Gerhard Ludwig Müller: Contra la intolerancia de los relativistas
A propósito de la indignación sobre la Declaración Dominus
Iesus,
de la Congregación para la Doctrina de la Fe
Cuando Esteban, el primer mártir, declaró su adhesión a Jesús el Cristo, sus
enemigos se abalanzaron sobre él, lo arrastraron fuera de la ciudad y lo
lapidaron. No podían soportar que el camino de salvación de Dios con su
pueblo hubiera llegado a su meta en Jesús de Nazaret (Hch 7, 55ss.) Sólo
quien permanece en su palabra es verdaderamente su discípulo, conocerá la
verdad y la verdad le hará libre (Jn 8, 31s). Pero ¡ay! de quien tome al pie
de la letra la palabra de Dios. En la sociedad liberal, en la que se anuncia
el discurso libre de poder, se le prohibe tomar la palabra. La indignación
es el medio infalible para poner a los creyentes en la picota de la sociedad
mediática.
Ya desde los primeros días de la Iglesia los jefes del sanedrín no querían
tolerar de ningún modo la confesión de los apóstoles de Jesús como el único
Salvador y Mediador. Con castigos y persecución amenazaron a todo el que
repitiera la confesión de la primera Iglesia: En ningún otro nombre se
encuentra la salvación. Porque no se nos ha dado a los hombres ningún otro
nombre bajo el cielo, por medio del cual seamos salvados (Hch 4, 12).
El ritual ha permanecido el mismo. Con indignación reaccionaron también los
sumos sacerdotes del consorcio público de opinión ante la ratificación
magisterial de la fe cristiana en Jesús, el único mediador entre Dios y los
hombres (1 Tim 2, 5), y la unidad y unicidad de la Iglesia. La Declaración
de la Congregación para la Doctrina de la Fe está dirigida contra la llamada
teología religiosa pluralista, que no es otra cosa que la destrucción del
cristianismo desde sus raíces. Sus representantes afirman que la paz entre
las religiones sólo será posible cuando todas se reconozcan como expresión
equiparable de una experiencia universal del fundamento divino del mundo.
Para dejar libre el camino hasta allí, los cristianos deberían abandonar
sólo lo que pertenece a la esencia de su fe: la confesión de la
autorrevelación del Dios trinitario, la fe en la encarnación de la Palabra
eterna de Dios en Jesús de Nazaret, y, en consecuencia, la unicidad y
universalidad de la mediación salvífica de Cristo. Según la comprensión de
los pluralistas de la religión, Jesús es el fundador de una expresión
específicamente occidental de la inclinación religiosa común a todos los
hombres. Con la reducción de Jesús a un genio religioso se quieren matar dos
pájaros de un tiro: la revelación de Dios en Jesús ya no es obstáculo ni
para el gran ecumenismo, es decir, para la unidad de todos los hombres
religiosos en una religión mundial común, ni para el pequeño ecumenismo, la
unidad de todos los cristianos.
¿SON LOS CATÓLICOS PLURALISTAS MORALMENTE SUPERIORES?
Los pluralistas de la religión y eclesiales actúan partiendo del sentimiento
de una superioridad moral. Se presentan a sí mismos como los guardianes del
alto valor de la tolerancia frente a la pretensión fanática de superioridad
de la Iglesia católica, que necesariamente engendra intolerancia religiosa e
imperialismo misionero. También en lo espiritual se sienten muy superiores a
quienes confiesan la unicidad de Cristo. Si Dios es realmente totalmente
diferente —y aquí invocan (injustamente) a la tradición de la teología
negativa y de la mística cristiana— a como nos lo imaginamos, entonces
ninguna afirmación humana acerca de Dios puede pretender ser la única
verdadera. Sería mucho más razonable considerar todas las afirmaciones
humanas acerca de Dios (¡también incluso cuando son diametralmente opuestas
entre sí!) como reflejos limitados de una luz infinita, que calienta y une
los corazones de los hombres. Puesto que el ser humano es por principio
incapaz de reconocer el fundamento divino del mundo (da igual si se lo
imagina como una, tres o más personas, o como fundamento originario sin
nombre más allá de cualquier rasgo personal), la postura razonable y la
única respetable sería el escepticismo frente a todas las afirmaciones de
revelación.
