nunca de acogimiento de hijo. A su entender, la
existencia del hombre se limitaba a una sucesión de causas y efectos
rígidamente determinada.
Sin embargo, aquella
noche comenzó a experimentar un vivo deseo interior de que todas sus
objeciones a la existencia de un Dios providente fueran inválidas. Pensaba
que los hechos producidos por el mero determinismo natural carecen de
sentido. Sentía aletear, en lo más íntimo de su ser, una vaga necesidad: la
de que hubiese quien redimiera al hombre de su menesterosidad última.
Este empedernido
pensador, quebrantado por los avatares de la guerra civil española, que
había hecho presa de modo trágico en su propia familia, sentía un anhelo
inconfesado pero eficiente de que existiera una providencia divina, "una
suprema inteligencia, supremamente activa, fuente de vida, de mi vida y de
toda vida, es decir, de todo complejo o sistema de hechos plenos de
sentido".
Una lejanía irritante
El silencio de Dios, el
hecho de que Dios pareciera contemplar impasible nuestros sufrimientos, le
producía un alejamiento de la fe, una sensación de que la vida carecía de
sentido.
Sin embargo, al
plantearse la cuestión del sinsentido de la existencia, sentía en su
interior que se avivaba el deseo de que existiera un ser que diera razón a
todos los acontecimientos, tanto a los felices como a los adversos. "El solo
pensamiento de que hay una providencia sabia, bastó para tranquilizarme
–escribiría más tarde, recordando aquel momento–; aunque no comprendía ni
veía la razón o causa concreta de la crueldad que esa misma providencia
practicaba conmigo, negándome el retorno de mis hijas."
Morente se
consagró al análisis de este tema, pero no logró liberarse de aquella
lejanía inaccesible, irritante, de Dios. Y sufrió una crisis de
resentimiento que le llevó a rebelarse contra el Ser Supremo. La única
libertad reservada al hombre le parecía ser la de no aceptar el obsequio de
la vida y recurrir al suicidio, como acto desesperado de posesión de sí
mismo. Pero, al verse en tal callejón sin salida, que se le antojaba
grotesco, Morente decide
volver sobre sus pasos y rehacer desde sus bases todo aquel proceso
intelectual. Con un enorme esfuerzo de voluntad, se toma una tregua en el
pensamiento.
El instante de la conversión
Enciende la radio para
distraerse, y escucha fragmentos de una sinfonía de César Frank, la Pavana
para una infanta difunta de Ravel, y La infancia de Jesús de Berlioz.
Esta última obra le sumergió en un estado de "deliciosa paz".
En aquellos momentos de
perplejidad radical, se abrió, sin proponérselo expresamente, al mundo de la
belleza y de la honda expresividad de la música. Y de pronto se hizo en él
una gran luz.
No fue una irrupción de
la belleza artística únicamente. No fue solo la perfección, la armonía, la
luminosidad y la paz de aquella obra musical. La marea de belleza iba aliada
con la revelación de un Dios que esconde su divinidad en la forma humilde e
indefensa de un niño. Y esa idea suscitó en su imaginación una visión
intensa de las escenas fundamentales de la vida de un Dios hecho un ser
menesteroso, como nosotros, y entregado a hacer el bien hasta su muerte en
una cruz. Esta imagen de un Dios encarnado y anonadado, que esconde su
divinidad para hacerse más accesible al hombre, de un Dios que ama y sufre
por los demás en silencio, no despertó en el ánimo de Morente ya
rechazo alguno, sino confianza y amor.
Comprendió que esa
aparente indiferencia de Dios responde a un profundo respeto por la libertad
del hombre. Pensó que –como había dicho Pascal– no era justo que Dios
apareciera de una manera tan manifiestamente divina que la adhesión del
espíritu no fuera libre, ni de una forma tan oculta que no pudiese ser
reconocido por quienes lo buscaran sinceramente.
Todo lo que mira a Dios
supera a nuestro espíritu y se halla por eso mismo rodeado de sombras, pero
Él mismo nos ha proporcionado pruebas accesibles a nosotros para que seamos
capaces de entenderle razonadamente.
La contemplación de ese
Dios de carne y hueso, que se compromete por amor a compartir la suerte del
hombre, convirtió aquella distancia infranqueable en una cercanía
sobrecogedora. Esa vecindad –explicaba– hizo posible la interrelación
personal, la oración, el diálogo con su Dios: un encuentro que suscita
sentimientos de paz y transforma la vida y la mentalidad del hombre que ora.
"Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado.
Allí estaba Él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba
allí."
Se había convertido. "Es
verdaderamente extraordinario e incomprensible –escribiría después– cómo una
transformación tan profunda pueda verificarse en tan poco tiempo."
Aceptar con humildad a Dios
Había aceptado a Dios.
"El acto más propio y verdaderamente humano –decía– es la aceptación de la
voluntad de Dios. Querer libremente lo que Dios quiera: he ahí el ápice
supremo de la condición humana."
Morente se
hallaba angustiado por resolver el gran problema que acosaba su espíritu:
aunar la libertad y la obediencia, sentir la vida como propia y al tiempo
reconocer que uno es dependiente de otras realidades que son distintas, pero
no ajenas, al propio destino. Tras el hecho extraordinario vivido en aquella
noche del 29 al 30 de abril, Morente advierte
que la solución de este problema radica en reconocer la realidad de la
condición humana, en saber aceptarse uno mismo como un ser limitado y
necesitado.
Al aceptar esto, el
hombre adopta una actitud de sencillez espiritual, de humildad, de
disponibilidad, de acogimiento agradecido. Reconoce que lo propio del ser
creado es la gratitud hacia su creador, de la misma manera que lo propio del
hijo es querer a sus padres. Y esa prontitud para el agradecimiento corta de
raíz una de las causas fundamentales del ateísmo: la soberbia y el
resentimiento. Y desbloquea el espíritu, encerrado y resentido por su
limitación.
El mejor uso de la libertad
He traído aquí el relato
de la conversión de García Morente,
porque muchas personas pueden pasar en algún momento de su vida por una
crisis en cierto modo semejante. Al hombre le cuesta reconocer la realidad
de la condición humana, y aceptarse a sí mismo como un ser creado por Dios y
sujeto a un orden natural.
Quizá por eso es tan
corriente que la clave de una conversión esté en ese reconocimiento humilde
de la realidad de la condición humana. Y quizá también por eso, el rechazo
de esa dependencia –según cuenta el relato del Génesis– fue el origen del
primer pecado. La resistencia a la conversión es, muchas veces, como una
crisis del hombre que quiere hacer de la independencia personal una
categoría absoluta a la que sacrificar y sacrificarse por completo.
Una crisis por la que
pasó también otro gran pensador cuya conversión tuvo lugar en la misma época
que García Morente pero
a bastantes kilómetros de distancia. Así narraba el británico C. S. Lewis su
resistencia de aquel momento en que cambió su vida: "Aquel día cedí, admití
que Dios era Dios y, de rodillas, recé...; entonces no vi lo que ahora es
más claro: la humildad divina que acepta a un converso incluso en tales
circunstancias...; el hijo pródigo al que traen revolviéndose, luchando,
resentido y mirando en todas direcciones buscando la oportunidad de
escapar...".
—Me parece natural que al
hombre le cueste aceptarlo, puesto que siempre supone comprometerse y, en
definitiva, una hipoteca de su libertad.
Comprometerse no es
hipotecar la libertad, sino emplearla. Como decía la poetisa rumana Doria
Cornea, si rompes tus cadenas, te liberas; pero si cortas con tus raíces,
mueres. Romper las cadenas, otorga libertad; pero romper con todo compromiso
es cortar las raíces de la persona.
Y aunque es cierto que
las personas que aceptan el riesgo de su libertad personal y se comprometen
con lo elegido, renuncian a todas las cosas que no eligen, también es cierto
que se enriquecen con las consecuencias de lo que sí han elegido. Si el
hombre rehúye de modo habitual el compromiso, aunque lo hiciera por amor a
la libertad, lo que haría es condenar su vida a la indecisión y la
esterilidad.
Cuanto mejor se elige, y
cuanto más se compromete la persona con lo bien escogido, tanto más se
enriquece a sí misma y tanto más enriquece a los demás. La libertad interesa
porque hay algo más allá de ella que la supera y marca su sentido: el bien.
Si una elección supone un compromiso que refuerza algo que es propio de la
naturaleza humana, será este el uso más acertado de nuestra libertad, un
paso más hacia nuestra plenitud como hombres.