Richard Dawkins: ¿Qué teme el ateo de Oxford?
Un artículo de
Paul Johnson
publicado en 1996
¿Por qué se han acobardado los ateos? Tras haber proclamado durante un siglo
que los argumentos a favor de la existencia de Dios sólo debían exponerse a la
luz del día y la discusión pública para desmoronarse ignominiosamente, ¿por qué
comienzan a sentir pánico de sus propios argumentos? ¿Por qué, después de
atrincherarse en su altiva arrogancia, empiezan a temblar de repente? Lo
pregunto a la luz de la terminante negativa de Richard Dawkins a abandonar su
seguro reducto académico para debatir conmigo, en un foro abierto, según reglas
convenidas y con coordinación neutral, la existencia o inexistencia de Dios. Si
el cabecilla del lobby antiteísta de Gran Bretaña, y dueño de la primera cátedra
de Ateísmo de Oxford —sí, sé que oficialmente es para explicar las ciencias,
pero todos sabemos qué se trae Dawkins entre manos—, no está dispuesto a
defender sus convicciones, debemos llegar a la conclusión de que están en graves
aprietos.
Dejo de lado la razón aparente del rechazo de Dawkins: que mi desafío está
motivado por intereses personales. Todos sabemos que no es el verdadero motivo.
Está asustado. A fin de cuentas, según el autor de El gen egoísta, todos nos
guiamos continuamente por intereses personales y cualquier otro motivo sería
antinatural o ilusorio. Huelga decir que no comparto a esta deprimente visión de
la humanidad, y compadezco al profesor por creer imposible que un ser humano sea
impulsado por la fe, una causa, un genuino deseo de esclarecer a la sociedad o
—el principal objetivo en mi caso— un ferviente deseo de compartir el precioso
don de la creencia en Dios con tantos mortales como sea posible. Una de las
consecuencias espantosas de ser un materialista como Dawkins es que, por lógica,
uno está obligado a negar la existencia de la metafísica, y el mundo del
espíritu se convierte en zona prohibida. Uno está obligado a encarcelarse en una
existencia unidimensional, sin pasado significativo y sin futuro personal, donde
lo único que importan son objetos materiales empujados por genes porcinos. Pero,
como decía, la razón que alega Dawkins para eludir el debate no es la real.
Sospecho que hay tres razones principales para que Dawkins no compita. Una es la
pereza intelectual típica de los divos de Oxford y Cambridge. A fin de cuentas,
si uno está acostumbrado a actuar como una ingeniosa eminencia intelectual
frente a jóvenes boquiabiertos, o a conferenciar ante públicos dóciles que
anotan cada palabra como si fuera la Sagrada Escritura, o a pavonearse como león
residente en la provinciana sociedad de las tertulias oxonienses, cuesta salir
al mundo real donde la gente replica y exige pruebas, y las piruetas académicas
son inconducentes. Fuera del ámbito protegido de los claustros, no existe un
puesto intelectual seguro. Dawkins lo sabe. Una cosa es ir a Londres para emitir
sonidos en un estudio de televisión, y muy otra enfrentarse a una audiencia en
vivo durante dos horas respetando auténticas reglas del marqués de Queensberry.
Además, sospecho que Dawkins está preocupado por la pobreza de sus argumentos.
En el siglo diecinueve los positivistas llevaban las de ganar, en cierto
sentido: podían señalar las ridiculeces que los teólogos habían dicho en el
pasado —ángeles bailando en la cabeza de un alfiler, por ejemplo— sin contar con
un cúmulo similar de idioteces arcaicas en su propio bando. Pero ya no es así.
Las expresiones del ateísmo ahora tienen una larga historia, y es
espectacularmente tonta. Los obiter dicta de científicos materialistas de otros
tiempos, en su época tan eminentes y aplomados como Dawkins, constituyen hoy una
lectura hilarante. Emile Littré definió el "alma" como "la suma anatómica de las
funciones del cuello y la columna vertebral, y la suma fisiológica de la función
del poder de percepción del cerebro". En cambio, Ernst Haeckel afirmó: "Ahora
sabemos que ... el alma [es] una suma de plasmamovimientos en las células de los
ganglios". Hippolyte Taine escribió: "El hombre es un autómata espiritual... el
vicio y la virtud son productos, como el azúcar y el vitriolo". Karl Vogt
insistía: "Los pensamientos brotan del cerebro como la bilis del hígado o la
orina de los ríñones". Jacob Moleshot estaba igualmente seguro: "Ningún
pensamiento [puede surgir] sin fósforo". En esa época los ateos sólo tenían que
atacar. Ahora tienen mucho que defender o repudiar. Comprendo que Dawkins tenga
miedo de que en un foro público sus plasmamovimientos terminen retorciéndose en
las células de sus ganglios.
En tercer lugar, a diferencia de sus predecesores, los ateos de hoy tienen las
cosas fáciles. La sociedad —en el mundo académico, en los medios de
comunicación, en el discurso público, en la conversación común— está orientada a
su favor, como antaño estaba a favor de los cristianos. Como bien sé por
experiencia propia, la inclusión de Dios en las argumentaciones —en un estudio
de televisión, a una mesa, en una discusión pública— es un delito social que
provoca inquietud, contrariedad y vergüenza. Dios es una palabra insultante que
sólo se debe pronunciar dentro de zonas certificadas. En todas partes se da por
sentado cierto agnosticismo irreflexivo, así que los ateos rara vez deben
exponer sus argumentos ab initio. Casi los han olvidado.
No siempre fue así. Thomas Henry Huxley tuvo que enfrentarse toda la vida con
obispos militantes y políticos cristianos convencidos, y era un orador de
primera; en comparación, Dawkins parece un haragán. George Bernard Shaw y H. G.
Wells debatían continuamente en foros públicos acerca de Dios, la religión y la
posibilidad de una vida ultraterrenal con gente como Hilaire Belloc y G. K. S.
Chesterton. También eran brillantes en la lucha. Bertrand Russell defendió su
propia versión de la racionalidad contra toda clase de contrincantes durante
tres cuartos de siglo y sabía cómo hacerlo. Y, si mal no recuerdo, Freddie Ayer
jamás eludió una pelea. Pero Dawkins no sabe si puede salirse con la suya. Está
inseguro de sus argumentos, su causa y su destreza. Teme ponerse en ridículo
frente al mundo y frente a sus colegas académicos, quienes, al margen de sus
creencias, disfrutarían en grande si vieran un tropezón del Rey Ateísmo. Así que
Dawkins masculla en su campamento del New College, temeroso de ponerse la
armadura y afrontar la lid. Como dijo el poeta Chapman, hay algo despreciable en
el escéptico inactivo:
Oh incredulidad, ingenio de los necios,
que chapuceramente escupen sobre todo lo bello,
castillo del cobarde y cuna del perezoso.
16 de marzo de 1996
(Paz Digital, 03-07-2008.- Traducción de Carlos Gardini)