En este contexto se difunde la llamada parábola del anillo, que Gotthold
Ephraim Lessing hizo muy popular en su obra Nathan der Weise (Natán el
sabio) como un evangelio secreto. El verdadero anillo, que el príncipe no se
podía decidir a entregar a uno de sus tres hijos y del cual hizo elaborar
dos copias exactamente iguales al original, no se puede distinguir mediante
ningún criterio. La reivindicación de la verdadera herencia por uno
cualquiera de los tres hijos se muestra como amor propio camuflado y una
pretensión no justificada de superioridad. Al final se descubre que los tres
anillos son sólo copias, y que el verdadero anillo se había perdido ya
antes. Este canto supremo de la tolerancia es, en realidad, el manifiesto
del escepticismo, que se manifiesta en la teoría del conocimiento como
relativismo ante la cuestión de la verdad. Esta teoría conduce,
forzosamente, bien a circunscribir la religión a su función como aglutinante
moral de la sociedad y como lugar de experiencias esotéricas del más allá, o
bien a la crítica de la religión hasta un ateísmo militante. Una explicación
plausible de la oposición (según parece sólo aparente) de judaísmo,
cristianismo e Islam, así como también de las demás convicciones religiosas
fundamentales en la cuestión de la verdad, sólo la brinda la parábola del
anillo a quien no descubra las implicaciones del relativismo desde la teoría
del conocimiento, que Lessing presupone como evidentes, sin fundamentarlo.
Cuando al final, en un gesto de modestia, concede únicamente al Padre eterno
en el cielo el acceso a la verdad, esto es sólo la apariencia de la humildad
de la criatura, porque aquí se le niega a Dios de modo definitivo y absoluto
la posibilidad de hacerse comprensible a los hombres.
MÁSCARA DE ARROGANCIA
El relativismo, que entra en escena como presupuesto de la tolerancia y de
la convivencia pacífica de los hombres, no es más que el enmascaramiento de
la arrogancia de la criatura, que niega su justificación a través de Dios y
su orientación definitiva hacia Dios como verdad y vida para todos los
hombres. Un relativismo de este tipo afirma: para hacer posible una
convivencia justa de los hombres y para colmar el ansia de verdad y amor que
arde en la mente y el corazón de todo hombre, no necesitamos a ningún Dios
que nos hable y que incluso en la encarnación de esta Palabra en Jesucristo
ande con nosotros el camino de nuestra vida. Al oyente de la parábola del
anillo se le endosa, bajo el manto de la tolerancia, una teoría totalitaria
de la religión. Se le sugiere que él es el testigo secreto de un
acontecimiento en el cielo, de modo que él puede descubrir desde la
perspectiva de Dios el autoengaño de la pretensión de verdad de las tres
religiones universales, mientras que Lessing sin embargo destaca, al mismo
tiempo, que en realidad nosotros no podemos saber nada de la verdad de Dios.
¿Acaso ha sido él el único ser a quien Dios ha concedido en una revelación
secreta el acceso a su intimidad?
La tolerancia entre los hombres se compra con ello al precio de una
intolerancia frente a Dios llevada al extremo, y a la vez se pierde. Pues
nadie se ha mostrado más autoritario que el liberalismo relativista del
siglo XIX con su furor antieclesial. Ningún otro movimiento fue más
antihumano que el ateísmo del siglo XX, cuando en nombre de la liberación
del hombre frente a Dios y sus mandatos aparentemente antihumanos, que eran
invención únicamente de los eclesiásticos, millones de seres humanos fueron
perseguidos y asesinados por su fe en la revelación de Dios.
