La persecución de parte de los bien intencionados: desde adentro
Lo peor que hacen los malos
es obligarnos
a dudar de los buenos.
Jacinto Benavente
Alfonso Aguiló
www.interrogantes.net
Ataques de dentro y de fuera
Es impresionante el relato que hace San Pablo sobre los padecimientos que
tuvo que sufrir al anunciar el Evangelio: "Cinco veces recibí de los judíos
cuarenta azotes menos uno; tres veces fui azotado con varas; una vez fui
lapidado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé náufrago en alta
mar; en mis frecuentes viajes sufrí peligros de ríos, peligros de ladrones,
peligros de los de mi raza, peligros de los gentiles, peligros en ciudad,
peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos;
trabajos y fatigas, frecuentes vigilias con hambre y sed, en frecuentes
ayunos, con frío y desnudez...". Y murió dando testimonio de esa fe, en
Roma, junto a miles de mártires cristianos, después de haber soportado
muchas afrentas y calumnias. Así ha sucedido en todas las épocas, y no ha
sido otra cosa que el cumplimiento de lo que anunció el propio Jesucristo:
"Os entregarán a los tribunales, os azotarán en sus sinagogas y seréis
llevados ante los gobernadores y reyes por causa mía...".
Esas palabras se han ido cumpliendo a lo largo de los siglos. No siempre han
sido tribunales de justicia formalmente constituidos, sino a veces
tribunales menos formales pero con no menos capacidad de juzgar y condenar.
La fidelidad a Cristo se ha pagado muchas veces con la vida, con la
deshonra, con el destierro.
Por ejemplo, a San Juan Bosco, el fundador de los salesianos, en una ocasión
quisieron encerrarlo en un manicomio; en otra, le dispararon; también
intentaron acuchillarle; más tarde, quisieron envenenarle; y luego trataron
de matarle a palos. Pasó también por la humillación de que el arzobispo de
Turín, llevado por celotipias, le quitara las licencias para confesar y
publicara acusaciones falsas e infamantes contra él y contra los salesianos.
De hecho, las mayores penalidades que padeció no vinieron de los
anticlericales o los masones, sino de su propio obispo. Sufrió, como señaló
Pío XI al proclamar su santidad, "contradicciones provenientes de los mismos
de quien tenía derecho a esperar ayuda y socorro". Y fueron tantas, que
exclamaba al final de su vida: "Si hubiera sabido lo que ahora sé, y tuviera
que recomenzar el trabajo de fundar la sociedad salesiana, no sé si tendría
valor para ello".
— ¿Y han solido ser más frecuentes los ataques desde fuera de la Iglesia, o
desde dentro?
Pienso que han sido igualmente frecuentes, pues, por una curiosa simbiosis,
ha sido bastante habitual que unos y otros se alíen con sorprendente
facilidad. Me recuerda aquel sabio principio militar que asegura que toda
invasión lleva asociada una guerra civil, pues el enemigo siempre busca
aliados dentro del territorio que desea someter, y es raro que no los
encuentre.
Es una conocida experiencia
Por eso, las dificultades principales no han solido venir de los enemigos de
la Iglesia o de la fe cristiana. El arcabuz que disparó contra San Carlos
Borromeo lo cargó un miembro de la Orden de los Humillados, que decidió
llegar hasta el crimen para impedir las reformas del Concilio de Trento que
San Carlos promovía. Y no fue una excepción. En la vida de la mayoría de los
santos, hay un extenso capítulo dedicado a las difamaciones e injurias. La
historia de la Iglesia muestra que no ha habido santo libre del zarpazo de
la calumnia. Y en ese triste capítulo se proyecta con demasiada frecuencia
la sombra de las insidias de personas que abandonaron su vida de entrega a
Dios.
Por ejemplo, Santa Teresa había admitido como novicia en Sevilla a una mujer
que parecía tan santa "que estaba ya canonizada por toda la ciudad". Pero,
nada más entrar en el convento, empezó con caprichos, problemas y
descontentos, que sus compañeras tuvieron que soportar, día tras día, con
infinita paciencia, hasta que al final se marchó, despechada, cuando vio que
aquel tipo de vida era manifiestamente superior a sus fuerzas. Tiempo más
tarde, ya en el año 1575, llamaron a las puertas del convento de Sevilla los
alguaciles de la Inquisición. Entraron jueces y notarios, y Santa Teresa
descubrió, tras las acusaciones, las calumnias de la antigua novicia que, en
su animadversión, lo interpretaba todo mal y torcido: veía, en las cosas más
sencillas, ceremonias extrañas, ritos peligrosos y cosas de iluminados.
