CARTA ENCÍCLICA
MISERENTISSIMUS REDEMPTOR
DEL SUMO PONTÍFICE
PÍO XI
SOBRE LA EXPIACIÓN QUE TODOS DEBEN
AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
INTRODUCCIÓN
Aparición de Jesús a Santa Margarita María de Alacoque
1. Nuestro Misericordiosísimo Redentor, después de conquistar
la salvación del linaje humano en el madero de la Cruz y antes de su
ascensión al Padre desde este mundo, dijo a sus apóstoles y discípulos,
acongojados de su partida, para consolarles: «Mirad que yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo»(1). Voz dulcísima, prenda de
toda esperanza y seguridad; esta voz, venerables hermanos, viene a la
memoria fácilmente cuantas veces contemplamos desde esta elevada cumbre la
universal familia de los hombres, de tantos males y miserias trabajada, y
aun la Iglesia, de tantas impugnaciones sin tregua y de tantas asechanzas
oprimida.
Esta divina promesa, así como en un principio levantó los
ánimos abatidos de los apóstoles, y levantados los encendió e inflamó para
esparcir la semilla de la doctrina evangélica en todo el mundo, así después
alentó a la Iglesia a la victoria sobre las puertas del infierno.
Ciertamente en todo tiempo estuvo presente a su Iglesia nuestro Señor
Jesucristo; pero lo estuvo con especial auxilio y protección cuantas veces
se vio cercada de más graves peligros y molestias, para suministrarle los
remedios convenientes a la condición de los tiempos y las cosas, con aquella
divina Sabiduría que «toca de extremo a extremo con fortaleza y todo lo
dispone con suavidad»(2). Pero «no se encogió la mano del Señor»(3) en los
tiempos más cercanos; especialmente cuando se introdujo y se difundió
ampliamente aquel error del cual era de temer que en cierto modo secara las
fuentes de la vida cristiana para los hombres, alejándolos del amor y del
trato con Dios.
Mas como algunos del pueblo tal vez desconocen todavía, y
otros desdeñan, aquellas quejas del amantísimo Jesús al aparecerse a Santa
Margarita María de Alacoque, y lo que manifestó esperar y querer a los
hombres, en provecho de ellos, plácenos, venerables hermanos, deciros algo
acerca de la honesta satisfacción a que estamos obligados respecto al
Corazón Santísimo de Jesús; con el designio de que lo que os comuniquemos
cada uno de vosotros lo enseñe a su grey y la excite a practicarlo.
2. Entre todos los testimonios de la infinita benignidad de
nuestro Redentor resplandece singularmente el hecho de que, cuando la
caridad de los fieles se entibiaba, la caridad de Dios se presentaba para
ser honrada con culto especial, y los tesoros de su bondad se descubrieron
por aquella forma de devoción con que damos culto al Corazón Sacratísimo de
Jesús, «en quien están escondidos todos los tesoros de su sabiduría y de su
ciencia»(4).
Pues, así como en otro tiempo quiso Dios que a los ojos del
humano linaje que salía del arca de Noé resplandeciera como signo de pacto
de amistad «el arco que aparece en las nubes»(5), así en los turbulentísimos
tiempos de la moderna edad, serpeando la herejía jansenista, la más astuta
de todas, enemiga del amor de Dios y de la piedad, que predicaba que no
tanto ha de amarse a Dios como padre cuanto temérsele como ímplacable juez,
el benignísimo Jesús mostró su corazón como bandera de paz y caridad
desplegada sobre las gentes, asegurando cierta la victoria en el combate. A
este propósito, nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria, en su
encíclica Annum Sacrum, admirando la oportunidad del
culto al Sacratísimo Corazón de Jesús, no vaciló en escribir: «Cuando la
Iglesia, en los tiempos cercanos a su origen, sufría la opresión del yugo de
los Césares, la Cruz, aparecida en la altura a un joven emperador, fue
simultáneamente signo y causa de la amplísima victoria lograda
inmediatamente. Otro signo se ofrece hoy a nuestros ojos, faustísimo y
divinísimo: el Sacratísimo Corazón de Jesús con la Cruz superpuesta,
resplandeciendo entre llamas, con espléndido candor. En El han de colocarse
todas las esperanzas; en El han de buscar y esperar la salvación de los
hombres».