El relativismo se fundamenta en la intolerancia frente a Dios. Tolerancia
viene del latín tolerare, es decir, soportar y llevarse bien. El liberalismo
no puede soportar que Dios se revele a los hombres y que la salvación
definitiva del hombre dependa de la fe en la palabra dirigida concretamente
a él, y del seguimiento de Jesucristo. Sin embargo, quien es tolerante ante
la palabra de Dios, que se dirige a nosotros y nos reclama en toda nuestra
existencia espiritual y moral (es decir, quien finalmente carga con su cruz
y la soporta con Jesús), éste no se vuelve intransigente e intolerante con
su prójimo. El cristiano no está en posesión de la verdad de la que dispone.
Como testigo está comprometido con la verdad de Dios hasta el sacrificio de
su propia vida. No tiene la salvación eterna como certificado de garantía en
el bolsillo. Corre más riesgo en su camino de salvación que el no cristiano,
pues a quien se le dio mucho, a ése se le exigirá tanto más. El misionero
cristiano no sale al mundo para someter y explotar, sino para servir a otros
hombres mediante el amor. Se ve incorporado en el envío de Cristo desde el
Padre a los hombres. Como testigo de la verdad, sólo puede ser mensajero de
Cristo quien ha venido para ofrecer a los hombres la reconciliación con Dios
y entre ellos mismos.
También cuenta con que no todos están dispuestos a aceptar este mensaje de
la reconciliación; con el que atraerá sobre sí indignación como Esteban o
risas como Pablo en el aerópago, cuando hable de que Dios ha encarnado su
Palabra eterna y su Verdad en la escandalosa concreción de un único hombre
en Palestina en tiempos de los emperadores Augusto y Tiberio, y de que sólo
a través de esta pequeña puerta de este único hombre se accede a las
amplitudes infinitas del cielo de las experiencias religiosas. Quien tolera
la verdad eterna de Dios en la verdad histórica de Jesús de Nazaret, también
soportará la intolerancia de los relativistas frente a Dios y entenderá esto
en el seguimiento de Jesús como testimonio de la fidelidad de Dios, que es
mayor que la infidelidad y la resistencia de los hombres.
JESÚS ¿NO DIOS, SINO UN GENIO RELIGIOSO?
Dios ha aceptado esta concreción histórica en su Palabra encarnada no para
absolutizar una religión a costa de las demás, sino para llevar a todas las
religiones, que no son otra cosa más que la manifestación de la orientación
divina del hombre, a su destino: el encuentro real del hombre con Dios, que
conforme a la naturaleza corporal y social del hombre ha de suceder no fuera
del tiempo y del espacio, sino precisamente en ellos. Los pluralistas de la
religión de proveniencia cristiana sólo quieren reconocer una revelación
universal de Dios, dada con la creación. La revelación no sería nada más que
una comprensión de la omnipresencia y actividad universal de Dios en cada
hombre.
En este sentido, ven las religiones históricamente existentes como las
configuraciones, determinadas por la cultura y la Historia, de la
experiencia de la presencia de lo divino en el corazón de los hombres. Esto
no excluye, así lo afirman, que genios religiosos individuales capten esta
presencia de modo especialmente intenso y marquen de forma creativa épocas y
ámbitos culturales completos, así como la mayoría de los seres humanos
tienen ciertamente dotes musicales, pero sólo son capaces de expresar su
musicalidad con la ayuda de compositores geniales. Pero a nadie se le
ocurriría que Mozart fuera la única y universal encarnación de la música.
Los pluralistas de la religión interpretan según esto a Jesús como uno de
los más significativos compositores de la experiencia religiosa de Dios,
quien, sin embargo, no excluye o supera a otros fundadores de religiones
como Mahoma, Buda, Confucio y demás, como tampoco Mozart aventaja a Bach o
Beethoven. Finalmente queda al arbitrio de cada uno cómo orienta su gusto
religioso o musical, en la uniformidad monótona de una dirección, o en el
colorido popurrí de las más hermosas melodías (es decir en el collage de las
mejores opiniones y experiencias de todas las religiones).