Decía que las monjas se confesaban entre sí, que se flagelaban entre ellas,
y muchas otras cosas tremendas.
Hay experiencia de ataques de dentro
Algo parecido le sucedió en Francia a San Francisco de Sales en el año 1615.
Había logrado convertir de su mala vida a una tal Mlle. Bellot, que ingresó
después en el convento de la Visitación, regido por Santa Juana de Chantal.
Pero al cabo de una temporada lo abandonó, volvió a sus antiguas andanzas y
se convirtió en la amante de un hombre de la corte del Duque de Nemours. El
escándalo alcanzó grandes dimensiones, sobre todo cuando el amante de
aquella mujer falsificó la letra del santo y puso en circulación una carta
falsa, supuestamente dirigida a esa mujer, que leyó toda la ciudad
rasgándose las vestiduras.
Los ataques han venido en otras ocasiones de los propios hermanos en la
entrega a Dios. Un mediodía caluroso de agosto de 1642, las gentes de Roma
contemplaron un espectáculo inesperado. Dos soldados conducían a un pobre
anciano de ochenta y seis años a lo largo de la calle Bianchi hacia las
prisiones de la Inquisición. Su nombre era José de Calasanz, fundador de los
escolapios. Le habían detenido de repente, a causa de las intrigas de Mario
Sozzi, uno de sus provinciales, sin darle tiempo ni a ponerse el sombrero.
El fundador andaba encorvado y tambaleante, pero con el rostro tranquilo.
Mientras esperaba para el interrogatorio, se quedó profundamente dormido. Al
final, triunfó la intriga, fue destituido y vio como la Orden que había
fundado quedaba reducida a una simple congregación secular presidida por
quien le había calumniado con tanta saña. En esta situación le llegó la hora
de su muerte. Por fortuna, en 1669 los escolapios recobraron su condición
anterior, y aunque las falsedades que se dijeron contra el fundador le
persiguieron tras su muerte, todo se fue aclarando poco a poco en su proceso
de canonización, que duró más de un siglo, y desde entonces pasó a ser San
José de Calasanz.
Luego es difícil restablecer la verdad
Santa Juana de Lestonnac, que había fundado en 1607 la Orden de Hijas de
María Nuestra Señora, y que en pocos años puso en marcha más de treinta
colegios por toda Francia, tuvo también que sufrir mucho a causa de las
calumnias de una de sus primeras religiosas, Blanca Hervé, que urdió una
serie de mentiras por las que acabó sustituyendo a Santa Juana como
superiora. Blanca maltrató cruelmente a la fundadora, que soportó esa prueba
con gran paciencia hasta que la conspiradora finalmente se arrepintió de
todo lo que había hecho. Hoy Santa Juana de Lestonnac es considerada una
gran santa y su espíritu inspira más de un centenar de conventos y colegios
por todo el mundo.
También San Alfonso María de Ligorio, fundador de los Redentoristas, sufrió
toda una serie de calumnias por las que en 1780 se vio excluido de la
congregación que haba fundado, y en esa situación murió. Y algo parecido
sucedió al Beato Guillermo Chaminade, fundador de los marianistas, que pasó
por esa misma prueba desde 1841 hasta su muerte en 1850. En todos esos
casos, ha llevado muchísimo tiempo restablecer la verdad y levantar la
espesa capa de falsedades que se vertió contra personas tan santas y que tan
gran servicio han prestado a la Iglesia y a toda la humanidad.
