Las ocho dimensiones de la cristofobia
Extracto del libro «Política sin Dios. Europa y América, el cubo y la catedral» de George Weigel, (Ediciones Cristiandad), con permiso del editor. Corresponde al capítulo sobre la cristofobia, en la que George Weigel, conocido por ser el biógrafo de Juan Pablo II («Testigo de esperanza»), recoge la idea del constitucion acerca de la animadversión actual frente al cristianismo. George Weigel es comentarista de temas religiosos de la NBC y responsable de la columna semanal «The Catholic difference», que aparece en numerosos medios en todo Estados Unidos.
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Antes de abordar ese problema, detengámonos un momento en el empleo
provocativo que hace Weiler del término «cristofobia». Cuando afirma que la
resistencia a reconocer las raíces cristianas del presente democrático de
Europa es la expresión de una cristofobia, ¿qué quiere decir, exactamente?
En realidad, hace referencia a ocho aspectos que, tomados en conjunto,
constituyen una red ideológica que, en opinión de Weiler, hace virtualmente
imposible percibir --y mucho menos, reconocer-- la posibilidad de que las
ideas, la ética y la historia cristianas tengan alguna relación con una
Europa comprometida con los derechos humanos, con la democracia y con el
imperio de la ley:
1. El primer componente de esa cristofobia es la experiencia del Holocausto
en el siglo XX, y la convicción que se tiene en círculos intelectuales y
políticos europeos de que las atrocidades genocidas de la shoá fueron
consecuencia lógica del antijudaísmo cristiano que atraviesa la historia
europea. Por consiguiente, una Europa que grita. «¡Nunca más!» ante la
tragedia de Auschwitz y todas las otras, tiene que decir «¡No!» a la
posibilidad de que el Cristianismo tenga algo que ver con una Europa
tolerante.
2. El segundo elemento --la enumeración de Weiler no sigue un orden
específico de gravedad-- es lo que él llama «mentalidad de 1968». La
rebelión de los jóvenes contra la autoridad tradicional, que convirtió el
año 1968 en un fenómeno de mayor calado en Europa que en Estados Unidos
(donde, en ese mismo año, se vivieron los asesinatos de Martin Luther King
Jr. y Robert F. Kennedy, vastas movilizaciones urbanas, el colapso de la
presidencia de Johnson, y el caso Woodstock) continúa hoy, de una u otra
manera, en los encanecidos veteranos de 1968 que ahora disfrutan de una
buena posición en los parlamentos europeos, en los gobiernos, en las
universidades, en los círculos literarios y en los medios de comunicación.
Parte de esa revuelta de 1968 fue su rebelión contra la tradicional
identidad y conciencia cristiana de Europa. Completar el 1968 a través del
proceso de integración y constitución europea significa hoy llevar a término
la supresión del Cristianismo, privándolo de su posición relevante en la
vida pública europea.
3. El tercer componente de la cristofobia, según Weiler, está formado por un
regreso ideológico y psicológico a la revolución de 1989 en Europa Central y
Oriental. Fue ésta una revolución no violenta que contribuyó a extender la
democra¬cia en Europa más que ningún otro fenómeno desde la derrota de
Hitler, y fruto de una profunda y decisiva inspiración cristiana. Sus
principales promotores, el papa Juan Pablo II, luteranos de la antigua
Alemania Oriental, cristianos checos de varias denominaciones, y católicos
de Polonia y Checoslovaquia, trabajaron codo con codo con antiguos
disidentes políticos para derrocar el antiguo régimen y reinstaurar la
democracia en el imperio territorial de Stalin. En opinión de Weiler, se
trató de una experiencia desquiciante, de una revolución por la democracia,
en gran parte inspirada por cristianos y dirigida contra un
hiper-secularismo instalado en la política del momento, concretamente en el
comunismo. El choque con la sensibilidad de los promotores de la revuelta de
1968, muchos de los cuales no eran exactamente adictos a la causa
anticomunista, fue bastante violento. La consecuencia fue una negativa a
sumarse a la causa. Y así continúa ese aspecto de la cristofobia.