A diferencia de este planteamiento, la fe cristiana parte de que la palabra
Dios no es una clave o la pantalla de proyectos humanos, sino de que Dios es
una realidad personal y relacional. Dios, que ha creado al ser humano como
una persona capaz de pensar, querer, actuar y sentir, habla al hombre y sale
a su encuentro desde la libertad de su amor de modo concreto en su historia,
pues su Palabra eterna ha asumido realmente nuestra humanidad en Jesús de
Nazaret. Por la Encarnación y la efusión del Espíritu del Padre y el Hijo,
unida inseparablemente a ella, conocemos el secreto del amor de Dios en la
comunión de las tres personas divinas, en la que estamos introducidos y que
nos colma con su amor. Ya no somos náufragos en quienes brota sólo por poco
tiempo la ilusión de la salvación cuando ven un barco a lo lejos, que
hubiera podido ser su salvación. La ilusión tiene sólo la función de luchar
un poco más por sobrevivir, de ganarle algún tiempo a la muerte, para
sucumbir ante ella, sin embargo, con mayor seguridad. No, el que Dios se
haya hecho realmente hombre en Jesucristo, significa que el barco salvador
se ha acercado y ha lanzado al agua un bote que nos acoge. La fe en Cristo
no destruye el deseo de Dios y la experiencia de la necesidad del
comportamiento moral, sino que ofrece a la religiosidad y a la moralidad,
que pertenecen a la naturaleza espiritual del hombre, una orientación segura
y un apoyo seguro, así como la esperanza de salvación no se frustra con la
acogida en el bote salvavidas, sino que se cumple.
Sólo si se reconoce que la fe cristiana en Jesús, el Hijo de Dios hecho
hombre, no es una configuración religiosa mental, sino el reconocimiento de
una acción de Dios en la Historia a favor de todos los hombres, se puede
comprender la orientación universal del testimonio de la Iglesia. La misión
universal no es dominio universal, sino servicio al mundo.
¿PUEDE LA IGLESIA SER, EN CRISTO, MEDIADORA DE LA SALVACIÓN?
Dios se ha preocupado, en el mismo Cristo, por los hombres, y por ello toma
a hombres a su servicio, para hacer posible la unidad de la Humanidad y
construir así su Reino en la Historia y llevarlo a plenitud. En este sentido
la Iglesia, en todos sus miembros y especialmente en los apóstoles y sus
sucesores en el episcopado junto con los presbíteros y diáconos, es
mediadora de la salvación universal en Cristo, que en el Espíritu Santo
acompaña su anuncio y su acción salvífica y los hace eficaces. Como
servidores de su plan de salvación y constructores de la casa de Dios (cf. 1
Cor 4, 1), los apóstoles no actúan como mediadores junto a Cristo. Antes
bien es la Iglesia, signo e instrumento en Cristo, su única, completa y
universal mediación de la unidad de los hombres con Dios (Concilio Vaticano
II, Constitución Lumen gentium, 1).
Si se reconocen en las religiones no cristianas ele mentos de la verdad y de
la salvación, no se trata de parte de la revelación histórica de Dios en
Cristo. Esto convertiría a Cristo en un revelador parcial. Más bien se
muestran las religiones no cristianas como expresión de la dinámica y
autotrascendencia humana impulsada por la gracia anticipada por Dios, que
penetra en el hombre concreto Jesús de Nazaret y su presencia históricamente
perceptible en su Iglesia. Las religiones, en sus funciones positivas para
la búsqueda de la verdad y la salvación de sus seguidores, constituyen
igualmente el presupuesto natural del acto sobrenatural de fe en Dios en la
persona de Jesús. Por supuesto, en todas las religiones hay convicciones no
hipotéticas. El cristianismo y las religiones no se encuentran en el nivel
de la indiferencia, es decir, de la actitud en apariencia tolerante de que
todo es igualmente válido, pero al final indiferente. Lo que el cristianismo
y las religiones tienen en común es el rechazo frontal del indiferentismo
como indiferente frente a la verdad de Dios. La fe cristiana no se considera
a sí misma ciertamente como producto del discernimiento humano, sino como
una consumación del ser humano, posibilitada por el Espíritu Santo, por la
cual comprende ante todo la identidad del hombre Jesús con el Salvador
absoluto que viene de Dios: Nadie puede decir: Jesús es Señor, Dios, sino
por la presencia del Espíritu Santo (1 Cor 12, 3).