Pero todo es para bien
Otro ejemplo, no tan alejado de nosotros en el tiempo, fueron las
incomprensiones que sufrió el Padre Josef Kentenich, fundador de la Obra de
Schoenstatt. En este caso, los ataques procedían de la falta de conocimiento
o de rectitud de algunos eclesiásticos. En 1950, a causa de diversas
calumnias, el Santo Oficio nombró un visitador apostólico que, después de un
largo proceso, promovió la destitución de Kentenich. El fundador, que había
pasado por la dura prueba de cuatro años de prisión en el campo de
concentración nazi de Dachau durante la Segunda Guerra Mundial, tuvo que
pasar esta nueva prueba, aún más dolorosa, de catorce años en Estados Unidos
apartado de las instituciones que había fundado. Además, como era de temer,
todo aquello arrojó oscuras y espesas sombras sobre su persona y sobre su
obra, con insidiosos rumores y calumnias. Al fin, en 1965 se aclaró la
situación y se suspendieron todas las resoluciones sobre el Padre Kentenich,
que por entonces tenía ya ochenta años. Después de una entrevista con Pablo
VI, retomó inmediatamente su trabajo, con un ritmo impresionante para su
edad, hasta que falleció, en 1968, con una gran fama de santidad. Hoy
existen por todo el mundo más de ciento ochenta réplicas del santuario de
Schoenstatt, en torno a los cuales se reúnen comunidades de niños, jóvenes y
adultos para continuar su misión de renovar al hombre del tercer milenio.
— ¿Y cuál crees que es la causa de todos esos ataques?
¿Causas de la murmuración y de la calumnia? ¿El rencor? ¿La envidia? ¿El
despecho? Es imposible descubrir la clave de la pasión oscura que late bajo
la ciénaga del mal. Pero siempre procede del mismo modo: insinuaciones
viscosas, sospechas sibilinas, acusaciones infundadas, rumores que se
repiten sin dejar ocasión a la defensa.
De todas formas, hay que procurar ver lo positivo de todas esas críticas,
pues, como decía San Agustín, los ataques pueden ser con frecuencia más
útiles que los elogios, ya que "muchas veces los amigos nos pervierten al
adularnos, y en cambio los enemigos nos corrigen al insultarnos".
Y las cosas no han cambiado
— Pero ahora ya no es frecuente ese tipo de persecuciones, al menos en el
mundo occidental.
Ahora son quizá más sutiles, y más sinuosas, aunque no menos eficaces.
Juegan con nuestro miedo a lo que otros dicen, hayan dicho, dirán o dejarán
de decir. Con nuestro miedo a quedar mal, a ser ridiculizados, a estar todo
el día en boca ajena, a que se juzguen mal nuestras decisiones generosas, a
quedar marcados.
No nos llevarán al circo ni nos echarán a los leones. Pero quizá haya
comentarios maliciosos, graciosos, murmuraciones en voz baja, risitas,
frases de supuestos amigos que se escuchan en un sitio o en otro, nunca de
cara. ¿No sabes? ¿No te lo han dicho? ¿No te parece que está un poco loco?
¿Cómo le habrán comido el coco de esa manera?
Y no provienen solo de los extraños, o de los falsos amigos, sino que quizá
haya también escenas familiares, todas enmarcadas en un gran halo de
sensatez y de grave preocupación por el pobre obnubilado.
El estilo de hoy — ¿Y crees que influyen mucho esos comentarios? En el mundo
de hoy, cada uno decide con quien se casa, o qué vida lleva, y apenas tienen
peso esas cosas.
Así debiera ser, pero en bastantes casos influyen bastante y hacen sufrir de
un modo muy profundo. No son las grandes persecuciones las que frenan a
algunos en el seguimiento de Dios, sino –como sucedió al apóstol Pedro– esos
pequeños comentarios de una chismosa en torno al fuego. Si los grandes
periódicos del país nos difamaran sin motivo, o si quisieran llevarnos al
circo para ser devorados por las fieras, quizá nos creceríamos hasta el
heroísmo. Pero soportar esas risitas o esos comentarios puede resultarnos
más difícil, curiosamente.
Nos sucede como a aquel científico que viajó hasta el interior de una selva
tropical. Pernoctó en una casa con las ventanas abiertas, sin protección
alguna, aunque había alimañas por todas partes. Se extrañó, pero le dijeron
que no se preocupara, porque rodeaba su cama un tupido mosquitero. Más
tarde, a la hora del sueño, lo comprendió: en la selva, como en la vida
cotidiana, los peligros más acuciantes no son las grandes fieras, sino los
pequeños insectos. A la hora de la entrega, muchas veces, nos acechan más
peligros por el miedo a qué pensarán algunos, que por las propias
dificultades de seguir ese camino. Y es triste, porque, al final, esas
personas que ridiculizan constantemente todo lo que tenga que ver con la
entrega a Dios o con la Iglesia, o al menos les hacen el juego, viven del
miedo de gente buena, como nosotros, y es una verdadera pena.