4. El cuarto elemento de la cristofobia europea contemporánea es más
abiertamente político. Se manifestó en la continua quiebra del papel
dominante que antaño habían desempeñado los partidos políticos
cristianodemócratas en la Europa de la posguerra, y no solo en países corno
Alema¬nia e Italia, donde los cristianodemócratas acaparaban la mayor parte
de los votos, sino también en la creación de la Comunidad Europea del Carbón
y del Acero, luego en el Mercado Común, y finalmente en la formación de la
Comunidad Europea. Años de sequía política, con los cristianodemócratas en
imparable ascenso, y en combinación con un olvido deliberado de la
inspiración cristiana del proyecto europeo, dejaron profundas cicatrices en
la izquierda euro¬pea y entre los fautores del secularismo. Todo eso forma
par¬te de la cristofobia de hoy.
5. El quinto elemento es la tendencia de Europa a encuadrar todas las
realidades en categorías de «derecha e izquierda», para luego identificar el
Cristianismo con la derecha, es decir, con un partido que la izquierda
define como xenófobo, racista, intolerante, fanático, estrecho de miras, de
corte nacionalista, y todo lo que Europa no debería ser.
6. La sexta fuente de la cristofobia europea contemporánea es, en opinión de
Josef Weiler, el rechazo de la figura del papa Juan Pablo II por parte de
los secularistas y los católicos disidentes. El innegable papel del Papa en
avivar la revolución de la conciencia, que hizo posible la revolución
política de 1989 en la Europa Central, su apoyo a la democracia en
Latinoamérica y en Asia Oriental, su cerrada defensa de la libertad
religiosa para todos, su considerable impulso para recons¬truir las
relaciones entre católicos y judíos, su oposición a la guerra y al aborto
(por no mencionar su enorme autoridad personal y su gran popularidad entre
los jóvenes), todo eso encaja difícilmente en la línea de posmodernidad que
cobra cada día mas fuerza entre los partidarios del secularismo y entre los
católicos disidentes. Éstos insisten en que el Papa es, necesariamente, un
personaje premoderno, del que no se puede esperar nada serio que contribuya
al futuro democrático de Europa. La alternativa, es decir, el hecho de que
Juan Pablo II sea un hombre completamente moderno que ofrece otra lectura,
quizá más penetrante, de la modernidad, no se puede sostener en absoluto.
7. En séptimo lugar, la cristofobia en la Europa de hoy se alimenta de una
visión distorsionada de la historia europea que (corno sucede frecuentemente
en Estados Unidos) carga el acento en las raíces de la Ilustración, que son
las que ali¬mentan el proyecto democrático y al mismo tiempo excluyen
virtualmente las raíces históricas y culturales de la democracia en la
Europa cristiana anterior a la Ilustración. Tanto cre¬entes corno no
creyentes han interiorizado esa meta-narración. De modo que, quizá, nadie
podrá admirarse de que el borrador del preámbulo a la Constitución Europea
abriera una gigantesca brecha desde los griegos y romanos hasta Descartes y
Kant, al presentar las fuentes históricas de la democracia europea
contemporánea.
8. Finalmente, Weiler sugiere que los hijos de 1968, ahora en plena madurez
y ya próximos a la jubilación, se sienten contrariados y confusos por el
hecho de que, en muchos casos, sus hijos se han hecho cristianos. Los que
crecieron como cristianos, pero al final de su adolescencia o en su primera
juventud rechazaron la fe y la practica religiosa, están perplejos e
inclu¬so indignados por el hecho de que sus hijos hayan vuelto a Jesucristo
y al Cristianismo para llenar el vado de sus vidas. Por mi parte, después de
haber contemplado personalmente esa nueva floración durante el viaje de Juan
Pablo II a París en 1987 para participar en la Jornada Mundial de la
Juventud, cuan¬do prácticamente toda la Francia bien pensante se maravillaba
de la masiva presencia de jóvenes católicos llegados de todas par¬tes para
celebrar en compañía de su héroe religioso su fe recién recuperada, me
inclino a pensar que en este punto, igual que en los precedentes, Josef
Weiler está en lo cierto. Pero sobre esta experiencia volveré mas adelante.