En un sentido determinado puede reconocerse también una función de mediación
de los fundadores de religiones, de los escritos y personalidades religiosas
en otras religiones. Ciertamente no son como Jesucristo (y la Iglesia en Él)
mediadores desde Dios para los hombres, sino que pueden convertirse en
mediadores hacia Dios, cuando lo señalan y no lo ocultan. Pues ningún
hombre, por muy genial que sea en lo religioso, puede pretender por sí mismo
servir a sus prójimos de mediador hacia Dios y la verdad. Sólo puede
ejercitar a los hombres en la actitud de espera frente al actuar libre de
Dios. Los cristianos no creen en Jesús como el mediador universal porque
vean expresadas en Él de modo especialmente claro sus pensamientos
religiosos y deseos acerca del Dios desconocido más allá de lo humanamente
concebible, sino porque Dios le confirmó en la resurrección de entre los
muertos como el mediador de los últimos tiempos de la soberanía de Dios, que
Él había anunciado y realizado. Él no es un mediador que se haya elevado a
la unidad con Dios, sino la Palabra que estaba junto a Dios y que es Dios,
que ha asumido nuestra carne para que nosotros recibamos de su plenitud (Jn
1, 14.18). La universalidad y unicidad de la mediación salvífica del hombre
Jesús de Nazaret tiene su fundamento en la naturaleza divina de la Palabra
eterna o Hijo de Dios, que ha asumido la naturaleza humana de Jesús y la ha
convertido en el medio de la autocomunicación de Dios como Verdad y Vida de
cada uno de los hombres.
Nosotros conocemos esta voluntad universal de salvación de Dios a partir de
esta autorrevelación histórica de Dios. La voluntad universal de salvación
es objeto de fe del mismo modo que la mediación salvífica universal de
Cristo. Por ello no se puede, como hacen los pluralistas de la religión,
derivar la voluntad universal de salvación de un concepto religioso general
de Dios y absolutizarla después como idea, y por otro lado, sin embargo,
relativizar la mediación salvífica de Jesús como un acontecimiento histórico
meramente casual. Se imaginan la relación de Dios y el mundo como un todo
cuantitativo, que nunca podría llegar a ser una parte pensada
cuantitativamente de sí mismo. Se imaginan la naturaleza humana de Jesús
como un recipiente limitado, que no podría agotar nunca el océano de lo
divino. Jesús estaría lleno del agua de este océano, lo que no excluye que
el océano pudiera llenar igualmente otros genios religiosos con su agua.
En realidad, la grandeza de Dios consiste precisamente en que puede hacer lo
que los hombres no quieren creer que es capaz de hacer. En la Encarnación
Dios no se convierte en una parte del mundo, sino que se une de tal modo con
el mediador humano, que el contenido y el medio forman una unidad de modo
inseparable y sin mezcla. Dios como hombre, el Todopoderoso en la impotencia
de la cruz, esto fue en todos los tiempos para los escépticos, que para
mayor gloria de Dios querían limitar el conocimiento humano, y para todos
los ilustrados orgullosos de su razón, motivo de indignación y de burla,
pero para los llamados, lo mismo judíos que griegos, es Cristo, fuerza de
Dios y sabiduría de Dios (1 Cor 1, 24).
Ya en el siglo segundo el filósofo pagano Celso formuló un principio, que se
encuentra en el repertorio de todos los críticos de la autorrevelación
histórica de Dios, que la sublimidad de un concepto de Dios purificado de
todas las representaciones humanas no permitía jamás la Encarnación. ¿Cómo
podía Dios entrar en la suciedad y la miseria de nuestra carne corruptible?