La devoción al Sagrado Corazón de Jesús
3. Y con razón, venerables hermanos; pues en este faustísimo
signo y en esta forma de devoción consiguiente, ¿no es verdad que se
contiene la suma de toda la religión y aun la norma de vida más perfecta,
como que más expeditamente conduce los ánimos a conocer íntimamente a Cristo
Señor Nuestro, y los impulsa a amarlo más vehementemente, y a imitarlo con
más eficacia? Nadie extrañe, pues, que nuestros predecesores incesantemente
vindicaran esta probadísima devoción de las recriminaciones de los
calumniadores y que la ensalzaran con sumos elogios y solícitamente la
fomentaran, conforme a las circunstancias.
Así, con la gracia de Dios, la devoción de los fieles al
Sacratísimo Corazón de Jesús ha ido de día en día creciendo; de aquí
aquellas piadosas asociaciones, que por todas partes se multiplican, para
promover el culto al Corazón divino; de aquí la costumbre, hoy ya extendida
por todas partes, de comulgar el primer viernes de cada mes, conforme al
deseo de Cristo Jesús.
La consagración
4. Mas, entre todo cuanto propiamente atañe al culto del
Sacratísimo Corazón, descuella la piadosa y memorable consagración con que
nos ofrecemos al Corazón divino de Jesús, con todas nuestras cosas,
reconociéndolas como recibidas de la eterna bondad de Dios. Después que
nuestro Salvador, movido más que por su propio derecho, por su inmensa
caridad para nosotros, enseñó a la inocentísima discipula de su Corazón,
Santa Margarita María, cuánto deseaba que los hombres le rindiesen este
tributo de devoción, ella fue, con su maestro espiritual, el P. Claudio de
la Colombiére, la primera en rendirlo. Siguieron, andando el tiempo, los
individuos particulares, después las familias privadas y las asociaciones y,
finalmente, los magistrados, las ciudades y los reinos.
Mas, como en el siglo precedente y en el nuestro, por las
maquinaciones de los impíos, se llegó a despreciar el imperio de Cristo
nuestro Señor y a declarar públicamente la guerra a la Iglesia, con leyes y
mociones populares contrarias al derecho divino y a la ley natural, y hasta
hubo asambleas que gritaban: «No queremos que reine sobre nosotros»(6),
por esta consagración que decíamos, la voz de todos los amantes del Corazón
de Jesús prorrumpía unánime oponiendo acérrimamente, para vindicar su gloria
y asegurar sus derechos: «Es necesario que Cristo reine(7). Venga su reino».
De lo cual fue consecuencia feliz que todo el género humano, que por nativo
derecho posee Jesucristo, único en quien todas las cosas se restauran(8), al
empezar este siglo, se consagra al Sacratísimo Corazón, por nuestro
predecesor León XIII, de feliz memoria, aplaudiendo el orbe cristiano.
Comienzos tan faustos y agradables, Nos, como ya dijimos en
nuestra encíclica Quas primas, accediendo a los deseos y
a las preces reiteradas y numerosas de obispos y fieles, con el favor de
Dios completamos y perfeccionamos, cuando, al término del año jubilar,
instituimos la fiesta de Cristo Rey y su
solemne celebración en todo el orbe cristiano.
Cuando eso hicimos, no sólo declaramos el sumo imperio de
Jesucristo sobre todas las cosas, sobre la sociedad civil y la doméstica y
sobre cada uno de los hombres, mas también presentimos el júbilo de aquel
faustísimo día en que el mundo entero espontáneamente y de buen grado
aceptará la dominación suavísima de Cristo Rey. Por esto ordenábamos también
que en el día de esta fiesta se renovase todos los años aquella consagración
para conseguir más cierta y abundantemente sus frutos y para unir a los
pueblos todos con el vínculo de la caridad cristiana y la conciliación de la
paz en el Corazón de Cristo, Rey de Reyes y Señor de los que dominan.
