Razones para creer: 20. ¿Por qué orar?
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Moreau
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«La oración es vergonzante», ha
escrito Nietzsche. Más bien habría que decir que se trata de un acto tan
natural como beber o respirar. «El hombre siente la necesidad de Dios del mismo
modo que le resulta imprescindible el agua y el oxígeno» (Alexis Carrel).
Se puede añadir que no es merma
de la dignidad del hombre la oración, como no lo es la necesidad de compartir
felicidad y penas entre los que se
aman. La autosuficiencia de Prometeo es un mito contra natura. El hombre
está hecho para amar, y alcanza su plenitud
en el amor.
¿Para qué sirve la oración?
–La mejor imagen para entender
nuestra vida en Dios es la de la alianza y el matrimonio. La oración es a la
fe lo que el diálogo es para el amor en el matrimonio. Sin diálogo el amor
se debilita y acaba por desvanecerse. Así ocurre con la fe sin la oración.
«Soy creyente pero no
practicante», oimos decir. Podríamos responder invirtiendo los términos:
«Quizás sois más practicantes de lo que decís –ya que la práctica religiosa no
se limita al culto–, y menos creyentes de lo que pensáis –en la medida en que abandonais la
oración–».
–La oración es además una
exigencia de nuestra vida moral. «Sin mí, dice Jesús, nada podéis» (Jn
15,5).
«Dios –dice San Agustín– nos propone
dos categorías de cosas: las posibles para que las hagamos, y las imposibles
para que le pidamos la fuerza necesaria para llevarlas a cabo».
–La oración es, al mismo
tiempo, un derecho: privarnos de él sería una equivocación: «Venid a mí
todos los que estáis fatigados y agobiados, que yo os aliviaré» (Mt 11,28).
–Siendo la oración una
necesidad para el hombre, es también un deber para con Dios. Oramos
entregando nuestro tiempo a Dios, porque es Dios. Orando expresamos lo absoluto
de Dios, permanecemos ante Él, «como un perfume que vertido en su honor,
perdiéndose a sí mismo», según dice Bossuet.
Y entonces nuestra vida se
hace toda ella oración. Sin ella la acción
deriva en una búsqueda inconsciente de nosotros mismos.
–La oración es un servicio a
la Iglesia. «Toda alma que se eleva, eleva al mundo», dirá Elizabeth
Lesœur.
–La oración es siempre
atendida, al menos si no pedimos a Dios que se haga cómplice de nuestras
cobardías y perezas, sino que le suplicamos asistirnos para hacer su voluntad,
en la que está nuestra felicidad. Así no enseña a orar Cristo en el
Padrenuestro.
¿Cómo rezar?
Aquí lo que más vale es la
experiencia. Se aprende a orar, orando.
–La oración es un combate.
Y un combate que ha de reiniciarse cada día. Nos despertamos paganos cada
mañana, y cada mañana debemos despertarnos de nuevo a las realidades de la fe:
adorar, pedir perdón y dar gracias.
–La oración auténtica es, al
mismo tiempo, espontánea y metódica. Está presta a surgir en cualquier
instante, pero necesita de momentos y lugares apropiados, si queremos que no
esté a merced del capricho y la pereza.
–Su fuente es la Escritura,
los salmos y la vida de Jesús concretamente, pero acude también a fórmulas
ya hechas, como el Padrenuestro y el Avemaría, que vienen a ser como los piolets
para el alpinista en la escalada.
–Los sentimientos y las ideas
son secundarios. Lo importante es el amor, la voluntad de amar. Ya
estamos orando cuando, ante Dios, reconocemos nuestra torpeza para orar y
hacemos nuestras las palabras de los apóstoles a Jesús: «Señor, enséñanos a
rezar» (Lc 11,1).
–También oramos cuando, en la
presencia de Dios, meditamos en nuestro corazón los sucesos de la vida
diaria.
Muchos creyentes se
descorazonan por su incapacidad de concentración, por sus «distracciones». En
realidad, estas fugaces ideas, que estorban nuestra atención, pueden incluso
constituir la trama de una auténtica oración personal, si dejamos que Dios nos
evangelice a través de ellas.
–La cima de la oración se
alcanza en la pura comunión con Dios en el silencio. No es tan dificil,
se necesita un poco de tiempo, confianza y tesón para alcanzarla. El rosario, a
pesar de su aparente monotonía, conduce progresivamente a esta presencia ante
Dios a los que confían.
«Velad y orar» (Mt 26,4), decía
Jesús. Y Él mismo daba ejemplo de lo que aconsejaba, orando largamente en la
noche, como en Getsemaní.
• «Hay que rezar siempre para no desfallecer» (Lc 18,1)