¿No debe un hombre verdaderamente religioso elevarse por encima de la basura
de este mundo pasajero, y junto a las ideas eternas más allá de la agitación
del mundo encontrar su paz uno con sus semejantes?
Celso, junto con sus discípulos, tiene razón al decir que la Encarnación y
la mediación salvífica universal de un ser humano concreto no se pueden
derivar del concepto de Dios de la filosofía. Pero si se pone en práctica la
comprensión, también alcanzable filosóficamente, de que Dios no puede hallar
su límite en el pensar y actuar humano, entonces se puede aceptar en la fe
el acontecimiento y confesar que Dios se ha unido en su autorrevelación
histórica de tal modo con el hombre Jesús de Nazaret, que Jesús como hombre
mediante la persona divina de la Palabra existe, actúa y está con nosotros.
¿POR QUÉ SÓLO UNA ÚNICA IGLESIA VISIBLE?
Ya que Dios es el único creador de la única Humanidad, los diferentes
pueblos y culturas no existen como entidades absolutas delimitadas
absolutamente una junto a la otra, de modo que para la consumación de la
revelación histórica se debería encarnar repetidamente y tendría que
constituir varios mediadores de su salvación. Varios mediadores de la
salvación supondrían la destrucción de la unidad de la Humanidad. Varios
mediadores de la salvación no podrían reunir a la Humanidad en Dios, porque
fraccionarían al Dios único en varias imágenes de Dios, y finalmente
inducirían al politeísmo clásico.
Solamente existe un Dios y Padre de todos los hombres, un Señor y Espíritu,
y por ello sólo hay un mediador entre Dios y los hombres. Y sólo existe una
única Humanidad, a la que conduce a la unidad completa en el amor mediante
su mediación salvífica universal, que es realizada históricamente por su
Iglesia. La Iglesia representa, como el único e indiviso Cuerpo de Cristo,
la unidad del Dios trino, y por ello es la recapitulación y representación
visible de la vocación universal de todos los hombres y de la esperanza de
todos en Dios, que está sobre todo y por todo y en todo (cf. Ef 4, 4). La
Iglesia sólo puede existir como una y única porque es signo e instrumento de
la mediación universal de Cristo, que produce la unidad. Esta unidad de la
Iglesia no se funda en el deseo de unidad de los hombres. Tiene un
fundamento dado por Dios, el sacramento del Bautismo. Ya que sólo hay un
Bautismo, sólo puede haber una Iglesia. Ya que Cristo es la única Cabeza de
la Iglesia, la Iglesia sólo puede ser su único Cuerpo. ¿Acaso está Cristo
dividido? (1 Cor 1, 13), pregunta Pablo a los pendencieros corintios,
proclives a las divisiones. ¿Acaso fue crucificado Pablo, Pedro o Apolo por
nosotros, o hemos sido bautizados en nombre de algún otro hombre?
Por ello, de la confesión de la unicidad de Cristo y de la universalidad de
su salvación, se deriva la confesión de la unicidad y la misión universal de
salvación de la Iglesia. Los hombres pueden fundar la unidad de la Iglesia,
tan poco, como destruirla. Por tanto, si la Iglesia es una realidad que
procede del misterio salvífico de la mediación universal de salvación de
Cristo y a ella sirve, entonces no puede descomponerse a sí misma en partes
por divisiones en la cristiandad, de modo que el ensamblaje de los pedazos
del cántaro roto diera como resultado el cántaro entero.
¿IGLESIA O COMUNIDAD ECLESIAL?