LA EXPIACIÓN O REPARACIÓN
5. A estos deberes, especialmente a la consagración, tan
fructífera y confirmada en la fiesta de Cristo Rey, necesario es añadir otro
deber, del que un poco más por extenso queremos, venerables hermanos,
hablaros en las presentes letras; nos referimos al deber de tributar al
Sacratísimo Corazón de Jesús aquella satisfacción honesta que llaman
reparación.
Si lo primero y principal de la consagración es que al amor
del Creador responda el amor de la criatura, síguese espontáneamente otro
deber: el de compensar las injurias de algún modo inferidas al Amor
increado, si fue desdeñado con el olvido o ultrajado con la ofensa. A este
deber llamamos vulgarmente reparación.
Y si unas mismas razones nos obligan a lo uno y a lo otro,
con más apremiante título de justicia y amor estamos obligados al deber de
reparar y expiar: de, justicia, en cuanto a la expiación de la ofensa hecha
a Dios por nuestras culpas y en cuanto a la reintegración del orden violado;
de amor, en cuanto a padecer con Cristo paciente y «saturado de oprobio» y,
según nuestra pobreza, ofrecerle algún consuelo.
Pecadores como somos todos, abrumados de muchas culpas, no
hemos de limitarnos a honrar a nuestro Dios con sólo aquel culto con que
adoramos y damos los obsequios debidos a su Majestad suprema, o reconocemos
suplicantes su absoluto dominio, o alabamos con acciones de gracias su
largueza infinita; sino que, además de esto, es necesario satisfacer a Dios,
juez justísimo, «por nuestros innumerables pecados, ofensas y negligencias».
A la consagración, pues, con que nos ofrecemos a Dios, con aquella santidad
y firmeza que, como dice el Angélico, son propias de la consagración(9), ha
de añadirse la expiación con que totalmente
se extingan los pecados, no sea que la santidad de la divina justicia
rechace nuestra indignidad impudente, y repulse nuestra ofrenda, siéndole
ingrata, en vez de aceptarla como agradable.
Este deber de expiación a todo el género
humano incumbe, pues, como sabemos por la fe cristiana,
después de la caída miserable de Adán el género humano, inficionado de la
culpa hereditaria, sujeto a las concupiscencias y míseramente depravado,
había merecido ser arrojado a la ruina sempiterna. Soberbios filósofos de
nuestros tiempos, siguiendo el antiguo error de Pelagio, esto niegan
blasonando de cierta virtud innata en la naturaleza humana, que por sus
propias fuerzas continuamente progresa a perfecciones cada vez más altas;
pero estas inyecciones del orgullo rechaza el Apóstol cuando nos advierte
que «éramos por naturaleza hijos de ira»(10).
En efecto, ya desde el principio los hombres en cierto modo
reconocieron el deber de aquella común expiación y comenzaron a practicarlo
guiados por cierto natural sentido, ofreciendo a Dios sacrificios, aun
públicos, para aplacar su justicia.
Expiación de Cristo
6. Pero ninguna fuerza creada era suficiente para expiar los
crímenes de los hombres si el Hijo de Dios no hubiese tomado la humana
naturaleza para repararla. Así lo anunció el mismo Salvador de los hombres
por los labios del sagrado Salmista: «Hostia y oblación no quisiste; mas me
apropiaste cuerpo. Holocaustos por el pecado no te agradaron; entonces dije:
heme aquí»(11). Y «ciertamente El llevó nuestras enfermedades y sufrió
nuestros dolores; herido fue por nuestras iniquidades»(12); y «llevó
nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero»(13); «borrando la cédula del
decreto que nos era contrario, quitándole de en medio y enclavándole en la
cruz»(14), «para que, muertos al pecado, vivamos a la justicia»(15).
Expiación nuestra, sacerdotes en Cristo
7. Mas, aunque la copiosa redención de Cristo
sobreabundantemente «perdonó nuestros pecados»(16); pero, por aquella
admirable disposición de la divina Sabiduría, según la cual ha de
completarse en nuestra carne lo que falta en la pasión de Cristo por su
cuerpo que es la Iglesia(17), aun a las oraciones y satisfacciones «que
Cristo ofreció a Dios en nombre de los pecadores» podemos y debemos añadir
también las nuestras.
8. Necesario es no olvidar nunca que toda la
fuerza de la expiación pende únicamente del cruento sacrificio de Cristo,
que por modo incruento se renueva sin interrupción en nuestros altares;
pues, ciertamente, «una y la misma es la Hostia, el mismo es el que ahora se
ofrece mediante el ministerio de los sacerdotes que el que antes se ofreció
en la cruz; sólo es diverso el modo de ofrecerse»(18); por lo cual debe
unirse con este augustísimo sacrificio eucarístico la inmolación de los
ministros y de los otros fieles para que también se ofrezcan como «hostias
vivas, santas, agradables a Dios»(19). Así, no duda afirmar San Cipriano
«que el sacrificio del Señor no se celebra con la santificación debida si no
corresponde a la pasión nuestra oblación y sacrificio»(20).
Por ello nos amonesta el Apóstol que, «llevando en nuestro
cuerpo la mortificación de Jesús»(21), y con Cristo sepultados y plantados,
no sólo a semejanza de su muerte crucifiquemos nuestra carne con sus vicios
y concupiscencias(22), «huyendo de lo que en el mundo es corrupción de
concupiscencia»(23), sino que «en nuestros cuerpos se manifieste la vida de
Jesús»(24), y, hechos partícipes de su eterno sacerdocio, «ofrezcamos dones
y sacrificios por los pecados»(25).
Ni solamente gozan de la participación de este misterioso
sacerdocio y de este deber de satisfacer y sacrificar aquellos de quienes
nuestro Señor Jesucristo se sirve para ofrecer a Dios la oblación inmaculada
desde el oriente hasta el ocaso en todo lugar(26), sino que toda la grey
cristiana, llamada con razón por el Príncipe de los Apóstoles «linaje
escogido, real sacerdocio»(27), debe ofrecer por sí y
por todo el género humano sacrificios por los pecados, casi de la propia
manera que todo sacerdote y pontífice «tomado entre los hombres, a favor de
los hombres es constituido en lo que toca a Dios»(28).
Y cuanto más perfectamente respondan al sacrificio del Señor
nuestra oblación y sacrificio, que es inmolar nuestro amor propio y nuestras
concupiscencias y crucificar nuestra carne con aquella crucifixión mística
de que habla el Apóstol, tantos más abundantes frutos de propiciación y de
expiación para nosotros y para los demás percibiremos. Hay una relación
maravillosa de los fieles con Cristo, semejante a la que hay entre la cabeza
y los demás miembros del cuerpo, y asimismo una misteriosa comunión de los
santos, que por la fe católica profesamos, por donde los individuos y los
pueblos no sólo se unen entre sí, mas también con Jesucristo, que es la
cabeza; «del cual, todo el cuerpo compuesto y bien ligado por todas las
junturas, según la operación proporcionada de cada miembro, recibe aumento
propio, edificándose en amor»(29). Lo cual el mismo Mediador de Dios y de
los hombres, Jesucristo próximo a la muerte, lo pidió al Padre: «Yo en ellos
y tú en mí, para que sean consumados en la unidad»(30).
Así, pues, como la consagración profesa y afirma la unión con
Cristo, así la expiación da principio a esta unión borrando las culpas, la
perfecciona participando de sus padecimientos y la consuma ofreciendo
sacrificios por los hermanos. Tal fue, ciertamente, el designio del
misericordioso Jesús cuando quiso descubrirnos su Corazón con los emblemas
de su pasión y echando de sí llamas de caridad: que mirando de una parte la
malicia infinita del pecado, y, admirando de otra la infinita caridad del
Redentor, más vehementemente detestásemos el pecado y más ardientemente
correspondiésemos a su caridad.
Comunión Reparadora y Hora Santa
9. Y ciertamente en el culto al Sacratísimo Corazón de Jesús
tiene la primacía y la parte principal el espíritu de expiación y
reparación; ni hay nada más conforme con el origen, índole, virtud y
prácticas propias de esta devoción, como la historia y la tradición, la
sagrada liturgia y las actas de los Santos Pontífices confirman.