La verdadera diferencia entre la comprensión católica y protestante de la
Iglesia se manifiesta en la pregunta de qué pertenece necesariamente a la
unidad de la Iglesia y cómo ella se presenta a sí misma. Según la opinión
protestante, la Iglesia como comunión invisible de todos los que creen en
Cristo ha perdurado a pesar de todas las divisiones visibles. La verdadera
Iglesia de Cristo existe en todas las comunidades eclesiales visibles
(incluso bajo el Papado, como se acostumbraba a decir en la época de la
Reforma), sólo donde y cuando se anuncie correctamente la Palabra de Dios y
los hombres lleguen a la fe, que justifica ella sola. Sólo hay criterios,
por los que se puede reconocer si la Iglesia, en realidad invisible, se
manifiesta.
En contraposición con la agitación pública acerca de la cuestión de si la
Declaración Dominus Iesus niega a los protestantes el verdadero ser-Iglesia,
resulta el siguiente diagnóstico de un análisis detallado de la diferente
comprensión eclesial. Según la comprensión protestante ninguna confesión
existente en la Historia puede denominarse sin más Iglesia. Sólo hay
comunidades eclesiales, que son todas partícipes de la única Iglesia, que en
cualquier caso es invisible. La Iglesia católica no es, según la comprensión
protestante originaria, la Iglesia en sentido propio, sino sólo una
comunidad eclesial entre otras. Por el contrario, según la comprensión
católica, las confesiones protestantes, a pesar de la separación visible de
la Iglesia católica, son comunidades eclesiales ordenadas a la comunión con
la Iglesia una y visible, de la que participan realmente en razón del
Bautismo.
La comunión eclesial es por ello posible también con formulaciones
magisteriales contrapuestas del Credo y con diferente composición
fundamental de la Iglesia en su forma visible.
Sin embargo, la fe católica parte de la unidad indivisible de la Iglesia
como comunión invisible de todos los creyentes, así como comunión visible en
la doctrina de los apóstoles, en la liturgia y en la autoridad de los
obispos legitimada apostólicamente. La Iglesia no sólo se reconoce solamente
allí y allá en la fe, en la palabra anunciada y en la reunión de éstos
verdaderamente creyentes. La Iglesia es un cuerpo visible que existe de
forma continuada, y permanece idéntica a sí misma, que se remonta
históricamente a Cristo y a los apóstoles y que, mediante la actividad del
Señor glorificado en el Espíritu Santo, es mantenida siempre por Dios mismo
en el camino de su misión. Los hombres no pueden hacer descarrilar el tren
de la Iglesia. La comprensión de que la Iglesia no es sólo un lugar de
reunión de los creyentes, que oyen la palabra de Dios como juicio y gracia,
sino de que la Iglesia es ella misma un sacramento, mediante el cual Cristo
ejerce su mediación salvífica universal frente a toda la Humanidad, de que
la Iglesia en Cristo es, por tanto, de hecho mediadora de salvación, resulta
de la Encarnación. Si la Sagrada Escritura llama a la Iglesia Cuerpo o
Esposa de Cristo, Templo del Espíritu Santo y Casa y Pueblo de Dios, no
puede llamar a todas las comunidades cristianas visiblemente separadas
Iglesia en el mismo sentido, porque entonces tendría que haber muchos
cuerpos, esposas, templos, casas y pueblos de Dios. La Iglesia una de Cristo
ha permanecido también en su forma visible como la una y única Iglesia.
VOLVERSE A UNIR EN LA ÚNICA RAÍZ
La Iglesia como una y católica, es decir, representante de la voluntad
universal (en griego: católica) de salvación de Dios en Jesucristo, que une
a todos, está, según una expresión del obispo mártir Ignacio de Antioquía
(muerto hacia el 110 d. C.), allí donde está el obispo. Y sólo donde se
celebra la Eucaristía en unidad con el obispo, allí es válida la Eucaristía,
es decir, allí se hace concreta y visible la unidad y la comunión con Cristo
(Carta a los esmirniotas 8,1s.) Juntamente con el principio de la necesaria
vinculación a la Sagrada Escritura como norma central de la fe, y a la
transmisión apostólica de la fe y la oración de la Iglesia, ha formulado
sobre todo Ireneo de Lyon, frente al recurso a experiencias privadas de
Dios, el principio de la apostolicidad de la Iglesia, que en la sucesión
apostólica de los obispos en comunión con el sucesor de Pedro en Roma sirve
como criterio para la total eclesialidad de la Iglesia.