Cuando Jesucristo se aparece a Santa Margarita María,
predicándole la infinitud de su caridad, juntamente, como apenado, se queja
de tantas injurias como recibe de los hombres por estas palabras que habían
de grabarse en las almas piadosas de manera que jamás se olvidarán: «He aquí
este Corazón que tanto ha amado a los hombres y de tantos beneficios los ha
colmado, y que en pago a su amor infinito no halla gratitud alguna, sino
ultrajes, a veces aun de aquellos que están obligados a amarle con especial
amor». Para reparar estas y otras culpas recomendó entre otras cosas que los
hombres comulgaran con ánimo de expiar, que es lo que llaman Comunión
Reparadora, y las súplicas y preces durante una hora, que propiamente se
llama la Hora Santa; ejercicios de piedad que la Iglesia no sólo aprobó,
sino que enriqueció con copiosos favores espirituales.
Consolar a Cristo
10. Mas ¿cómo podrán estos actos de reparación consolar a
Cristo, que dichosamente reina en los cielos? Respondemos con palabras de
San Agustín: «Dame un corazón que ame y sentirá lo que digo»(31).
Un alma de veras amante de Dios, si mira al tiempo pasado, ve
a Jesucristo trabajando, doliente, sufriendo durísimas penas «por nosotros
los hombres y por nuestra salvación», tristeza, angustias, oprobios,
«quebrantado por nuestras culpas»(32) y sanándonos con sus llagas. De todo
lo cual tanto más hondamente se penetran las almas piadosas cuanto más claro
ven que los pecados de los hombres en cualquier tiempo cometidos fueron
causa de que el Hijo de Dios se entregase a la muerte; y aun ahora esta
misma muerte, con sus mismos dolores y tristezas, de nuevo le infieren, ya
que cada pecado renueva a su modo la pasión del Señor, conforme a lo del
Apóstol: «Nuevamente crucifican al Hijo de Dios y le exponen a
vituperio»(33). Que si a causa también de nuestros pecados futuros, pero
previstos, el alma de Cristo Jesús estuvo triste hasta la muerte, sin duda
algún consuelo recibiría de nuestra reparación también futura, pero
prevista, cuando el ángel del cielo(34) se le apareció para consolar su
Corazón oprimido de tristeza y angustias. Así, aún podemos y debemos
consolar aquel Corazón sacratísimo, incesantemente ofendido por los pecados
y la ingratitud de los hombres, por este modo admirable, pero verdadero;
pues alguna vez, como se lee en la sagrada liturgia, el mismo Cristo se
queja a sus amigos del desamparo, diciendo por los labios del Salmista:
«Improperio y miseria esperó mi corazón; y busqué quien compartiera mi
tristeza y no lo hubo; busqué quien me consolara y no lo hallé»(35).
La pasión de Cristo en su Cuerpo, la Iglesia
11. Añádase que la pasión expiadora de Cristo se renueva y en
cierto modo se continúa y se completa en el Cuerpo místico, que es la
Iglesia. Pues sirviéndonos de otras palabras de San Agustín(36): «Cristo
padeció cuanto debió padecer; nada falta a la medida de su pasión. Completa
está la pasión, pero en la cabeza; faltaban todavía las pasiones de Cristo
en el cuerpo». Nuestro Señor se dignó declarar esto mismo cuando,
apareciéndose a Saulo, «que respiraba amenazas y muerte contra los
discípulos»(37), le dijo: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues»(38);
significando claramente que en las persecuciones contra la Iglesia es a la
Cabeza divina de la Iglesia a quien se veja e impugna. Con razón, pues,
Jesucristo, que todavía en su Cuerpo místico padece, desea tenernos por
socios en la expiación, y esto pide con El nuestra propia necesidad; porque
siendo como somos «cuerpo de Cristo, y cada uno por su parte miembro»(39),
necesario es que lo que padezca la cabeza lo padezcan con ella los
miembros(40).
Necesidad actual de expiación por tantos pecados
12. Cuánta sea, especialmente en nuestros tiempos, la
necesidad de esta expiación y reparación, no se le ocultará a quien vea y
contemple este mundo, como dijimos, «en poder del malo»(41). De todas partes
sube a Nos clamor de pueblos que gimen, cuyos príncipes o rectores se
congregaron y confabularon a una contra el Señor y su Iglesia(42). Por esas
regiones vemos atropellados todos los derechos divinos y humanos; derribados
y destruidos los templos, los religiosos y religiosas expulsados de sus
casas, afligidos con ultrajes, tormentos, cárceles y hambre; multitudes de
niños y niñas arrancados del seno de la Madre Iglesia, e inducidos a renegar
y blasfemar de Jesucristo y a los más horrendos crímenes de la lujuria; todo
el pueblo cristiano duramente amenazado y oprimido, puesto en el trance de
apostatar de la fe o de padecer muerte crudelísima. Todo lo cual es tan
triste que por estos acontecimientos parecen manifestarse «los principios de
aquellos dolores» que habían de preceder «al hombre de pecado que se levanta
contra todo lo que se llama Dios o que se adora»(43).
Y aún es más triste, venerables hermanos, que entre los
mismos fieles, lavados en el bautismo con la sangre del Cordero inmaculado y
enriquecidos con la gracia, haya tantos hombres, de todo orden o clase, que
con increíble ignorancia de las cosas divinas, inficionados de doctrinas
falsas, viven vida llena de vicios, lejos de la casa del Padre; vida no
iluminada por la luz de la fe, ni alentada de la esperanza en la felicidad
futura, ni caldeada y fomentada por el calor de la caridad, de manera que
verdaderamente parecen sentados en las tinieblas y en la sombra de la
muerte. Cunde además entre los fieles la incuria de la eclesiástica
disciplina y de aquellas antiguas instituciones en que toda la vida
cristiana se funda y con que se rige la sociedad doméstica y se defiende la
santidad del matrimonio; menospreciada totalmente o depravada con muelles
halagos la educación de los niños, aún negada a la Iglesia la facultad de
educar a la juventud cristiana; el olvido deplorable del pudor cristiano en
la vida y principalmente en el vestido de la mujer; la codicía desenfrenada
de las cosas perecederas, el ansia desapoderada de aura popular; la
difamación de la autoridad legítima, y, finalmente, el menosprecio de la
palabra de Dios, con que la fe se destruye o se pone al borde de la ruina.
Forman el cúmulo de estos males la pereza y la necedad de los
que, durmiendo o huyendo como los discípulos, vacilantes en la fe
míseramente desamparan a Cristo, oprimido de angustias o rodeado de los
satélites de Satanás; no menos que la perfidia de los que, a imitación del
traidor Judas, o temeraria o sacrílegamente comulgan o se pasan a los
campamentos enemigos. Y así aun involuntariamente se ofrece la idea de que
se acercan los tiempos vaticinados por nuestro Señor: «Y porque abundó la
iniquidad, se enfrió la caridad de muchos»(44).
El ansia ardiente de expiar
13. Cuantos fieles mediten piadosamente todo esto, no podrán
menos de sentir, encendidos en amor a Cristo apenado, el ansia ardiente de
expiar sus culpas y las de los demás; de reparar el honor de Cristo, de
acudir a la salud eterna de las almas. Las palabras del Apóstol: «Donde
abundó el delito, sobreabundó la gracia»(45), de alguna manera se acomodan
también para describir nuestros tiempos; pues si bien la perversidad de los
hombres sobremanera crece, maravillosamente crece también, inspirando el
Espíritu Santo, el número de los fieles de uno y otro sexo, que con resuelto
ánimo procuran satisfacer al Corazón divino por todas las ofensas que se le
hacen, y aun no dudan ofrecerse a Cristo como víctimas.
Quien con amor medite cuanto hemos dicho y en lo profundo del
corazón lo grabe, no podrá menos de aborrecer y de abstenerse de todo pecado
como de sumo mal; se entregará a la voluntad divina y se afanará por reparar
el ofendido honor de la divina Majestad, ya orando asiduamente, ya sufriendo
pacientemente las mortificaciones voluntarias, y las aflicciones que
sobrevinieren, ya, en fin, ordenando a la expiación toda su vida.