Cuando por este motivo en toda la enseñanza de la Iglesia, desde siempre y
también ahora en la Declaración Dominus Iesus, sólo se les reconoce el
título completo de Iglesia a las comunidades eclesiales que, entre otras
cosas, han mantenido precisamente también la sucesión apostólica del
episcopado, no se trata de una valoración del la fe personal de los
cristianos protestantes. Se trata sin embargo de la designación del hecho de
que entre el cristianismo protestante y el católico la comprensión de la
Iglesia es lo que constituye la verdadera diferencia, y por ello no debe ser
excluida del diálogo ecuménico o silenciada vergonzosamente, sino que por el
contrario debe llegar a ser precisamente objeto de un debate profundo. Pero
no se le puede negar a la Iglesia católica el derecho a formular ella misma
su propia comprensión de Iglesia, y con ello también su relación con las
Iglesias y comunidades fuera de ella.
Esto no significa, de ningún modo, el abandono de la meta ecuménica de una
diversidad reconciliada. Precisamente hay que plantear la cuestión de si es
posible una reconciliación en la raíz (reconciliatio in radice), de lo
contrario nos quedaríamos únicamente en una adición de lo diferente y lo
opuesto. Esto sería todo menos un testimonio de la unidad de los cristianos
en la fe y en el culto a Dios. Se pueden unir las flores cortadas en un
bonito y colorido ramo, pero pasado un cierto tiempo se marchita el ramo o
se convierte en paja. La tarea consiste en volverse a unir en la única raíz.
Las Iglesias evangélicas no podían esperar que la Iglesia católica acepte,
con el modelo de la diversidad reconciliada, los presupuestos fundamentales
de una eclesiología protestante y se incorpore como una especie de Iglesia
parcial en la determinación de relaciones formulada por la teología
reformada de la Iglesia visible e invisible, y se convierta con ello en una
especie de Iglesia evangélica con tradiciones de Iglesia episcopal.
¿DECLARAR IGUALES COSAS QUE NO LO SON?
Hay que criticar también la expresión del reconocimiento o no reconocimiento
de las comunidades evangélicas como Iglesia y sus ministerios por parte de
la Iglesia católica. Las comunidades evangélicas con sus ministerios no
pueden en realidad esperar su legitimidad de un reconocimiento por parte del
Magisterio católico de los obispos y el Papa, a quienes ellas sólo reconocen
como instancia eclesial de derecho humano. Más bien tienen que acreditarse a
sí mismas a partir de sus propios presupuestos en su eclesialidad y en la
legitimidad de sus ministerios. Es sencillamente contradictorio exigir el
reconocimiento de la igualdad del ministerio del pastor con el sacerdocio
católico y, a la vez, rechazar la idea fundamental de la representación
legitimada sacramentalmente de Cristo como sacerdote y mediador en el
sacerdote católico como irreconciliable con el Nuevo Testamento.
El principio del diálogo ecuménico de igual a igual no puede querer decir
que se declaren iguales cosas que no lo son, sino que, desde el supuesto
recíproco de la conciencia de verdad de ambas partes, se intente comprender
al otro y, a partir de convicciones comunes, establecer si no se podría
formular una comprensión fundamental común, que conduzca las intenciones
profundas de ambas tendencias a una convergencia. Al final, ningún
interlocutor del diálogo ecuménico debe abandonar el campo como derrotado,
sino que ambos deben reunirse enriquecidos por la crítica y la
complementariedad en la comprensión de la Palabra de Dios y testimoniar
visiblemente esta unidad hacia dentro y hacia fuera.
cortesía
http://www.archimadrid.es/alfayome/menu/pasados/revistas/2000/oct2000/num231/documentos/indice.htm