Aquí tienen su origen muchas familias religiosas de varones y
mujeres que, con celo ferviente y como ambicioso de servir, se proponen
hacer día y noche las veces del Angel que consoló a Jesús en el Huerto; de
aquí las piadosas asociaciones asimismo aprobadas por la Sede Apostólica y
enriquecidas con indulgencias, que hacen suyo también este oficio de la
expiación con ejercicios convenientes de piedad y de virtudes; de aquí
finalmente los frecuentes y solemnes actos de desagravio encaminados a
reparar el honor divino, no sólo por los fieles particulares, sino también
por las parroquias, las diócesis y ciudades.
LA DEVOCIÓN AL CORAZÓN DE JESÚS
Causa de muchos bienes
14. Pues bien: venerables hermanos, así como la devoción de
la consagración, en sus comienzos humilde, extendida después, empieza a
tener su deseado esplendor con nuestra confirmación, así la devoción de la
expiación o reparación, desde un principio santamente introducida y
santamente propagada. Nos deseamos mucho que, más firmemente sancionada por
nuestra autoridad apostólica, más solemnemente se practique por todo el
universo católico. A este fin disponemos y mandamos que cada año en la
fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús —fiesta
que con esta ocasión ordenamos se eleve al grado litúrgico de doble de
primera clase con octava— en todos los
templos del mundo se rece solemnemente el acto de reparación al Sacratísimo
Corazón de Jesús, cuya oración ponemos al pie de esta carta para que se
reparen nuestras culpas y se resarzan los derechos violados de Cristo, Sumo
Rey y amantísimo Señor.
No es de dudar, venerables hermanos, sino que de esta
devoción santamente establecida y mandada a toda la Iglesia, muchos y
preclaros bienes sobrevendrán no sólo a los individuos, sino a la sociedad
sagrada, a la civil y a la doméstica, ya que nuestro mismo Redentor prometió
a Santa Margarita María «que todos aquellos que con esta devoción honraran
su Corazón, serían colmados con gracias celestiales».
Los pecadores, ciertamente, «viendo al que traspasaron»(46),
y conmovidos por los gemidos y llantos de toda la Iglesia, doliéndose de las
injurias inferidas al Sumo Rey, «volverán a su corazón»(47); no sea que
obcecados e impenitentes en sus culpas, cuando vieren a Aquel a quien
hirieron «venir en las nubes del cielo»(48), tarde y en vano lloren sobre
E1(49).
Los justos más y más se justificarán y se santificarán, y con
nuevas fervores se entregarán al servicio de su Rey, a quien miran tan
menospreciado y combatido y con tantas contumelias ultrajado; pero
especialmente se sentirán enardecidos para trabajar por la salvación de las
almas, penetrados de aquella queja de la divina Víctima: «¿Qué utilidad en
mi sangre?»(50); y de aquel gozo que recibirá el Corazón sacratísimo de
Jesús «por un solo pecador que hiciere penitencia»(51).
Especialmente anhelamos y esperamos que aquella justicia de
Dios, que por diez justos movido a misericordia perdonó a los de Sodoma,
mucho más perdonará a todos los hombres, suplicantemente invocada y
felizmente aplacada por toda la comunidad de los fieles unidos con Cristo,
su Mediador y Cabeza.
La Virgen Reparadora
15. Plazcan, finalmente, a la benignísima Virgen Madre de
Dios nuestros deseos y esfuerzos; que cuando nos dio al Redentor, cuando lo
alimentaba, cuando al pie de la cruz lo ofreció como hostia, por su unión
misteriosa con Cristo y singular privilegio de su gracia fue, como se la
llama piadosamente, reparadora. Nos, confiados en su intercesión con Cristo,
que siendo el «único Mediador entre Dios y los hombres»(52), quiso asociarse
a su Madre como abogada de los pecadores, dispensadora de la gracia y
mediadora, amantísimamente os damos como prenda de los dones celestiales de
nuestra paternal benevolencia, a vosotros, venerables hermanos, y a toda la
grey confiada a vuestro cuidado, la bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, día 8 de mayo de 1928,
séptimo de nuestro pontificado.
ORACIÓN EXPIATORIA
AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
Dulcísimo Jesús, cuya caridad derramada sobre los hombres se
paga tan ingratamente con el olvido, el desdén y el desprecio, míranos aquí
postrados ante tu altar. Queremos reparar con especiales manifestaciones de
honor tan indigna frialdad y las injurias con las que en todas partes es
herido por los hombres tu amoroso Corazón.
Recordando, sin embargo, que también nosotros nos hemos
manchado tantas veces con el mal, y sintiendo ahora vivísimo dolor,
imploramos ante todo tu misericordia para nosotros, dispuestos a reparar con
voluntaria expiación no sólo los pecados que cometimos nosotros mismos, sino
también los de aquellos que, perdidos y alejados del camino de la salud,
rehúsan seguirte como pastor y guía, obstinándose en su infidelidad, y han
sacudido el yugo suavísimo de tu ley, pisoteando las promesas del bautismo.
A1 mismo tiempo que queremos expiar todo el cúmulo de tan
deplorables crímenes, nos proponemos reparar cada uno de ellos en
particular: la inmodestia y las torpezas de la vida y del vestido, las
insidias que la corrupción tiende a las almas inocentes, la profanación de
los días festivos, las miserables injurias dirigidas contra ti y contra tus
santos, los insultos lanzados contra tu Vicario y el orden sacerdotal, las
negligencias y los horribles sacrilegios con que se profana el mismo
Sacramento del amor divino y, en fin, las culpas públicas de las naciones
que menosprecian los derechos y el magisterio de la Iglesia por ti fundada.
¡Ojalá que podamos nosotros lavar con nuestra sangre estos
crímenes! Entre tanto, como reparación del honor divino conculcado, te
presentamos, acompañándola con las expiaciones de tu Madre la Virgen, de
todos los santos y de los fieles piadosos, aquella satisfacción que tú mismo
ofrecisté un día en la cruz al Padre, y que renuevas todos los días en los
altares. Te prometemos con todo el corazón compensar en cuanto esté de
nuestra parte, y con el auxilio de tu gracia, los pecados cometidos por
nosotros y por los demás: la indiferencia a tan grande amor con la firmeza
de la fe, la inocencia de la vida, la observancia perfecta de la ley
evangélica, especialmente de la caridad, e impedir además con todas nuestras
fuerzas las injurias contra ti, y atraer a cuantos podamos a tu seguimiento.
Acepta, te rogamos, benignísimo Jesús, por intercesión de la Bienaventurada
Virgen María Reparadora, el voluntario ofrecimiento de expiación; y con el
gran don de la perseverancia, consérvanos fidelísimos hasta la muerte en el
culto y servicio a ti, para que lleguemos todos un día a la patria donde tú
con el Padre y con el Espíritu Santo vives y reinas por los siglos de los
siglos. Amén.
Notas
1. Mt 28,20.
2. Sab 8,1.
3. Is 59,1.
4. Col 2,3.
5. Gén 2,14.
6. Lc 19,14.
7. 1 Cor 15,25.
8. Ef 1,10.
9. S. Th. II-II q.81, a.8c.
10. Ef 2,3.
11. Heb 10,5.7.
12. Is 53,4-5.
13. 1 Pe 2,24.
14. Col 2,14.
15. 1 Pe 2,24.
16. Col 2,13.
17. Col 1,24.
18. Conc. Trid., sess.22 c.2.
19. Rom 12,1.
20. Epist. 63 n.381.
21. 2 Cor 4,10.
22. Cf. Gál 5,24.
23. 2 Pe 1,4.
24. 2 Cor 4,10.
25. Heb 5,1.
26. Mal 1-2.
27. 1 Pe 2,9.
28. Heb 5,1.
29. Ef 4,15-16.
30. Jn 17,23.
31. In Ioan. tr.XXVI 4.
32. Is 53,5.
33. Is 5.
34. Lc 22,43.
35. Sal 68,21.
36. In Ps. 86.
37. Hech 91,1.
38. Hech 5.
39. 1 Cor 12,27.
40. Ibíd.
41. 1 Jn 5,19.
42. 2 Pe 2,2.
43. 2 Tes 2,4.
44. Mt 24,12.
45. Rom 5,20.
46. Jn 19,37.
47. Is 46,8.
48. Mt 26,64.
49. Cf. Ap 1,7.
50. Sal 19,10.
51. Lc 15,4.
52. Tim 2,3